Venus a la Deriva [Lucrecia] (37).

 


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Venus a la Deriva [Lucrecia]


Capítulo 37


Bajo la Superficie.

Anabella, con su característica amabilidad, nos invitó a sus aposentos, como a ella le gusta llamarlos. Aunque para poder entrar tuvimos que hacerlo por pasillos desiertos, e intentando no llamar la atención. Al parecer la monjita no quería estar explicándole a las otras Hermanas por qué llevaba dos mujeres a su cuarto. 

―Creo que todo salió bien ―dijo la monja, mientras nos invitaba a pasar―. Tomen asiento, voy a preparar el mate.

―Sí, salió mejor de lo que me imaginaba ―Lara y yo nos sentamos junto a la pequeña mesa que había en el cuarto de Anabella―. Mi mamá casi se muere de un ataque cuando le dije que no me importaba lo que pasara con la familia. Tiene una semana para decidirse.

―¿Por qué le diste una semana? ―preguntó la monjita, mientras calentaba la pava para el mate―. Yo le hubiera pedido una respuesta inmediata.

―Me gusta cómo piensa la monja ―dijo Lara, con una sonrisa. 

―Lo que pasa es que ustedes no conocen bien a mi mamá. Quiero que tenga unos días, para que pueda contarle todo a mi papá. Él lo va a pensar bien, desde un punto de vista analítico. No es tan impulsivo como mi mamá.

―O como su hija… ―acotó Lara con su radiante sonrisa.

―Es cierto, Abigail puede ser muy impulsiva ―eludí su comentario, pero las dos se rieron de mí―. Por suerte me dio algo de plata, como para ir tirando. Voy a poder alquilar algún lugar barato donde pasar unos días.

―No te preocupes, Lucrecia ―intervino mi novia―. Sabés que podés quedarte en mi casa, y Samantha ya te dijo que no tiene problemas de que vayas a la suya.

Desde el trío que tuvimos con la pelirroja, sólo pasé una noche en casa de Sami, esa vez estuvimos solas y respeté el nuevo acuerdo que tenía con Lara, no hubo sexo. No me costó tanto contenerme ya que horas antes de ir a su casa tuve un rato libre con mi novia en el cual me dejó muy satisfecha; pero no sé si para Samantha fue tan sencillo. En un momento de la noche tuve la certeza de que se estaba masturbando a mi lado, y sólo me contuve porque tenía mucho sueño. Me sentía culpable por no poder acompañarla justo ahora que está descubriendo todo este asunto del sexo con mujeres. Se perfectamente lo incómodo que puede ser dormir con una mujer y no poder tocarla, más si ya te acostaste con ella en el pasado; por eso decidí no torturar más a la pobre pelirroja… ni a mí. 

Anabella se acercó con todo lo necesario para el mate, tomó uno y me pasó el segundo. 

―De verdad, ya no quiero molestar, Lara ―dije, mientras daba sorbos a la bombilla―. Me encanta pasar las noches con vos; pero tus padres van a terminar sospechando que pasa algo raro ―miré de reojo a Anabella, ella se ponía muy incómoda cuando hablábamos de estos temas―. Prefiero alquilar algo barato, es sólo una semana.

―Eso si tus padres acceden a darte el departamento ―acotó la monja.

―Además tenés que tener en cuenta que no te lo van a dar ese mismo día, seguramente pase otra semana hasta que te puedas mudar.

―Tenés razón, no lo había pensado de esa forma; pero bueno, creo que podré pagar algo económico durante dos semanas, mi mamá me dio más plata de la que yo creía.

―Lo hizo para humillarte ―aseguró Lara―. Ella quiere demostrar que tiene tanto dinero que no le importa tirarlo a la basura.

―Sí, lo sé muy bien; pero no me importa. Lo bueno es que ya lo tengo, nada viene con buenas intenciones cuando se trata de mi mamá. Por cierto, Anabella, me encantó todo lo que le dijiste, la verdad es que te luciste ―la bella monjita sonrió―. Muchas gracias.

―La que tiene que estar agradecida soy yo, me encanta “desenmascarar” falsos cristianos. No es la primera vez que lo hago. 

―¿Sos algo así como una monjita justiciera? ―Preguntó Lara, con genuino interés.

―No, para nada. Pero me molesta mucho la hipocresía, y más me molesta que haya personas usando las Sagradas Escrituras para causarle daño a otros. Quería decirle muchas cosas a tu mamá, Lucrecia; pero me las callé porque soy una monja, de lo contrario se las hubiera dicho. Por cierto, creo saber dónde podés alquilar algo para pasar estos días.

―¿Dónde?

―Aquí mismo. En el convento hay habitaciones que se alquilan a bajo costo a los estudiantes, creo que todavía quedan algunas libres.

―¿De verdad? No sabía eso. Bueno, es que tampoco las necesité, pero ahora sí… el problema es que ya no soy estudiante de la universidad.

―Sí lo sos ―dijo Lara con firmeza―. Hasta que el mes no termine todavía sos estudiante, tenés la cuota de este mes paga.

―Pero en esta universidad todos me odian…

―No te preocupes por eso. La universidad no puede opinar sobre el alquiler de las habitaciones ―aseguró Anabella―. Es un servicio que brinda la iglesia, y creeme que son muy económicas. Tenés que hablar con la Madre Superiora, ella te va a ayudar, a vos te adora.

―Me adora porque piensa que me llevo bien con mis padres.

―Pero eso no tiene por qué saberlo ―dijo mi novia―. Me parece una idea genial, podrías quedarte acá y tendrías una amiga con la que pasar el rato.

Las dos tenían razón, esta era mi mejor opción. No sólo tendría dónde dormir sino que podría pasar más tiempo con Anabella, la idea me pareció estupenda. 

En ese mismo momento Anabella accedió a acompañarme para hablar con Sor Francisca, la Madre Superiora. Era imposible que la viejita hubiese visto mi cara en ese video pornográfico que todavía daba vueltas por toda la universidad, no sólo porque ella no tenía celular, sino también porque nadie en su sano juicio se atrevería a mostrarle semejante cosa a tan dulce viejecita. Me sorprendió lo baratas que eran las habitaciones, parecía ser lo único económico en todo el establecimiento universitario, donde prácticamente te cobraban hasta por el aire que respirabas. Le aseguré a Sor Francisca que necesitaba una habitación cuanto antes; de ser posible, para ese mismo día. Ella me preguntó si había algún problema y me inventé una excusa un tanto mala, pero efectiva. Le dije que iban a remodelar mi casa y que toda mi familia se iría a vivir a un hotel durante un tiempo; yo no quería que esto me atrasara con los estudios, por lo que prefería quedarme lo más cerca posible de la universidad. Me dio pena que la monjita comprara inocentemente mis mentiras, pero no podía contarle la verdad. Anabella ni siquiera se enojó conmigo por mentir, dijo que Sor Francisca ya estaba dando sus últimos pasos por el reino terrenal del Señor y que era mejor no arruinar el poco tiempo que le quedaba. Tenía mis dudas sobre eso, no sé qué edad tiene la Madre Superiora, quizás más de ochenta, y todo parecía indicar que sería una de esas viejitas que vivirían cien años. A pesar de su edad, seguía viéndose fuerte y vigorosa. 

Gracias a Dios pudimos realizar todos los arreglos en el transcurso de esa misma tarde, pagué al contado la primera semana de alquiler y luego fui a buscar mis pertenencias a la casa de Lara. Ella se quejó porque debía guardar durante varios días la caja llena de juguetes sexuales; pero no podía arriesgarme a llevarla al convento; si me llegan a encontrar con un dildo, me crucifican. Lara cedió cuando comprendió mis argumentos y nos despedimos con un rico beso.

―Ojito con lo que hacés con la monjita ―me advirtió, señalándome acusadoramente con el índice.

―Es una monja Lara, por más que quisiera hacer algo, no podría.

―Sí, lo sé. Pero de todas formas, acordate de nuestro nuevo contrato nupcial. 

―No sabía que estuviéramos casadas ―sonreí.

―Es como si lo estuviéramos, así que portate bien.

―No te prometo nada ―le dije, sólo para molestarla un poco―. Nos vemos, Lara… si alguna noche me extrañás, podés jugar con uno de los dildos de la caja, son muy buenos.

―Lo voy a hacer, estoy esperando a que te vayas para meterme todo esos juguetes por todos los agujeritos… y vos te lo vas a perder.

Le di otro beso, justo cuando el taxi tocó bocina fuera de la casa de los Jabinsky. A veces no puedo ganarle a Lara con argumentos. Por lo general ella encuentra algo para salir victoriosa. Me fui imaginando si realmente haría esas cosas con los juguetes sexuales, ya me la podía imaginar de rodillas en la cama, con la cara hundida contra la almohada para opacar sus gemidos, un vibrador metido hasta el fondo de su húmeda vagina y otro dildo entrando y saliendo rápidamente de su culo. 

Por suerte el taxista no puede leer mis pensamientos, ni ver lo mojada que se estaba poniendo mi entrepierna.

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Al recorrer los pasillos del convento me sentí un tanto incómoda por saber que ésta sería mi nueva casa durante unos días. También sigue latente un gran problema: sigo perdiéndome.

Mi sentido de orientación es pésimo, especialmente en lugares con tantos pasillos, donde todas las paredes son tan similares. Si bien soy capaz de llegar a los aposentos de Anabella sin problemas, encontrar mi nuevo cuarto fue todo un desafío. Me pasé varios minutos vagando entre columnas y puertas que se repetían una y otra vez, cuando llegué a una marcada con el número catorce la abrí con desconfianza, empleando la llave que la Madre Superiora me había entregado. Mi habitación era la última de un largo pasillo y no tenía idea de quiénes podían estar ocupando las otras habitaciones, ya que todo parecía estar desierto.

El cuarto no era más grande que el baño en suite del dormitorio de mi casa… bueno, de la casa de mis padres. Sin embargo esto no me importó en lo más mínimo, al menos tenía un lugar donde dormir sin molestar a nadie… y había pagado por él. 

De no ser por la luz eléctrica, hubiera pensado que viajé en el tiempo hasta la edad media. Algo similar me ocurre al entrar al cuarto de Anabella. Todo el convento parece estar diseñado como si fuera una abadía europea del siglo XXIV; y debo admitir que esto tiene cierto encanto. 

A diferencia del cuarto de Anabella, que cuenta con varios metros cuadrados completamente vacíos, aquí justamente lo que faltaba era espacio. Todo estaba en su sitio exacto, mover una sola cosa implicaría un gran esfuerzo y una logística bien planificada. Al sentarme frente al pequeño escritorio, que estaba junto a la cama,  noté que no estaba pensado para para una persona con piernas tan largas como las mías; apenas tenía espacio para estirarlas un poco. El cuarto contaba con un pequeño ropero de roída madera marrón oscuro, decorada con aleatorios manchones producidos por la humedad. Al parecer decidieron decorar las paredes y el techo con el mismo estilo. De todas formas sigue siendo mejor que dormir en casa ajena. No me agrada molestar a la gente, aunque se trate de la familia de mi novia.

Anabella parecía muy entusiasmada por tenerme viviendo tan cerca de sus aposentos. Durante los primeros dos días pasamos varias horas conversando en su cuarto, tomando mates. Como siempre, las charlas eran muy interesantes, aprendí mucho sobre sus diferentes puntos de vista sobre la gente en general y casos particulares de la sociedad, no hubo necesidad de que me explicara qué sentía respecto a los gay y lesbianas, ya que me hacía una clara idea de eso. 

Vi a Lara sólo en dos ocasiones, en la cafetería de la universidad, y me puso al tanto sobre los chismes que tan poco me importaban; lo único interesante fue cuando me contó que Tatiana había conseguido el trabajo que habíamos solicitado juntas. Me alegré mucho por ella y le pedí a Lara que me preste el teléfono para llamarla. Luego de felicitarla regresé a mi cuarto en penumbras; pero en lugar de entristecerme, me sentí feliz porque sabía que pronto tendría un sitio propio donde vivir y que podría iniciar una vida nueva, con la libertad de ser quien soy. 

El suave golpeteo a la puerta me informó que Anabella me estaba buscando, ella tiene una forma particular de llamar y ya había aprendido a distinguirla de las otras monjas que a veces me visitaban para preguntarme si necesitaba algo. Más de una vez quise decir que lo que necesitaba era un baño propio, ya que no me agrada para nada tener que compartir el que estaba destinado para el resto de los estudiantes que alquilaban cuartos; pero ese problema lo solucionó mi amiga la monjita, al prestarme su propio baño cada vez que lo necesité. Aunque me sentí un poquito incómoda al bañarme completamente desnuda… bueno, ¿de qué otra forma me iba a bañar? Pero el hacerlo tan cerca de ella, saber que estaba a pocos metros, que bastaba con abrir la puerta para enseñarle toda mi desnudez, me hacía sentir una pervertida sexual; por suerte logré contener mis instintos.

Abrí la puerta de mi cuarto y Anabella, enfundada en sus hábitos, me sonrió alegremente.

―Hola, tengo una sorpresa ―me dijo entusiasmada como pocas veces la había visto.

―¿Vas a hacerme un baile erótico? ―Fue un chiste arriesgado.

―No, no traje el portaligas, lo dejamos para otro día ―no lo podía creer, se lo había tomado con gracia; esto significaba que tanto tiempo juntas había desgastado un poco esa gruesa capa de hielo que separaba a Anabella del mundo real.

―Entonces ¿Cuál es la sorpresa?

―Te voy a mostrar algo que nunca le mostré a nadie.

―No me hagas contestar a eso Anabella porque vamos a terminar las dos en la…

―¿Vos siempre lo relacionás todo con el sexo?

―No, pero te acabo de hacer un chiste sobre ese tema y me salís con esa frase… no creo que seas tan ingenua como aparentás ―la miré entrecerrando mis ojos―. Lo dijiste a propósito.

―Eso nunca lo vas a saber. Bueno, ¿vas a venir o no?

―¿No me lo podés mostrar acá? Digo, es más íntimo, podemos sentarnos las dos en la cama y…

―No te pases, Lucrecia.

―Está bien… está bien; al parecer el sentido del humor de las monjas tiene un límite.

―Y vos siempre te las ingeniás para rebasar ese límite. Seguime.

Caminamos juntas por los pasillos del convento y a medida que avanzábamos, el efecto de estar viajando al pasado se hizo más fuerte. Las paredes de cemento gastado comenzaron a tornarse cada vez más oscuras y manchadas por la humedad, luego de varios metros pasaron a ser de piedra maciza y pesada, como las que se usarían para construir un castillo; algo que señalaba que buena parte de este edificio tenía más de cien años de antigüedad. Llegamos a una puerta que daba directamente a una escalera, bajamos varios escalones y nos encontramos en otro pasillo mucho más oscuro, sin ventanas y con el techo más bajo. Estaba levemente iluminado por focos que emitían una luz amarillenta y fantasmal.

―¿Dónde estamos? ―pregunté mirando las puertas de madera gastada.

―Estamos entrando al subsuelo del convento.

―No sabía que tenía uno.

―Te sorprenderías de la cantidad de cosas que no sabés de los edificios antiguos. Las ciudades pueden ser mucho más interesantes bajo la superficie.

―De eso no hay duda, pero ¿qué hay de especial acá abajo, además de telarañas y alguna que otra rata? ¿Esto es una catacumba? ―Al preguntarlo se me puso la piel de gallina.

―¿Te asustan los fantasmas?

―No me vengas con esas cosas ahora, Anabella. Soy de las que miran una película de terror y no duermen durante una semana.

―Te imaginaba más valiente.

―No lo soy ―comencé a mirar para todos lados, hasta la propia monjita me ponía nerviosa portando esos negros hábitos que cubrían sus pies, parecía que estuviera flotando a mi lado.

―Entonces no te va a gustar lo que te voy a mostrar ―abrió una pesada puerta que rechinó tan estrepitosamente que pensé que Drácula saldría a recibirnos.

―¿Qué es esto?

―Estos son los viejos dormitorios de las monjas. ―Entramos a una pequeña habitación que parecía completamente vacía y en penumbras, sólo se veía una estantería con libros viejos y enmohecidos―. Sé que te gusta leer, por eso te traje. A veces saco libros de los estantes que están acá abajo ―me acerqué a la biblioteca y comencé a acariciar el lomo de esos antiguos volúmenes.

―¿Por qué los dejan acá? Se van a arruinar con la humedad.

―Son ideas de la Madre Superiora, ella cree que las almas de las dueñas anteriores los están cuidando y que si los trasladamos las haríamos enojar.

―No me la imaginaba creyendo esas cosas. ¿Vos pensás que es así?

―No, yo pienso que Dios tiene un lugar reservado para nuestra alma, no nos quedamos vagando por aquí. No creo en fantasmas.

―¿Puedo llevarme un libro? ―Pregunté fascinada.

―Después, primero te muestro las otras habitaciones, hace tiempo que no las reviso. ¿Quién sabe qué podríamos encontrar?

―¿Tal vez alguna rata muerta?

―O alguna viva… eso sería más interesante.

Recorrimos los otros cuartos, todos eran similares,  pero algunos había viejos muebles en buen estado, teniendo en cuenta lo antiguo que eran y el sitio en el que estaban. Anabella me aseguró que ella misma se encargaba de limpiarlos a veces. Cada día me sorprende más lo aburrida que es la vida de esta mujer; pero debo reconocer que hay cierto misticismo en este lugar.

―Qué raro… ―dijo cuando entramos a una habitación que estaba bien iluminada y en mejores condiciones que las demás.

―¿Qué pasa?

―La cama…  está tendida.

―¿Y eso qué tiene de raro?

―Que acá no duerme nadie desde hace años, a todas las monjas les aterra pasar una noche solas en el subsuelo del convento.

―Tal vez se quedaron sin lugar y enviaron a alguien aquí.

Miré hacia el lado izquierdo de la habitación, un amplio ropero cubría toda la pared, éste era el mueble mejor conservado que había visto hasta el momento. Tenía un diseño bastante pasado de moda, las puertas parecían macizas a no ser por unas rendijas verticales que permitían que el aire entrara, seguramente los insectos entrarían por el mismo sitio y esto explicaba por qué ese diseño había dejado de utilizarse; una señal más que evidenciaba lo viejo que debía ser ese mueble. Me acerqué y abrí la gran puerta del centro.

―Está vacío ―por un momento imaginé que lo encontraría lleno de telarañas y cucarachas; pero parecía que lo habían limpiado recientemente.

―Esto es muy raro, tendré que preguntarle a la… ―enmudeció y abrió grande los ojos― ¿Eschuchás? ―susurró.

―No me asustes, Anabella ―mantuve la voz baja sólo por miedo―. Yo no escucho…  ―pude oír lo que parecían ser pasos y una voz suave, posiblemente de una mujer―. ¡La puta madre! ―Me sorprendió que la monja no se quejara de mi vocabulario; al parecer ella estaba tan asustada como yo―. ¿Quién es esa?

―No tengo idea. ―Anabella se asomó apenas por la puerta, y luego volvió a meterse a toda velocidad―. Son dos Hermanas ―me dijo mirándome a los ojos como si hubiera visto el fantasma de Judas.

―No me vas a venir con el cuento de que esas monjas se murieron hace cincuenta años, porque voy a empezar a llorar… 

―No, son monjas del convento… que todavía están vivas ―me dio ternura que se molestara en aclarar eso―.

―Entonces… ¿cuál es el problema? Las saludamos y ya está. 

―No es tan sencillo, Lucrecia. ¿No te dije que iba a tomar riesgos en mi vida?

―Hablá claro Anabella ―me estaba impacientando.

―No se puede bajar acá sin permiso.

―¿Por qué, qué problema hay?

―La Madre Superiora… lo de las almas que descansan acá… todo eso… vienen para acá.

―¿Las almas?

―No, las monjas, Lucrecia. Si me ven acá le van a contar a Sor Francisca.

―¿Por qué harían eso? Te pueden cubrir al menos una vez.

―No lo van a hacer ―me miró angustiada―. Digamos que no soy muy apreciada en el convento.

―¿Eso por qué?

―No hay tiempo, ahí vienen…

Pensé rápido, mejor dicho, no pensé, solamente actué. A veces mis impulsos pueden ser útiles, apagué la luz de la habitación, tomé a mi amiga del brazo y tiré hasta que quedamos las dos de pie junto al amplio ropero, luego la empujé hacia adentro. Anabella forcejeó un poco, al parecer le aterraba encerrarse en un espacio tan reducido; pero cuando las voces de las Hermanas se acercaron, no tuvo más remedio. Entré detrás de ella y cerré la puerta de madera, tuvimos que intentarlo entre las dos ya que no había forma de sujetarla desde adentro; pero luego recordé las rendijas en la parte superior, las puntas de mis dedos pasaron entre ellas y esto me permitió asir mejor la puerta y cerrarla. Pocos segundos después pude ver, a través de estas canaletas, que una de las hermanas entraba en la habitación. Volvió a encender la luz.

―Es Sor Ana ―susurró Anabella, a tan bajo volumen que de no haberla tenido tan cerca de mí, no la hubiera escuchado.

La monja escudriñó la habitación, pero prestaba más atención a la cama, prolijamente tendida, que al ropero en el que nos escondíamos. Apenas podía ver a mi amiga junto a mí; sin embargo podía notar lo tensa que estaba, sólo le faltaba temblar. A mí todo este juego del gato y el ratón comenzó a divertirme. No tenía miedo de lo que pudieran hacerme un par de dulces monjitas. La segunda en entrar parecía ser algo más joven que la primera. Calculé que Sor Ana debía tener unos cuarenta años y su acompañante unos veintipocos.

―Esa es Sor Melina ―nuevamente susurró como si se tratara del sonido del viento―. ¿Qué hacen acá?

La respuesta a esta pregunta llegó a nosotras casi al instante. Sor Ana giró para mirar a su compañera y la tomó de las manos, ambas sonreían en complicidad, de pronto la mayor avanzó y pegó sus labios a los de Sor Melina. Me quedé boquiabierta, al parecer habíamos encontrado el nidito de amor de dos monjas bastante cariñosas. Me causó cierta gracia imaginar lo que estaría pasando por la cabeza de Anabella en este preciso instante, seguramente estaría más asombrada que yo. A mí ya no me parecía raro ver mujeres besándose, pero tengo que admitir que ver a dos monjas haciéndolo, en su hábitat natural, es muy diferente.

Mi curiosidad de Pandora deseaba ver más y las Hermanas parecían decididas a mostrármelo. Fueron acercándose a la cama lentamente hasta que Melina se sentó en ella, su amante se colocó a su lado y comenzó a acariciarle las piernas por encima de la negra tela de los hábitos. Noté que Anabella se movía incómoda a mi izquierda, pero también se esforzaba por mirar entre las rendijas de la puerta.

―Te noto nerviosa ―el corazón se me subió a la garganta cuando escuché claramente esas palabras pero luego supe que era Sor Ana hablando con su amante.

―Sigo pensando que esto no está bien.

―Lo está, si hay amor entre nosotras. El amor es un sentimiento tan puro que ni siquiera Dios puede oponerse a él, creéme Melina, yo te amo con todo mi corazón.

―Yo también te amo, Ana.

Me generó un calorcito particular escuchar a estas dos mujeres declarándose amor, a pesar de la diferencia de edad… y del pequeño detalle de ser monjas.

Volvieron a besarse de una forma muy romántica. Después de unos segundos la escena empezó a parecerme tan empalagosa como el postre más dulce; pero luego imaginé que así nos veríamos Lara y yo en nuestros momentos románticos. La escena fue dejando las cursilerías de lado, para ir tornándose más caliente. Ana se paró a un lado de la cama y comenzó a levantar los hábitos de Melina, mostrando un par de bonitas piernas enfundadas en medias de nylon blanco común y corriente. Al parecer la mujer no contaba con más ropa interior que esta porque vi aparecer su pubis desnudo transparentándose bajo la tela. Sor Ana miraba hacia abajo mientras besaba ocasionalmente la boca de esa mujer que la observaba maravillada. La mano de Anabella rozó contra la mía y de pronto fui consciente de lo pegadas que estábamos, ella estaba obligada a observar todo sin decir una palabra. Sabía que no sería capaz de interrumpirlas, tal vez por cobardía o por curiosidad. El pubis de Melina estaba coronado por un triangulito de pelos negros, cuando vi que su amante los acariciaba me pude imaginar lo que seguiría después. Rogué a Dios que permitiera ver más de estas dos mujeres apasionadas. Me encontraba en una situación inmejorable y el morbo estaba creciendo en mi interior.

Sor Melina separó las piernas y Sor Ana se arrodilló frente a ella, tiró la tela de nylon hacia abajo mostrando cada vez más la entrepierna de su amada, en ese momento me percaté de que la mayor de las monjas no sólo tenía los labios pintados de rojo sino que sus uñas también lo estaban. Al principio no me había resultado extraño, pero nunca había visto a Anabella luciendo maquillaje, supuse que Sor Ana quería verse bien para la ocasión y eso me provocó mucha ternura. 

En ese momento una de las manos con uñas rojas se sumergió entre la tela de las medias de nylon y comenzó a acariciar la entrepierna de Melina, no puedo negar que ver eso tuvo una fuerte reacción en mi cuerpo, no sólo me aceleró el pulso, sino que también me produjo mucho morbo. Al parecer la agasajada encontró agradables las caricias, cerró sus ojos y mantuvo su boca abierta para poder jadear, por su reacción supe que ésta debía ser la primera vez que alguien lo tocaba de esa forma, o que al menos no la habían tocado durante mucho tiempo. Una vez más la mano de Anabella rozó la mía y tuve la impresión de que la estaba buscando, giré los dedos hacia ella y sentí cómo los suyos acariciaban levemente la palma de mi mano, volví a sobresaltarme ¿con qué intenciones hacía eso? ¿Quería tomarme de la mano como amigas o…? ya no sabía qué pensar.

Toda la situación me estaba poniendo como loca, sabía que no debíamos estar ahí, invadiendo la privacidad de estas mujeres; pero no teníamos otra alternativa, ya estábamos escondidas y no sería buena idea salir a saludar ya que provocaríamos un gran problema, si es que antes no matábamos del susto a alguna de las monjas. 

Dejando los valores éticos de lado, debo admitir que estar espiando a las monjas, con Anabella a mi lado, era una situación sumamente excitante. A través de las rendijas pude ver claramente como Sor Ana acariciaba la vulva de su amante mientras ésta suspiraba de placer.

―¿Te tocaste pensando en mí? ―Preguntó Ana. 

―Sí, muchas veces ―aseguró Melina―. Pienso todo el tiempo en vos.

¿Qué pensaría Anabella de esas declaraciones? ¡Cómo me gustaría poder escuchar sus pensamientos!

Hice un leve pero arriesgado movimiento, acerqué mi mano izquierda hacia Anabella y ésta se posó suavemente sobre una de sus nalgas. La gruesa tela de sus hábitos, sumado a la ropa interior, no me permitían sentir tan bien la curva de su cola, tampoco quería presionar demasiado para no incomodarla. Mi corazón palpitaba cada vez más rápido al saber que ella no me apartaba. Las medias de nylon de la monjita tendida en la cama fueron bajando hasta sobrepasar sus rodillas, ella mantuvo las piernas separadas y tuve una buena vista de los dedos de Ana jugando con los pliegues de esa vagina, tuve la loca idea de que esa podría ser yo haciendo lo mismo con Anabella y fue allí que noté que mi entrepierna se estaba humedeciendo. Me acaricié instintivamente, cuidando el ritmo de mi respiración; no quería que nos oyeran, aunque tal vez creerían que éramos ratas. Dos ratas a las que les gustaba espiar monjas lesbianas. También cabía la posibilidad que creyeran que éramos fantasmas, ahí sí que saldrían corriendo, gritando a viva voz. 

Por la forma en que Sor Ana introdujo los dedos por el hueco de esa rajita, deduje que Sor Melina no era virgen, al menos no de forma física. Mi calentura me llevó a explorar más y comencé a deslizar  la palma de mi mano por la nalga de la monjita que estaba a mi lado, ella dio un respingo, como si recién se percatara de que la estaba tocando, y se apresuró a apartar mi mano dándome un leve golpecito en ella. En lugar de molestarme, su negativa me divirtió, la pobre estaba encerrada conmigo en un espacio tan reducido sin la oportunidad de salir o hacer ruido, no podía dejar pasar esta oportunidad, quería divertirme un poco con ella. Sé que está mal; pero creo que entre nosotras ya existe la confianza suficiente como divertirnos de esta manera.

Sor Ana masturbaba enérgicamente a la otra monja, el viscoso ruido que producían los dedos al entrar llegaba hasta nuestros oídos, esperaba que Anabella estuviera disfrutando de la escena tanto como yo aunque no se animara a expresarlo. Volví a hacer un intento por acariciarla, esta vez fui más sutil, apoyé mi mano izquierda en la mitad de su espalda y la acaricié lentamente. Anabella no se quejó, o tal vez estaba absorta mirando cómo Ana se lamía los dedos llenos de fluido vaginal y volvía a introducirlos en esa rosada cuevita. Aproveché para bajar mi mano lentamente hasta que llegué al quiebre de su cadera, justo donde comenzaba la cola y me detuve. 

Melina levantó más sus hábitos y separó las piernas produciendo una imagen de morboso contraste. La parte superior era una monja común y corriente, con su velo aún puesto; de la cintura para abajo era una lujuriosa mujer con la vagina abierta y completamente mojada. La mano derecha de la monja que estaba a mi lado se posó frágilmente sobre mi muslo. Supuse que esto había ocurrido por casualidad y no le importancia; de todas maneras me concentré en deslizar mi mano marcando el relieve de sus curvas. Apenas toqué una de sus nalgas, ella se movió incómoda, por lo que tuve que volver a subir para que no me apartara. Mi corazón latía con tanta fuerza que por un momento llegué a creer que las monjas en la cama lo escucharían; pero obviamente esto no podía ocurrir.

Sor Ana se detuvo y rodeó la cama para subirse a ella desde el lado de los pies, me tensé porque imaginé lo que vendría, Melina la espero con las piernas tan separadas como pudo, se veía increíblemente apetitosa y su amante se lo hizo saber.

―Sos hermosa Melina, te juro que vas a recordar este momento toda tu vida ―dijo mientras gateaba hasta posicionarse justo en el centro de esas piernas.

La primer lamida fue contra uno de los muslos, pero rápidamente comenzó a acercarse hacia el punto principal, cuando la lengua surcó la vagina sentí que Anabella presionaba levemente mi pierna. Lo entendí como una reacción por la sorpresa o por la impotencia que le producía la situación, tal vez quería detener a esas monjas y acusarlas con la Madre Superiora, sea el motivo que fuera aproveché la ocasión para deslizar una vez más mi mano, hasta que quedó en el centro de una de sus redondas y macizas nalgas. Me quedé tan quieta como una estatua, casi no respiré, temí hacerla enojar; pero ella no me apartó. Aparentemente la escena lésbica la tenía atrapada… o ya le estaba entusiasmando este jueguito tan íntimo que habíamos comenzado. 

Mi cabeza iba entre lo que hacían las monjas y lo que pasaba con Anabella, las manos me sudaban y mi entrepierna se humedeció tanto que ya podía sentir lo mojada que estaba mi ropa interior.

Mientras Ana lamía con ganas la vagina de su amada y hacía tintinear el clítoris con la punta de la lengua, fui acercando mi cara a la de mi amiga. Como tenemos prácticamente la misma altura y estábamos tan cerca una de la otra, bastó con girar la cabeza hacia un lado. Perdí de vista a las amantes por unos segundos y como no podía ver nada dentro del ropero, cerré los ojos. Mi mano en la cola de Anabella comenzó a formar pequeños círculos y mi boca buscaba desesperadamente algún punto de apoyo. Lo encontró en la mejilla de la monjita, ella no se movió; noté que sus músculos se tensaban. Los gemidos de Melina generaban un clima de sensualidad y placer, sentí que la mano en mi muslo presionaba con más fuerza; pero luego noté duda, como si ella quisiera apartarse. Para evitar esto, presioné su mano con la mía dejándolas a ambas contra mi pierna. Continué acariciando su nalga y fui deslizando mi boca hacia la suya, como pidiéndole permiso. Creí que se apartaría, sin embargo permaneció estática. Cuando estuve cerca de rozar lo que creo que era la comisura de sus labios, ella giró la cabeza hacia mi lado.

Quedamos enfrentadas, nuestras narices se tocaron. Pude sentir su aliento contra mis labios. La tenía tan cerca… pero no pude pensar en ella, en ese momento llegó a mí la súbita imagen de Lara ¿qué pensaría mi novia de todo esto? Ahora nuestro acuerdo de pareja era muy diferente. Sin embargo, la calidez de la piel de Anabella me atraía como si se tratara de un potente imán, presioné su nalga con los dedos sobre capas de tela negra, preguntándome cómo le explicaría todo esto a mi novia ¿qué excusa le daría? 

Los labios de la monja se posaron a pocos milímetros de mi boca, tenía el corazón en la garganta. Justo cuando había tomado la decisión de apartarme, escuché un fuerte gemido de placer proveniente de Melina. Fue como accionar un interruptor que apagó nuestros cerebros y dejó sólo el instinto lésbico encendido. Ladeé mi cabeza hacia la derecha y estrellé mis labios contra los de Anabella.

Noté incertidumbre en ella, no me eché para atrás, sino todo lo contrario. Puse su labio inferior entre los míos y la besé con pasión. La mano que ella tenía contra mi muslo se acercó tímidamente a mi entrepierna, nuestras bocas se entrecruzaron y ahora era ella quien parecía tomar las riendas. Aproveché para deslizar mis dedos entre sus nalgas, deleitándome la perfecta curva que se formaba bajo los hábitos. Un nuevo gemido proveniente de las monjas en la cama y yo podía imaginar cómo Sor Ana estaba succionando la vagina de su amada incansablemente. Pero lo que más me emocionaba en este momento era poder besar a Anabella. Intenté introducir la lengua en su boca y ella lo permitió, casi al instante sentí el contacto húmedo que me enamoró, como si esto no fuera suficiente sus dedos habían encontrado el punto justo en el que mi hinchado clítoris reposaba. No me pude contener, dejé de ser sutil y excavé entre sus nalgas hasta que sentí una suave vulva bajo mis dedos ¡Cómo me hubiera gustado que no llevara esos molestos hábitos! Aunque debía reconocer que sumaban morbo a la situación. Al fin y al cabo me encontraba en un sitio estrecho y oscuro, besando y tocando a una monja. Presioné la mano que estaba entre mis piernas para sentir mejor el contacto con esos delicados dedos; uno de ellos acarició el canal que se formaba en el centro de mi vagina. Estimulada y excitada busqué ese mismo canal debajo de la cola de Anabela, la gruesa tela me impedía sentirlo, pero sabía que estaba tocándolo y eso me inundaba de gozo.

―¿Ahora querés probar vos? ―La voz de Sor Ana nos sobresaltó tanto que nos vimos obligadas a separar nuestras bocas y observar lo que ocurría.

―Sí, claro. No sé si lo haré bien, pero quiero intentarlo ―dijo Sor Melina mientras se reincorporaba.

Continué masajeando las partes íntimas de Anabella mientras veía cómo Melina cedía su lugar a su amante y cómo ésta se levantaba la sotana hasta mostrar una bonita bombacha de encaje; era obvio que todo esto lo había planeado con antelación. Se quitó la prenda mostrando su jugosa concha. Melina ya no llevaba puesto el velo y lucía un cabello rojizo, similar al de Anabella, pero más corto. Sus facciones eran preciosas. En cuestión de pocos segundos se lanzó de boca contra esa vagina que ansiaba por ella, apenas vi que la lamía con gusto volví mi cara hacia Anabella. Intenté volver a besarla, pero esta vez ella me rechazó haciendo la boca a un lado. No dejé que esto me apenara, continué acariciándola todo lo que pude y comencé a dar tiernos besos en su cuello. Escuché cómo su respiración se aceleraba al mismo tiempo que mis dedos hacían lo propio entre sus nalgas.

Perseveré e insistí, trepé con mi boca por su cuello hasta llegar al lóbulo de su oreja, lo lamí con la punta de la lengua obligándola a retener un suspiro, sus dedos se apretaron contra mi sexo, la tela de mi ropa interior raspaba mi clítoris pero estaba tan húmeda que no me producía molestia alguna sino puro placer.

―Besame ―susurré a su oído con una voz tan queda que ni siquiera yo pude oírla.

Supe que me había escuchado cuando bajó su cabeza y unió sus labios a los míos, volvimos a fundirnos en uno de los besos más dulces que recibí en mi vida, no podía creer que después de tanto fantasear con este momento realmente se estuviera cumpliendo, quería demostrarle todo mi aprecio por lo que detuve mis toqueteos sexuales y la sujeté por la cintura obligándola a girar hacia mí, luego la tomé por la nuca apretando su velo entre mis dedos y entrelacé mi lengua con la suya. Llegó hasta nuestros oídos el enérgico gemido de ambas monjas, no podía ver lo que ocurría pero supuse que se estaban masturbando mutuamente porque podía escuchar el típico chasquido que producían los dedos al entrar y salir de una vagina bien lubricada.

No quería que este momento terminara nunca, pero por desgracia escuché a las monjas llegar al orgasmo. Las felicito, bien por ellas, aunque para mí es una desgracia; significa que pronto terminaría todo... y Anabella lo supo. Cortó el beso inmediatamente y espió por las rendijas. Las monjas se reían, se besaban y acomodaban sus hábitos, se las veía felices y enamoradas, me alegré por ellas una vez más. Pocos segundos después las vimos abandonar el cuarto, estaban tan apuradas por marcharse que olvidaron apagar la luz. Quise salir del ropero porque me estaba sofocando allí dentro pero Anabella me detuvo, pensé que quería más acción pero inmediatamente me dijo:

―Esperá a que se alejen un poco.

Aguardamos unos segundos más hasta que las risitas dejaron de oírse y salimos. Anabella tenía el velo inclinado hacia un lado y varios mechones de cabello castaño rojizo caían sobre su cara, sus mejillas estaban sonrosadas y una amplia sonrisa se dibujó en su boca. Mi corazón dio un respingo al verla; se estaba divirtiendo. Casi al instante me arrojé sobre Anabella y volví a besarla, la empujé lentamente hasta que cayó en la cama y yo caí sobre ella. Me senté en sus piernas y enderecé mi espalda, ella me miró con los ojos bien abiertos y con la cabeza apoyada en el colchón. Me despojé de mi remera tan rápido como pude y, sin dejar de moverme desprendí mi corpiño, liberando mis pechos con grandes pezones para que ella pudiera verlos. Ambas respirábamos agitadamente. Como ella no se movió, me vi obligada a tomar una de sus manos y dirigirla hacia mi teta derecha. Anabella la presionó suavemente. Luego me incliné hacia adelante y comencé a darle muchos besos en sus prominentes pómulos, en su recto mentón, en su respingada nariz, en sus carnosos labios mientras ella masajeaba mi seno.

―Esperá Lucrecia… calmate ―me dijo entre jadeos―. Lucrecia, por favor ―la ignoré y seguí besándola―. Lucrecia, no te olvides que tenés novia ―esas palabras me hicieron detener al instante.

―Es que… ―no encontraba una buena excusa que justificara mis actos.

―Es que nada… no podés engañarla, lastimarías a Lara.

―No quiero lastimarla… yo… la a… yo la quiero mucho.

―Creo que estás confundida Lucrecia… y yo también lo estoy, demasiado. Como nunca en mi vida, así que por favor te pido, terminemos con esto, no quiero hacer algo de lo que después me arrepienta.

―Yo tampoco ―le dije avergonzada. Ella tenía razón, había hecho una promesa a Lara y por más que Anabella me volviera loca, no podía fallarle.

Me puse de pie y tomé mi corpiño intentando cubrir mis pechos, la monjita se paró detrás de mí y me ayudó a abrocharlo, luego volví a colocarme la remera y caminé fuera de ese cuarto inundado de lujuria y malos pensamientos. Anabella se me unió en pocos segundos, luego de acomodar su atuendo y apagar la luz, caminamos por el antiguo pasillo sin decir una palabra. Así lo hicimos hasta que llegamos a mi cuarto de alquiler, la invité a pasar sólo por cortesía ya que estaba segura de que se negaría pero esta mujer no dejaba de sorprenderse, entró conmigo y se sentó en mi cama.

―¿Qué fue todo eso? ―arrojó una pregunta al aire.

―Dos mujeres amándose.

―Eran monjas.

―No lo decía por ellas ―me miró un tanto asustada.

―¿Así lo sentiste vos?

―Sí ―confesé.

―Pero tenés novia Lucrecia.

―Lo sé, por eso me siento tan mal ―daba vueltas dentro del pequeño cuarto como un león enjaulado― no sé cómo le voy a contar esto a Lara.

―Deberías contárselo con la verdad, no me agradaría que le mientas, es una buena chica y se nota que te adora.

―Te prometo que le voy a contar ―mi cerebro retrotrajo la conversación― ¿cómo sentiste vos lo que pasó?

―Como un error.

―¿Nada más que un error?

―No sé… tengo que pensar, por favor Lucrecia, no me lo pongas más difícil ¿sabés qué significa eso para mí?

―No deberías darle tanta importancia, sólo caíste ante la tentación, nada que rezar unos cuantos Rosarios no cure.

―Espero que sea sólo eso... ―susurró.

―¿Tenés algo más para decirme?

―No, mejor me voy ―se puso de pie y caminó hacia la puerta.

―Esperá Anabella ―la tomé del brazo y cuando se volteó para mirarme noté la palidez de su rostro―. La pasé muy bien con vos, me divertí mucho… hablo de todo, el paseo en general, fue todo muy entretenido. Necesitaba distraerme un poco. Gracias por venir a buscarme ―me sonrió tímidamente y la dejé ir.

Me quedé dentro de ese diminuto y húmedo cuarto sentada en la cama mirándome las manos con los dedos entrelazados como si estuviera sosteniendo mi corazón entre ellas, un corazón que estaba dividido en dos, entre Lara y Anabella y no sabía cuál de las dos era dueña de la mayor parte.


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