El Fruto del Incesto (Malditas Uvas) [03].

Modelo de la Foto: Stacy Ray 

El Fruto del Incesto
(Malditas Uvas).

Capítulo 03.



Afición. 




Me encontraba desnuda, sentada al borde de la cama, frente a mi hijo, sosteniendo su gran pene entre mis manos. Esta situación podría malinterpretarse si alguien entrara en mi habitación en ese preciso momento; pero la verdad era que sólo nos estábamos ayudando mutuamente. Mi hijo se vio obligado a auxiliarme cuando yo, por idiota, metí uvas dentro de mi vagina; de las cuáles apenas habíamos conseguido sacar una. Él tenía dudas sobre la simetría de sus testículos, yo solamente intentaba ayudarlo con ese asunto.

Levanté la vista y me encontré con los ojos de Fabián, en sus pupilas vi algo que no me agradó en absoluto, se trataba de ese extraño brillo que producían cuando algo no andaba bien... para ser más precisa, en estos casos sus ojos reflejaban cierto estado mental que se asociaba con la obsesión. Muchas pequeñas obsesiones habían invadido a mi hijo a lo largo de su vida; tal vez la mayoría escapaban de mi vista. No era un asunto grave, pero a veces me preocupaba. Solía ponerse nervioso cuando ciertos objetos de la casa eran cambiados de lugar; o cuando imperceptibles arrugas o manchas, que tan solo él era capaz de ver, aparecían por arte de magia en su ropa. Incluso notaba esa clase de obsesión cuando se encontraba fascinado por algún tema en particular. Por ejemplo aquella vez en la que se obsesionó bastante con un libro de problemas de ingenio y matemáticas. Quería resolverlo completo a toda costa, aunque algunos ejercicios eran verdaderamente difíciles. Estuvo molestándome a mí y a su hermana con ese asunto, hasta que un día tiré el libro a la basura; no aguantábamos más quedar como idiotas al no poder responder esos malditos problemas.

Presioné un poco los testículos con mis manos, cerciorándome de que no había una diferencia perceptible de tamaño.

—¿Viste? Son de tamaños diferentes —dijo, con una obsesiva convicción.

—No vayamos por ese lado, Fabián —intenté persuadirlo.

—Pero en serio, mamá... yo los noto diferentes...

—Fabián, te digo que están bien... hasta las mujeres tenemos una teta más grande que la otra. A veces se nota más, otras veces menos; pero el cuerpo no tiene por qué ser simétrico. No tiene nada de malo.

—Puede ser... pero...

Enmudeció repentinamente. Mis masajes estaban haciendo efecto en su masculinidad. Me quedé idiotizada mirando como su miembro crecía y se elevaba. Mantuve el tenue movimiento de mis dedos. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que tuve un pene entre mis manos que me sentía como una primeriza en el mundo del sexo; el corazón me vibraba como si fuera la primera vez que tocaba uno.

—Aparentemente te funciona todo bien —le dije, con una sonrisa. Debía esforzarme para alejar esas ideas absurdas que atacaban su cabeza.

—Perdón, es que… no sé por qué se puso así.

—Porque es normal que se te ponga dura si alguien te la toca... hasta con una revisión del doctor te puede pasar. Creeme, he ido al ginecólogo y se me ha humedecido la vagina en las revisiones. Pasé cada papelón… me mojo toda, apenas me tocan. Por eso me da tanta vergüenza ir al médico.

Sin querer mis uñas rozaron la parte baja de sus testículos, esto debió producirle una espontánea ola de placer. Su verga se puso tiesa de golpe, dando un salto, como si fuera una criatura lista para atacar. Quedé boquiabierta, el pene, en toda su dimensión, era realmente imponente. Su hinchado glande quedó tan cerca de mi nariz que pude olfatear ese añorado perfume a hombre. Mi vagina, que aparentemente había olvidado a quién pertenecía ese miembro, se hizo agua al instante. Con mi mano libre le di una suave caricia al largo tronco. Me pregunté qué sentiría una mujer al ser penetrada por algo tan grande. ¿Alguna vez una mujer había probado el pene de mi hijo? De ser así, era posible que ella se hubiera sentido asustada, por el imponente tamaño. Pero yo, que en secreto disfrutaba de penetrarme con objetos de buen tamaño, sentí un repentino deseo de tener una verga como esa dentro la concha. Ahí fue cuando me arrepentí y lo solté. Me avergoncé de mí misma, no importaba cuánto tiempo hubiera pasado desde la última vez que toqué un pene, no era excusa para hacerlo con el de mi hijo.

—Mejor sigamos con las uvas —le dije—. Quiero que terminemos con esto lo antes posible.

—Está bien, pero probemos de otra forma.

—¿Cuál?

—Date la vuelta y ponete de rodillas.

No podía creer que mi propio hijo me estuviera pidiendo eso, sin embargo debía ser consciente de que no lo hacía con mala intencion; era para ayudarme con un problema. Accedí y me puse en posición de perrito, en el centro de la cama. Me sentí incluso más vulnerable que antes. Más sabiendo que mi hijo estaba desnudo de la cintura para abajo, y tenía una potente erección.

Fabián se puso de rodillas a mi lado y, sin darme tiempo a prepararme, hincó dos de sus dedos en mi mojada vagina. Gemí cuando entraron completos, pero creo que mi hijo no lo notó. Estiré un brazo, agarré una almohada, la puse frente a mí y apoyé mi cabeza en ella; luego separé un poco más mis piernas. Sabía muy bien que de esta forma quedaba grotescamente expuesta, pero también le permitiría a Fabián introducir los dedos con mayor comodidad.

Me abrumaba el incesante movimiento los dedos dentro de mi intimidad femenina y me impresionaba la forma en la que esta se dilataba. Fabián retiró los dedos, pero repentinamente volvió a clavarlos completos, con fuerza. No pude contener un potente gemido ante la penetración. Una intensa oleada de placer me recorrió el cuerpo; pero también debía admitir que me había dolido. Eso me permitió disimular mi reacción.

—¡Auch! ¡Cuidado Fabián! —Me quejé, sin parecer muy enojada.

—¡Fue sin querer!

—Está bien, agradezco mucho tu ayuda; pero tené un poquito más de cuidado, es una zona muy sensible —dije, intentando estabilizar mi respiración.

En el interior de mi vagina aún quedaban leves reflejos de esa repentina penetración. Tuve que luchar contra la absurda tentación de acariciarme el clítoris. Por lo general, si me encontraba en esta posición ante un hombre, mi primer impulso era masturbarme; para estar bien lubricada y lista para la penetración. Pero era la primera vez en la que me encontraba en esta posición y no recibiría sexo a cambio.

Fabián retiró sus dedos una vez más, pero no se apartó. Al contrario, lo sentí aún más cerca. Algo largo y rígido se apoyó contra una de mis nalgas, no me llevó mucho tiempo darme cuenta de que se trataba de la verga de mi hijo. Me puse muy nerviosa, pero no me moví de mi lugar.

Mi traicionera imaginación me llevó a pensar cómo debería ser la perspectiva de Fabián. Quitando el hecho de que yo era su madre, él debía estar viendo a una mujer caderona, entrada en carnes, de gruesos muslos, con las nalgas bien abiertas, la concha completamente mojada y dilatada. No hay que olvidarse del culo. Temía que ese orificio también hubiera quedado dilatado luego de meter el desodorante; pero ya no podía hacer nada para cambiar eso, ya estábamos allí y suspender todo por culpa de mis preocupaciones, sería ridículo. Y sí, a quién quería engañar, mi culo debía estar bien abierto. Me había clavado el desodorante sin ningún tipo de piedad. Con lo detallista que era Fabián, ya debería haber notado que su madre estuvo metiéndose algo por el culo.

No tenía sentido intentar disimular. Con mis manos separé mis nalgas, con esto la dilatación del agujero de mi culo se haría más evidente. Era como si le estuviera diciendo a mi hijo: “Sí, me metí el desodorante por el orto. Además de hacerme la paja, también me gusta meterme cosas por el culo”. Esperaba que esto me ahorrase tener que dar explicaciones al respecto. Él lo sabría, pero también podía ser discreto con el asunto.

Estaba humillada y expuesta ante mi propio hijo, y por alguna razón había algo agradable, casi adictivo, en mostrarme de esa manera. Era como presentar mi cara oculta, esa puta amante del sexo anal que habita en mí. Casi podía decir que disfrutaba al estar en esa posición, mostrando a otra persona mis agujeros dilatados; como si los ofreciera, aguardando una penetración.

—Dale, Fabián… meteme los dedos —dije, casi suplicando—. Sino no vamos a terminar más.

Él me acarició la concha, como si quisiera desparramar mis juegos por todas partes, y luego metió dos dedos tan hondo como le fue posible. Volví a gemir. Podía sentir la presión de su pene erecto contra una de mis nalgas. Intenté no moverme, supuse que si apartaba Fabián podría ofenderse, al fin y al cabo no era su culpa tener una erección.

¿Qué importaba si se le paraba la verga? Al fin y al cabo era un chico sano, joven y que estaba atravesando por un momento muy particular. Me estaba ayudando con un problema en el cual nunca debí meterlo; la culpa era mía y no de él. Era mi responsabilidad hacerlo sentir cómodo. Separé un poco más las piernas, él estaba de rodillas entre ellas, bastante cerca de mí, con la verga cruzando en diagonal una de mis nalgas

Mientras mi hijo me colaba los dedos, y mi calentura aumentaba, se me ocurrió pensar en cómo sería Fabián en la cama, con una mujer. Debería haber sorprendido a más de una, quizá una compañera de la facultad que quisiera pagarle algún favor al cerebrito de la clase, y se topara con semejante verga. No podía más con la curiosidad y tuve que preguntarlo.

—Fabián ¿Vos tenés novia?

—¿Eh? —La pregunta pareció tomarlo por sorpresa, ya que dejó los dedos quietos en el interior de mi concha.

—Si tenés novia... o tuviste alguna; porque nunca me contaste...

—Será porque nunca tuve.

—¿Nunca? ¿Ni una sola? —Imaginaba esa respuesta.

—No.

—Eso quiere decir que... nunca estuviste con una mujer.

—Así es. ¿Hay algo de malo en eso? —Noté cierta incomodidad en su voz.

—No, para nada. No tiene nada de malo, hijo. Todavía sos un chico joven y seguramente ya llegará la indicada. La vas a hacer muy feliz, creeme. —Lamenté haber dicho eso, esperaba que él no se diera cuenta de que estaba haciendo referencia al tamaño de su verga.

—Eso espero. Me ponen un poco nervioso las mujeres.

—¿Y a quién no? Incluso a mí me ponen nerviosas.

—¿En qué sentido? —Preguntó, mientras volvía al ritmo habitual del mete y saca; mi vagina volvió a gozar las constantes oleadas de placer.

—Es que las mujeres solemos ser muy competitivas. Cuando yo tenía tu edad y me gustaba un chico, siempre tenía miedo de que alguna de mis amigas intentara acostarse con él. Nunca sabía qué intenciones tenían.

—Eso me pasa a mí, nunca sé qué intenciones tienen las mujeres. A veces parecen demasiado amigables y otras veces intentan alejarte.

—Si alguna chica intenta alejarte es porque todavía no te conoció bien.

“No conoce el pedazo que tenés”, pensé.

—Supongo —dijo, con resignación.

Sentí un poco de pena por él, era un buen chico y no merecía sufrir; pero yo no podía salir a la calle a buscarle una novia. Intenté dejar el tema atrás y volver a preocuparme por esas malditas uvas.

—Creo que vamos a tener que probar de otra forma —le dije, apartándome.

—No se me ocurre nada.

Me puse de rodillas en la cama y me quedé pensando. Mis ojos fueron atraídos por el erecto y venoso miembro de mi hijo. Curiosamente ya no me sentía tan avergonzada como al principio. Súbitamente llegué a la conclusión de que, al tener mi cuerpo en posición vertical, la gravedad podría ayudar a que las uvas bajaran. Separé una pierna y apoyé la planta del pie sobre la cama, manteniendo la otra rodilla hincada en el colchón.

—A ver si esto ayuda un poco —dije.

Fabián me miró intrigado durante unos segundos, pero luego se colocó justo frente a mí; quedamos cara a cara. Apenada bajé la cabeza, para no tener que mirarlo a los ojos. Él movió tímidamente los dedos por fuera de mi vagina, esto me produjo tanto placer que mi rostro se convirtió en la mueca sorda de un gemido. Introdujo una vez más sus dedos, él debía inclinarse un poco para hacer esto. La punta de su verga quedó contra mi muslo izquierdo. Sus dedos me ponían intranquila, se movían con demasiada ligereza dentro de mi vagina y su mano ocasionalmente me rozaba el clítoris. «Es lógico que te calientes, Carmen—me decía una y otra vez—. No importa quién te toque, no dejan de ser dedos dentro de tu vagina».

Tenía la sensación de que sus dedos estaban yendo más profundo en mi interior. Se hincaban de a dos y se movían dentro, deleitándome con rítmico baile circular. El dorso de mi mano rozó el tibio y suave glande mi hijo, debería haberme apartado ante el más mínimo contacto; sin embargo no lo hice. La muñeca de Fabián comenzó a moverse, sus dedos entraron y salieron de mi vagina a mayor velocidad de la que hubiera preferido. Mi traviesa mano se movió por sí sola y cuando me di cuenta ya estaba pasando suavemente las uñas a lo largo de esa verga erecta.

—No sé de dónde la sacaste tan grande. —Ni siquiera yo podía creer que esas palabras hubieran salido de mi propia boca—. Tu padre no la tenía así, para nada.

—¿No? Siempre creí que sí. —Respondió Fabián con una sorprendente calma.

—Para nada... la de él era tamaño medio, tirando a pequeña.

Las yemas de mis dedos acariciaron la tersa piel que cubría ese duro falo, desde la base, donde terminaba el espeso vello púbico, hasta el glande.

—Creo que hubiéramos sido más felices juntos si la hubiera tenido así... —me quedé muda durante un segundo—. Perdoname hijo, estoy muy nerviosa y no sé qué estoy diciendo.

—Sí, lo noto. Creo que por eso las uvas no bajan. Al estar tan nerviosa se quedan apretadas dentro.

—Creo que sí... ya lo había pensado, pero no sé qué hacer.

—Me parece que estamos encarando mal la situación —«Como si quedaran dudas de eso», pensé—. Tal vez lo único que hay que hacer es relajarte.

—¿Y cómo pensás hacer eso? Sabés que no tomo calmantes, no me gustan.

—Podrías acostarte, cerrar los ojos un rato... ya sabés, relajarte.

—No soy muy buena para esas cosas —admití.

—Puedo intentar hacerte un masaje en la espalda ¿eso ayudaría?

—Sí, me vendrían muy bien unos masajes —le sonreí maternalmente.

Me gustó esa idea porque no implicaba ser penetrada por los gruesos dedos de mi hijo.

Me acosté boca abajo en la cama, estirando todo mi cuerpo y apoyé la cabeza en una almohada. Fabián se colocó de rodillas a mi lado y me regaló unas cuantas caricias dulces, capaces de calmar una fiera. Luego comenzó a hincar sus dedos en los tensos músculos de mi espalda.

—Uf, esto sí me gusta —aseguré.

—No hables, vos hacé todo lo posible por relajarte.

—Está bien... y gracias.

Sus manos llegaron hasta mi cuello, donde no se detuvieron ni por un segundo. Podía notar como cada músculo se relajaba, dejando atrás esa horrible sensación de pesadez. Habían pasado años desde que alguien me hizo un masaje, mi cuerpo lo necesitaba. De pronto algo tibio se posó en mi cadera, me di cuenta de que Fabián se había acercado más, y su gruesa verga estaba rozándome. No podía decirle nada, al fin y al cabo no era su culpa tener una erección, yo se la había provocado. Como no quería avergonzarlo, me quedé callada.

El masaje continuó, pero ya no me estaba relajando tanto al sentir su virilidad frotándose levemente contra mi cuerpo. No sé si él habrá notado esto o simplemente quiso cambiar de posición, pero se apartó de allí y se puso más atrás. Una de sus rodillas quedó hincada entre mis piernas, desde esa posición sus manos podían abarcar más de mi espalda, a lo largo. Sus duros dedos se hundieron en mi suave carne y suspiré por el inmenso alivio que esto me provocaba, tenía que admitir que mi hijo era bastante bueno haciendo masajes.

Luego de varios segundos volvió a moverse, pero esta vez me obligó a separar más las piernas. Él se puso justo entre ellas. Sus pesadas manos cayeron sobre mi cintura y presionando con sus palmas, recorrió toda mi espalda desde abajo hasta los hombros. Después hizo el camino inverso, llegando al punto de partida. Repitió este proceso varias veces y me di cuenta de que sus manos, al bajar, avanzaban siempre un poco más hacia mi cola; hasta que en un momento se detuvieron allí, en el centro de mis nalgas. Sentí una leve presión de sus dedos y luego volvió a subir. Cuando regresó hasta mis nalgas me sorprendí al sentir los pulgares acariciando levemente mi ano; no se detuvieron allí, sino que siguieron bajando un poco más hasta que presionaron contra mis ya húmedos labios vaginales. Un quedo suspiro escapó de mi boca. Fabián repitió esto una vez más, fue desde allí hasta mis hombros y luego volvió, acariciando una vez más mi culo y luego mi vagina. Podría haberme quejado, pero esas sutiles caricias me ayudaban mucho a relajarme, aunque al mismo tiempo elevaran mi temperatura corporal... si es que eso aún era posible.

Fabián sujetó mis piernas, elevándolas unos centímetros; entendí que su intención era separarlas un poco más, y yo, que estaba considerablemente más relajada, no hice nada para impedírselo. Se movió un poco sobre la cama, para acomodarse mejor, y volvió a masajearme; sólo que esta vez lo hizo comenzando directamente por mi cola. Abrió mis nalgas un poco y sin detenerse llegó hasta mi vulva, presionándola con la yema de sus pulgares. Me la abrió un poco y luego la soltó, sólo para acariciarme el clítoris desde abajo hacia arriba. Sus dedos se movieron rápidamente contra mi zona más erógena, como si me estuviera masturbando. El ritmo de mi respiración se aceleró; no tenía argumentos para quejarme, él ya me la había tocado toda, no podía impedirle que lo hiciera una vez más. Luego introdujo dos dedos, pero éstos no llegaron muy adentro. Los retiró. Me di cuenta de que la posición no favorecía mucho la búsqueda, por lo que se me ocurrió tomar una almohada y colocarla bajo mi vientre; de esta forma mi cola quedaba más arriba. Al acomodarme procuré mantener las piernas bien separadas.

Fabián volvió a juguetear con mi clítoris y mis labios vaginales, después metió los dos dedos y esta vez noté cómo se introducían más adentro. A partir de ese momento mi hijo comenzó con una serie de movimientos consecutivos. Con la mano derecha acarició mi espalda y mi cola, al mismo tiempo que con la mano izquierda hurgaba dentro de mi concha; luego estos dedos salían, frotaban y presionaban mi clítoris durante unos segundos y se volvían a meter. Esto se repitió dos veces... tres... cuatro... y a mí cada vez me costaba más controlar mis gemidos que luchaban por manifestarse. Sus dedos se movían tan rápido que superaban por mucho el trabajo que yo misma podía hacer al masturbarme.

¡Me estaba haciendo una paja! ¡Mi hijo me estaba pajeando!

Cuando sus dedos salieron una vez más de húmeda caverna lujuriosa, se centraron en mi clítoris, formando pequeños círculos hacia un lado y luego hacia el otro. Pasados unos pocos segundos me di cuenta de que se estaba tomando más tiempo para esto del que se había tomado antes; también noté que lo hacía con más energía y que con su otra mano me apretaba con fuerza una nalga. Mi concha se encargaba de lubricarle los dedos y éstos se movían con gran facilidad contra mi pequeño botoncito. Flexioné levemente una rodilla y creo que esto aumentó la apertura de mis piernas. Mi hijo no se detenía y yo me aferré con fuerza a las sábanas, estrujándolas.

Esto no era parte del acuerdo. Estiré mi mano izquierda hacia atrás, con la intención de detenerlo, sin embargo cambié de opinión en cuanto llegué. Fue casi como si mi mano se moviera por voluntad propia. En lugar de apartar la de Fabián, me metí dos dedos en la concha y comencé a moverlos rápidamente de adentro hacia afuera. La sensación fue grandiosa, el placer formado en el epicentro de mi feminidad se esparcía hacia todo mi cuerpo. Tenía ganas de hacerme una paja, y mi calentura era tal que ya no me pude resistir, aunque mi hijo estuviera mirando.

Lo único que se escuchaba en la habitación era mi agitada respiración y el húmedo chasquido de mis dedos, sumados a los de Fabián, moviéndose a gran velocidad contra mi húmeda concha. Comencé a menearme lentamente, subiendo y bajando mi pelvis, ya no podía contener los gemidos y éstos escapaban ocasionalmente de mi boca. Saqué los dedos del agujero y abrí mis labios vaginales, como si quisiera mostrarle todo mi sexo a mi hijo, luego deslicé los dedos hacia arriba y acaricié el agujero de mi culo; mojándolo con mis propios flujos vaginales. El cosquilleo fue tan agradable que me dieron ganas de penetrarlo, pero luché por contenerme. Aparté la mano de allí.

Fabián también quitó su mano pero fue solo para reemplazarla por la otra. Acarició toda mi concha, desde abajo hacia arriba, luego hizo lo mismo con mi culo. Volvió al clítoris y siguió frotándolo. Llevé mi mano derecha hacia atrás, para volver a colarme los dedos, pero esta vez me llevé una gran sorpresa... tan grande como la verga de mi hijo. Casi automáticamente mis dedos se ciñeron a su pene, el cual estaba completamente rígido.

Cuatro dedos frotaban de un lado a otro toda mi concha y yo, perdiendo la compostura, comencé a acariciar y a apretar esa dura verga. Al empujarla hacia abajo la punta de ésta quedó apoyada en ese espacio de separación que hay entre el culo y la vagina. Sin ser del todo consciente de mis actos, sujeté la verga con fuerza y la bajé un poco, provocando que el glande surcara entre mis carnosos labios vaginales y al mismo tiempo se humedeciera con mis jugos. ¡¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que un pene estuvo tan cerca de mi concha?!

Sentí que mi vulva se hinchaba ante la presión del glande y los dedos de Fabián. Lentamente fui subiendo ese duro falo hasta que su punta quedó contra mi culo. Lo dejé ahí y lo acaricié en toda su extensión, centrándome durante unos segundos en el glande. Inconscientemente lo presioné un par de veces, casi como si quisiera que se hundiera en mi ano; esa leve presión me produjo una sensación muy placentera. Sin embargo recobré leves vestigios de cordura y dejé de tocar el pene.

Mi hijo dejó de frotar mi clítoris al instante y, para mi alivio, volvió a posar sus grandes manos en la parte baja de mi cintura. Las podía sentir húmedas, pero no me importó, lo importante fue que él retomó los masajes; sin embargo su dura verga quedó cómodamente posada entre mis nalgas. Cuando las palmas de sus manos llegaron a mis omóplatos noté que su miembro se deslizaba un poco hacia arriba. Al hacer el camino inverso por mi espalda noté que esta vez su pene se deslizaba hacia atrás, quedando una vez más contra mi concha. Las manos de Fabián volvieron a subir y su verga hizo lo mismo, provocándome un agradable cosquilleo en el culo. Nunca un hombre me había tratado de esa manera, tan dulce y erótica; mi cerebro se confundía y mientras la acción se repetía, olvidaba que en realidad se trataba de mi propio hijo.

Todo lo que él hacía, mi cuerpo lo interpretaba como “juego previo al sexo”, y yo nunca había disfrutado tanto tiempo de estos juegos; casi siempre me penetraban pocos segundos después de que me quitara la ropa.

Una vez más sus manos recorrieron toda mi espalda, desde abajo hacia arriba y esa dura y gran verga se deslizó entre mis labios vaginales. Flexioné la otra pierna, separándola aún más, y me apoyé un poco sobre las rodillas elevando levemente mi cola. Estaba toda abierta y detrás de mí había una verga erecta frotándose contra mis partes íntimas. Abandonando una vez más mi sentido común, pasé una mano por debajo de mi propio cuerpo y comencé a masturbarme enérgicamente. Fabián agarró mis nalgas y comenzó a amasarlas, dejando su miembro reposar justo entre ellas, mientras se meneaba lentamente de atrás hacia adelante. Dejé de tocarme, para acariciar los velludos huevos de mi hijo, y luego volví a mi botoncito de placer.

Fabián se acomodó, apartando su verga de mi cola, pero dejándola apuntando hacia abajo, con el tronco contra mis labios vaginales. Mientras me frotaba el clítoris podía acariciársela. Se inclinó hacia adelante y me regaló una sensual caricia que me hizo estremecer. Sus varoniles manos subieron por los lados de mi espalda, llegaron hasta mis hombros y antes de que me diera cuenta, bajaron hasta aferrarse a mis tetas. Sentí dos descargas eléctricas de placer en cuanto tocó mis rígidos pezones. Comenzó a sobarme los pechos al mismo tiempo que meneaba su cadera, haciendo que su verga se deslizara de arriba abajo contra mi concha. Noté que su estómago estaba apoyado contra mi cola y su pecho muy cerca de mi espalda. Empezó a moverse con cada vez más brío, yo estaba sumergida en un trance de pasión y lujuria, ajena a la realidad; cuando la punta de su verga amenazó con meterse dentro del agujero de mi concha. Allí recobré súbitamente la cordura y me di cuenta de que eso no podía estar pasando. Me moví rápidamente para alejarme, él me liberó de sus brazos y me dejó ir.

—Esperá —le dije sentándome en la cama, miré atónita su larga verga con las venas bien marcadas, cubierta de mis propios flujos vaginales.

—¿Pasa algo? —Preguntó él, confundido.

—Mejor paremos un poco —le dije, luego tragué saliva.

—¿Cómo?

—Que paremos, porque... —No quería decirle que la verdadera razón era que me sentía muy incómoda con lo que había ocurrido—, porque tengo sed. Quiero tomar algo fresco. Después seguimos intentando.

Me levanté de la cama y enfilé hacia la puerta. Estaba desorientada, como si me hubiera despertado de un sueño irreal. No podía creer que hubiera llegado tan lejos con mi propio hijo, pero al mismo tiempo todo mi cuerpo se estremecía por el placer que lo había inundado.

—Está bien, tomemos algo...

—Sí, estoy muerta de sed. ¿No sabés si quedó algún vino tinto? —Intenté apartar de mi mente todo lo ocurrido.

—Creo que sí.

Fuimos hasta la cocina comedor, que estaba ubicada en la parte posterior de la casa, luego de pasar por todos los dormitorios. Abrí la heladera y me encontré con una reluciente botella de vino tinto aguardando pacientemente por mí. La saqué y se la cedí a mi hijo, él se encargó de quitarle el corcho mientras a mí la cabeza me daba vueltas. Pensaba en todo lo que había ocurrido, había sido una situación sumamente excitante, pero sabía que nunca tendríamos que haber llegado tan lejos; sin embargo una parte en el fondo de mi ser agradecía el momento erótico y morboso. Esa parte de mí lo necesitaba, aunque me costara mucho admitirlo.

—¿Te sirvo un vaso? —Me preguntó Fabián. Me di cuenta de que le estaba mirando fijamente la verga.

—Sí, por favor, uno bastante cargado.

Bebí de un sorbo la mitad del contenido del vaso, el dulce néctar vigorizó todo mi cuerpo, provocándome una agradable tibieza en la garganta. En ese momento comencé a reírme.

—¿De qué te reís?

—Por la ironía. Quiero sacar las uvas de mi cuerpo, pero al mismo tiempo tomo jugo de uvas. De todas formas lo necesitaba... y mucho.

—¿El vino o el meterte las uvas? —Curiosamente su insolente pregunta no me molestó.

—Las dos cosas —respondí, con picardía.

Tomé de la copa con naturalidad, como si no me importara en lo más mínimo estar desnuda frente a mi hijo.

—¿Y dónde aprendiste a hacer tan buenos masajes? —Le pregunté.

—En ningún lado —respondió, encogiéndose de hombros—. Solamente hice lo que pensé que sería mejor.

—Tenés talento para los masajes, me gustaron mucho.

—¿Estás más tranquila?

—Sí, un poco más tranquila. Todavía estoy algo asustada por lo de las uvas, pero ya salió una. Lo más probable es que podamos sacar las otras. Ahora ya no siento que la noche se haya arruinado por completo. Incluso estoy un poco más contenta. Necesitaba hacerme una buena paja y disfrutar un poco… ¡Ay, perdón! Me fui al carajo diciendo eso…

—Está bien, mamá —me pareció notar que su verga daba un pequeño saltito, como si se hubiera puesto más dura—. Entiendo que hayas necesitado eso, hacía tiempo que venías de mal humor…

—¿Vos también pensás eso?

—Bueno, sí… un poco. Estaba algo preocupado, porque te veía mal.

—Podés quedarte más tranquilo, lo de las uvas me preocupa un poquito; pero de verdad que estoy contenta. Hacía rato que no me toqueteaban la concha de esa manera. —Esas palabras salieron de mi boca sin que yo pudiera controlarlas. Di media vuelta, dándole la espalda a mi Fabián, y dije:—. Vení, colame los dedos un ratito. —Me incliné, separé mis piernas y le ofrecí mi sexo—. Aprovechá que tengo la concha bien abierta, y los dedos entran fácil. —Él no me hizo esperar, se acercó a mí y clavó dos dedos en mi orificio, mientras yo tomaba un buen sorbo de vino—. Movelos rápido, como si me estuvieras haciendo una paja. Tal vez eso ayuda a que bajen. —Él obedeció, los movimientos empezaron a ser cada vez más rápido, produciendo húmedos chasquidos—. Eso, así así —dije, con la respiración agitada. Realmente me estaba dejando pajear por mi propio hijo, aunque era por una buena causa—. Mirá que yo tengo lugar en la concha, ya me metí cosas bastante grandes. —Mi excitación me estaba llevando a confesar cosas que nunca le había contado a nadie—. Si querés podés meter otro dedo.

—¿Segura? ¿No te va a hacer mal?

—Segura, ya la tengo re abierta. Meteme otro dedo, dale.

El tercer dedo estaba entrado, y yo bebía otro sorbo de vino, cuando escuché ruidos provenientes de la puerta de entrada de la casa. Tanto Fabián como yo nos pusimos en alerta, alguien estaba haciendo girar la llave.



La puerta se abrió y pudimos escuchar una alegre risotada, esa voz era inconfundible, se trataba de Luisa... y no venía sola.

Comentarios

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BuenosRelatos
licantropo58 ha dicho que…
Simplemente buenisimo, igual que los anteriores.

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