Capítulo 26
Paint It Black.
Durante las
últimas semanas me habían ocurrido cosas muy fuertes. Algunas fueron horribles,
otras me agradaron; pero el cúmulo emocional que me provocaba el haberlas
vivido en tan poco tiempo, me sofocaba. Tenía que hacer algo conmigo, de lo
contrario me volvería loca… bueno, en realidad recientemente había descubierto
que ya estaba loca. Necesitaba encontrar una vía de escape para mis problemas,
pero no se me ocurría nada.
Tenía que
encontrar alguna forma de apartarme de todo lo que me hacía mal, al menos por
un tiempo. Exprimí mi cerebro intentando buscar alguna alternativa, pero no
podía concentrarme. Cada vez que intentaba pensar me venían a la mente imágenes
que quería apartar de mí, emociones angustiantes que incluían a toda esa gente
me había lastimado y tenía la incómoda sensación de que mi alma no podría
contenerlo todo. Constantemente me atormentaba el recuerdo de algo, ya sea de la
noche que pasé caminando desnuda a la intemperie o aquel abuso al que me había
sometido… ese hijo de puta que no quería mencionar. Hasta Evangelina se había
transformado en un tormento para mí, había confiado en ella y me traicionó de
la forma más cruel y despiadada. Esa mujer había hecho tambalear mi fe en las
personas.
Si no hacía
algo al respecto, en algún momento estallaría mi cerebro y quedaría hecha una
muerta viviente, carente de libre albedrío y emociones e incapaz de conciliar
el sueño.
Me miré al
espejo, en el baño, mi aspecto se había deteriorado mucho en los últimos días.
Ya no veía la niña dulce y bonita, de mejillas sonrosadas, que alguna vez fui. Aquella
mujer que me devolvía la mirada al otro lado del espejo era una chica muy
delgada, con rostro huesudo, grandes ojeras y labios grises. Mi cabello también
estaba hecho un desastre, los largos mechones colgaban de forma desprolija,
tenía las puntas florecidas y me daba la sensación de que mi pelo también
estaba perdiendo color.
Entre
lamentos y angustias se me ocurrió una espontánea idea, fue tan radical que hasta
mi reflejo sonrió. Durante años había deseado hacer algunos cambios a mi apariencia...
algo que mi madre me prohibió rotundamente, en varias ocasiones. Pero ella ya
no controlaba mi vida, estaba lejos y ni siquiera se enteraría del cambio. Esto
no era un acto de rebeldía adolescente, no era una crisis de personalidad... era
una revolución, era liberación.
Me apresuré a
tomar una pequeña cartera, conté rápidamente el poco dinero que tenía y calculé
que me alcanzaría para lo que quería. Salí del departamento y bajé hasta llegar
a la calle. Me quedé de pie en la puerta de entrada del edificio y puse mi
memoria visual en funcionamiento. Recordaba haber visto una peluquería en
alguna parte.
Cuando
recordé dónde estaba, enfilé hacia la derecha. No tuve que caminar más de una
cuadra hasta que me encontré con una especie de salón de belleza para mujeres.
Lo recordaba porque tenía un bonito dibujo artístico de una mujer con el
cabello al viento, en la vidriera. Entré y vi que solamente había una señora,
de unos cuarenta y cinco años, sentada en una de las sillas de peluqueros, con
el celular en la mano. Parecía estar bastante aburrida. En cuanto me vio
entrar, sonrió amablemente.
Le dije que
quería hacerme un gran cambio de look. Ella parecía ansiosa, no sabía si era
porque tenía algo para hacer o si sólo esperaba que yo gastara mucho dinero. Me
pidió que tomara asiento y que le explicara qué tenía en mente. No me costó
mucho trabajo darle todas las indicaciones, ella quiso recomendarme algo
totalmente diferente, como poner reflejos en mi cabello, cortar las puntas y
hacerme un tratamiento de queratina. Le acepté la queratina, pero descarté todo
el resto. Ella no tuvo más remedio que atenerse a mis peticiones.
Lo bueno de
las peluquerías es que sirven como terapia. Hablé de temas mundanos con la
peluquera, nada muy importante, simplezas como la textura de mi cabello, los
diferentes métodos a los que podía recurrir para cuidarlo, o las ventajas que
brindaba tener el cabello lacio. Esta charla tan femenina y trivial fue una
gran distracción, necesitaba hablar un rato con una mujer sin estar pensando en
sexo y, curiosamente, con esa mujer lo conseguí. Durante la charla me enteré
que se llamaba Carla. No debía preocuparme demasiado por confiar en ella, ya
que no le contaría nada íntimo de mi persona, ni podría traicionarme… a menos
que se le ocurriera raparme la cabeza.
Ella catalogó
el color de mi cabello como “rubio oscuro”. Siempre había creído que lo tenía
castaño y no encontraba la diferencia entre un tono y otro. Carla se tomó la
molestia de mostrarme una carpeta que contenía pequeños mechoncitos de pelo de
diferentes colores, yo veía al “rubio oscuro” exactamente igual que el castaño.
No sabía si era por daltonismo o pelotudez. Me inclinaba más por lo segundo.
Luego del
tratamiento de queratina, intentó una vez más convencerme de que no le hiciera
eso a mi cabello, el cual era tan bonito; pero yo me mantuve firme, como rulo
de estatua, y no tuvo más remedio que comenzar a trabajar.
Durante el
largo tiempo que llevó cambiar mi apariencia tuve la oportunidad de pensar, de
forma más relajada, en qué otra cosa podría hacer para desconectarme un poco de
las preocupaciones del mundo real. Pero mi mente seguía en blanco… más que de
costumbre.
Me puse a
pensar en Anabella, realmente la extrañaba mucho. Quería volver a disfrutar
otra tarde de mates con ella, o alguna charla interesante… o verla con poca
ropa.
—¿Qué pasó?
—preguntó la peluquera de pronto.
—¿Eh, por
qué?
—Porque estás
sonriendo de una forma muy extraña —me dijo con simpatía—. Esa sonrisita es de
enamorada. ¿Estabas pensando en el chico que te gusta? —me guiñó un ojo y
comencé a reírme.
—Algo así.
Si hubiera
sabido que pensaba en una monja en ropa interior, me hubiera echado de la
peluquería.
Cuando la
peluquera terminó con todo su trabajo me miré al espejo. Parte de la Lucrecia
que ingresó a la peluquería, había desaparecido, para dar lugar a otra mujer.
La que me devolvió la mirada esta vez, parecía estar considerablemente más
feliz que la que me había mirado desde el espejo de mi baño. Lo que más
diferenciaba a este nuevo reflejo del anterior era que el cabello estaba teñido
con un color negro profundo y había sido considerablemente recortado. Antes mi
pelo llegaba hasta la mitad de mi espalda, ahora apenas se posaba sobre mis
hombros, cayendo formando un arco desde una raya levemente hacia la izquierda
de mi cabeza. El corte guardaba cierta similitud con el que tenía Samantha,
pero el mío era un par de centímetros más largo que el de ella… y levemente más
“gótico”, o “punk”.
—¡Me encanta!
—exclamé.
Carla se puso
contenta al ver que me gustaba mucho lo que ella había hecho en mi cabeza, tal
vez no le convenciera del todo; pero era su trabajo. A continuación le pregunté
por cosméticos, quería una nueva pintura de labios y sombra para los ojos. Ella
me mostró todo lo que tenía y terminé comprando eso más un lápiz labial más
fino, que servía para delinear la boca. También agregué un champú que me
ayudaría a cuidar mi cabello recientemente teñido. Gasté mucho más dinero del
que tenía previsto, pero todo esto valía la pena, si es que quería recobrar al
menos una parte de mi salud mental. Lo necesitaba. Me hacía feliz.
La peluquera
me agradeció enormemente por todo, me confesó que hacía poco tiempo había
comenzado con su nuevo emprendimiento en solitario, ya que antes trabajaba para
otra peluquería, y que el negocio no estaba marchando muy bien. También me dijo
que desde que abrió, hasta el momento, yo había sido su mejor clienta. Le
aseguré que conmigo se había ganado una clienta permanente y también le dije
que la recomendaría con todas mis amigas. Pensaba hacerlo realmente ya que yo
también sabía lo duro que podía ser administrar un negocio y me parecía una
mujer de lo más simpática y amable; además debía considerar que había hecho un
gran trabajo. Le dije que no decayera y que siguiera adelante. Me prometió que
así lo haría.
Esa misma
tarde hice acto de presencia en Afrodita. Me había pasado los últimos días
colaborando desde mi casa, con la administración; pero consideraba que ya era
tiempo de controlar de cerca a Rodrigo, antes de que echara todo a perder.
En cuanto él
me vio me preguntó si se me ofrecía algo. Le llevó un par de segundos darse
cuenta de que era la misma Lucrecia de siempre, con un nuevo look.
―¿Te
secuestró una banda de emos? ―me preguntó.
―No empieces
a tomarme el pelo, porque ando sensible.
―¿Sensible,
vos? ―lo preguntaba sinceramente―. Eso es muy raro, ¿qué te anda pasando?
―La vida me
anda pasando… por encima, como si fuera un tren sin frenos.
―Me imagino…
con todo lo que te pasó. Pero no sabía que anduvieras tan mal.
―Ni siquiera
puedo dormir bien. Hace días que no tengo una noche tranquila.
―Eso es
serio. Si no dormís bien, no vas a poder trabajar bien. Yo siempre digo que
para rendir en el trabajo, hay que tener una buena cantidad de horas de sueño.
Por eso nunca me levanto antes de las diez ―lo peor era que lo decía en serio―.
Pero no creas que no sé lo que es pasar por un mal momento, yo también he
tenido semanas de mucha ansiedad y estrés. Sino preguntale a Miguel, él tenía
que tolerarme de mal humor.
―No te
imagino de mal humor.
―No es algo
agradable. Termino diciendo cosas que en realidad no quiero decir.
―¿Y qué hacés
cuando te sentís así?
―Me voy a la
mierda.
―¡Ah, qué
fácil!
―Lo digo en
serio. Tengo una casaquinta en las afueras de la ciudad. Cuando estoy muy
estresado me voy a pasar unos días allá. Me olvido del mundo. Es un lugar
precioso, cerca del río. Me pongo a pescar y… ―comencé a reírme―. ¿Qué es tan
gracioso?
―¿Vos pescando?
―¿Qué tiene
de raro?
―Es un
trabajo muy manual… vos, cuando estás acá, no usas las manos ni para rascarte
las bolas.
―Eso me
ofendería, si no fuera cierto. En realidad yo no hago todo el trabajo. De la
carnada, de destripar los pescados, y de todas esas cosas asquerosas, se
encarga Miguel. Él ama la pesca. Yo me limito a sostener la caña y a sacar el
bicho fuera del agua.
―Qué lindo
tener a alguien con quien pasar unos días de tranquilidad, lejos del mundo.
―Vos deberías
hacer lo mismo.
―Cuando tenga
una casaquinta, lo haré.
―Me ofendés,
Lucrecia ―dijo de manera teatral―. Ni siquiera tenés que pedirme permiso, sólo
pedime las llaves y podés ir cuando quieras.
―¿Qué? ¿Lo
decís en serio?
―Sí. Mientras
yo no la esté usando, vos podés usarla el tiempo que quieras. Es más, por qué
no te vas este fin de semana.
―Pero… ¿y el
trabajo?
―Vos hiciste
tan bien las cosas, que ya casi marchan sobre rieles. Tenemos que esperar a que
termine la remodelación, no hay mucho más para hacer. Puede que dentro de tres
semanas ya estemos inaugurando Pandora. Vos tenés que estar lo mejor posible
para cuando llegue ese momento; después de todo, Pandora es tú proyecto.
Le agradecí
enormemente el gesto. Una vez más él demostraba ser el mejor jefe del mundo. No
quería aprovecharme de su generosidad, por lo que le prometí que luego de
tomarme ese fin de semana, me pondría a trabajar como nunca.
Quince
minutos más tarde yo ya tenía las llaves de la casaquinta en mi poder, la
dirección y un vehículo a mi disposición. Lo único que me faltaba era alguien
que me acompañara.
Trabajé
durante todo el resto del día, y luego regresé a mi casa.
*****
Esa noche
también me costó conciliar el sueño; pero no tanto como las anteriores.
Aparentemente el cambio de look y la promesa de pasar un fin de semana de paz y
tranquilidad, me jugaban a favor.
A la mañana
siguiente preparé dos bolsos con todo lo que pudiera necesitar durante el fin
de semana, como era viernes, decidí que viajaría ese mismo día a la casaquinta.
Aún no sabía
a quién pedirle que viniera conmigo; pero en mi cabeza resonaba un solo nombre.
Una sola persona. Una sola monja.
Decidí que ya
era momento de volver a encontrarme con ella. La necesitaba más que nunca. Le
pediría que me acompañara… sabía que era arriesgado, pero al “no” ya lo tenía.
Cuando tuve
todo preparado, bajé al garaje del edificio y me subí al auto que me había
prestado Rodrigo. Me miré al espejo y sonreí, estaba feliz, por mi nueva
apariencia y porque me encontraría con ella otra vez.
*****
En el convento
me dijeron que Anabella no estaba, aparentemente había salido a caminar pocos
minutos antes de que yo llegara. Una monja muy amable me indicó hacia dónde se
había dirigido, y me puse en marcha otra vez.
La monja
caminaba despreocupadamente por la vereda, avanzaba sin pausas con ese paso
cortito que tanto la caracterizaba. Como la sotana prácticamente le tapaba los
pies, daba la impresión de estar levitando. A veces me preguntaba cómo había
conseguido aprender a caminar manteniendo el cuerpo tan erguido, sin menear sus
caderas; de haberlo hecho hubiera brindado un agradable espectáculo a quien pudiera
verla desde atrás. Siempre tuve la sensación de que su sotana era un tanto más
ajustada que la del resto de las monjas, o tal vez no era más que una ilusión generada
por mi morbosa y particular forma de mirarla.
Me aferré con
fuerza al volante y pisé el acelerador, el coche salió disparado con una
agilidad que aún me asombraba y maravillaba. En cuanto estuve a pocos metros de
ella, clavé los frenos y me detuve con un chirrido de los neumáticos. Anabella
se espantó al verme aparecer de repente y dio un salto hacia atrás, c0mo un
ninja en sotana. Le había dado un susto tremendo, sin embargo fui lo
suficientemente precavida como para que el vehículo no se acercara a la vereda.
Abrí la puerta del lado del acompañante y la llamé utilizando un solo dedo,
inclinándolo repetidas veces hacia mí. Ella se agachó y miró dentro del auto,
como si no pudiera reconocerme. Estaba pálida y boquiabierta.
―Soy yo,
Anabella, la misma Lucrecia de siempre... no me mires como si fuera el ángel de
la muerte que viene a reclamar tu alma pecadora.
―¿Qué
dijiste? –me preguntó al mismo tiempo que se quitaba los pequeños auriculares
de las orejas.
Comencé a
reírme, había perdido la oportunidad de decirle una frase irónica muy buena;
pero tal vez ella se hubiera tomado a mal lo de “alma pecadora”, así que tal
vez era mejor que no me hubiera escuchado.
―Nada, no te
preocupes. ¿Podés subir?
―No lo sé. Tu
cara me da miedo.
―Es la misma
cara de siempre, con un pequeño agregado de maquillaje.
―¿Pequeño
agregado? Vi payasos de circo usar menos maquillaje que vos.
―Siempre me
gustó tu sentido del humor, no siempre aparece... pero cuando lo hace, me
divierte mucho ―esperaba que captara la indirecta; pretendía decirle que a
veces podía ser bastante seria y aburrida― ¿Vas a entrar o no?
―Está bien,
¿puedo saber adónde vamos? ―se sentó a mi lado.
―Ponete el
cinturón de seguridad ―decirlo fue una mera formalidad, ella ya se lo estaba
colocando― ¿Alguna vez viste la película “Telma y Louis”? ―le pregunté al mismo
tiempo que pisaba el acelerador y salíamos dejando oscuras líneas trazadas por
los neumáticos en la calle.
*****
Aminoré la
velocidad luego de haber avanzado unos doscientos metros. Anabella seguía con
una cruda expresión de espanto garabateada en su hermoso rostro. Podría haber
jugado un poco más con ella, pero no quería que tuviéramos un accidente.
―¿Qué es todo
esto? Espero que no estés tan loca como para tirarnos de algún barranco ―me
dijo aferrándose a la agarradera que tenía a la altura de su cabeza, a la
derecha.
―Sería poco
práctico, no hay barrancos tan profundos, como los de la película, en esta
parte del país... pero un puente podría llegar a servir.
―Si no te conociera,
estaría asustada ―al ver que la velocidad disminuía, se tranquilizó y dibujó
una leve sonrisa en sus labios―; pero no me gustan las incertidumbres,
Lucrecia. Eso lo sabés muy bien. ¿Adónde vamos?
―A pasar un
fin de semana, solas, vos y yo; lejos de todo el mundo ―giró lentamente su
cabeza hacia mí y me clavó su mirada más filosa.
―Eso no lo
voy a permitir ―aseguró con dureza.
―¿Por qué no?
¿No confiás en mí?
―Eso depende
del contexto. Para sentarme a tomar mates en una plaza, sí confío en vos. Para
pasar un fin de semana quién sabe dónde, teniéndote cerca, no confío.
―Me duele
mucho que pienses así ―la sonrisa en mi rostro se borró.
―Tengo
motivos para hacerlo, Lucrecia. Cada vez que estamos solas, terminás acosándome
sexualmente.
―Eso me dolió
todavía más ―clavé los frenos y un auto que estaba detrás de nosotras tuvo que
hacer una rápida maniobra para esquivarnos. Pude escuchar sus bocinazos e
insultos mientras pasaba a mi izquierda―. Me dolió... y mucho. Esta vez te
pasaste, Anabella. Yo no soy ninguna violadora.
―Está bien...
perdón... me excedí ―noté un drástico cambio en su expresión, parecía dolida y
avergonzada.
―Sí, te
excediste... y mucho. Ya no quiero ir a ningún lado. Lo arruinaste todo,
Anabella. Mejor te llevo a tu aburrido convento para que pases el fin de semana
lamiendo ostias.
―Te estás
pasando vos también... ―me miró con el ceño fruncido. Estábamos en medio de una
avenida y los vehículos nos sobrepasaban, dejándonos de regalo sus insultos más
originales.
―Tenía en
mente algo lindo y divertido para las dos; pero me ofendiste muchísimo al
tratarme de violadora. Si pensás que yo te acoso sexualmente, entonces vamos a
la policía, me hacés una denuncia y listo. No me voy a morir por volver a estar
encerrada. Una se acostumbra...
―¿Podés mover
el auto y hablamos tranquilas? Acá nos van a chochar ―apreté los dientes e hice
lo que ella me pedía, estacioné junto a la vereda en un sitio reglamentario―.
Te pido disculpas Lucrecia, sé que me excedí, solamente quise hacerte una
broma... parecida a las que vos hacés; pero a mí no me salen bien, de hecho, me
salen muy mal. No tengo tu gracia. Terminé diciendo algo que no es cierto y que
te ofendió ―continuaba mirándola con las cejas y los labios fruncidos―. No
considero que abuses de mí sexualmente, siempre que llegamos a un punto
indebido fue porque yo también lo permití y cada vez que te puse un límite,
supiste respetarlo.
―No me
convence, sigo con la idea de que pensás que abuso de vos. A veces los
“chistes” pueden esconder la verdad.
―De verdad no
lo creo así ―apretó los puños y suspiró―. Me gustaron todos y cada uno de los
besos que me diste... ―se quedó callada repentinamente.
―Te
escucho...
―Está bien,
no es ninguna mentira y seguramente ya lo sabías; pero me gustaron tus besos.
Sé que está mal, sé que sos mujer, sé que sos mi amiga, sé que soy monja, sé
que es pecado. En fin, sé tantas cosas que prohíben que te bese que me
sorprende que, a pesar de todo, me haya agradado tanto. Con esto corro el
riesgo de que te hagas una idea equivocada de nuestra relación. Te expliqué
infinidad de veces lo que me pasa con los besos... nunca los había
experimentado, nunca había sentido el calor de otra persona y bueno...
apareciste vos. Ahora estoy pensando cómo explicarte que esto, en realidad, no
cambia nada... te sigo viendo como mi amiga y nada más, no pretendo otra cosa
de vos... no... no sé qué más decir.
―Besame.
―¿No
escuchaste todo lo que dije? ―abrió mucho los ojos.
―Sí lo
escuché, pero quiero que me beses. Tomalo como un pago por haberme ofendido ―le
hice mi sugerencia en un tono de voz algo autoritario.
―No
Lucrecia...
―Tengo algo
muy importante que decirte, pero primero necesito un beso tuyo, sino no voy a
poder seguir adelante con todo esto.
―¿Algo
importante? ―Preguntó asustada― ¿De qué hablás?
―Si querés
saberlo... besame. Me lo debés... después te voy a pedir que escuches
atentamente ―vi que dudaba, por lo que agregué:― de lo contrario te llevo a tu
convento ahora mismo y se terminan los planes para el fin de semana.
―No sé si
quiero saber qué planes tenés en mente... tampoco quiero besarte. Mucho menos
si me lo pedís de esa forma.
―Está bien,
entiendo tu punto. Es una lástima, te hubiera gustado mucho lo que tenía en
mente.
Puse en
marcha el auto una vez más, pero esta vez cambié el rumbo hacia la universidad.
Me dolía en el alma que mis planes se hubieran muerto de esa forma; pero no
podía hacer nada más, aún seguía enfadada por la estúpida broma de Anabella.
―Ya te pedí
perdón, Lucrecia.
―Y yo ya te
di la condición para perdonarte. Tal vez lo tomes como un capricho, o una
extorsión; pero la verdad es que estoy muy dolida, necesito que me demuestres
que confiás en mí.
―Pero me
estás pidiendo más de lo que puedo darte. ¿Al menos puedo saber qué planeabas
hacer?
Esa pregunta
me dio la pauta de que ella sentía curiosidad por mi plan de fin de semana. Por
la forma en la que miraba con temor el camino sospeché que debía estar pensando
en lo aburrido que sería el resto del fin de semana, si lo pasaba sola.
―Ahora ya no
importa lo que pensaba hacer, Anabella. Se suspendió todo; pero no te sientas
mal, sé que fue una idea estúpida de mi parte. Debería haber sabido que vos y
yo siempre terminamos peleando por algún motivo, también sé que a veces la
culpa es mía; pero sea cual sea el motivo, cada vez nos cuesta más pasar tiempo
sin pelear o discutir. Creí que luego de todos los días que pasamos sin hablar,
nos sentiríamos felices de reencontrarnos; pero me equivoqué.
―A mí también
me apena mucho que nuestra amistad siempre llegue a este punto. Te pido perdón
una vez más... otra cosa no puedo hacer. Tuviste razón con lo que dijiste sobre
mi fin de semana.
―¿Lo vas a
pasar lamiendo ostias?
―Posiblemente
lo pase haciendo algo aún más aburrido, a no ser que encuentre alguna actividad
que quieran realizar las monjas. El problema es que la mayoría se agota mucho
trabajando durante la semana y aprovecha los fines de semana para descansar, yo
tendré más energía... o más tiempo libre... no lo sé, pero yo no siento ese
nivel de agotamiento. Por lo general me aburro mucho durante los fines de
semana.
―¿No
organizás las misas de los domingos?
―Sí, y soy
muy buena haciéndolo, ese es el problema. Cuando llega el domingo ya tengo todo
listo y no hay nada más que hacer. Siempre fui muy productiva y organizada.
―Sí, me lo
habías contado; pero imagino que vas a encontrar algo para hacer...
―Puede ser,
pero seguramente no será nada muy emocionante. Vos sí tenés una vida llena de
emociones.
―Si vas a
sentir envidia por mi vida, te recomiendo que no lo hagas... te sorprenderías
de lo mucho que sufro a veces. ¿Te enteraste de todo lo que me pasó durante
estas últimas semanas?
―Sí, lo sé
muy bien. Lo lamento muchísimo por vos.
―Me hubiera
gustado tenerte cerca.
―¿Es un
reclamo?
―Sí, decís
ser mi amiga, pero cuando pasé un mal momento vos no estuviste ahí.
―Te pido
disculpas, Lucrecia. Pero yo también atravesé por varios conflictos.
―¿No me
habías dicho que tu vida en el convento era aburrida?
―Ahora volvió
a la rutina de siempre. Pero hasta hace poco fue un tanto caótica.
―No sabía
nada de eso. Tenés que contarme.
―Puede que
algún día lo haga. Pero no estábamos hablando de mi vida, sino de la tuya.
Puede que a veces pases malos momentos, sin embargo también vivís grandes
aventuras, de las cuales yo me entero de la mitad y la otra mitad sólo puedo
intentar adivinarlas. Casi nunca me contás lo que hacés. Todo lo que supe de
vos durante las últimas semanas, me lo enteré por Tatiana.
―No sabía que
hablaras con ella.
―¿Te molesta?
―No, para
nada. Me molesta que me eches en cara que no te haya contado durante estas últimas
semanas, cuando fuiste vos la que me pidió que no te hablara por un tiempo.
―Sí, lo sé
―agachó la cabeza.
―Además, a la
otra mitad de las cosas, no te las cuento porque te escandalizarías y pensarías
muy mal de mí.
―Podrías
ponerme a prueba algún día. Tal vez vos también te escandalizarías con mi vida.
―¿Escandalizarme
con tu vida? ¿Qué hiciste, Anabella? ¿Acaso te pusiste a recitar la Torá
durante una misa?
―No, eso me
hubiera traído menos problemas.
―La puta
madre, me da curiosidad.
―La boca,
Lucrecia.
―La tengo
debajo de la nariz.
―No te hagás
la sonsa.
―No me hago,
soy. Volviendo al tema. No te cuento todo de mi vida porque la imagen que tenés
de mí ya es lo suficientemente mala, no quiero arruinarla más.
―No creo que
puedas arruinarla más ―me hizo sonreír, pero intenté disimularlo.
―Tenemos muchas
cosas para contarnos, Anabella. Necesitaríamos más que una simple tarde de
mates.
―¿Necesitaríamos
un fin de semana entero?
―Si el fin de
semana durara al menos tres o cuatro días... posiblemente.
―¿Eso tenías
en mente? ¿Tres o cuatro días?
―Le pedí
permiso a Rodrigo y me dijo que le parecía bien.
―¿Pensabas secuestrarme
durante cuatro días?
―¿Mi hermana
estuvo hablando con vos?
―¿Eh? ¿Qué
tiene eso que ver?
―Es que
cuando me metieron presa ella me preguntó si era por haberte secuestrado
―Anabella comenzó a reírse con dulzura―. No es gracioso, ella lo decía en
serio.
Aminoré
considerablemente la marcha, quería demorar todo lo posible el viaje de regreso
al convento. Inclusive tomé por calles que nos desviaban; pero Anabella no
parecía percatarse de ello.
―Tu hermana
parece ser todo un personaje, tal como vos lo sos. Me has hablado poco de ella.
―Somos muy
impulsivas, eso, y la apariencia física, es lo que más nos asemeja. ¿Sabés qué
pensé antes de venir a buscarte? Que por primera vez me acompañarías en uno de
mis impulsos.
―No hubiera
sido posible, aunque no te hubiera hecho sentir mal con lo que dije. Tengo
responsabilidades que cumplir, por más aburridas que sean.
―Lo sé, pero
la esperanza es lo último que se pierde... no te preocupes, yo ya la perdí.
―¿Al menos
podemos tomar unos mates juntas?
―Mañana. Hoy
no quiero.
―¿Por qué no?
―Porque me
siento mal por la forma en que se arruinó todo. Necesito estar sola un rato.
―Está bien,
entiendo eso. Me pasa todo el tiempo. Lamento haber arruinado tu plan... o la
falta de uno ―una vez más sonreí, ella también lo hizo―. Lamento no ser la
amiga que merecés.
―No te
preocupes, entiendo que tu compromiso con Dios es muy grande, eso lo admiro
mucho.
―Vamos Lucrecia...
a otro perro con ese cuento...
―Hueso... se
dice: “A otro perro con ese hueso”. Los perros no comen cuentos ―frunció la
nariz y me mostró los dientes como si quisiera morderme; era hermosa―. Dije la
verdad, Anabella, admiro mucho tu devoción. Últimamente yo estoy llena de dudas
con respecto a Dios y a Jesucristo. Después de todo lo que me pasó, cada día me
cuesta más creer que están allí. Perdón si te escandalizo una vez más, pero he
llegado a pensar que lo mejor sería dejar de creer en Él.
―No me escandaliza
para nada, lo pensé mil veces ―la miré sorprendida, por suerte manejaba
despacio, por una calle desierta, de lo contrario podríamos haber chocado―. Así
es Lucrecia, parte de la vida religiosa consiste en dudar. Seguramente
escuchaste mil veces la frase: «Jesús dudó cuando estuvo en la Cruz» ―asentí
con la cabeza―. Si Cristo dudó, ¿qué nos impide a nosotros hacerlo? Considero
que la duda te puede acercar más al camino de la Fe. Luego el camino se vuelve
más sólido, más firme.
―Eso pasa si
no te terminás alejando para siempre.
―Eso depende
mucho de la procesión que lleve cada uno por dentro... y de las cruces con las
que tenga que cargar. Yo cargo con muchas, algunas son muy pesadas y difíciles
de llevar, pero sigo adelante.
―Lo mismo
debería decir yo, sin embargo en este momento estoy un poco enojada con Dios. Me
va a llevar bastante tiempo amigarme con Él una vez más.
―Espero que
te lleve menos tiempo del que pensás. ¿Sabés una cosa? Esto es una confesión
que ni siquiera me animo a planteársela al Cura...
―Te escucho
atentamente.
―A mí también
me está costando creer en Dios últimamente. Especialmente por las grandes
desilusiones que me llevé... y el haber recordado lo que me pasó a los
dieciocho años. Todo eso se juntó en mi cabeza, lo pensé tanto que tengo miedo
de estallar de un momento a otro. Sin embargo sé que esto es pasajero y que
luego podré ordenar mis ideas. Por un instante me entusiasmó la idea de pasar
un fin de semana lejos de todo esto; pero luego puse los pies en la tierra y me
di cuenta de que era una locura.
―Sí, lo fue.
Vos siempre me hacés poner los pies en la tierra.
―Qué curioso,
vos siempre me hacés olvidar el mundo real.
―¿Será por
eso que somos tan buenas amigas?
―Creo que sí,
nos equilibramos la una a la otra... pero también es por eso que discutimos
tantos.
―Sí, cuando
ese equilibro se rompe. Cuando alguna quiere forzar a la otra a llegar más allá
de sus límites.
―Como por
ejemplo, al pedirme que te bese ―agregó ella.
―Acabo de
explicártelo. Te pedí que me besaras para comprobar que confiabas en mí, que en
realidad no me considerás una abusadora.
―¿Volvemos
con lo mismo? Te expliqué que sólo fue una simple broma que me salió mal,
también te pedí perdón. Me parece excesivo que me pidas que te bese, sabés que
no me gusta hacerlo.
―Te estás
contradiciendo sola, Anabella. Hace un rato me dijiste que te gustaron mis
besos.
―Es que esos
besos vinieron en momentos de debilidad emocional. Me sentía muy sola, triste y
necesitaba un poco de calor y afecto humano; necesitaba sentir un leve contacto
físico. En esos momentos no te vi como mujer, te vi como persona.
―¿Ahora no te
sentís así? ―no me contestó―. Cuando te encontré en la calle parecías bastante
solitaria y triste ―mantuvo su mirada fija al frente sin decir una palabra―. No
pienses que siento lástima por vos, a veces yo también me siento así.
―Tenés
demasiadas “amigas” como para sentirte sola y triste.
―Es cierto
¿no te parece irónico? Sin embargo muchas veces me siento así...
―Pero cada
vez que estás sola, podés recurrir a algunas de tus amigas, Lucrecia; yo no
tengo a nadie... más que a Dios y a Jesucristo.
―Me tenés a
mí. Yo no podré hacer milagros; pero estoy acá y ahora, de cuerpo presente... a
diferencia de otros que prefiero no nombrar.
―Es una
lástima que se haya arruinado todo ―concluyó.
Estaba
enfadada, triste y me sentía impotente. Mantuve la boca cerrada y aceleré la
marcha, volví a recuperar el rumbo. Lo único que quería en ese momento era
dejar a Anabella en la puerta del convento e irme a mi casa a llorar.
―Lucrecia,
antes de llevarme al convento ¿me hacés un pequeño favor? No pretendo usarte de
taxi, ni nada por el estilo; pero me acordé de...
―Si querés
que te lleve a algún lugar, solamente pedímelo, lo voy a hacer con mucho gusto.
―Gracias.
Necesito ir a comprar algunas velas y velones porque nos están quedando pocos.
―¿Todavía
usan velas? ¿No se enteraron de que ya se inventó la luz eléctrica? Fue hace
como cien años…
―En algunas
ceremonias especiales todavía se usan velas, es una tradición. Algunos utilizan
velas eléctricas, pero a nosotros nos gustan más las velas tradicionales.
―Las que
aumentan el riesgo de incendio.
―Sí, esas
mismas. Las venden en un local que se especializa en suministros para iglesias
y capillas, hasta se puede comprar vino de misa allí. Tenés que doblar en esta
esquina a la derecha, no es muy lejos de acá. Se nota que agarraste por
cualquier lado.
Me hice la
boluda y esperé a que me diera el resto de las indicaciones. Poco tiempo
después llegamos al lugar donde se encontraba dicho local. Nos bajamos del auto
y la acompañé dentro de una pequeña galería que tenía varios negocios, todos
especializados en artículos religiosos, desde muebles, figuras de santos y
vírgenes, rosarios y cruces, hasta ropa.
―Anabella,
esto está todo cerrado, acá no hay nadie ―le hice notar.
―Ya lo sé, está
cerrado por vacaciones.
―¿Entonces
por qué me pediste que te trai...
La muy
traicionera se abalanzó sobre mí sin previo aviso, me tomó por la cintura, me
arrinconó contra una pared y estrelló sus labios contra los míos. Cerré los
ojos y me dejé llevar. Todo el enojo que había acumulado se disipó mágicamente,
se perdió por completo en cuanto su lengua tocó la mía. El calor de su cuerpo
me envolvió. La abracé con fuerza, pegándola más a mí. Un potente tambor marcó
un ritmo frenético dentro de mi pecho. Sus húmedos y tersos labios me
amansaron, me transformaron en una muñeca de trapo, fácilmente maleable. Toda
la tensión que había acumulado en mi cuerpo, se desvaneció al instante. No
podía creer que toda esa pasión proviniera de la misma monjita con la que había
estado discutiendo dentro del auto. Lamió mi labio inferior y cuando su lengua
me dio lugar, hice lo mismo con el suyo. No quería que ese beso terminara; sin
embargo, como todas las cosas buenas de la vida, llegó a su fin.
―¿Ahora me creés
si te digo que confío en vos? ―me preguntó sin soltarme. Su frente tocaba la
mía, sus ojos penetraban los míos.
―Siempre lo
supe ―le dije en un susurro, estaba hipnotizada―. Sólo era una excusa para
robarte un beso.
―Lo sé...
puedo leerte como si fueras la Biblia, Lucrecia ―su rostro denotaba pasión.
―Si lo
sabías, ¿por qué me besaste?
―Vos lo
dijiste, me sentía sola y triste... necesitaba un poco de vos.
―¿De mí? Esta
vez no dijiste que necesitabas “calor humano”, dijiste que me necesitabas a mí.
―No me lo
hagas más difícil, Lucrecia.
―Decime la
verdad, Anabella. ¿Estás enamorada de mí?
―Hay días en
los que quisiera cocerte la boca con hilo y aguja. Otros en los que quisiera
tapártela con un beso.
Volvió a
besarme con la misma pasión con la que lo había hecho antes. Mi corazón se
llenó de júbilo. ¿Estaba diciendo que me amaba o sólo usaba el beso para
callarme? Prefería creer que sus labios me estaban enviando un mensaje de amor.
Cuando el beso terminó, se apartó de mí. Suspiré como una romántica
empedernida, me odié a mí misma por eso, pero no pude evitarlo.
―Ahora quiero
escuchar tu propuesta, Lucrecia. ¿Qué planes tenías para el fin de semana?
―Los
arruinaste.
―¿De nuevo
con eso? Acabo de besarte, me dijiste que si lo hacía me ibas a contar.
―Por eso
mismo lo arruinaste, no pensé que el beso iba a ser tan... intenso. Tampoco
pensé que fueran a ser dos. Eso arruinó por completo mis planes.
―Qué curioso,
hubiera jurado que haría todo lo contrario.
―De todas
formas dijiste que tenés responsabilidades, no vas a ir.
―No tengo
nada que no pueda postergar unos días, esa es la realidad. ¿Puedo al menos
escuchar qué planes arruiné?
―¿Vendrías
conmigo si te los cuento?
―Sinceramente
no tengo ganas de quedarme sola en el convento durante todo el fin de semana.
Cualquier cosa podría ser mejor que eso.
―Mi idea
era... pasar un fin de semana con vos, como amigas. Eso es todo.
―¿Qué querés
decir con eso?
―Pretendía
demostrarte que puedo pasar tiempo con vos sin “acosarte sexualmente”. Quería
que vieras que te quiero como amiga, como compañera; que sintieras que mi
cariño por vos es verdadero y que no pretendo forzarte a hacer nada que no
quieras... sólo quería un último beso... porque me da miedo pensar que tal vez
sea eso... él último.
―¿De verdad
estarías dispuesta a hacer una cosa así? ―pude ver una lágrima cayendo por su
mejilla.
―Sí, por vos
haría cualquier cosa, Anabella. Me enamoraste como mujer, lo admito; pero me
conquistaste como amiga... y prefiero tenerte como una amiga antes de perderte
para siempre ―tragué saliva, tenía un nudo en mi garganta que no me dejaba
respirar.
―Te quiero
mucho, Lucrecia ―me abrazó rodeándome por los hombros y rompió a llorar―. Nunca
tuve una amiga como vos... sos muy importante para mí y me conmueve mucho saber
que... ―los espasmos por el llanto no la dejaban hablar, la rodé con mis brazos
y la acompañé con las lágrimas―. No te das una idea de lo importante que es
para lo acabás de decirme. Pensaba que... que sólo podía comprar tu amistad si
te besaba... o si hacía alguna otra cosa que no debía... no quería perderte.
―Te lo digo
honestamente, Anabella. No necesitás hacer nada de eso para que yo esté a tu
lado; sin embargo voy a guardarme cada beso que me diste; porque son los más
dulces que recibí en mi vida ―me estaba poniendo asquerosamente cursi, pero en
ese momento nada me importaba.
―Tus besos
fueron los únicos que recibí en mi vida. Gracias por hacerme sentir querida...
por hacerme sentir una persona normal, aunque sea por un rato. Estoy muy feliz
de no tener que volver a besarte otra vez.
Comencé a
reírme entre llantos, no sabía cómo reaccionar, al parecer la contagié con mi
risa ya que ella comenzó a hacer los mismos extraños sonidos que yo.
―¿Estás lista
para pasar un fin de semana entre amigas?
―Lista y
entusiasmada. ¿Cuándo salimos?
―En cuanto se
me deshinchen los ojos, no puedo manejar así. Parezco japonés con conjuntivitis
–ella comenzó a reírse, esta vez con mayor alegría.
―Está bien,
ayudame a quitarme la sotana ―al decir esto se despojó de su velo mostrándome
su hermosa y cobriza cabellera, la miré confundida―. No te hagas ilusiones,
tengo ropa debajo.
―Sí, eso
pensé... –mentí; realmente tuve la ilusión de verla desnuda, aunque fuera
ilógico e impropio del momento.
Cuando se
quitó todos sus hábitos quedó vistiendo el mismo conjunto de ropa “normal” que
yo le había regalado. Esa remera roja y el pantalón de jean algo ajustado le
quedaban de maravilla y marcaban sus curvas naturales.
―No sabía que
seguías usando esta ropa.
―¿Te dije
alguna vez que mis hábitos son como una barrera de protección para mí?
―Sí, lo
recuerdo. Me dijiste que sentís que te protegen de los males del mundo
exterior.
―Bueno, con
la ropa que vos me diste me pasa algo parecido. Hay días en los que me siento
muy sola y triste, más de lo normal; entonces me gusta ponerme esto debajo del
hábito, me recuerda que hay alguien en el mundo que me quiere.
―Me vas a
hacer llorar otra vez, Anabella.
―Tal vez así
termine de lavarse tu maquillaje, tenés todas las mejillas pintadas de negro.
―Tu boca está
igual que mis mejillas.
―¿Por qué
tanto maquillaje negro, Lucrecia? Y ese pelo…
―¿No te
gusta? Ayer me lo corté y me lo teñí. Siempre quise tenerlo así. Toda mi vida
deseé tener el pelo negro.
―Parecés la
hija de Drácula.
―Y vos con la
sotana puesta parecés Darth Vader, y no me quejo.
*****
Una vez que
estuvimos serenas y con la cara limpia, Anabella llamó al convento y avisó que
se ausentaría durante unos días. Dijo que, luego de lo ocurrido, necesitaba
estar unos días lejos de allí. No sabía a qué se refería exactamente con “lo
ocurrido”; pero ya tendríamos tiempo de hablar sobre eso. Aparentemente no le
pidieron demasiadas explicaciones, ya que la conversación fue breve.
Emprendimos
nuevamente nuestro viaje, con rumbo a la casaquinta de Rodrigo. Esta vez decidí
poner un poco de música de fondo, para alegrar un poco las cosas. Opté por algo
de los Rollings Stones, iniciando por
una de mis canciones favoritas de la banda: Paint
It Black, un tema que solía a todo volumen cuando necesitaba hacer catarsis.
Tal vez sea por eso que siempre quise “pintar de negro” mi cabello.
Mientras
manejaba le aclaré que, conociendo a mi amigo, era muy posible que
encontráramos la casa infestada por alimañas o totalmente derrumbada. La única
garantía que tenía era que Miguel había visitado la casa recientemente y
afirmaba haberla encontrado en condiciones.
En cuanto
llegamos, nos quedamos asombradas; la casa era preciosa. No parecía ser muy
grande, pero era toda de madera, prolijamente pintada de blanco, con un techo
de tejas a dos aguas y una chimenea que sobresalía de él. Se asemejaba mucho a
las típicas casitas que describen en los cuentos, pero esta era real.
Entramos y
vimos todo en perfectas condiciones, aunque había un poco de tierra cubriendo
el piso y algunos muebles. Antes de instalarnos a descansar, decidimos dedicar
un poco de tiempo a limpiarla. No nos llevó más de una hora dejarla reluciente
por dentro.
Todo dentro
de la casa era pequeño, inclusive la mesa principal, en la cual no cabían más
de cuatro personas, una en cada lado de la misma. Había dos habitaciones, le
pedí a Anabella que escogiera alguna y decidió quedarse con la que tenía la
ventana mirando hacia el este; para tener mejor luz por las mañanas.
―Me gusta
despertarme con el sol ―me comentó.
―Perfecto, yo
odio el sol, cuando estoy durmiendo ―me quedé con la otra habitación, cuya
ventana miraba hacia el sur.
―Lucrecia, me
encanta la idea de pasar un fin de semana con vos y me estoy esforzando mucho para
romper mi rutina y dejarme llevar un poco... pero hay algunas cuestiones
prácticas que me preocupan. Por ejemplo, ¿qué vamos a comer? Espero que no
olvides que las monjas tenemos un voto de pobreza, eso quiere decir que
prácticamente no tengo nada de dinero, lo poco que cargo pertenece a la iglesia
y...
―Por la plata
no te preocupes, yo invito. Las cosas en la discoteca de Rodrigo están
mejorando mucho y ya estoy ganando dinero. No es una fortuna pero me alcanza
para vivir y para darme estos pequeños gustos.
―Está bien,
acepto tu invitación... de todas formas no tengo otra alternativa ―sonrió―.
Otro asunto que me preocupa es la vestimenta, me encanta la ropa que me
regalaste; pero no puedo pasar cuatro días usando lo mismo... ni siquiera traje
mi cepillo de dientes.
―Anabella, me
estás subestimando, puedo ser impulsiva... de hecho todo esto fue parte de un
impulso; pero eso no quiere decir que no me haya detenido por unos minutos a
pensar en estas cuestiones prácticas. Traje ropa de sobra, tenés prácticamente
la misma fisonomía que yo... aunque tus ―puse mis manos frente a mis tetas,
para que comprendiera de qué hablaba―, son más grandes que las mías ―la hice
sonrojar―. De todas formas mi ropa te entraría muy bien. Por el cepillo de
dientes tampoco tenés que preocuparte, te traje uno que tenía de repuesto.
―¡Qué bueno!
Veo que pensaste en todo. Me alegra que esto no sea tan alocado como temía.
Nuestro
siguiente paso fue ir a un pequeño supermercado cercano, para aprovisionarnos
con alimentos. Miguel me había indicado cómo llegar y me recomendó que no me alejara
mucho ya que más adelante no había nada más que árboles y ríos.
Lo primero
que compramos fue un paquete grande de yerba y tuvimos suerte de que también
nos vendieran un mate artesanal y una bombilla. No había planificado tan bien
las cosas como para traer el mío.
―Puedo vivir
sin comida ―aseguró Anabella―; pero no puedo vivir sin tomar mates.
―No soy muy
buena cebando mates, así que ese tema te lo dejo a vos.
―No te
preocupes, yo soy un desastre en la cocina, así que yo me encargo de los mates
y vos de cocinar.
Me detuve en
seco.
―Eh...
Anabella... tenemos un problema ―por la forma en que me miró, supuse que había
adivinado lo que iba a decirle―; yo tampoco sé cocinar. Estoy intentando
aprender, pero por lo general me queda todo horrible o incomible. Si no tengo a
Tatiana para cocinarme, termino comiendo porquerías que se preparan fácil o
pido comida hecha.
―Veo que no
se te ocurrió pensar en eso.
―Creí que vos
sabías cocinar... no sé, hay monjitas que organizan comedores para gente de
bajos recursos, pensé que vos hacías eso.
―¡Claro que
lo hago! Y con mucho gusto; pero me mantengo prudencialmente alejada de la
cocina. Me encargo de que no falte nada y de cuidar que los chicos no se
peleen... pero no me pongo a cocinar.
―¿Será que
vamos a sobrevivir a puro mate?
―Yo creo que
sí... aunque si llevas... “porquerías que se preparen fácil”, como dijiste vos,
podríamos arreglárnosla con eso. No debe ser muy difícil preparar una
hamburguesa, por ejemplo.
―No me hables
de hamburguesas... casi prendo fuego el departamento intentando preparar una.
―¡Ay
Lucrecia! Ni yo soy tan tonta...
―Lo que pasó
fue que me olvidé... me distraje haciendo otra cosa ―no le iba a decir que fue
por mirar porno en mi nuevo celular―, y cuando me di cuenta ya tenía la casa
llena de humo.
―Mejor llevemos
comida que se pueda consumir fría... te quiero lejos del fuego.
Hicimos lo
que sugirió la monjita. Llevamos muchas cosas para preparar sándwiches,
paquetes de galletitas dulces y saladas, pan, algunos vegetales para preparar
ensaladas y cuando llegamos a la góndola con las bebidas alcohólicas, nos
detuvimos.
―Nunca te lo
pregunté... pero vos no tomás alcohol, ¿cierto? ―la monja me miró haciendo
girar sus ojitos para todos lados.
―¿Por qué
pensás eso?
―No lo sé...
no me imagino a una monja tomando alcohol... pero bueno, tampoco imaginaba a
una monja besando mujeres ―esto último se lo dije susurrando para que nadie nos
escuchara.
―Si querés
llevar algo para tomar, podés hacerlo... yo no te lo voy a impedir.
―Está bien...
pero no se me ocurre qué puedo llevar.
Quería el
mismo bourbon que me había ofrecido Dani aquella noche; pero sabía que no lo
encontraría en ese supermercado, y también sabía que posiblemente no podría
pagarlo.
―Vino tinto.
Este es bastante bueno ―cargó cinco botellas de vino al canasto de las compras.
―¿Cinco? ¿No
serán pocas? ―dije irónicamente― ¿Y cómo sabés que...?
―No
preguntes... menos sabe Dios y perdona. ¿Llevo más?
―No dije
nada. Dejo a tu criterio la cantidad que quieras llevar.
Dudó un
instante, cargó una botella más y proseguimos la marcha hacia la caja
registradora.
Pagamos todo
y regresamos a la casa. En el sitio reinaba la paz y la tranquilidad, todo era
silencio, a excepción del canto de los pajaritos, un clima campestre ameno y
cordial... no podía soportarlo. Por suerte había traído un pequeño equipo de
parlantes con un sub buffer, lo conecté a mi teléfono celular y puse algunas
canciones de rock argentino a buen volumen, mientras guardábamos los víveres. Podía
alejarme de la civilización, pero no podía alejarme del rock.
―¿Qué es eso
que estamos escuchando? ―me preguntó Anabella elevando la voz por encima de la
música.
―¿No los
conocés? Eso no puedo creértelo.
―No sé
quiénes son... nunca los había escuchado.
―Seguramente
si los escuchaste, pero no conocés la canción... es imposible que no los hayas
oído ―me miró como si yo hablara en chino―. ¿Nunca escuchaste hablar de una
banda llamada “Patricio Rey y sus redonditos de ricota”?
―¿Los
redondos?
―Así les
dicen... ¿ves que sí los conocés? Son una de las bandas de rock más famosas de
Argentina, Anabella. No podés no conocerlos, es pecado ―le sonreí mientras
abría el paquete de yerba, supuse que ella querría tomar mates.
―Los conozco
solamente de nombre, nunca los había escuchado atentamente.
―¿Te gustan?
―No lo sé, no
soy muy aficionada al rock... al menos no a este estilo de rock; prefiero algo
más suave.
―A mí me
fascinan las letras que tienen, siempre me dejan pensando. Tenés que prestarles
mucha atención.
Recordé la
canción “Espejismo”. La había borrado de mi lista de reproducción, hacía días
que no podía escucharla sin ponerme a llorar.
Nos sentamos
a tomar mates en la galería techada del exterior de la casa. Allí podíamos
estar tranquilas, a la sombra, disfrutando de la suave brisa con la música
sonando de fondo a un volumen que nos permitía conversar sin gritar.
―Necesitaba
escaparme un poco del mundo real ―le dije.
―Con todo lo
que te pasó... es lógico. No puedo creer que hayas aguantado esas cosas, yo me
hubiera quebrado.
―¿Y quién
dice que no lo hice?
―¿A qué te
referís?
―Me pasaron
cosas muy feas. Descubrí cosas de mí misma que no me gustan para nada. Pero no
quiero que estemos hablando de mí ahora mismo. Contame de vos. ¿Qué hiciste
durante todo el tiempo que estuvimos sin hablar?
―Ahora me
dejaste preocupada, Lucrecia. Contame qué te pasó.
―Te prometo
que lo voy a hacer, a su debido tiempo. Ahora quisiera que me cuentes vos sobre
tu vida.
―Está bien;
pero te voy a ir contando las cosas de a poco. Es un tema delicado y me cuesta
hablar de esto.
―Me dejás con
mucha intriga. Eso no me gusta, soy demasiado curiosa. Pero no voy a
presionarte. Vos contame lo que quieras y cuando quieras.
―Gracias
―empezó a cebar mates―. ¿Qué te puedo contar?
Tomó un mate
en silencio, con la mirada clavada en el infinito. Sabía que para ella era muy
difícil sincerarse en cuestiones “delicadas”, por lo que quise ayudarla,
brindándole un punto de partida para comenzar a hablar.
―Tal vez sea
entrometerme, pero cuando hablé con el decano de la universidad, me preguntó
por vos ―me miró sorprendida, aún con la bombilla en los labios―. Él insinuó
que yo era problemática, pero también dijo que vos también lo eras. No sé a qué
se refería ―ella sonrió y se sonrojó.
―Imagino que
causé mucho revuelo. Por lo general los problemas del convento no involucran al
decano de la universidad.
―¿Y qué tipo
de “revuelo” causaste?
―Vandalismo
―se sonrojó aún más; su dulce mirada escondía en su brillo a una niña traviesa.
―¿Sor
Anabella? ¿La correcta y cariñosa monjita? ¿Vandalismo? Me cuesta creerlo. Pero
es creerte o pensar que decidiste comenzar a mentir.
―No es
mentira. No me enorgullezco de lo que hice, pero no encontré otra manera.
―A ver… ¿qué
hiciste exactamente? ―le pregunté aceptando uno de sus mates.
―¿Conocés el
claustro principal del convento?
―Sí.
Se trataba de
un gran patio rodeado por galerías y columnas. Era un sitio hermoso que parecía
sacado de un castillo medieval. A veces se usaba como patio de recreo para la
universidad y en otras ocasiones lo abrían para el colegio secundario; para que
todos pudiéramos disfrutarlo.
―Imagino que
no lo viste recientemente. De lo contrario ya te imaginarías a qué me refiero.
―Hace meses
que dejé de concurrir a la universidad. ¿Con qué me encontraría si lo veo?
―Te
encontrarías con que cierta hermana del convento pintó, con aerosol negro,
fragmentos de la biblia ―me quedé totalmente pasmada―. Vas a poder leerlos, con
letra prolija, porque la monja en cuestión se tomó el tiempo necesario para que
quedaran lo más claros posibles. Todos los versículos están relacionados con el
juicio, y están pintados en todas las paredes. Son muchos, a esa monja le tomó
casi toda la noche pintarlos, y varias latas de pintura en aerosol, que tuvo
que pagar de su magro bolsillo ―yo sonreía boquiabierta, esta sonrisa se
contagió en el rostro de Anabella, comenzó a tomárselo con más calma―. Entre
los versículos podés leer uno que me gusta mucho: «No juzguen, y no se les juzgará. No condenen y no se les condenará.
Perdonen y se les perdonará».
―Ese me gusta
mucho, a veces me lo repito mentalmente; pero no siempre me ha traído buenos
resultados hacerlo. Nunca me puedo acordar qué versículo es.
―Lucas 6:37
―aclaró la monja―. Es uno de mis favoritos. También, esta monjita en cuestión,
pintó: «¿Quién eres tú para juzgar al
siervo de otro? Que se mantenga en pie, o que caiga, es asunto de su propio
señor. Y se mantendrá en pie, porque el Señor tiene poder para sostenerlo»,
Romanos 14:4. «No juzguen a nadie, para que nadie los juzgue a ustedes»,
Mateo 7:1. «A cada uno le parece correcto
su proceder,
pero el Señor juzga los corazones», Proverbios 21:2; y muchos otros más.
pero el Señor juzga los corazones», Proverbios 21:2; y muchos otros más.
―Ese último
me gustó mucho. No lo recordaba. Me parece que esta monjita estaba bastante
enojada por alguna injusticia.
―Sí lo estaba
―dijo antes de tomarse otro mate―. Enojada, indignada, ofendida, desilusionada,
etc.
Algo que
teníamos en común Anabella y yo, era que ambas detestábamos las injusticias.
Especialmente cuando éstas lastimaban a buenas personas.
―¿Y se puede
saber por qué la monjita reaccionó de esta forma?
―A la monjita
le cuesta mucho hablar sobre eso. Prefiere cambiar de tema.
―Está bien,
te prometí que no te iba a presionar; y no lo voy a hacer.
Comenzamos a
hablar de temas más casuales. Me contó de algunas actividades benéficas que
había organizado en las últimas semanas y yo le conté de mi proyecto “Pandora”.
También le dije que había encontrado un buen inversor para que contribuyera;
pero evité mencionar los detalles de mi cena íntima con él. Hacía mucho que no
me sentía tan feliz, me fascinaba hablar con ella y que se riera de mis chistes
boludos. También me daba mucha ternura verla fracasar rotundamente cada vez que
intentaba hacer un comentario gracioso. Le aseguré que su sentido del humor
mejoraría el día en que dejara de ser tan “inocente”. De todas formas a ella no
parecía molestarle su sentido del humor.
Sin darnos
cuenta se nos hicieron las cinco de la tarde. Nos habíamos salteado el
almuerzo. Le pregunté si no quería comer algo. Ella me dijo que antes quería
darse una ducha; pero me hizo prometerle que no intentaría meterme al baño con
ella. Le recordé que ese era un fin de semana de amigas. Podía bañarse con
total tranquilidad.
Como debía
prestarle algo para ponerse, fuimos hasta mi dormitorio a buscar ropa limpia.
Había llevado suficiente ropa como para quedarme un mes. Le mostré algunos vestidos,
pantalones y blusas para que ella pudiera escoger. Ella vio una remera negra
con un dibujo en blanco, era el logotipo de la banda Radiohead.
―Ésta es la
remera que tenías puesta el día que me compraste la ropa. Sigo pensando que el
mono es muy feo.
―Te dije que
no es un mono, es un oso... ―me quedé muda cuando ella quitó la remera de la
valija y apareció un objeto plástico alargado, de color naranja―. Ups, me había
olvidado de eso.
―¿Trajiste un
consolador? ―me preguntó con el ceño fruncido.
―Sólo por si
lo necesitaba... ―me puse muy nerviosa―, no pretendía usarlo con vos ni nada
por el estilo, es para mí...
―¿Para vos?
–Agarró el juguete y lo sacudió frente a mi cara―. Lucrecia, yo podé ser una
idiota en temas sexuales, pero no me hace falta ser sexóloga para saber que
esto está diseñado para usarlo de a dos. Tiene dos puntas iguales... ―tenía
razón, ambos extremos del juguete representaban fielmente la punta de un pene,
no supe qué decirle―. ¿Con que fin de semana de amigas, no? ―arrojó el
consolador sobre la cama y salió del dormitorio hecha una furia.
Me llevó unos
segundos reaccionar, cuando quise seguirla ella ya se había encerrado en su
dormitorio dando un fuerte portazo. Me acerqué a su puerta y golpeé dos veces.
―Anabella,
por favor, abrime... permitime explicártelo al menos. No seas tan dura
conmigo... Anabella ―volvía a golpear.
―Dejame sola,
Lucrecia. No quiero hablar con vos ahora.
―Pero... yo
no quise... por favor, abrime...
―¡No! Dejame
en paz. Este no es buen momento para que me hables. Te lo digo muy en serio
―por el tono de su voz supe que estaba muy enfadada.
Pude haber
insistido, pero no quería hacerla enojar más de lo que estaba. Supuse que lo
mejor sería dejarla tranquila y esperar que el enojo se le pasara. Además no
tenía idea de qué podía decirle para arreglar las cosas, no tenía ninguna
excusa. Una vez más había arruinado todo.
Fui a la
galería y me senté a mirar cómo oscurecía mientras mosquitos, que parecían
aeroplanos, me succionaban la sangre.
*****
Anabella salió
del dormitorio cuando el reloj marcó las nueve y diez de la noche. Para ese
entonces yo estaba comiendo unos sándwiches, leyendo el libro de Stephen King
que me había regalado mi hermana. Traerlo fue un gran acierto. Cuando la vi
aparecer me quedé inmóvil, con la boca llena, sin masticar siquiera. Tenía los
ojos enrojecidos y saltones, de tanto llorar, no lucía tan hermosa como antes;
pero había cierta ternura en ella que me conmovía. Parecía una niña lastimada.
Se sentó en la silla que estaba frente a la mía, del otro lado de la pequeña
mesita.
―Te escucho
―me dijo―, pero no me mientas porque va a ser peor. Si me mentís, me voy ―tragué
el bocado de sándwich.
―Si te digo
la verdad, también te vas a ir.
―No, porque
va a ser la verdad. Prometo quedarme. Sólo quiero saber que podés ser
totalmente honesta conmigo. Sin tapujos.
―Está bien.
No tengo excusa. Sé que actué mal. Pensaba usarlo con vos, tenía esa ilusión...
no lo sé, fue algo del momento, un impulso, una fantasía. Mientras armaba las
valijas creí que milagrosamente terminaríamos juntas en la cama y podríamos
usarlo, creí que te agradaría... fui una estúpida. No estaba pensando con
claridad.
―¿Eso no
contradice un poco lo de “fin de semana de amigas”?
―Sí,
totalmente. Pero eso se me ocurrió después. Vos sabés muy bien que suelo
cambiar de idea todo el tiempo. Mi idea original era convencerte de venir hasta
acá y hacer el amor con vos; pero creeme, ya no lo pienso así. Después de lo
que pasó en el auto entendí todo. No gano nada forzándote a hacer algo que no querés
y de verdad prefiero tenerte como amiga, así nunca más pueda verte sin ropa.
Cuando me dijiste que abusé sexualmente de vos me sentí muy mal, pero a la vez
comprendí por qué lo decías. Me dije a mí misma que puedo ser mejor persona que
eso, que puedo olvidarme de mis locuras y quise regalarte unas pequeñas
vacaciones sanas y divertidas, sin pensar en sexo.
―Estoy muy
enojada con vos, Lucrecia; pero al menos fuiste sincera conmigo. Eso era lo
único que quería. No puedo pretender que pienses igual que yo. Vos tenés tu
libido siempre latente, la mía a veces se esconde y no asoma durante meses.
Pero sé lo que me puede pasar cuando se me activa, por eso mismo puedo hacer el
esfuerzo de comprenderte. Agradezco que la charla en el auto te haya hecho
recapacitar y cambiar de opinión. Si vos decís que, desde ahí en adelante, tus
intenciones fueron totalmente distintas, entonces te creo.
―¿Me
perdonás?
―Te perdono.
También te quiero pedir disculpas, reaccioné como una chiquilla. Creo que no
era para tanto. Por eso salí de la pieza, para hablar con vos.
―Es
entendible, Anabella, vos sos monja; pensás muy diferente a mí. No creo que tu
reacción haya sido exagerada. Me gustaría que ahora nos olvidemos del asunto ―me
di cuenta de que ella miraba fijamente la botella de vino―. ¿Querés que lo
abra?
―Sí, por
favor. Necesito tomar algo, tengo la garganta seca.
―Está frío,
lo saqué recién de la heladera.
Serví un vaso
de vino para cada una y luego le preparé un sándwich de jamón y queso; mi
especialidad. Comimos y tomamos buscando temas de conversación variados, el
clima fue mejorando lentamente. Llegamos al punto de hacernos chistes y reírnos
de ellos. La botella de vino se fue muriendo con el paso de los minutos.
―¿Puedo abrir
otra? ―me preguntó; miré el reloj y ya eran casi las once de la noche.
―Sí, abrila.
Tenías razón, este vino está muy bueno. Nunca lo había probado.
―Lo tomé
algunas veces... a escondidas ―puso su dedo índice en los labios, indicándome
que guardara silencio.
―Vandalismo y
vino a escondidas. ¿De dónde salió esta Anabella y qué hizo con la inocente
monjita que yo conocía? ―trajo la otra botella―. Estoy sorprendida. Siempre te
vi como una monja buena y obediente.
―Hay tantas
cosas que no sabés de mí, Lucrecia. Vos me ves como la monja buena y obediente,
porque no conocés otras.
―Conozco esas
dos que tienen sexo a escondidas en el subsuelo del convento ―se puso tensa.
Tal vez le molestaba que yo trajera ese momento a colación.
―Bueno… ese
ya es otro extremo.
Noté que
quería evitar hablar de eso, no había cambiado tanto, seguía mostrándose reacia
a ese tipo de situaciones incómodas que habíamos vivido juntas.
―Sé que vos
nunca llegarías a hacer eso. Pero igual me intriga saber qué otras cosas habrás
hecho, de las cuales yo nunca me enteré.
―Bueno, no por
nada desde que llegué a ese convento me conocen como la monja “rebelde”, la
problemática del grupo.
―¿Vos, la
problemática? Esto me interesa. Es toda una revelación para mí ―le dije
sonriendo de oreja a oreja―. Contame sobre tus actos rebeldes; pero no se vale
repetir. Lo de la pintura negra y los versículos ya me lo contaste.
―Bueno,
tampoco pienses que hay demasiado para contar, pueden parecer actos rebeldes
para una monja; pero para una persona “normal” son idioteces.
―Claro, por
eso la rebeldía es relativa. Sé que sos monja y que tu posición es muy
diferente a la mía. Por eso no lo voy a tomar como idioteces. Contame.
―Está bien. Un
par de veces me tomé alguna copita del vino de misa; pero no quería que se
notara, por lo que decidí comprar mis propias botellas. Éstas me parecieron
accesibles y parecían ser buenas. Otra cosa que le molestó siempre a las
Hermanas es que a veces esté sin el velo puesto.
―¿Por qué les
molesta eso? ¿Qué tiene de malo? ¿Hay una ley que las obligue a usarlo todo el
tiempo?
―Más o menos.
En teoría no podemos quitárnoslo, mucho menos si vamos a salir; pero yo les
digo que no voy a dejar de creer en Dios porque un día salga sin el velo
puesto.
―Además vos
tenés un cabello hermoso, es una pena estar ocultándolo todo el tiempo.
―Gracias; sin
embargo eso a veces me ocasiona problemas. Hasta mi color de pelo les
molesta... que sea medio rojizo altera un poco a las más supersticiosas; porque
relacionan el color rojo con la lujuria y el demonio.
―Sí, pero los
Cardenales también se visten de rojo.
―Eso mismo
les digo yo, pero como yo nací con este color de pelo... es diferente. No le
doy mucha bolilla a esas supersticiones; creo en la existencia del demonio,
pero me molesta que tuerzan la religión de esa manera.
―Sí, yo
pienso igual que vos. ¿Qué otra cosa le molesta a las otras monjas de vos?
―Les molesta
que tenga teléfono celular. Es decir, casi todas tienen uno, pero el mío es
demasiado moderno y costoso. Consideran que rompo el voto de pobreza; sin
embargo el mismo Cura me defiende sobre este tema y me dice que debemos saber
adaptarnos a los tiempos que corren y que hoy en día hay nuevos métodos para
hacer llegar la palabra de Cristo al mundo. Muchos líderes religiosos
importantes utilizan computadoras y redes sociales.
―Exactamente,
hasta el Papa tiene Twitter. No veo ningún problema en eso.
―También
están tus visitas, las cuales levantaron sospecha ―había escuchado de esas
sospechas, por boca del decano; pero prefería que ella me contara su versión―.
A muchas monjas no les gustaba que aparecieras tan seguido por mis aposentos;
pero les dije que no se metieran en asuntos personales. Les aclaré que yo tengo
todo el derecho del mundo a tener amigas fuera del convento. Vos viste que
algunas monjas no son tan “honestas” como lo aparentan. Sé de varias que hacen
sus “travesuras”, incluso algunas peores que las mías; sin embargo no ando
echándoselos en cara. Cada una sabrá cómo lidiar con sus demonios... y si
necesitan ayuda, me ofrezco a darles una mano, nada más. Sin embargo hay algunas
Hermanas del convento que están esperando a que yo cometa un error para
reportarlo. Tan sólo si pudieran comprobar que me masturbo, ya me hubieran
enviado a quemar a la hoguera ―tomó un buen trago de vino―; como si ellas no lo
hicieran.
―Me cuesta
creer que no lo hacen. Considero que es muy difícil, por no decir imposible,
vivir sin alguna descarga sexual de vez en cuando.
—Lo es,
creeme, pero hay muchos hipócritas que se jactan de no haberlo hecho nunca —sus
mejillas estaban sonrosadas, me di cuenta de que el alcohol ya la estaba
afectando—. Sinceramente yo dudo de que el famoso “Voto de castidad” sea algo
positivo. No digo que por esa razón vaya a acostarme con otra persona o que
todos los curas y monjas deban mantener relaciones sexuales. Comprendo que es
un sacrificio que se hace por amor a Dios; sin embargo no tenemos que olvidar
que somos seres humanos y que el ser humano es un animal social, racional y
sexual.
—Me dejás
helada, Anabella. Jamás imaginé que vos serías quien diera fundamentos lógicos para
el tema de la sexualidad.
—Es que
estuve leyendo varias cosas de psicología, especialmente de psicoanálisis,
donde se habla mucho del tema de los impulsos sexuales, de la libido. La
psicología es un tema que me fascina. Leí especialmente sobre los problemas que
trae reprimirse tanto sexualmente. Por lo poco que entendí, esa represión
genera una acumulación de energía sexual que, en algún momento, va a buscar
aparecer o descargarse de otra forma. Hasta puede aparecer como un síntoma.
—Claro, por
eso yo no la reprimo.
—Lo tuyo ya
es el otro extremo, Lucrecia. Tampoco es bueno darle tanta libertad; pero ahora
te comprendo mejor, seguramente estuviste reprimiéndola por mucho tiempo... y
tu forma de actuar es la “descarga” de toda esa energía acumulada.
Asentía con
la cabeza mientras la escuchaba hablar ―dentro de mi cabeza resonaba la frase:
“Trastorno histriónico de la personalidad”―. No sé mucho sobre psicología, pero
en mis estudios me topé con algunos temas que se relacionaban con ella. Lo que
vos decís tiene mucha coherencia, me pasé años reprimiendo mi sexualidad hasta
que esta comenzó a desbordarme. Siguiendo esa lógica, vos debés tener más
energía acumulada que yo —le dije—, no sólo porque sos más vieja —frunció el
ceño al escuchar esa palabra—, sino también porque tenés más razones que yo
para reprimirla. ¿Cómo es que no terminaste violando a cada monja y cura del
convento?
—Porque sé
medirme y controlarme mejor que vos.
—O porque sos
más miedosa.
—No empieces
de nuevo con eso, no me hagas enojar... —me señaló con su índice.
—No es mi
intención hacerte enojar, sólo digo la verdad.
—¿Querés que
yo te diga la verdad? —su tono de voz se volvió más hostil y sus ojos se
ensombrecieron.
—Pensé que
siempre me decías la verdad.
—Sí, lo hago;
pero nunca te la digo completa. Hay muchas cosas que pienso que nunca te las
digo, porque no quiero lastimarte. Pero como sos mi mejor amiga creo que te
genero un daño ocultándote esa parte de la verdad.
Estaba
asustada, pocas veces había escuchado a Anabella hablándome en ese tono.
—Si tenés
algo para decirme, hacelo y punto —le dije casi en tono de desafío.
—Está bien,
pero te advierto que no te va a gustar. No creo que tu actitud se deba
solamente a una represión sexual, debe haber muchas cosas más. No soy psicóloga
y no puedo afirmar con certeza cuáles son las razones, pero sé que tu vida era
muy diferente antes de que nos conociéramos. Eras una buena chica que tenía un
maravilloso futuro por delante, pero en algún punto mandaste todo al demonio.
No niego que lo que te hicieron tus padres estuvo mal, pero no podés echarles
la culpa a ellos de todo lo malo que te pasa. Tampoco podés echarles la culpa a
otras personas. ¿Sabés por qué? Porque la mayoría de las cosas que te pasan son
TÚ culpa, y de nadie más. Vos te las buscaste, vos cometiste miles de errores.
No sé si te verás a vos misma como una víctima, porque no estoy dentro de tu
cabeza; pero la realidad es que no sos tan víctima como parece. Ahora de pronto
venís con este cambio de look, como si con eso pudieras hacer borrón y cuenta
nueva; dejando todos los problemas atrás. Huyendo de ellos en lugar de hacerles
frente o intentar solucionarlos.
Estaba al
borde de las lágrimas. Nunca me habían dicho cosas similares con tanta
franqueza. Mi única actitud fue ponerme a la defensiva.
―En primer
lugar, no le doy la cara a mis problemas. Tal vez el problema sea justamente
eso, hacerles demasiado frente. En segundo lugar, vos también escapás de tus
problemas, simplemente lo hacés de una forma diferente a la mía. Vos directamente
negás tenerlos. En tercer lugar, me pasaron cosas muy jodidas, sé que algunas
yo misma me las busqué, por ingenua o por orgullosa; pero hay otras en las que
yo no tuve nada que ver ―comencé a llorar―. Yo no le pedí a ese hijo de puta
que me violara.
La monja se
quedó boquiabierta, como si alguien le hubiera dado un repentino cachetazo.
―¿Quién te
violó? ―tomó mi mano.
―Fue hace
mucho ―enjugué mis lágrimas con la parte baja de mi remera―. Fui mi “primera
vez”, si es que se la puede llamar así.
―Nunca me
contaste de eso, ni siquiera cuando yo te conté de… del abuso que sufrí.
―Es que no lo
recordaba. Te juro que no sé cómo me pude olvidar de algo así, tal vez fue
porque estaba muy alcoholizada; pero ni me acuerdo de los moretones ni de todas
las marcas que me dejó en el cuerpo. La que me contó todo fue mi hermana…
porque hace poco me crucé con ese hijo de puta, en Afrodita. El muy desgraciado
quiso hacerme creer que él no tenía la culpa de nada, y como una estúpida, casi
le creo. De no ser por la intervención de Abigail, no sé qué hubiera pasado.
¿Cómo me pude olvidar de todo eso? ¿Cómo pude borrarlo casi por completo de mi
cabeza?
Anabella
rodeó la mesa y me abrazó con fuerza, ella también tenía los ojos llorosos.
―Una vez leí
―comenzó diciendo― que nuestra propia mente nos puede “proteger” de un evento
muy traumático, reprimiéndolo hasta tal punto que no lo recordamos. Al menos no
de forma completa. Creo que lo que el reprimirlo, para vos fue una bendición.
Al menos no tuviste que pasar años de pesadillas intentando olvidar cada mínimo
detalle.
―Sé que lo
que te pasó a vos fue horrible, Ana; pero nunca me imaginé que algo similar me
hubiera pasado a mí.
―Tal vez Dios
quiso que nos encontremos por ese motivo. Para que ambas podamos comprendernos
―me dio un tierno beso en la mejilla―, y ayudarnos.
―Gracias,
Anita, te quiero mucho ―la abracé y seguí llorando con la cabeza apoyada en su
hombro.
―Te pido
perdón, fui muy dura con vos. Me enojé con vos y… no sabía que te había pasado
una cosa así.
―Está bien,
fuiste honesta conmigo. Agradezco que me hayas dicho todo eso, de frente.
―No fui
totalmente honesta con vos.
―¿Por qué lo
decís?
Trajo una
silla y se sentó muy cerca de mí, me tomó de las manos y me miró a los ojos.
―Todo eso que
te dije fue porque desde hace unas semanas empecé a echarte la culpa a vos de
las cosas que me pasaron. Sé que mucho de lo que te dije en realidad debería
habérmelo dicho a mí misma; pero soy muy miedosa como para admitir que la culpa
no fue tuya, y que yo tengo que hacerme responsable de mis propios actos.
―¿Pero qué
tengo que ver yo? Si ni siquiera nos vimos durante semanas.
―Lo sé, pero
vos sembraste la semilla de la duda en mí.
―No entiendo
nada, Anabella.
―¿Te acordás
de las monjas que vimos cuando nos escondimos en el armario? ―fue una pregunta
retórica―. Esto no te va a gustar…
―No me
asustes, decilo de una vez.
―Tuve
relaciones sexuales con una de ellas.
Mi corazón se
fisuró y estalló en mil pedazos.
Continuará...
Comentarios
Un beso y espero ansioso cada uno de tus capítulos.
Saludos desde Corrientes,
Miguel Ángel.
Espero ansioso el próximo capítulo
Las emociones que sentí en este cap. fueron muy variadas y opuestas entre si.
Mi mente es un torbellino con esa terminación de capítulo.
Anabella es de esos personajes que quieres entender pero no puedes y ahí solo hay dos opciones: la odias o la amas. Creo que la mayoria la ama pese a ciertos comportamientos que dejan a uno descolocado.
Creo estar viviendo el sufrimiento de Lucrecia tras la confesión.
Tengo la imperiosa necesidad de decir lo que pienso de esa confesión y comportamiento de Anabella. Asi que aquí va:
Como es posible que se pudo acostar con una mujer que es seguro que no siente nada y ni tiene la misma confianza que por Lucrecia siente y tiene? Es que no termino de creermelo.
Y su aberración por ser tocada ahí entre las piernas qué?
Comprendo que cuando esta con su libido al máximo sea difícil controlarse dicho por ella misma pero joder resistió muchas veces con Lucrecia.
La besa, le dice que la necesitaba y luego sale con eso?
Donde quedó solo contigo tal, solo contigo esto que vive diciéndole a Lucrecia?
Se me hace ilógico. Me niego a creer que Anabella pudo hacer eso.
El comentario me ha quedado corto, no? xD
Debia descargar mi dolor e ira.
Me alegra mucho que este capítulos les haya gustado y les haya hecho sentir tantas emociones, aunque algunas sean adversas. Mi intención era justamente esa, transmitir los sentimientos de Lucrecia, y los de Anabella, de la mejor forma posible.
En cuanto a la acción de Anabella, sé que causó revuelo. En todas las páginas webs en las que publico recibí comentarios diciéndome lo duro que fue leer la confesión de la monja. Sé que muchos/as están enojadas con ella, por lo que hizo; pero aún no han escuchado (o leído) su versión de los hechos. No digo que ésto les vaya a agradar, como lectores, pero aún falta que ella misma se explique. Así que antes de crucificar a la pobre monjita, esperen a leer el próximo capítulo :) luego decidirán si aún quieren hacerlo o no.
Saludos, y muchas gracias a todos por comentar.
:(
Esperemos que publiques pronto la continuacion.
:(
Esperemos que publiques pronto la continuacion.
En cuanto a la monja, sé que a veces la aman y a veces la odian. A Lucrecia le pasa lo mismo. La pobre Anabella es una incomprendida xD.
Respondiendo al último comentario, ser "Bipolar" no se refiere a los cambios de opinión de una persona, sino a los cambios abruptos de estados de ánimos. Estar súper bien y de pronto ponerse súper mal, sin razón aparente... o viceversa. Anabella no es Bipolar, es sólo que nadie la comprende xD.
Sufrir a tus protagonistas
Primero el video ese
Después la dejan desnuda
Después en la cárcel
Y ahora esto
Ten un poco de piedad:'v