Venus a la Dervia [Lucrecia] - 05. Acción Católica.



Modelo de la Foto: Irina Buromski.

Capítulo 5.

Acción Católica.




-1-

Pasé más de una semana intentando, por todos los medios, mantenerme lo más ocupada posible, para que mi mente no trabajara tanto ni se cayera en ese precipicio lésbico que tanto vértigo me causaba.
Estudié hasta quedar agotada, repasando una y otra vez los mismos temas hasta aprenderlos a la perfección, cuando esto no fue suficiente, comencé a leer un libro viejo de fantasía épica, uno de mis géneros literarios favoritos, pero no fue una lectura muy amena y no logró distraerme tanto como quería.
Durante esos días evité el contacto con la gente, especialmente con las de sexo femenino. No hice ningún intento por dilucidar mi condición sexual e intenté dejarla bien almacenadita y reprimida en el fondo de mí ser. Sin embargo hubo un par de ocasiones en las que caí en ello. Una noche, antes de dormir, tuve que masturbarme para quitarme la enorme ansiedad que me invadía, y para hacerlo recurrí, una vez más, al video de Lara. Luego esto me generó una gran sensación de culpa, pero el impulso fue más fuerte que yo y no pude controlarlo.

El domingo en que mi madre me preguntó si la acompañaría a un encuentro religioso le dije que sí, sin dudarlo. Tenía la esperanza de que eso me ayudara a quitarme los malos pensamientos de la cabeza, al menos por unas horas. Dicho encuentro se llevaría a cabo en un club de campo que estaba directamente ligado a una gran iglesia local. Para asistir a esa reunión debía vestirme de blanco por completo. Me puse una pollera hasta las rodillas y una blusa que disimulaba bastante bien mis pechos; me sentía como una niña de diez años menos vestida de esa forma. Odiaba todo en ese atuendo, pero me lo puse porque no quería discutir con mi madre, sólo quería mantener mi mente en un lugar sano y seguro.
Ni bien llegamos al club, un grupo de personas se abalanzó sobre nosotros para saludarnos. Ésta era una de las pocas salidas que teníamos como una familia completa y a mi madre le encantaba que socializáramos con el resto de los feligreses.
La cara de mi hermana, Abigail, parecía la de un condenado a muerte marchando hacia la silla eléctrica, le aterraba ver tanta gente junta y mucho más le aterraba tener que tratarlos cortésmente. Ella se pasaba la vida encerrada en su cuarto y sólo salía para concurrir al instituto en el que estudiaba Inglés a nivel superior. Abigail se destacó siempre por su gran inteligencia y perspicacia, pero Dios le envió un par de engranajes defectuosos para su maquinaria cerebral y a veces nos cuesta mucho predecir sus actos, aunque por lo general a mí me hace reír mucho, es por eso que siempre me pongo de su parte cuando sufre alguno de sus acostumbrados “cortocircuitos”, como a ella y a mí nos gusta llamar a esos ataques que sufre.
En cuanto la vi rodeada de chicas de su edad que buscaban aterrorizarla con cumplidos, abrazos y sonrisas radiantes de felicidad, intervine para que no la agobiaran, lo cual podía ser muy peligroso. Saludé a un par de conocidas simulando alegría y buen humor mientras Abigail se refugiaba tras mi espalda. La mitad de estas personas no me caía bien y la otra mitad me era indiferente pero era un sacrificio necesario para proteger a mi hermanita y para volver a sentirme normal; si es que se le podía llamar normal a un grupo de gente que se reunía para conservar apariencias, alardear sobre cuánta fe tenían y competir unos con otros para determinar quién se acercaba más a la perfección divina. Puede que sea un poco dura al pensar de esa manera ya que no todos actuaban así; pero un gran número de concurrentes rectificaba mis teorías. 
Las actividades del día se distribuyeron por edades, como suele hacerse generalmente en estos encuentros. Cada persona se acercaba a los grupos de su edad. Abigail prefería estar con aquellos que eran más pequeños, porque se sentía incómoda con adultos, yo encontré a un grupo mixto sentado alrededor de una gran mesa de piedra que estaba situada bajo la copa de un gran árbol. El verde intenso del césped y la forma en la que el sol de la mañana se colaba entre las ramas del árbol hacían parecer a ese pequeño sector salido de un libro de fantasía.
El grupo de seis estaba compuesto por tres personas de cada género y yo no estaba segura de para qué lado sumaba. Me senté junto a un pibe de mi edad, al cual nunca había visto, con la esperanza de que no fuera tan imbécil como los otros dos, a los que ya conocía de encuentros previos y los consideraba unos completos “hijos de mamá” incapaces de pensar algo por sí mismos. Además este chico nuevo no estaba nada mal, tenía cierto atractivo, a pesar de tener la cabeza poblada de rulos color castaño claro, lo cual hacía que se asemejara un poco al perro pequinés de Lara; sin embargo no debía juzgarlo, por mucho que odiara al maldito perro.
Toda la charla del grupo giraba en torno a la religión, algunos debatían ciertos temas pero se les notaba el miedo al hablar. Allí nadie era cura o monja, éramos jóvenes de la misma edad a los cuales los obligaban a asistir a este tipo de reuniones, fuera de esto todos teníamos una vida normal (a excepción de esos dos “nenes de mamá” que debían llevar una vida de reclusión, alejada del mundo real) y nadie se atrevía a hablar de ello. En un principio me pareció buena idea que la charla no se entrometiera en nuestras vidas privadas, pero de a poco fui perdiendo el interés y ya ni siquiera intentaba sonreírle a ese muchachito de rizos color pequinés.
Poco a poco mi atención la fue acaparando la chica que tenía sentada frente a mí, ya que me miraba de forma extraña. Al principio la ignoré pero luego comencé a mirarla más detenidamente, su cabello casi negro me recordaba un poco al de Lara, al igual que sus grandes y expresivos ojos. Le sonreí tímidamente cuando nuestras miradas se cruzaron y ella me devolvió el gesto con una amplia sonrisa. Me parecía bastante bonita y eso era un riesgo. Luego de unos minutos decidí no tentar al diablo y me excusé con los miembros del grupo diciéndoles que debía hacer una cosa; no se me ocurrió ninguna excusa mejor para inventarles, pero de todas formas abandoné mi asiento y me alejé de ellos.
Vagué sin rumbo durante unos minutos hasta que llegué a un bonito árbol aislado de los sectores de reuniones y me senté bajo su sombra. Me costaba mantener mis pensamientos en claro, ¿por qué me resultaba tan difícil permanecer frente a una mujer bonita? Esto no me pasaba antes... aunque debía ser sincera conmigo misma, antes no había probado la calidez de una mujer. Desde esa noche con Lara mi mente sufrió un gran cambio y lo del experimento con Tatiana empeoró aún más las cosas... o tal vez las mejoró, porque la pasé increíblemente bien con ella... ¡Dios mío! Lo estaba admitiendo. Admitía haberlo pasado muy bien con ella y al continuar indagando en mi interior también llegué a la conclusión de que una parte de mi cuerpo me pedía volver a experimentar algo así. No podía evitar sonreír cada vez que recordaba lo ocurrido en los vestuarios. Hasta llegué a preguntarme por qué no me animé a lamer su sexo. Esa hubiera sido la respuesta definitiva que buscaba. Cabía la remota posibilidad de que, de haberlo hecho, hubiera decidido que no me gustaba y entonces podría quedarme más tranquila, pero dejarlo pasar sólo me había generado dudas.
Casi sin darme cuenta corté puñados de césped mientras mi mente divagaba, los dedos me quedaron verdes y olían a hierbas. Ese suave aroma me transmitió cierta paz, como si me recordara que, lejos de mi mente obnubilada, había un mundo terrenal y real; pero luego me percaté de que mi conjunto blanco se mancharía todo si permanecía sentada allí. Me puse de pie y corroboré que ninguna parte de mi vestido se había teñido de otro color, de todas formas decidí lavarme las manos. Encaminé hacia el baño, que era para uso exclusivo de los socios del club. Me lavé las manos mientras me miraba al espejo, los rasgos angulosos de mi rostro me parecieron más atractivos que de costumbre, ¿será cierto eso de que el sexo te cambia la cara? En ese instante sentí más confianza en mí misma, me dije que si quería conquistar a alguien, podría hacerlo, aunque se tratara de una mujer... pero no debía pensar en mujeres, podía probar suerte con ese chico de cabello ondulado que... ni siquiera sabía cómo se llamaba. Estaba segura de que él me dijo su nombre, pero ni siquiera le presté atención.
«Lucrecia, te estás engañando a vos misma –me dijo la voz de mi consciencia– él no te interesa para nada».
La puerta del baño se abrió repentinamente y, como si se tratara de una manifestación divina, vi aparecer a la misma chica que me sonreía en la mesa. Se acercó a mí con paso alegre, su atuendo era tan blanco como el mío y no me permitía adivinar su figura, pero con sólo su sonrisa tenía más que suficiente para llamar mi atención. La chica me agradaba, como cuando te gusta alguien que no conocés mientras viajás en un colectivo e intercambiás miradas con esa persona para luego bajarte del colectivo y no verla nunca más. Hacía mucho tiempo que no me pasaba algo así y odiaba que me pasara con una mujer.
–Hola –me saludó mientras se lavaba la cara– ¿cómo es tu nombre?
–Lucrecia.
–Mucho gusto, yo soy Sofía. ¿Vos sos la hija de Adela y Josué?
–Así es, y la hermana de Abigail –respondí con amabilidad, pero la situación me incomodaba bastante.
Me puse a pensar sin apartar la mirada de esos penetrantes ojos marrones. ¿Por qué entró al baño en el mismo momento que yo? De todas las chicas que había en el club, ¿por qué tenía que ser justamente ella la que entrara? ¿Acaso me estaba buscando, pretendía algo?
–Sí –su voz me tomó por sorpresa, sacudí mi cabeza para volver a la realidad–, se nota mucho que son hermana, son muy lindas las dos. Parecerían mellizas si ella no fuera más bajita.
–Gracias, vos también sos muy linda.
Me sentía una imbécil hablándole de esa forma pero me costaba mucho pensar con claridad... y mi cerebro me jugaba bromas perversas, lo único que me enviaba era frases como: «Sos hermosa», «¿Te gusto?», «¿Alguna vez tuviste inclinaciones lésbicas», «¿Querés que nos besemos?». ¡Preguntas estúpidas! Me daban ganas de salir corriendo, pero no podía huir de mi propia mente.
–¡Que amable! Lo agradezco mucho –La gente en estas reuniones solía hablar de una forma   exageradamente educada–. Algún día tendríamos que juntarnos para hacer algo –dijo mientras pasaba caminando detrás de mí para buscar una toalla de papel.
Sentí su mano derecha rozando levemente mi cola y allí fue cuando una peligrosa e incontrolable serie de sensaciones me invadieron. «Pudo ser sin querer», me decía a mí misma; pero mi cuerpo estaba ganando autonomía y me resultaba muy difícil controlarme. Sofía giró su cabeza y me miró con una extraña sonrisa en los labios. «¡Lo hizo a propósito!» Apreté los puños y los miré hasta que se pusieron blancos. «Tranquila, Lucrecia, no hagas ninguna locura». Estas palabras sonaban huecas en mi interior. Mi corazón bombeaba sangre con excesiva fuerza a cada rincón de mi cuerpo y la ansiedad me formaba un vacío en la boca del estómago. Miré nuevamente a Sofía, estaba de pie frente a mí y me miraba con sus expresivos ojos, los cuales me indicaban que había en ella una intención que iba más allá de una simple conversación amistosa.
Un instinto animal se apoderó de mí y fue allí cuando perdí los estribos. Me abalancé sobre ella y moviéndome con agilidad felina puse una mano en la parte baja de su espalda y la besé en la boca al mismo tiempo que la empujaba hacia la pared, tal como Tatiana me lo había hecho conmigo días atrás.
Sus cálidos labios me transportaron a un mundo de fantasía lésbica donde nada más importaba. Bajé rápidamente mi mano libre y la introduje debajo de su pollera. Las yemas de mis dedos se encontraron con su abultado clítoris, que se refugiaba dentro de la tela de la bombacha. Mi lengua se había apoderado de la suya, escuché sus gemidos ahogados y moví levemente los dedos recorriendo la división de sus labios vaginales. De pronto me empujó con fuerza hacia atrás.
—¿¡Qué hacés, estás loca!? —Me gritó con los ojos imbuidos por la llama de la ira– ¿Qué tenés en la cabeza?
Nunca me había sentido tan avergonzada en toda mi vida, ni siquiera sabía cómo había sido capaz de hacer algo así.
–¡Ay, perdón! –Estuve a punto de arrodillarme en el suelo, para suplicarle misericordia-. Pensé qué… yo… no quería…
–¿Pensaste qué?
–Es que vos me hablabas raro y pensé que te gustaba –tenía ganas de llorar, gritar, correr y morirme, todo al mismo tiempo.
–¿Pensaste que me gustabas? –se tomó unos segundos para pensar en lo que le había dicho– ¿Sos lesbiana? –esa pregunta me lastimó como un afilado puñal. 
–¡No, no lo soy!
–¿Entonces por qué me besaste? Yo te hablé para que seamos amigas, nada más. Estás totalmente loca, flaca.
–Sí, ya sé –bajé la cabeza y comencé a llorar.
–No te me hagas la víctima ahora, me manoseaste toda ¿y ahora te ponés a llorar?
–Te pido mil disculpas, sé que fui una boluda total. ¡Por favor no le cuentes a nadie! Solamente te pido eso. Si querés odiame, insultame, pegame… lo que quieras, pero no le cuentes a nadie.
Intenté apartar las lágrimas de los ojos, ella me miraba como si yo fuera un enviado de Satanás, parecía aterrada y tenía las mejillas rojas, su respiración estaba casi tan agitada como la mía.
–No le cuento a nadie, pero no te me vuelvas a acercar ¿Entendido?
–Te prometo que ni siquiera te voy a mirar –no podría volver a mirarla a la cara nunca más en la vida–. Fue un error, te pido mil disculpas. No sé qué me pasó... no me pude controlar.
–Eso no me importa... me tocás otra vez y te mato.
Sin decir nada más, salió del baño caminando a paso ligero. Mis piernas no pudieron sostenerme más, me senté en el suelo y me dejé llevar por el llanto. La culpa me abrumó y me sentí una estúpida total. Ni siquiera sabía por qué había actuado de esa forma, sabía que era una locura y una estupidez, desde el principio, pero el impulso había sido tan fuerte que no pude controlarlo. Me quedé llorando en el baño por casi media hora.

-2-

Aquella tarde de domingo tuve que excusarme con mi familia para no asistir a la misa de las 19 horas. A mi madre no le agradó mucho que yo me ausentara, no es porque siempre me obligara a asistir, sino porque ese día se unirían a nosotros algunos miembros de la familia; sin embargo cuando dije que debía prepararme para un importarte examen parcial que tendría lugar a mediados de mayo, mi padre dijo que el estudio era muy importante y logró calmar el temperamento de su esposa.
Creí haberme librado de mi familia por el resto del día, pero me equivoqué. Luego de que la misa concluyó alguien llamó a la puerta de mi cuarto. Se trataba de Abigail que, con pena me explicó que debíamos unirnos a la cena familiar que estaban preparando. Tanto mi hermana como yo detestábamos esas malditas reuniones donde nuestros padres sólo buscaban hacer alardes de lo perfectas que eran sus hijas. La que más sufría con esto era Abigail.
Me ofuscó bastante encontrarme con mi prima Leticia sentada junto a la mesa del comedor; ella era partícipe de mi primer recuerdo cuasi-lésbico y que hubiera aparecido justamente ese día me olía a castigo divino. Ella me saludó cordialmente y me invitó a sentarme a su lado. Definitivamente no quería hacer eso, no quería tener pensamientos sucios a su lado y tampoco quería recordar la vez que la vi desnuda. Me pude librar de ella al decirle que debía ayudar a mi mamá en la cocina. Más tarde, cuando nos sentamos a comer, una de mis tías había ocupado la silla junto a Leticia, por lo que no quedó tan desubicado que yo me sentara en el rincón más apartado de ella. 
Durante la cena mi madre comenzó a hacer uso de su artillería de orgullo, a veces me preguntaba si ella era consciente de que ese era uno de los siete pecados capitales. Habló maravillas de mí alegando que había tenido un excelente segundo año en mi carrera universitaria y que me estaba preparando para hacer lo mismo este año, mis parientes me felicitaron por ello y a mi madre se le hinchó el pecho de orgullo. Hablar de mí era la parte que más disfrutaba, ya que todo lo que decía era cierto; pero cuando le llegaba el turno a mi hermana, la cosa se ponía un tanto turbia ya que cada pequeño logro de Abigail quedaba opacado por su enfermedad. Para remediar un poco esta situación, mi madre comenzó a decir cosas como: «Últimamente está muy tranquila y se porta muy bien», lo cual era una forma indirecta de decir que no había vuelto a sufrir uno de sus ataques, algo que no era del todo cierto.
Noté que Abigail bajaba la cabeza cada vez que mi madre hacía uno de esos comentarios y seguramente debería estar recordando el desagradable episodio en el que había perdido el control y se había subido al techo de la casa para anunciar, con mucha alegría y entusiasmo, que podía volar... volar tan lejos que ya no necesitaría tolerar nunca más a los demonios de sus padres. No era la primera vez que Abi veía a nuestros padres como reencarnaciones diabólicas y a veces pensaba que no se equivocaba demasiado, pero sí era la primera vez que se ponía a sí misma en un peligro tan grande, como querer arrojarse de la parte más alta del techo. Tuvimos que pedir una ambulancia y los enfermeros tuvieron que subir a controlarla para luego aplicarle un fuerte sedante. Cuando la droga le hizo efecto me quedé junto a ella, en su cuarto, a mi madre no le gustaba que la internaran ya que eso generaba demasiados rumores. Me parte el alma recordar la forma en la que Abigail me miraba, con sus ojitos entrecerrados, desvalidos y suplicantes. Casi podía escuchar que una suave vocecita proveniente de ella me decía: «No quise hacerlo. ¿Por qué me pasa esto a mí? Nadie me entiende». Se veía como un tierno animalito herido, lo único que pude hacer fue acariciar su largo y sedoso cabello para que al menos no se sintiera tan sola.
Cuando mi mamá volvió a hacer un comentario relacionado a la enfermedad de Abigail, me vi en la obligación de intervenir, para cambiar el tema. Le pregunté a uno de mis tíos sobre su trabajo, parecía una pregunta insignificante e inofensiva; pero a veces las cosas más triviales de la vida pueden traer conflictos. Mi tío comenzó a hablar, con tono burlón, casi jactándose de su ingenio, sobre un par de compañeros de oficina que habían hecho el ridículo al ser sorprendidos besándose.
—¡Qué loco está el mundo! —Exclamó mi madre—. Me imagino que los despidieron. 
—No, eso es lo peor de todo —aseguró mi tío—, los dos siguen trabajando normalmente, como si nada hubiera ocurrido.
—¿Pero qué es lo que tiene en la cabeza el gerente... y el jefe de persona? —los ojos de mi madre parecían dos cuentas de vidrio infladas por la rabia—. ¿Cómo es que se le permite a esos degenerados seguir trabajando en ese sitio?
—¿No estarás exagerando un poco, mamá? —cuando hice esta pregunta un filoso silencio cruzó la mesa y todos se voltearon para mirarme.
—¿Qué decís, Lucrecia? —increpó ella.
—Digo que no me parece para tanto, al fin y al cabo fue solo un beso, imagino que ya no lo van a volver a repetir en público.
—¿Sólo un beso? —su furia se incrementó y su ancho rostro se tornó rojo—. Es una degeneración total... ¡dos hombres besándose! ¿Dónde se ha visto?
—No es algo tan raro, pasó durante toda la historia de la humanidad —le dije—, y sigue ocurriendo hoy en día. Hay muchos homosexuales declarados viviendo tranquilamente.
—Así como también hay muchos delincuentes viviendo tranquilamente, sin que nadie haga nada al respecto —dijo ella.
—Pero estos hombres no lastiman a nadie al besarse entre ellos...
—¿Cómo decís una cosa así? Es un crimen ante el Señor, es una aberración contra la naturaleza.
—Mamá, estamos en el siglo XXI...
—¿Y eso qué tiene que ver? ¿Acaso porque unos payasos digan que ser homosexual está bien, vamos a creerle?
—Lo que digo es que...
—No discutas, Lucrecia —intervino mi padre con tono autoritario, pero tranquilo—. Tu madre tiene razón. La sociedad está enferma y somos muy pocos los que hacemos algo para cambiarlo...
La rabia me hervía por dentro, tenía la sensación de que me estaban tratando de enferma... yo no era homosexual y tal vez un simple beso con una chica no significaba nada, pero me molestaba que atacaran a esos hombres; quizá sólo estaban sacándose la duda... como yo.
—...hay que mantener la integridad y ayudar a los que lo necesitan —mi padre continuaba con su discurso y todos en la mesa lo escuchaban atentamente.
—¿Y qué es lo que han hecho ustedes para ayudar a los que más lo necesitan? —dije apretando los puños, nuevamente todas las miradas se posaron en mí; la mayoría lucían confundidos, pero mis padres estaban furiosos.
—¿Te parece poco todo lo que hacemos por el prójimo? —me dijo mi padre elevando un poco su tono de voz.
—¿Hacer qué? Si lo único que hacen es jactarse de los donativos monetarios que dan a entidades benéficas de dudosa reputación —eso era totalmente cierto, muchas veces había querido decirlo, pero no me había animado; siempre dudé de las supuestas entidades benéficas a las que estaban afiliados mis padres por creerlas estafas o formas de evadir impuestos—. A ustedes nunca los vi dando un plato de comida a quien lo necesite o llevando ropa para que la gente pobre pase el invierno, vivimos como reyes y se la pasan diciéndole a todo el mundo lo mucho que ayudan a los pobres y lo cruel que es el mundo con ellos.
—¡No te voy a permitir que nos faltes el respeto de esa forma! —gritó mi papá, poniéndose de pie y golpeando la mesa con sus manos—. ¡Te vas a tu cuarto y no quiero que salgas de ahí! Mañana vamos a hablar.
—Perfecto, me hacés un favor, prefiero estar sola en mi cuarto antes que compartir la mesa con un montón de hipócritas.
Me alejé de allí tan rápido como pude, temiendo que mi madre de pronto quisiera cruzarme la cara de un cachetazo, no sería la primera vez que hiciera eso.
Cerré la puerta de mi cuarto y me tiré a llorar en mi cama. Le di un buen golpe a la almohada, estaba llena de rabia e impotencia. Me llevó varios minutos calmarme, terminé mirando el techo en silencio, con la cara aún llena de lágrimas que se iban secando lentamente. De pronto la puerta de mi cuarto se abrió y me asusté mucho.
—¡Abi! Sos vos, pensé que era mamá...
—No, ella está sirviendo el postre más hipócrita que vi en mi vida, está endulzado con toneladas de halagos hacia las “entidades benéficas” a las que hacen donativos. Creo que sería menos evidente que dijera: “Las usamos para evadir impuestos” —dijo con una sonrisa—.
—¿Vos también pensás eso? —pregunté sentándome en mi cama. Ella cerró la puerta y se sentó a mi lado.
—Es obvio, Lucre. Además siempre reviso las transacciones económicas de papá y mamá; no sé mucho de contaduría, pero se nota que hay cosas raras, especialmente con un par de esas “entidades benéficas”. Es más, tengo la sospecha de que mamá es la “fundadora” de una de ellas.
—¿Por qué lo decís?
—Porque está a nombre de un tal Pedro Santacruz.
Comenzamos a reírnos, podía parecer un nombre común y corriente para cualquiera, pero nosotras conocíamos muy bien a Adela, ella siempre quiso tener un hijo varón para poder llamarlo Pedro, como San Pedro, y el apellido Santacruz era una obvia referencia hacia la crucifixión de Jesús.
—Me jode mucho que te hayan tratado de esa forma —dijo Abigail.
—Está bien, no te preocupes, ya debería estar acostumbrada a lidiar con esos dos.
—Sí, pero igual duele. Todo lo que les dijiste es cierto; pero te digo que me sorprendió mucho que te hayas enojado tanto.
—A mí también, pero qué sé yo... llevo acumulando muchas hipocresías que salen de la boca de mamá y papá, en algún momento tenía que rebalsar, supongo.
—Totalmente —me dio una palmadita en la mano y me miró con una cálida sonrisa—. Disculpá que te diga esto, pero me alegra no haber sido yo quien arruinó la cena. A veces tenés que tener estos ataques de rabia, así me equilibrás un poquito las cosas.
Volví a reírme. Debía ser muy duro para Abigail ser siempre la oveja negra de la familia, la niña enferma que había que esconder. No sé si su intención fue hacerme sentir mejor o simplemente dijo lo que pensaba, pero su comentario fue estupendo, ya que me hizo ver las cosas desde otra perspectiva; hasta me enorgullecía haber quedado como una tarada en frente de mis tíos, de esa forma mis padres no iban a poder jactarse tanto de lo perfecta que era su hija mayor.
Esa noche me quedé hasta tarde conversando con mi hermana, encontramos muchos temas divertidos, y hablamos especialmente sobre nuestro tópico favorito: “Las increíbles actitudes hipócritas de Adela y Josué”. Teníamos tantas anécdotas de ese tipo que podríamos haber publicado un libro al respecto.
En algún punto de la charla me puse un poco triste ya que recordé que lo que había desencadenado mi enojo fueron los comentarios que hicieron en contra de los homosexuales y no pude evitar preguntarme qué sucedería si por alguna hipotética razón yo fuera una... o mi hermana, claro está; podría pasarle a cualquiera...
En el hipotético caso de que algo así ocurriera, la vida familiar se tornaría mucho más dura y conflictiva de lo que ya era.


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