Venus a la Deriva [Lucrecia] - 04. La Cueva Libidinosa.


Modelo de la Foto: Irina Buromski.

Capítulo 4.



La Cueva Libidinosa.



-1-


Quedé un poco desorientada y excitada luego del intenso experimento lésbico al que me sometió Tatiana. No quería volver a mi casa pero tampoco tenía ganas de quedarme en la universidad.
Necesitaba poner mis ideas en línea, estas nuevas e intensas sensaciones me estaban afectando mucho. Era como si todo mi mundo se hubiera reducido a una sola pregunta: «¿Me gustan las mujeres?»
Decidí seguir los consejos de mi amiga y continuar con las pruebas, esperaba que todo esto me ayudara a encontrar una respuesta. Comencé a caminar con rumbo fijo al cibercafé que mencionó Tatiana, donde podría poner a prueba mis preferencias sexuales, lejos de la mirada acusadora de la gente... al menos eso esperaba.
En pocos minutos llegué a una casita pintada de azul marino, tenía las paredes descascaradas y no cuadraba con las demás viviendas que la rodeaban, las cuales eran bastante lujosas y grandes. Vi un desgastado cartel que decía: “La Cueva, Cibercafé”, en letras doradas.
Antes de llegar había imaginado que me encontraría con un sitio mucho más agradable y moderno. Desilusionada estuve a punto de dar media vuelta y marcharme, pero junté coraje y entré.
El lugar era tétricamente oscuro. El ambiente hacía honor al nombre del establecimiento. Las paredes estaban pintadas de negro, el techo era bajo y el aire estaba viciado, aumentando el efecto sofocante. Eso sí, de café ni hablar. No servían ni un vaso con agua... y si lo hicieran, no lo bebería. No era más que un nido de ratas lleno de cables y computadoras algo pasadas de moda, las delataban los grandes monitores que tenía, ni una sola de ellas tenía una pantalla LCD o LED.
El muchacho que atendía el establecimiento era una mezcla entre estúpido total y maniático sexual. No dejaba de mirarme de forma descarada y me puso un poco incómoda. Por fin logré que me dejara en paz al pedir una máquina para uso personal; haciendo hincapié en la palabra “personal”. Me señaló la que me correspondía y me alegré al llegar a ella, estaba ubicada dentro de un cubículo con puerta, sólo había tres de esas “cabinas privadas”, el resto de las computadoras estaban bastante expuestas. Me pregunté cuántas veces Tatiana había visitado este antro.
Entré al cubículo, cerré la puerta con una pequeña traba y me senté tranquila; pero esta tranquilidad no duró mucho tiempo. Repentinamente me invadió la paranoia. Si estos lugares eran tan cerrados se debía, sin ninguna duda, a que la gente hacía cosas raras en ellos, esa idea me asqueó un poco, lo peor fue pensar (no sé porque llegué a esa conclusión) que podría haber una cámara escondida para grabar a dulces e inocentes niñitas, como yo.
Revisé el pequeño cuarto minuciosamente. Todo parecía estar en orden, no había sitio donde esconder una cámara, por pequeña que fuera. Hasta revisé debajo de la mesa y opté por voltear hacia la pared la cámara web, aunque ésta estuviera apagada. Me cercioré de que la tranca que cerraba la puerta del cubículo desde adentro estuviera bien puesta y, ya más tranquila, regresé a la silla.
Cuando recuperé la serenidad por completo comencé con mi investigación. Entré a Google y me di cuenta de no sabía cómo comenzar la búsqueda de material pornográfico, ya que esta vez debía hacerlo más allá del mero entretenimiento erótico, debía comparar si me resultaba más atractivo ver un cuerpo masculino desnudo o uno femenino y sabía, por la poca experiencia que tenía en el tema, que si buscaba páginas con hombres desnudos lo más probable era toparse con páginas de material gay, cosa que no me interesaba ni quería ver.
Me aventuré y comencé por las palabras que mejores resultados me podrían dar: «Hombres con grandes penes». La búsqueda fue un fiasco total, me aparecieron cosas como “El hombre con el pene más grande del mundo”. Ni siquiera quise entrar a esas páginas.
Intenté una segunda búsqueda introduciendo: «Chicos desnudos» y fue aún peor. Ni siquiera me atrevo a decir qué tipo de advertencias me aparecieron. Debía concentrarme y hacer las cosas bien o me iría de allí sin haber evaluado nada. ¿Me había oxidado en el tema de la pornografía?
Probé con: «Fotos de penes erectos», pero me aparecieron esas páginas de material gay que pretendía esquivar.
Harta de mi estupidez decidí llevar la búsqueda a algo más concreto, puse: «Video, hombre cogiendo con pendeja».
Esta vez me fue mucho mejor, llegué a una página en la que aparecía un video de una chica manteniendo relaciones sexuales con dos hombres al mismo tiempo. No estaba nada mal, vería mucho pene y poca vagina.
Apenas apreté el botoncito para reproducir el video, un estridente gemido inundó el cubículo en el que estaba encerrada. Apreté pausa al instante y me ruboricé. «Excelente Lucrecia, eso debieron escucharlos todos los que estén dentro del cibercafé –me dije a mí misma–. En el mejor de los casos van a pensar que estás mirando porno, pero bien podrían pensar que la del gemido fuiste vos.»
Por más que me lo reprochara una y mil veces, ya no podía hacer nada para cambiar lo ocurrido. Reduje el volumen del video hasta dejarlo casi mudo y, con el corazón latiendo a gran velocidad, lo reproduje otra vez.
Resultaba evidente que el video había sido grabado con un teléfono celular, esto me agradó ya que me indicaba que esa escena de sexo no había sido actuada, se trataba de una chica común y corriente... con dos hombres. Ella estaba en cuatro sobre la cama y el que filmaba la penetraba por la vagina, cuando la toma subió pude ver que, al mismo tiempo, ella le estaba practicando una mamada a otro muchacho. No voy a decir que esto no me provocó cierto calorcito en la parte baja de mi vientre, pero la reacción no era la que esperaba. Una escena de ese tipo debería haber bastado para imaginarme a mí misma en el lugar de la chica, pero en realidad me daba bastante asco imaginarlo. Tuve que suspender la reproducción del video y optar por otro.
El siguiente video era de un muchacho que afirmaba estar cogiéndose a su novia. La chica tenía un buen cuerpo, una cinturita pequeña y una cola bien grande. Él también estaba bien dotado, sin embargo mis ojos se detenían siempre en las nalgas de la jovencita. Llegó un momento en el que el pene del muchacho, que no paraba de entrar y salir, me molestaba, ya que quería que se apartara para poder admirar la vagina de la chica.
Por esto decidí pasar a la categoría femenina, aunque temía el resultado que esto podría traer. Dentro de la misa página pornográfica busqué:«Lesbianas teniendo sexo.»
El video que llamó mi atención se titulaba: «Mejores amigas teniendo sexo». Mi mente enseguida relacionó esa frase con Lara, al fin y al cabo ambas habíamos admitido que éramos mejores amigas y mis dudas se había iniciado con ella.
Reproduje el video y en toda la pantalla apareció una chica muy hermosa, de cabello negro, acostada en un sillón. Tenía las piernas levantas y muy separadas. La que debía ser su mejor amiga le abría la vagina con una mano y la masturbaba hundiéndole un dedo dentro del húmedo y rosado agujerito. Me di cuenta de que tenía la boca seca y tuve que humedecerla con mi saliva... lo que empezó a humedecerse sin que yo se lo pidiera, fue mi rajita.
Continué mirando el video y más adelante vi a las dos chicas besándose apasionadamente. La calidez de mi vientre me produjo una sensación muy agradable, me fue imposible no recordar lo que había hecho con Tatiana apenas minutos antes. Es muy probable que nos hubiéramos visto igual a esas chicas. Eso me calentó aún más, pero le eché la culpa a Tatiana, por besar tan bien. En este momento fui consciente de que había besado a una mujer y lo peor de todo es que lo había hecho de forma apasionada y lo había disfrutado, a estas ideas se le sumaron el beso a Lara y por supuesto, no podía faltar, el atormentante recuerdo del sabor de su vagina.
Sacudí mi cabeza intentando borrar todas esas imágenes y continué mirando la pantalla. La chica que había sido masturbada le estaba sacando la ropa a la otra. Ambas eran muy bonitas, pero sus cuerpos no eran perfectos, eso me agradó bastante ya que me transmitía mayor veracidad a lo que estaba ocurriendo, me gustaba más imaginar chicas con las que podría cruzarme a diario en la universidad que actrices porno llenas de cirugías estéticas.
Una vez que las dos quedaron desnudas una se acostó boca arriba, con las piernas abiertas y la otra le dio una rápida lamida la vagina completamente depilada. Mi libido se puso en alerta. Luego vino otra lamida, ellas parecían estar pasándolo muy bien. La escena fue ganando pasión y en poco tiempo la chica se la estaba chupando con unas ganas increíbles a su amiga. No se asemejaba a las torpes lamidas que yo le había dado a Lara, esto era sexo puro, apasionado y veraz.
Miré hacia ambos lados, como si fuera a cruzar la calle. No había nadie más que yo y toda mi libido dentro de ese pequeño y oscuro cubículo, pero me disponía a hacer algo sucio y prohibido, inconscientemente necesitaba asegurarme de estar sola.
Me levanté la pollera, aparté la bombacha y fui directo a mi vagina que ya estaba ansiosa por recibir cariño, a pesar del intenso orgasmo que me había provocado Tati. Froté mi clítoris sin dejar de mirar la pantalla, generando inconscientemente el paralelismo entre esas dos muchachas entre lo que habíamos hecho Tatiana y yo en los vestuarios. Si la cosa hubiera ido más lejos, podríamos haber terminado lamiéndonos las vaginas con esa misma intensidad.
En cuanto el video finalizó, busque otro de la misma índole. De nuevo dos chicas comiéndose la una a la otra. Volví a masturbarme ávidamente y me imaginaba que era Lara la que me lamía, luego que Tatiana lo hacía. Fui fantaseando con todas las chicas de mi grupo, incluso aquellas que no eran tan bonitas. Incluso me cachondeé pensando en las chicas de Acción Católica, un grupo de la iglesia conformado por puras mojigatas, como yo. Una a una me las violé en mis pensamientos. Estaba descontrolada, como si hubiera puesto mi verdadero yo en una jaula y una nueva Lucrecia, impulsada por la excitación sexual, hubiera tomado el control de todo mi ser.
Al dejar fluir tanto mi imaginación y disponer de tanto material erótico lésbico, llegué al orgasmo en unos veinte minutos aproximadamente. Tuve que esforzarme por no jadear de más ya que con eso le alegraría la mañana al estúpido que atendía el cibercafé.

-2-

Más confundida que una lesbiana ciega en una pescadería (nunca había entendido esa expresión, pero ya la entendía y me causaba gracia... las ventajas de dejar la ingenuidad atrás), acomodé mi ropa y abandoné el cibercafé, pagando de más y sin esperar el vuelto. No quería que ese degeneradito notara mis mejillas coloradas y mi respiración agitada.
Una vez más me invadió la culpa, intentaba no pensar, debía tomármelo a la ligera, como Tatiana sugería. Las chicas se masturbaban todo el tiempo. Debía admitir que a mí me gustaba hacerlo, eso sí, pero no tenía nada de malo. Más de una vez escuché a mis amigas hablar del tema y las traté de locas, ahora me daba cuenta que no eran ningunas locas, eran personas comunes y corriente, que les gustaba tocarse, sanamente. Eso no lastimaba a nadie.
No era el fin del mundo, aún no podía asegurar nada. Ni siquiera podía decir que me gustaran las mujeres. No hasta probar una vagina de la forma apropiada, porque las lamidas a Lara no significaban nada, eso ni siquiera llegaba a ser sexo oral.
Por ese entonces estaba desarrollando una increíble capacidad de mentirme a mí misma.

-3-

Me encerré en mi cuarto, acompañada solo por la música de la banda Placebo. Puse un disco de ellos de forma intencional ya que consideraba que la sesión de masturbación en el cibercafé cumplía la función de una píldora placebo. Tal vez mi subconsciente creía que eso había sido sexo, peor había una parte, muy dentro de mí, que sabía que lo ocurrido no me había dejado del todo satisfecha.
Me tiré en la cama y me quedé mirando al techo, con las manos cruzadas sobre mi estómago. Una mano sostenía a la otra para que ninguna tuviera que caer en la tentación de acariciar una vez más mis zonas erógenas.
Mi integridad estaba colapsando, durante años mi mayor pecado había sido masturbarme y tenía que luchar internamente con la culpabilidad que eso me traía, pero algo había cambiado y un toqueteo en mi vagina parecía una nimiedad, una sonsera, una completa boludez. Con solo imaginar cómo reaccionaría mi madre si se enterara lo que hice con Tatiana dentro del vestuario, se me ponía la piel de gallina. Ella me asesinaría a sangre fría. ¿Y mi padre? Seguramente Josué pondría un grito en el cielo y le pediría a Dios que enviara al Arcángel Miguel para atravesarme el torso con su espada para luego enviarme, a sufrir eternamente, a las profundidades del abismo del terror.
Pero si todo eso me preocupaba tanto ¿Por qué no podía dejar de sonreír al pensar en lo que había hecho?
Casi podía escuchar a mi madre dándome un sermón sobre la “Manzana de la Tentación” y de cómo Adán, seducido mediante engaños, la había mordido, condenando así a toda la humanidad a nacer con el Pecado Original.
Una vez había intentado responderle a mi madre, durante uno de esos sermones, que a Adán no le importaba la manzana, lo que realmente le molestaba era la prohibición. Si además le dijera que ese concepto lo había escuchado en una canción de una banda de rock (a la que llamaba coloquialmente “Los Redondos”), luego de cruzarme la cara con un cachetazo, me prohibiría para siempre escuchar esa banda... y, posiblemente, me prohibiría escuchar rock.
Sin embargo así me sentía yo desde hacía mucho tiempo. Odiaba todas y cada una de las prohibiciones impuestas por mis padres. Tuve que soportar estoicamente sus reglas absurdas y sus órdenes directas e indirectas, había acatado casi todas y cada vez que había tenido una actitud rebelde, había sido castigada. Detestaba esos castigos casi tanto como las prohibiciones.
«No podés tener novio, primero tenés que terminar la carrera universitaria», me habían dicho una y mil veces.
«No podés salir a bailar con tus amigas, esos sitios están llenos de gente inmoral», a pesar de que un par de veces me las había ingeniado para ir a una discoteca, por lo general mis padres se enteraban y me castigaban.
«Lo hacemos por tu bien», me repetían hasta el cansancio.
¿Qué sabían ellos de mí?
¿Cómo podían saber qué me hacía bien y qué no?
¿Por qué yo no tenía derecho a vivir y a equivocarme?
En la universidad aprendí que de los errores se aprende, pero mis padres ni siquiera me permiten cometer esos errores. No me permiten salir al mundo. No me permiten vivir. No me permiten crecer. No me permiten ser feliz. Tengo que ser la niña autómata que ellos siempre quisieron... la niña autómata en la que casi me convierten... pero ya no. Allí fuera había miles de manzanas esperando a ser mordidas y yo quería clavar mis dientes en algunas de ellas, aunque su sabor me asqueara, al menos así aprendería qué manzanas debía morder y cuáles no. Mis padres no podían hacer eso por mí. No podían arrebatarme el derecho a equivocarme.
Sí, tal vez dejarme tocar por Tatiana había sido un error, pero era un error mío, una locura mía. Una vivencia personal que ya no podía deshacer y debería aprender a vivir con las consecuencias que acarreara y en lugar de sentirme culpable por eso, me sentía feliz, sentía que pude abrir una puerta hacia la liberación. Mi propia liberación.
No tenía idea de si las mujeres me gustaban o no, puede que sólo me atrajera el sabor prohibido que eso acarreaba, pero al menos intentaría descubrirlo. Con miedo, con dudas, con errores y aciertos, pero lo haría.
Y si, además, de vez en cuando quería masturbarme, entonces... entonces le pediría permiso a Dios para hacerlo...
¡Dios! Si ya lo había hecho y me sentía culpable por no sentir culpa. «¿Qué tiene de malo hacerlo? Es mi cuerpo, por algo me lo diste», le dije a Dios en mis pensamientos.
Mis padres me prohibían, sobre cualquier otra cosa, el placer carnal... pero yo ya no podía contenerlo... lo necesitaba... necesitaba ser mujer y gozar como tal. Sin embargo me era mucho más fácil llevarle la contra a ellos que llevársela a Dios. 

-4-

Al día siguiente tuve que esforzarme por mantenerme atenta a las clases dictadas en la universidad; sin embargo obtuve buenos resultados y logré evitar pensar en cualquier tema relacionado con el sexo. Pero esto cambió drásticamente cuando terminé de cursar. Lara se me acercó para preguntarme si tenía ganas de ir a su casa, a almorzar, para luego estudiar; tuve que inventarle una excusa, ya que no me sentía preparada para estar sola con ella, le dije que tenía turno con el ginecólogo, lo cual era una gran mentira porque hacía años que no iba a una de esas revisiones; tampoco tenía la necesidad de hacerlo ya que no mantenía relaciones sexuales con nadie y no había sufrido molestia alguna. Ella, con una sonrisa, me dijo que no me preocupara ya que podríamos reunirnos en otro momento. Nos despedimos y me quedé mirando su sutil forma de bambolearse al caminar.
¿Por qué encontraba eso tan sensual y erótico?
Tragué saliva y seguí caminando sin rumbo fijo. Mi subconsciente me llevó hasta la puerta de la capilla, anexo de la universidad. Tal vez Dios me había llevado hasta ese sitio con la intención de castigarme, o podía tratarse de mi inconsciente sobrecargado de culpa quien me decía que debía castigarme a mí misma por todos esos sucios pensamientos.
Entré y me senté en un banco tan cerca de la cruz como me fue posible. No fui a la primera fila porque allí había un par de viejitas y no quería que me molestaran.
Intenté recordar alguna oración, de esas que sabía de memoria y que tantas veces había repetido, pero mi mente estaba congestionada y no podía acordarme de ninguna, al menos no de forma completa.
Cuando estaba sumergida en mis lamentos escuché una dulce voz femenina a mi lado:
―La Madre Superiora me dijo que querías hablar conmigo.
Levanté la cabeza y vi que la viejita me saludaba, con una sonrisa amarillenta, desde el otro extremo de la capilla. Luego volteé hacia la mujer que se había sentado a mi lado.
Se trataba de una monja con sonrisa cálida y alegre que irradiaba sabiduría, a pesar de su corta edad. Calculé que debía tener unos treinta y cinco años, no mucho más que eso. Sabía que la había visto antes, al recordar lo que me había dicho Sor Francisca hacía unos días deduje que esa debía ser Sor Anabella. Estaba enfundada en sus hábitos y sólo podía ver su rostro y un par de pequeñas manos con los dedos entrelazados. Sus facciones eran suaves y no había marcas en su piel, tenía ojos grandes y expresivos. No aparentaba la rigidez típica de las monjas, podía notar cierta complicidad en su mirada. Era como estar viendo a la “Novicia rebelde”. Le dediqué una sonrisa. Esperaba sentirme más cómoda con ella que con la Madre Superiora.
―Buenos días Hermana Anabella ―ni siquiera sabía qué hora era pero calculaba que eran menos de las doce del mediodía.
―¿Tu nombre es Lucrecia, cierto? ―Asentí con la cabeza―. Podés decirme Anabella, no me gustan los formalismos ―al parecer opinaba igual que la Madre Superiora―. ¿De qué asunto querías hablar conmigo? ―Preguntó con voz suave, no me estaba interrogando, sino que me invitaba a conversar.
―Es un tema un tanto delicado, no sé si éste será el mejor lugar para hablarlo ―miré a Cristo en la cruz como si no quisiera que él me escuchara. La tensión entre Él y yo iba en aumento a cada minuto.
―Entiendo, a mí también me pone nerviosa su mirada cuando sé que hice algo malo ―me sorprendió mucho que dijera eso, en ese momento me di cuenta de que ella no era como las monjas que había conocido―. Si querés podemos hablar en mis aposentos.
¿Aposentos? ¿Quién usaba esa palabra en el siglo XXI? Tal vez la monjita vivió tanto tiempo dentro del convento que ya perdió todo contacto con el mundo real y actual. Algo similar a lo que me pasó a mí, viviendo bajo la sombra autoritaria de mis padres.
Accedí a acompañarla porque no quería quedarme más tiempo frente a Jesucristo teniendo la mente repleta de mujeres desnudas.
Caminamos un largo trecho en silencio, no sabía que hubiera lugares tan amplios dentro de este lado del edificio. Los “aposentos” de las monjas se conectaban con la escuela mediante pasillos que formaban un amplio laberinto, intentaba recordar los puntos llamativos para poder regresar luego, sino tendría que pedir prestado algún GPS o que una monja me escoltara de la mano hasta la salida.
Nos detuvimos en uno de estos largos pasillos. Podía ver varias puertas, todas iguales. Anabella utilizó una vieja y pesada llave para abrir una de ellas. La habitación parecía salida de un libro de Harry Potter… sí, también leía Harry Potter. El techo era alto y los ventanales hermosos, todos terminaban en arco y aportaban una cálida luz al interior abovedado. Pude ver una gran cama a varios metros de la puerta de entrada. Anabella también poseía una mesa de madera en el centro del cuarto. La distribución me recordaba un poco a mi propio dormitorio, sólo que aquí todo era mucho más amplio y antiguo. Cada detalle allí dentro servía para aumentar la ilusión de viaje en el tiempo, sólo faltaba que encendiera velas; pero al parecer ya le habían instalado luz eléctrica.
La monja me señaló una de las sillas para que me sentara mientras ponía agua a calentar sobre un anafe, pensé que tomaríamos té, pero llegó con un mate en la mano y comenzó a llenarlo con yerba. Me causaba un poco de gracia la escena, no sé por qué pero no me imaginaba a las monjas tomando mates. Yo no era una gran aficionada a esa infusión, pero no me molestaba tomarla. Debía admitir que, en ciertas ocasiones, el mate era un gran acompañante para una charla.
Me pregunté cómo sería vivir en un sitio tan grande como éste, sin ser dueño de nada. Al menos la Hermana Anabella contaba con su propio cuarto, lo cual debía ser un gran privilegio, tal vez se lo había ganado por su gran desempeño al servicio de Dios.
Reparé en algunos tomos de viejos libros sobre un pequeño escritorio de madera situado frente a la cama, todos estaban relacionados con el catolicismo. ¿Leerían alguna vez las típicas novelas que se pueden encontrar en cualquier librería? ¿Qué haría ella para entretenerse durante sus tiempos libres? No consideraba que una persona, por más institucionalizada que estuviera, pudiera pasarse las veinticuatro horas del día con la mente puesta en su trabajo o vocación.
―Ahora sí podés hablar con libertad ―su voz cálida y serena me sacó de mis pensamientos.
―Con tanta libertad, no. Hace poco casi mato a una monja y no quiero hacerle lo mismo a otra. Es un tema bastante delicado ―hice una pausa para evaluar su reacción; pero seguía mirándome con la misma expresión de católica bonachona y comprensiva―. Tiene que ver con la relación entre mujeres… relación íntima.
―Ah, comprendo ―eso borró de un zarpazo la sonrisa de su rostro y sus rasgos se tornaron más fríos y sombríos.
―Para ser sincera ―esa mujer me inspiraba confianza, aunque me mirara como si yo fuera la mismísima Lilith―, es algo que me está pasando desde hace poco. Me siento atraída por algunas de mis compañeras de facultad.
―Sí, es un tema delicado y no creo ser la persona indicada para hablarlo, de hecho tal vez sea la menos indicada –supuse que otra vez le pasarían la papa caliente a otra persona―; pero le prometí a la Madre Superiora que haría mi mayor esfuerzo para ayudarte. Supongo que ésta será una prueba que me presenta el Señor ―aguardó en silencio durante un par de tortuosos segundos―. No soy tan ingenua como parezco, sé muy bien que hay mujeres en la universidad que hacen esas cosas; pero nosotras, las monjas, no podemos intervenir. Mucho menos hoy en día, con todo ese tema de la aceptación de la homosexualidad –escuchar esa palabra me impactó bastante, nunca me había pensado como “homosexual”, era una palabra muy fuerte―. A pesar de que, religiosamente, nos opongamos a este tipo de relaciones, la universidad también se rige por leyes estatales y no se puede expulsar a una persona por sus preferencias sexuales.
―¿Y usted qué piensa sobre esas prácticas? ¿Le parece que están bien, que es algo normal? Puedo saber lo que piensa la Iglesia, pero me gustaría recibir una respuesta más personalizada.
―Podés tutearme, Lucrecia ―se puso de pie y trajo el agua caliente en un termo y comenzó a cebar mates―. Para serte sincera no creo que sea algo “normal”. Dios nos hizo como somos para que la relación amorosa sea entre un hombre y una mujer; pero entiendo que los tiempos cambian y la mentalidad de la gente también. Pienso que vos deberías rezar para que Dios te muestre el camino a seguir ―me ofreció un mate, el cual me gustó mucho, a pesar de no llevar azúcar.
―Mis más sinceras disculpas Anabella; pero la verdad no creo que rezar me ayude mucho, esto que me está pasando es muy intenso. Ya me conozco todos los sermones religiosos y tuve miles de conversaciones con Dios; pero la verdad es que, en este momento, necesito alguna respuesta que esté fuera de la fe. Algo concreto. Algo que me ayude a posicionarme en la realidad.
―Me lo ponés difícil ―de pronto sonrió, era bonita de verdad―; pero voy a hacer una excepción, vos parecés una buena chica y yo puedo dejar de lado mi devoción al Señor por unos instantes, para que hablemos como amigas, de mujer a mujer.
―Eso me agradaría mucho, porque es lo que necesito, la opinión de una mujer.
En realidad ya se la había pedido a Tatiana, pero como ella es lesbiana sólo me daba un punto de vista, me hacía falta la opinión de alguien que no lo fuera.
―Si querés contame cómo empezó todo ―me sugirió amablemente.
―Está bien. Mi problema comenzó hace unos días, cuando vi algo en el celular de una amiga ―extraje mi smartphone para enseñarle cómo era―. Acá uno puede guardar muchas cosas, incluso fotos y videos –me miró como si no comprendiera―. Tienen cámara fotográfica y filmadora, el de mi amiga es bastante parecido a este y…
―Puede ser ―me interrumpió―, aunque el tuyo está un poco pasado de moda –extrajo un smartphone color blanco aún más grande que el mío–. El tuyo tiene un sistema operativo un tanto viejo, en cambio éste te permite instalar más aplicaciones y tiene más memoria RAM ―me quedé boquiabierta― ni hablar de la capacidad interna, este debe tener casi el doble que el tuyo. También tiene una cámara con más mega píxeles, lo que significa: mayor calidad de imagen.
―Este... eh, no pensé que tendrías uno…
―¿Por qué? ―me miró con alegría juvenil― ¿Te creés que porque soy monja vivo en la edad de piedra? ―«Nota mental: la monja puede leer el pensamiento»―. Muchas de las Hermanas tenemos uno. Yo lo uso, básicamente, para los jueguitos y escuchar música; me entretiene bastante. Me lo compró mi madre hace unas semanas ―«¿Su madre todavía vive?» Pensé inconscientemente, como si Anabella tuviera setenta años―. Se nos permite tener algunos objetos personales, pero no podemos tener mucho dinero propio ―hizo una pausa―. A veces saco fotos también, pero no como las de tu amiga, eso te lo aseguro.
―¿Fotos de qué tipo? ―pregunté automáticamente, guiada por mi poderosa curiosidad.
―A ver… esperá.
Buscó, durante unos segundos, tocando hábilmente la pantalla y luego me enseñó la foto de una chica muy bonita, de cabello castaño rojizo que caía sobre sus hombros en delicadas capas. Lo más destacable era su amplia sonrisa y el brillo color ámbar de sus ojos, coronados con largas pestañas. La muchacha de la foto vestía una remera blanca que hacía resaltar, de forma discreta, unos pechos redondos de tamaño considerable. Mis indiscretos ojos se centraron en esos melones y en la brillante sonrisa.
―¡Que linda chica! ―Exclamé―. ¿Quién es? ―pregunté embobada.
―¿Cómo “quién es”? ¡Soy yo! ―simuló indignación.
Segunda gran impresión en menos de cinco minutos. No podía creer que fuera tan bonita debajo de ese sobrio atuendo. Se me aceleró el corazón. ¿De verdad tendría el cabello tan hermoso? La miré fijamente intentando encontrar en ella los rasgos de la mujer en la fotografía. La iluminación del ambiente no era muy buena, pero pude ver que sus ojos eran igual de cálidos y expresivos que los retratados. Ella comenzó a sonreír y allí pude ver claramente que se trataba de la misma persona. Su cabello estaba oculto bajo el velo, pero debía ser tal cual lo había visto... ¿Y esos pechos? ¿Tendría los pechos tan grandes? Me resultaba imposible saberlo debido a que sus hábitos cubrían todo su torso.
―Pensé que eras más vieja ―“vieja” no es la palabra correcta para usar con una mujer, sea monja o no―. O sea, pensé que tenías más años.
―¿Qué edad pensás que tengo? ―su sonrisa fue la de una chica común y corriente, no encajaba con el marco que ofrecía su vestimenta.
―Aproximadamente... unos treinta y cinco años ―respondí insegura.
―Tengo veintiocho.
Así fue como llegué a la tercera conmoción cerebral del día. Esta monjita me sorprendía a cada minuto.
―¿Por qué una chica tan joven y bonita decidió ser monja?
Siempre había supuesto que la belleza, especialmente en las mujeres, tiende a colocar a la gente en posiciones más cómodas en la vida o en trabajos horribles directamente ligados con apariencia física, como manejar un surtidor de nafta en las estaciones de servicio; por esto siempre me resultó raro ver mujeres hermosas como doctoras, policías o... monjas, ya que para estas profesiones se requería una verdadera vocación y esfuerzo. La belleza en el siglo XXI es un karma, es casi un pecado social que una mujer hermosa no busque el camino fácil para el “éxito”. Esto me hacía valorar más a las mujeres de gran belleza física que decidían optar por el camino sinuoso para seguir su verdadera vocación en la vida.
―Es una historia un poco triste... ―en ese momento sonó su teléfono― Uy, tengo que irme ―supuse que estaba mirando alguna especie de recordatorio en su agenda―. Tengo que organizar algunas actividades para los alumnos del colegio secundario, es una de las pocas cosas que puedo hacer que no estén estrictamente ligadas a la iglesia. Vamos a tener que dejar la charla para otro día.
―Está bien, no hay problema. Me agradó charlar con vos ―sonreí―, cuando tengamos tiempo nos juntamos otra vez.
―¿De verdad? ―Su sonrisa era radiante―. Eso me encantaría. Espero que no te olvides, las monjas solemos tener buena memoria, especialmente si nos mienten.
―Te prometo que vamos a retomar la charla. Todavía tengo muchas preguntas y me gustaría saber más de vos ―su historia me intrigaba mucho.
―¡Buenísimo! Otra particularidad de las monjas es que solemos tener pocas amigas, al menos fuera del convento.
Tengo cierta debilidad por la gente que tiene pocos amigos, son como un imán para mí, no sé si lo que me acerca a ellos es la lástima o la curiosidad por saber el motivo por el cual no tienen amigos; sin embargo este caso era muy particular, la personalidad de esa monja me sorprendía mucho y me daban ganas de seguir charlando con ella.
―Creo que nosotras podríamos ser buenas amigas ―confesé―, sos una chica muy simpática y divertida.
―Gracias, vos también lo sos, aunque me da un poco de miedo saber qué puede pasar por tu cabeza, con respecto a tus amigas ―eso me sonó a advertencia.
―Este… no es tan grave como parece, seguramente sea alguna locura pasajera. Nada de lo que deberías preocuparte.
―Está bien, te creo, pero de todas formas me gustaría ayudarte a encontrar una respuesta. Sin ánimos de ofenderte te sugiero que leas algunos pasajes del Nuevo Testamento, te sorprenderías al ver cómo te ayuda.
―Sí, lo sé muy bien. Lo leí muchas veces y más de una vez me ayudó ―me sonrió sinceramente y me miró a los ojos fijamente, mi corazón dio un fuerte salto.
―Te paso mi número de teléfono, si necesitas algo, podés pedírmelo.
Me fui de allí más contenta de lo imaginado, con la grata sensación de haber hecho una nueva amiga. Esperaba que ella pudiera ayudarme a resolver los dilemas que me atormentaban.


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