Capítulo 09.
Sutileza Nivel Cero.
La tele estaba encendida, pero no sabría decir qué daban. Algo de competencia de pastelería o de tatuajes. O de pastelería en tatuajes. No sé. Nadie miraba.
El volumen estaba bajo, lo justo para que hubiera un murmullo constante, como si las voces de fondo pudieran absorber el peso de lo que no nos animábamos a decir.
Mi hermana, que a eso de vestirse ya lo considera opcional, estaba con una remera corta, ajustada, que le resaltaba los pezones. Y abajo: la nada misma. Su concha, recientemente depilada, brillaba ante la tenue luz de la pantalla.
—Che —dijo Katia, después de un rato—. ¿Lo de hoy fue raro, no?
Asentí, sin mirarla. Los colores del televisor seguían moviéndose frente a nosotros, sin registro en la retina.
—Lo bueno es que nos tenemos confianza —siguió ella—. Sino, hubiera sido rarísimo...
Hizo una pausa.
—¿Creés que fue más raro esto, o lo que pasó con Paula?
Me tomé unos segundos. No porque dudara de la respuesta. Sino porque cualquier respuesta era un campo minado.
—Lo dejamos en empate —dije.
* * *
No sé bien en qué momento de la mañana empecé a sospechar que todo iba a salir mal. Tal vez fue cuando Stella me guiñó un ojo mientras me pedía que la ayudara con los documentos de la reunión. O cuando vi que Katia entraba a la oficina con su camisa blanca de siempre —esa que se ajusta demasiado a su cuerpo como para pasar desapercibida, aunque ella jura que es cómoda.
Lo cierto es que ahí estábamos: en la sala de reuniones, todos sentados, esperando a la auditora de la sucursal centro.
Cuando Silvia Daneri entró en la sala, todo fue silencio. Una mujer seria, de esas que tienen el cabello tan perfectamente planchado que parece un comunicado oficial. Llevaba un rodete bajo sin un solo pelo fuera de lugar, un traje azul marino que no admitía arrugas y unos anteojos de marco dorado tan finitos que no sabía si eran para leer o para juzgar. Tenía la expresión de alguien que nació en una hoja de cálculo y fue criada por dos columnas de Excel. Su saludo fue breve, su apretón de manos firme y sus ojos... clínicos. Ni bien se sentó, supe que no iba a perdonar una sola coma fuera de lugar.
Stella, por supuesto, se sentó a la cabecera como si estuviera por conducir un programa de cocina en vivo. Sonreía con más dientes que de costumbre y gesticulaba con las manos como si hubiera dormido en una taza de café expreso. Su cabello rubio, lacio y perfectamente alineado caía sobre sus hombros como una cortina de revista, sin una sola hebra rebelde. Llevaba un traje entallado color marfil, de esos que gritan “poder ejecutivo” pero con escote suficiente como para que no se note que lo están gritando. Tacones finos, labios color vino y uñas rojas perfectamente brillantes. Una femme fatale disfrazada de ejecutiva, o una ejecutiva que disfrutaba demasiado parecer una femme fatale. Con Stella nunca se sabía.
Yo estaba a su derecha. Katia —y sus dos tetas— a la izquierda. Una simetría desigual.
—¿Alguien quiere azúcar? —preguntó Katia, levantándose con la bandeja en mano.
Ese fue el momento.
Su camisa blanca —con botones demasiado tensos para su propio bien— parecía haber sido diseñada para alguien con una talla menos o un día menos de curvas. Debajo llevaba una falda de oficina negra que, en teoría, debía aportarle formalidad, pero que en la práctica la hacía parecer una cabaretera infiltrada en una reunión de balances trimestrales. Su cabello largo, con ondas sueltas, caía desordenado sobre sus hombros, como si se hubiera peinado con los dedos mientras cruzaba la calle. Y para coronar el cuadro, su labial rojo carmesí estaba mal aplicado. Nada escandaloso. Apenas un desvío en la comisura izquierda, una imperfección diminuta... pero suficiente para que mi cerebro, programado para detectar el desorden como una alarma de incendio, no pudiera dejar de mirarlo.
Ella se inclinó sobre la mesa para alcanzar la azucarera, y en esa breve, silenciosa y fatal inclinación, el botón central de su camisa salió disparado como un proyectil bendecido por la tensión superficial. Cruzó el aire con un sonido apenas audible —un tic liviano— y aterrizó, como si hubiera sido guiado por el destino, en la taza de Stella.
Hubo un silencio. Breve. Pero devastador.
* * *
—Igual, lo del botón tampoco fue tan grave —dijo Katia, estirándose en el sillón como si estuviera sacudiéndose el recuerdo junto con la rigidez del día.
Yo giré apenas la cabeza para mirarla. Se estaba rascando el pubis. Según ella, le pican los pelitos que ya están creciendo otra vez.
—¿No tan grave? Voló directo a la taza de Stella. Hubo una pausa de cinco segundos. Yo conté cada uno.
Katia sonrió con los ojos entrecerrados.
—Bueno, pero nadie murió. Además, Stella se lo tomó con humor.
—Sí, claro. Stella se toma todo con humor… hasta que un día yo esté en la calle y ella siga en su oficina, riéndose con tu sostén en la mano.
Ella se rio bajito, sin culpa.
—¿De verdad pensás que por un botón vas a perder tu trabajo?
—No. Pero si seguimos con estos episodios, en plural, no sé cuánto va a aguantar mi margen de dignidad profesional.
Katia se acomodó una almohada en el regazo.
—Estás exagerando.
—Estoy siendo prudente. Lo que vos hacés y lo que vos sos, a veces no se llevan bien con el concepto de “oficina”. Vos también deberías tener un poco de prudencia.
—Vergüenza y prudencia, nunca tuve.
—¡Mentira! Si te pusiste más roja que yo cuando te quedaron las tetas al aire.
—Bueno, fue una forma de decir —contestó, con las mejillas como tomates.
* * *
Yo bajé la mirada, deseando que me tragara el piso o, en su defecto, una carpeta de informes de presupuesto. Cualquier cosa que me salvara de mirar el escote súbitamente generoso de Katia, que se había abierto como flor en primavera. ¿Y del corpiño? Ni noticias. Los pezones de Katia parecían dos ojos atolondrados de lujuria. Miraban para todos lados como si estuvieran buscando un ojo —o una boca— donde hincarse.
—Ay… —dijo Katia, intentando taparse con la carpeta que tenía en la mano, como si fuera un chal medieval—. Me parece que rompí la camisa.
“No. En realidad rompiste mi carrera”, pensé, sin valor para decirlo.
La auditora se aclaró la garganta. Stella sonrió, recogió el botón de su café como quien levanta un amuleto caído y dijo:
—No es la primera vez que alguien se queda en tetas en una de mis reuniones —dijo Stella, levantando su taza como si brindara por el momento.
La auditora soltó una risita breve. Incompleta. Más protocolo que diversión. No desvió la mirada de Katia ni por un segundo. Su rostro seguía tan serio como si estuviera frente a un balance en rojo. La observaba con una intensidad que me incomodaba y, a la vez, parecía clínicamente fascinada.
Katia se rió, cubriéndose las tetas con la carpeta de actas como si fuera un escudo medieval.
Yo, en cambio, me quedé petrificado.
Porque con Stella uno nunca sabe si está bromeando, pero con Silvia Daneri es peor: uno nunca sabe si está analizando tu alma.
—Ese botón no fue hecho para resistir tanta tensión —dijo de pronto, seca, como si analizara la resistencia estructural de un puente.
—Puedo buscarte una camisa de repuesto… —dije, como por reflejo, mirando cualquier punto que no fuera el canal de visión directo al escote de Katia, que seguía peligrosamente presente, vibrante, como una advertencia a mi sanidad mental.
—No hace falta, Abelito —intervino Stella, divertida—. A veces el vestuario nos recuerda que no todo en esta oficina es Excel y café.
Katia se encogió de hombros y volvió a sonreír, como si todo fuera una escena descartada de una sitcom.
La auditora la miró con seriedad quirúrgica, bajó un poco los lentes por el tabique y dijo:
—Un alfiler de ganchos común no va a aguantar. Con semejante busto, se necesita algo más resistente.
Y volvió a tomar su té.
Yo me hundí en mi silla. Sentía que acababan de convertir mi jornada laboral en un sketch sin libreto. Y lo peor es que yo no era ni el protagonista ni el que hacía reír: yo era el tipo al que nadie le avisa que está en cámara.
Me prometí mentalmente que jamás volvería a confiar en una camisa mal planchada, un clip de oficina o una sonrisa de Katia.
Y Stella… Stella simplemente cruzó las piernas, satisfecha, como si todo estuviera saliendo exactamente como lo había planeado.
* * *
—Y encima te sacaste la camisa —dije, sin rodeos. Lo solté como quien lanza una piedra al agua esperando ver hasta dónde llegan las ondas.
Katia me miró de reojo.
—Tenía que ponerme el alfiler. No quería pincharme una teta, Abel.
—Podías ir al baño. O a otro lado.
—¿Y salir de la sala con la camisa abierta? ¿Caminar por toda la oficina así? Imaginate el escándalo. Me iban a mirar todos como si me hubiera escapado de una porno barata.
Me quedé en silencio. En mi cabeza, la imagen era tan absurda como convincente.
Suspiré.
—Bien. Ganaste esta batalla. Fue la decisión menos mala. Aunque en el momento me pareció...
—Un horror —completó ella, divertida.
—Exacto.
Se acomodó en el sillón, cruzando los brazos.
—Pero admitilo, manejé la situación con dignidad. No lloré. No grité. No le pegué a nadie.
—No. Solo te quedaste en tetas frente a nuestra jefa y a una auditora casada.
—Bueno, ahora que lo decís así… eso sí me dio un poquito de morbo. No por Stella, que ya me vio hasta el segundo apellido. Pero… Silvina… es un poco estirada, pero linda.
—Hubo un poquito de “sin querer queriendo”
—Bueno, sí —sonrió—. Estaba muy avergonzada, pero…
Nos reímos los dos, al mismo tiempo. Y por un instante, todo pareció más liviano.
Pero no duró mucho. Porque, aunque intentáramos disfrazarlo con chistes, sabíamos perfectamente que ese día había dejado marcas.
* * *
Y Stella… Stella simplemente se sirvió otro café. Con su sonrisa de huracán en calma.
Creí que ya habíamos alcanzado el límite del caos.
Error de principiante.
Porque justo cuando pensaba que Katia iba a disculparse, a salir discretamente de la sala, o a quedarse quieta al menos —solo eso, quieta, como una planta de oficina avergonzada—, empezó a desabotonarse lo que quedaba de su camisa. Así, con total naturalidad. Como si estuviera en su casa. Como si no tuviera enfrente a una señora que parecía haberse planchado hasta las emociones.
—Tranquilos —dijo Katia mientras tiraba la blusa sobre el respaldo de su silla—. Lo arreglo en un segundo. ¿Alguien tiene un clip?
Se quedó en tetas. Tetas y nada más que tetas.
Yo sentí cómo mi alma se evaporaba por los poros, abandonando lentamente el cuerpo. Lo único que me tranquilizaba un poco era que en ningún momento Stella había presentado a Katia como mi hermana.
Intenté reanudar la monótona charla sobre el balance trimestral y noté cómo la atención de Silvia Daneri se diluía. Porque sus ojos, que hasta hace unos minutos analizaban gráficos de inversión, ahora estaban fijos en los pechos de Katia, como si ahí hubiera una infografía reveladora.
—Estábamos hablando del incremento intermensual —intenté decir, tragando saliva, mirando la carpeta como si allí estuviera escrita la salvación—. Implementamos una estrategia de reordenamiento de partidas que…
Nada.
La auditora ni parpadeaba.
Su mirada seguía fija en Katia, que ahora forcejeaba con un clip como si estuviera desactivando una bomba plantada en su escote. El clip, en manos de cualquier mortal, habría sido solo eso: un objeto funcional. En manos de Katia, era un intento de ingeniería textil improvisada. Un arma blanca con riesgo de detonar algo más que botones.
—Interesante distribución de tensiones —dijo Silvia, muy seria, con la voz levemente más grave—. Aunque yo diría que ahí hay… un volumen acumulativo.
Me quedé helado.
¿Lo había dicho en serio?
¿Se refería al presupuesto?
¿A las tetas?
¿A la bomba?
Todo era posible. Especialmente con esa mirada que no abandonaba las tetas de Katia ni por un microsegundo.
Stella, por supuesto, no dejó pasar la oportunidad:
—Bueno, si estamos evaluando volúmenes, no olvidemos lo más importante: esas tetas son una obra maestra de arquitectura blanda. Estan para hacerles “Brrrrffff” con toda la cara.
Excelente, Stella. Otro grandísimo ejemplo de “Sutileza nivel Bananero”.
Silvia sonrió por primera vez. Apenas. Pero lo suficiente como para que me temblara el alma.
—Ya lo creo —dijo, sin apartar la vista.
* * *
—Me mató lo que dijo Stella —comentó Katia, con esa sonrisa que se le escapa cuando está por mandarse una boludez—. “Arquitectura blanda”. ¿Quién habla así, boludo? ¡Parecía una crítica de arte tocando tetas.
No contesté. Solo me limité a masajearme el entrecejo, como si pudiera borrar el recuerdo con la presión justa.
—A mí me dio gracia —confesó ella, encogiéndose de hombros—. Me la aguanté, pero te juro que estuve a un milisegundo de reírme fuerte. Tipo carcajada real. De esas que te hacen escupir la Coca por la nariz.
—Me dio vergüenza ajena —dije, sincero.
—Ay, pero fue buenísimo —insistió—. “Están para hacerles Brrrrffff con toda la cara”. Ni el Bananero se anima a decir eso durante una reunión de auditoría. Aunque… bueno, capaz que él sí.
—Y Stella —dije—. Stella lo dijo… y ni se inmutó.
Nos miramos. Ella se rió de nuevo, bajito. Y yo, contra todo pronóstico, también.
Pero en el fondo... todavía me temblaba el alma.
* * *
Katia seguía a lo suyo, tirando del clip como si estuviera intentando sintonizar una frecuencia de FM Tetánica 96.9: la radio que vibra con vos.
Yo, mientras tanto, me fundía lentamente en la silla, sin saber si reír, gritar, o directamente renunciar y dedicarme a plantar orégano en el balcón.
—Ahí está… —murmuró, doblando el clip por cuarta vez—. ¿Ven? Como nuevo.
No. No era como nuevo. Su camisa ahora estaba sostenida por un hilo de fe y dos curvas peligrosamente fuera de rango.
—¿Decías algo, Abel? —preguntó Stella, que estaba absolutamente divertida.
—Sí —dije, sin saber a quién mirar—. Estaba explicando el plan de eficiencia presupuestaria —ya ni sabía si estaba hablando de eso o no—. Pero creo que… quizás… lo dejo en un informe por escrito.
La auditora asintió. O al menos movió la cabeza. Puede que fuera un espasmo.
Y yo, con el poco orgullo que me quedaba, me prometí que al salir de esa sala iba a fingir un llamado urgente. De tres días de duración.
La reunión terminó, por fin. La auditora estrechó manos con la delicadeza de quien ya se olvidó de todo lo hablado, menos del corpiño de encaje.
Stella se ofreció a acompañarla hasta la salida, con ese tono suyo de anfitriona pícara que parece siempre al borde de un chiste subido de tono.
Y así, por unos minutos, me quedé solo con Katia en la sala de reuniones.
La miré. Seguía en tetas. Su camisa maltrecha descansaba sobre la mesa, como si también se hubiera rendido.
* * *
—¿Qué fue lo primero que pensaste cuando Stella entró con el papelito? —pregunté, sin despegar la vista del televisor, donde alguien tatuaba un muffin en una espalda sudada.
Katia tardó en responder. Lo cual, en ella, ya era raro.
—Que me estaban despidiendo. —Hizo una pausa—. O que era una multa. Una citación judicial. Algo grave.
—Y sin embargo te lo quedaste.
—¿Qué querías que hiciera? Me lo dio como si me estuviera pasando una receta de su abuela. No podía decirle que no.
Recordé su cara en ese momento. Los ojos bien abiertos. El cuerpo tenso. Un segundo de parálisis que solo yo noté. Porque claro, todos los demás estaban demasiado ocupados fingiendo normalidad.
—Te quedaste dura —dije—. Como si se te hubiera reiniciado el sistema.
—Es que se me reinició el cerebro, boludo. ¡¿Qué esperabas?! ¿Que recibiera eso con una reverencia?
Me reí, bajito.
—Stella te lo dio como si fuera una encomienda confidencial del Servicio Secreto —dije, finalmente—. Le faltó decir “cuidalo bien”.
—Yo creo que le molestó que no fuera para ella —agregó Katia, bajando el tono.
No supe qué responder. Pero asentí. Porque puede ser. Con Stella nunca se sabe.
Y la tele seguía ahí, haciendo ruido, mientras una manga pastelera colapsaba frente a un jurado implacable.
* * *
Stella volvió. Como si el universo la hubiera mandado justo a tiempo para arruinarle el final a una mala película.
—Katia —anunció, agitando un papelito entre los dedos—. La auditora te dejó esto.
Katia parpadeó, todavía acomodándose la camisa improvisada con el clip asesino.
—¿Eh?
Stella sonrió como quien entrega el resultado de un análisis comprometedor.
—Creo que se fue bastante conforme con tus… atributos.
Se tomó una pausa innecesaria, teatral.
—Tus tetas, Katia. Estoy hablando de tus tetas.
Katia soltó una carcajada, aguda y sincera, como si le hubieran contado un chiste en código.}
Yo no me moví. No pestañeé. No respiré. Me sentí como una planta de decoración testigo de un crimen.
La tarjeta tenía el nombre de la auditora escrito con letra impecable. Y el número. Y corazones. Pequeños, prolijos, rosados. Corazones.
Katia me miró, todavía riéndose.
—¿Ves? Al final no fue tan grave.
Yo no respondí. Ni asentí. Solo pensé que lo más grave ni siquiera había empezado.
Hay días en los que uno siente que está de más en su propia vida.
Y Stella… Stella simplemente se fue.
Pero no caminó como quien deja una escena triunfante. Caminó como quien intenta que no se le note el temblor en la mandíbula. Sonreía, sí, pero era esa clase de sonrisa tensa que uno usa cuando tiene que fingir que todo está bajo control y no lo está.
Como si por dentro hiciera fuerza para no gritarle al mundo que cometió un error. Otro más. Y esta vez, con corazones incluidos.
* * *
—¿Qué sentiste cuando la viste volver? —preguntó Katia, de golpe, mientras en la pantalla alguien intentaba modelar un bizcochuelo con forma de dragón.
—¿Cuándo? —pregunté, aunque sabía exactamente a qué se refería.
—Cuando entró de nuevo a la oficina. Silvia.
Me tomé unos segundos. No porque no tuviera la respuesta, sino porque era tan obvia que daba vergüenza.
—Pánico —admití—. Del bueno. De ese que arranca en el estómago y se extiende como humedad por la espalda.
Ella se rió, esa risa nasal bajita que usa cuando se burla de mí con cariño.
—¿Y si era solo para saludarnos? —insistió.
—Claro —dije, girando apenas la cabeza para mirarla—. Como hacen los tiburones cuando dan una vuelta antes de morderte el brazo.
—Sos un exagerado.
—¿Sí? ¿Y vos no viste el portafolio? Lo traía con la energía de alguien que viene a clausurarte el alma.
—Me sentí como Sarah Connor cuando ve volver al Terminator, en la segunda película —aseguré.
—No vi esa peli.
—Sí la viste, Katia. La vimos juntos como tres veces.
—¿Es esa con Stallone?
No me digné a responder.
Katia sonrió, pero no dijo nada. Se quedó mirando la tele. En silencio. Y en ese silencio, supe que ella también lo había sentido.
Ese cosquilleo de desastre inevitable.
* * *
No eran ni las cuatro de la tarde cuando la vi entrar otra vez. Silvia Daneri. La auditora de la sucursal centro. Volvía con el mismo rodete blindado, la misma mirada de escáner biométrico y ese paso firme que hacía temblar el piso como si marcara el compás de un juicio inminente.
—No —murmuré—. No puede ser.
Pero era. Y venía directo hacia nosotros.
Llevaba el portafolio cerrado con violencia pasiva, como si adentro llevara pruebas incriminatorias y una lapicera condenatoria.
—Buenas tardes —dijo, sin mirar a nadie más que a Stella—. Noté una irregularidad en los informes del trimestre anterior. Hay una inconsistencia de fechas que podría comprometer el cierre contable.
Yo parpadeé. Stella sonrió como si le hubieran ofrecido un cóctel en la playa.
—Oh, querida Silvia… qué vista tan afilada —dijo—. Por supuesto, vamos a aclararlo todo. ¿Te parece si te esperás un minuto en la sala de reuniones?
—Claro —respondió la auditora, girando sobre sus tacos.
Y ahí se fue, con su carpeta y su mirada de rayos X. Caminó hasta la sala como quien va a sentenciar una ejecución.
En cuanto la puerta se cerró, Stella bajó la sonrisa. Nos miró. Y habló sin rodeos.
—Bueno. Escuchen. La que cometió el error con las fechas fui yo. Me confundí de trimestre. Nada grave, pero si esa mujer empieza a escarbar, voy a tener que armar un informe nuevo y eso me va a quitar toda la semana. Así que, Abel… vos vas a usar tu superpoder.
—¿El encanto?
—El aburrimiento. Vas a hacer que esa mujer se duerma como si la estuvieran hipnotizando con planillas de Excel, gráficas y números. Inventale alguna subcategoría si hace falta.
—¿Y si me pregunta algo en serio?
—Le decís que estás esperando confirmación de gerencia. Nadie discute “confirmación de gerencia”.
—Perfecto —dije—. Yo entretengo a la inspectora fiscal con mi voz de Wikipedia. ¿Y Katia?
Stella se giró hacia ella.
—Katia… vos la vas a distraer. Pero de otra forma. Seducila. Coqueteale. Hacé lo tuyo.
—¿Mi “yo”? ¿Qué “yo”? —preguntó Katia, confundida.
—Tu “yo Katia”. Ese que camina en ropa interior por mi oficina como si fuera su living.
—Eso no fue seducción. Eso fue calor.
—Bueno, esta vez vas a tener que fingir que es las dos cosas. ¿Podés?
Katia parpadeó.
—¿Tiene que ser sutil?
—Idealmente sí.
—¿Y si me pongo nerviosa?
—Sonreí. Mostrá hombros. No te pongas en bolas… todavía.
Yo me llevé una mano a la cara. Esto ya no era una reunión de seguimiento. Era una emboscada con escote.
—Vamos —dijo Stella, palmoteando—. La auditora nos espera. Y si esto sale bien, nadie va a tener que quedarse el fin de semana redactando correcciones.
* * *
Me reí. No fue una carcajada, más bien un resoplido involuntario, el tipo de risa que se te escapa cuando recordás un chiste interno que nadie más captó.
—¿De qué te reís? —preguntó Katia sin apartar la vista de la taza de té que sostenía como si adentro hubiera respuestas.
—“De forma sutil” —dije, imitando la voz de Stella con una mezcla de afectación y fastidio.
Katia entrecerró los ojos.
—¿Algún problema con eso?
—Solo a Stella se le ocurre pedirte sutileza. Claro, ella tampoco tiene idea de lo que significa.
Katia se irguió, ofendida en broma.
—Yo puedo ser sutil —dijo, mientras sus labios vaginales asomaban con descaro por debajo de su remera.
—Sutil como Terminator cuando dice “I’ll be back” —respondí, con una mala imitación de Schwarzenegger.
—No sé… soy sutil todo el tiempo. Tengo una sutileza introspectiva —dijo, alzando el mentón como si acabara de citar a Nietzsche.
—Katia —dije, despacio—. Hoy, sin ir más lejos, te sacaste la camisa delante de una auditora. En plena reunión. Con Stella ahí. Tus tetas pasaron a ser el espectáculo principal.
—Era eso o pincharme una teta con el alfiler —replicó, como si se tratara de la decisión más lógica del mundo.
—¿Y el día de la visita del Ministro de Transporte? Vos llevabas ese vestido negro…
—¡Ese vestido era formal!
—Claro —asentí—. Hasta que se te quedó enganchado con la ruedita del dispenser y se te vio la bombacha mientras intentabas sacar un vaso de agua. Al tipo casi se le salen los ojos.
Katia se sonrojó, pero también se rió.
—¡No fue mi culpa!
—Lo gracioso no fue que se te viera. Fue que dijeras “¡ay, justo esta, que no combina con el corpiño!” delante de todos.
—Estaba nerviosa.
—Y sutil —rematé.
Ella se acomodó en el sillón, todavía con una sonrisa. Su concha seguía siendo un espectáculo pornográfico.
—¿Y si me sale bien? —preguntó de pronto.
—¿Qué cosa?
—La seducción. De forma sutil, digo.
—¿Tan bien como te salió con Silvia Daneri?
—Quiero la revancha —dijo Katia.
Me giré para mirarla.
—¿Con quién? ¿Cuándo?
—No sé —respondió, dejando la taza en la mesa—. Ya aparecerá algún candidato. O candidata.
—Ah —dije, como si no me importara. Como si no me hubiera quedado una vibración rara en el estómago.
Ella no me miró. Siguió como si hubiera dicho algo sobre el clima. Pero yo vi ese leve cambio en la comisura de sus labios. Ese gesto diminuto que, en ella, era el equivalente a un redoble de tambores.
Me recosté un poco más en el sillón. Disimulando. Katia seduciendo a alguien de forma sutil. ¡Ja! Eso me gustaría verlo.
* * *
Caminamos hacia la sala como un grupo comando mal entrenado. Yo con mi carpeta. Katia con su sonrisa temblorosa. Y Stella… Stella con el mismo aplomo que una directora de casting que ya sabe cómo va a terminar la escena.
Entramos a la sala de reuniones como si estuviéramos entrando a un quirófano sin anestesia. Silvia Daneri ya nos esperaba, sentada con la espalda recta, el portafolio cerrado frente a ella como una trampa de oso. Su rodete seguía intacto. Su mirada, también. Ni un músculo fuera de lugar. Ni uno.
Stella ocupó su lugar en la cabecera, con una sonrisa forzada que le quedaba más apretada que la falda de Katia. La tensión se le notaba en los dedos: los entrelazaba, los separaba, los volvía a unir, como si eso pudiera evitar la explosión que venía en camino.
—Bueno, Silvia —dijo con una voz casi chillona—. Acá estamos, listas para revisar lo que necesites. Abel preparó algunos informes muy completos, ¿verdad, Abel?
—Ajá —dije, abriendo mi carpeta con la parsimonia de un noticiero a las tres de la mañana—. Como te decía más temprano, la estrategia de reordenamiento de partidas tuvo un impacto directo en la reducción del desfasaje operativo intermensual. Si vemos el cuadro uno punto tres…
Y ahí empecé.
Mi voz. Mi superpoder.
Monótona. Lineal. Meticulosamente aburrida. Con el tono justo para adormecer a la bestia. Mientras hablaba de curvas descendentes y fondos de inversión, sabía que nadie estaba escuchando. Lo veía en la mirada de la auditora, que no estaba en mis gráficos… sino en Katia.
Porque Katia… bueno. Katia había entendido “coquetear” como un concepto performático. Al principio, se sentó con una pierna cruzada muy arriba. Demasiado arriba. Después dejó caer “accidentalmente” el bolígrafo. Se agachó a buscarlo con la espalda arqueada como si estuviera haciendo yoga sensual para principiantes.
Yo hablaba de márgenes de error. Ella mostraba escote como quien muestra cartas en un strip póker involuntario.
—Como pueden ver, la curva de comportamiento trimestral se estabiliza en el eje de ingresos proyectados —seguí, con el alma disociada—. Y si tomamos la comparación interanual...
Stella se aclaró la garganta. Dos veces. Sudaba por la nariz. Literalmente. Movía los labios como si estuviera haciendo playback de una versión editada de sí misma.
Katia, mientras tanto, había abierto un botón extra de su blusa, y ahora se inclinaba sobre la mesa para alcanzar un papel que no necesitaba. El corpiño negro asomaba sin remordimientos.
Y yo… bueno. Yo leía.
—Además, si analizamos los indicadores de estacionalidad…
La auditora se acomodó los anteojos sin apartar la vista de Katia. Ni una vez. No hablaba. No tomaba notas. Solo observaba. Como una coleccionista frente a una pieza valiosa.
Stella me interrumpió, nerviosa:
—Perdón, Abel… ¿podés repetir lo del eje de ingresos?
—¿Cuál parte?
—Toda. Desde el inicio.
Tragué saliva. Levanté la vista.
Y en ese instante, Katia se sacó el saco —creo que era de Stella, por eso le quedaba tan chico— como si la temperatura en la sala fuera tropical y estuviera por servirse una caipirinha.
Debajo, una musculosa blanca apretada. ¿También de Stella? Pero no llevaba corpiño. Y eso, amigos, se notaba.
Algo se movió, encima de mi bulto. Una tenaza se cerró sobre mi verga. Era la mano de la auditora.
* * *
—Che… en el momento ese que te quedaste en musculosa pezonera… pasó algo —dije, después de unos minutos de tele sin contenido—. Algo que no te conté.
—¿Qué cosa? —preguntó, intrigada.
—Silvia Daneri me tocó.
Katia giró la cabeza hacia mí con una mezcla de sorpresa y risa contenida.
—¿Cómo que te tocó? ¿La pierna?
—No, no… me agarró la verga. Así sin más.
—Bueno, teniendo en cuenta lo que pasó después… no me sorprende.
—Sí, lo sé. Pero en ese momento… no sabía dónde meterme. Mientras yo hablaba del desglose trimestral, ella me sacudía la pija. Imaginate el nivel de perversión.
—¡¿En serio?! —se incorporó un poco, con los ojos bien abiertos—. No vi nada.
—Claro que no. Fue sutil. Al menos de la cintura para arriba. Ella ni se inmutó. Siguió con ese dejo de profesionalismo inquebrantable. Pero debajo de la mesa era otra historia. Me apretó fuerte. El pulgar hacía círculos. Me costó no atragantarme con el power point.
Katia se tapó la boca, entre divertida y espantada.
—¿Y vos qué hiciste?
—Se me puso dura… y seguí hablando de ratios de inversión. ¿Qué iba a hacer? Me quedé inmóvil. Como si fuera parte del mobiliario.
Ella estalló en una risa breve, pero genuina.
—¿Y te gustó que Doña Profesional te manoseara la nutria?
—Me sentí como un espécimen raro al que le están midiendo la verga para un experimento.
—Pero no respondiste la pregunta…
—No la voy a responder.
—Ajá.
Volvió a apoyar la cabeza en el respaldo, aún sonriendo. En la pantalla, una pastelera nerviosa intentaba sostener una torre de profiteroles. Y como de costumbre, algo se tambaleó.
Yo también. Por dentro.
* * *
Porque el único oxígeno que circulaba en esa sala no tenía nada que ver con el clima.
El ambiente en la sala era denso. No por tensión laboral, no. Era otra cosa. Algo parecido a cuando uno ve que una silla está por caerse y nadie hace nada por evitarlo. Solo miran. Fijamente. A cámara lenta.
Intentaba mantenerme profesional. Voz pareja, tono monocorde, manos quietas sobre la mesa. Pero todo lo demás… era un caos controlado. La concentración se me escurría como agua por los dedos.
Y hablando de dedos: los de Silvia me estaban dando un masaje en la punta del glande, digno de un spá de esos “con final feliz”. No se cómo, pero había conseguido abrirme la bragueta. Lo único que había entre sus dedos y mi verga, era la delgada tela de mi bóxer.
La pantalla mostraba gráficos que había visto mil veces, pero de pronto parecían en otro idioma. Las palabras me salían de memoria, como un encantamiento aprendido, pero mi mente estaba en otra parte. En el peso exacto de un silencio. En el calor que no venía del aire acondicionado.
No podía mirar a Katia. No quería. Había algo peligrosamente vivo en el ambiente. Una electricidad quieta, contenida. Como si todo estuviera por volverse un escándalo, pero sin que nadie hiciera un solo ruido.
Y entonces, Silvia Daneri habló.
—Está bien —dijo, cruzando las piernas con precisión quirúrgica—. Basta de esta farsa.
Stella apretó la mandíbula. Yo me congelé. Katia se estiró el tirante de la musculosa con una sonrisa inocente, como si aún no hubiera notado que su pezón estaba a una decisión de aparecer en escena.
—Mirá, Silvia… —empezó Stella, como si ensayara un intento de control de daños—. Sé que cometí un error con las fechas. Fue una confusión menor, técnica. Estoy segura de que podemos solucionarlo esta semana.
Silvia alzó una ceja.
—No me interesa el error. Ni ese, ni otros más groseros que encontré en tu presentación. Estoy dispuesta a ignorarlo todo. Aunque eso me lleve horas de trabajo extra. Y justamente eso es lo que busco. Una compensación, por todo lo que me va a costar salvarte el culo. Nunca vi un informe tan desprolijo.
Yo pestañeé.
Stella tragó saliva. Katia buscó un clip con la misma fe con la que se busca un trébol de cuatro hojas.
—¿En serio? —dijo Stella, entusiasmada—. ¿Y qué necesitás a cambio?
Silvia, sin dejar de masturbarme por encima del bóxer, dijo:
—Quiero un rato a solas en esta oficina.
Pausa.
Silencio.
Stella miró a Katia. Luego a mí. Luego de nuevo a Katia.
—¿Katia? —preguntó, y giró hacia ella—. ¿Estarías dispuesta a…?
—¿Qué? —interrumpió Silvia, molesta—. ¿Quién habló de Katia?
Stella frunció el ceño. Yo intentaba explicarle con la mirada lo que estaba ocurriendo bajo la mesa. Stella ni se fijó en mí.
—Es que… me diste tu número. En una nota. Con corazones —dijo—. ¿No era para Katia?
Silvia la miró como si acabara de descubrir que su vaso tenía un mosquito adentro.
—¿Acaso tengo pinta de lesbiana? —dijo, con una frialdad de bisturí—. Te di la nota... y creí que era obvio a quién iba dirigida.
Stella no supo qué decir. Literalmente. Su boca se abrió un poco. Ningún sonido salió.
Yo sentí cómo la sangre abandonaba mis piernas… y se me subía hasta la punta de la chota.
—Yo… —empezó Stella, débil—. Supuse que… por cómo la mirabas a Katia…
—La estaba evaluando. Técnicamente. Igual que al informe. Aunque, debo admitir, su intento de seducción fue… peculiar.
Katia sonrió como si hubiera ganado una medalla de plástico que dice “gracias por participar”
Silvia se recostó levemente en la silla.
—Pero a esta edad, ya no tengo tiempo para rodeos. Me gusta el chico. El serio —presionó mi verga, para enfatizarlo—. El que se toma todo esto como si estuviera defendiendo una tesis doctoral sobre fotocopias.
Yo abrí la boca. No salieron palabras. Solo aire.
—Si podemos tener un rato a solas en esta oficina —siguió ella, con absoluta tranquilidad—. Sin que nadie le cuente a mi marido, claro… me voy encantada. Y lo del informe queda como un simple malentendido.
Katia y Stella se giraron hacia mí al mismo tiempo.
Dos miradas. Una pregunta muda. Un destino.
Yo, Abel, el aburrido, el estructurado, el paladín de la contención presupuestaria, iba a tener que entrar al ruedo.
Y lo peor es que no sabía si necesitaba un plan… o una bendición
—¿Y vos qué sentiste cuando dijo que quería estar a solas con vos? —preguntó Katia de repente, sin mirarme.
La tele seguía encendida. Pasteles que colapsaban, gente llorando con batidores en la mano. Yo no respondí al instante. Había aprendido que algunas preguntas no se respondían en caliente, ni en frío. Solo en tibio, como los silencios que arrastramos hasta que no queda otra que abrirlos.
—No sé si “sentí” algo —murmuré al final—. Fue más como si el tiempo se comprimiera. Tipo… cuando estás por chocar con algo y tu cuerpo reacciona antes que vos. Solo que en lugar de esquivar, me quedé ahí. Viendo venir el impacto en cámara lenta.
Katia asintió, sin ironía.
—Stella dijo que alguien tenía que sacrificarse por el bien del equipo —dijo, bajando la voz para imitarla—. Y yo pensé “Obvio que le va a tocar a Abel. Si hay que sufrir, lo eligen a él”.
—Gracias —resoplé, con una mueca.
—No lo dije en chiste. Sos el más... profesional. El que no va a romper nada. Ni llorar. Ni escaparse por la ventana.
—Tampoco me ofrecí.
—No. Pero te quedaste.
Eso último lo dijo sin risa. Como quien reconoce una herida, pero también una lealtad.
No dije nada. No porque no tuviera palabras, sino porque si abría la boca, podían salir las equivocadas. O todas juntas.
Katia suspiró y se estiró en el sillón. Su pie tocó el mío apenas, por error, o no tanto. Pero no lo quitó.
—Igual, fuiste un héroe —dijo, esta vez sí sonriendo.
—Un mártir —corregí.
—Callate, boludo… si Silvia Daneri está re buena. Hasta se podría decir que te hizo un favor.
Sonreí, mirando la tele como si el premio mayor de la competencia se lo hubieran dado al participante que se olvidó de ponerle azúcar al postre.
Una victoria inmerecida. Una medalla sin carrera.
Pero igual brillaba.
* * *
—Muy bien —dijo Silvia Daneri, ajustando el cuello de su camisa como quien se dispone a leer poesía erótica en una biblioteca pública—. Podemos empezar cuando quieran.
Yo la miré. Luego miré a Stella. Y luego a Katia, que parecía no entender si debía retirarse o quedarse a ver el incendio.
—¿Katia? —le dije, en voz baja—. ¿Podés…?
—No —interrumpió Silvia—. Que se quede.
—¿Perdón?
—Quiero ver cómo hubiera seguido ese… jueguito de seducción. Me dio curiosidad. Al principio pensé que era ridículo. Pero ahora quiero ver hasta dónde era capaz de llegar.
Katia me miró, incómoda. Stella ya estaba de pie, con media sonrisa y los brazos cruzados como una manager que observa a sus artistas cumplir un contrato cuestionable.
—¿En serio querés que…? —empezó Katia, señalando su propio escote como quien pregunta si debe actuar en una función sin libreto.
—Lo que te salga —respondió la auditora—. Sorprendeme.
Y ahí quedamos: yo, aún sentado y con la pija dura, sintiendo cómo la realidad se deformaba como una servilleta mojada.
Silvia no perdió el tiempo. Se puso de rodillas ante mí, liberó la verga por el agujero del bóxer y antes de que Stella saliera de la sala de reuniones, ya tenía el glande metido en la boca. Mi jefa me guiñó el ojo y cerró la puerta. Con un gesto me dio a entender: “No se preocupen, yo vigilo”.
Katia, para mi horror, puso música desde su teléfono. Algo suave, con saxofón. Demasiado saxofón.
Se paró frente a la mesa. No sabía qué hacer con las manos. Tampoco con los pies. O con su dignidad.
Acomodó el pelo con torpeza, dio un giro… y se tropezó con su propia cartera.
—Ups.
—Siga, siga —dijo Silvia, la miraba de reojo mientras succionaba mi verga como una sopapa ejecutiva.
Katia se rió nerviosa, se quitó el saco. Sí, se lo puso otra vez, solo para sacárselo… otra vez. La pobrecita andaba falta de ideas. Lo tiró al suelo y empezó a quitarse la musculosa como quien está peleando con la ropa interior en medio de una emergencia médica.
Yo miraba hacia otro lado. Pero el reflejo del vidrio, cruel, traía todo de vuelta. Eso pezones volvieron a la acción. Asombrosos, impactantes. Noté cómo la boca de Silvia intentaba dibujar una sonrisa… pero sin dejar de chuparme la verga.
* * *
—¿Qué tal la chupa? —Preguntó Katia, acariciándose los labios de la concha, sin apartar la mirada de la pantalla.
—Mucho mejor de lo que me hubiera imaginado.
—Por la pinta de frígida que tenía…
—Exacto, parecía que iba a ser de esas que chupan sin ganas —vi como los dedos de mi hermana se hundían un poco en el agujero de su vagina—. Pero nada que ver. Se la tragó con entusiasmo.
—¿Le puso más ganas que Paula y Stella?
—Sí, definitivamente. Mirá que esas dos lo hicieron muy bien, pero si este fuera un concurso de peteras… el primer premio lo tendría Silvia, sin dudas.
—Mirala vos a Doña Profesional Casada. Le gusta lustrar bananas con la boca.
—Y no solo con la boca.
En la tele reprimían a una de las reposteras concursantes por lamer las paletas de la batidora. La única parte de cocinar una torta que a Katia le sale bien.
* * *
Mientras mi hermana seguía con su intento de coreografía, Silvia me masturbó lentamente. Con una calma que me dejó inmóvil.
—Tranquilo, pibe —me susurró—. No voy a morderte… a menos que lo pidas.
Yo asentí, pero la cabeza me iba por dentro como una licuadora sin tapa. Las manos me sudaban. Sentía el impulso de huir… y, al mismo tiempo, algo dentro de mí decía que me quedara. Que ahora venía lo interesante. Lo inevitable. Lo bueno.
Y ahí me quedé. Sin moverme. Como si cada segundo que pasaba me estuviera empujando un paso más adentro de algo que no iba a poder desandar. Con la verga erecta apuntando al techo.
Silvia volvió a tragarla. Con maestría. Metió todo lo que pudo en su boca y movió la cabeza con un ritmo constante. Yo sentí una descarga eléctrica subir hasta el cuello.
Y al mismo tiempo, Katia —mi hermana— estaba desabrochándose la falda. Se le cayó al suelo. Quedó en ropa interior. Roja. Yo conocía esa tanga. La había lavado en casa. La había visto colgada en el tender. Nunca me imaginé que le quedara tan bien.
Y eso que la vi desnuda. Pero a veces, hay cierto conjuntos que son más favorables que la propia desnudez.
Silvia seguía mamando, ejerciendo una presión suave, firme, como quien afirma dominio sin levantar la voz. No era una caricia, pero tampoco era brusca. Sentía su calor de su boca filtrarse a través de mi piel y, por alguna razón que no me enorgullece, no me moví. Me mantuve firme, en todo sentido.
La habitación tenía una temperatura rara. Ni fría ni cálida. Tensa. Y lo peor era que el silencio no ayudaba: estaba cargado. Saturado de algo que no sabía nombrar.
Frente a mí, Katia seguía bailando. Si es que eso podía llamarse bailar. Se desplazaba con una torpeza tan suya que, en otro momento, me habría hecho reír. Ahora no. Porque cada movimiento la dejaba un poco más expuesta. Cada paso mal dado era una capa menos. La falda ya estaba en el suelo. Las medias desparejas. La camisa tirada sobre la silla. Y la tanga bajando… lentamente.
Silvia me besó.
Lo hizo sin aviso y con precisión. Técnica perfecta. Un beso de manual. Y no fue desagradable. No fue nada malo, de hecho. Pero mis ojos no se cerraron. Miré a Katia, como pidiéndole instrucciones. Solo pude ver cómo se quedaba completamente desnuda.
* * *
—Yo creí que con el bailecito y la chupada de pija se iba a conformar —dijo Katia, que ya metía lentamente un dedo en su concha. Sus ojos, siempre en la pantalla del televisor.
Los concursantes esperaban, tensos, por el desafío final. Miraban al jurado con las manos detrás de su espalda y los gorritos de chef medio ladeados.
—Yo también. Porque dijo “un momento a solas”, nada más. Un momento es un beso. O un pete, en los casos más explícitos. Pero…
—Pero Silvia volvió con la concha caliente. Tenés encanto, hermanito. Eso nadie lo puede negar. Se ve que las veinte horas que pasás al día acomodándote el pelito con gel, sirven para algo.
—¿Pelito? Apenas si me queda pelo, con lo corto que lo tengo.
—Justamente. Lo tenés tan negro, tan corto y tan prolijo que parecés un contador de 45 años. Falta que empieces a decir “estimado” por WhatsApp y ya está, te dan un cargo en el directorio.
—Ah, porque “estimado” no lo digo ya…
—No jodas, Abel. Tenés 23. ¡Viví un poco el desorden!
—Me alcanza con el que generás vos —dije, levantando la ceja.
Katia sonrió, satisfecha. Había logrado pincharme.
* * *
—En una ocasión, escuché un, un rumor —dijo Silvia, su voz resonando como un eco en la habitación—. Me contaron que Cristina, la ex secretaria de Stella, se dedicaba a complacerla en lo más íntimo. ¿A vos también te toca hacer lo mismo?
Katia se quedó inmóvil, como una estatua de mármol, su desnudez resplandeciente bajo la luz tenue.
—No te preocupes —continuó la auditora, su tono cargado de insinuaciones—, no hay ningún problema si lo haces… siempre y cuando lo hagas con discreción. Como Cristina.
—Si Cristina fue tan discreta… ¿usted cómo se enteró? —preguntó Katia, su voz firme a pesar de la tensión.
Debo reconocer que Katia tiene una habilidad innata para captar detalles que incluso a mí se me escapan.
—Muy astuta —respondió Silvia, con una sonrisa enigmática—. Bueno, está bien, no fue un rumor. Un día, Cristina vino a mi casa, suplicándome que no iniciara una auditoría contra Stella por unas irregularidades en los pagos. Lo primero que hizo fue demostrarme que esos eran errores honestos, no un caso de corrupción. Simplemente, Stella es despistada. Y luego… me recompensó por mi silencio.
—¿Te acostaste con ella? —preguntó Katia, sus ojos brillando con curiosidad.
—No exactamente. Solo… abrí las piernas. Ella fue la que hizo todo el trabajo. Y muy bien, por cierto. Hoy creí que me encontraría con Cristina, pero veo que Stella cambió de secretaria —dijo Silvia, tomando a Katia por el mentón—. Y es tan hermosa como la anterior… o más, dependiendo de qué atributos se miren —acarició los pechos desnudos de mi hermana—. Si quieres ayudar a Stella, bueno… ya sabes lo que puedes hacer.
Katia sonrió, su cuerpo relajándose visiblemente.
—¿Cómo quiere que lo hagamos?
—Así, ya les muestro… —dijo Silvia, desnudándose de la cintura para abajo. Su figura voluptuosa me tomó por sorpresa. No me imaginé que tuviera unas curvas tan perfectas. Su vagina tenía un triángulo de vello púbico, prolijamente recortado.
Se puso de pie ante la cabecera de la mesa y apoyó las manos sobre ella. Luego separó las piernas y se inclinó, ofreciendo su cuerpo en una posición provocadora.
—Mientras Abel sigue con lo suyo… vos podés hacer tu magia.
Katia y yo nos miramos, fueron solo unos segundos. Entendimos la cercanía… pero ¿qué más podíamos hacer? Stella, y probablemente toda la empresa, dependían de que hiciéramos bien nuestro “trabajo”.
Katia asintió con la cabeza y se puso de rodillas ante Silvia. Se posicionó entre sus piernas y comenzó a lamerle la concha al instante. Me acerqué cauteloso, posando mi glande entre los labios vaginales de esa mujer. Tenía ganas de hacerlo, de verdad. La doña estaba muy buena. Solo me preocupaba que algunas lamidas de Katia pasaran… demasiado cerca.
Y eso fue inevitable. A medida que iba penetrando a Silvia, la lengua de Katia se movía frenéticamente y pasaba de visita sobre mi pene. Sin querer, pero con la misma intensidad con la que lamía a Silvia. Fui metiéndola más, creyendo que así evitaría la lengua. El movimiento de Silvia, cuando tuvo la verga adentro, provocó que las lamidas pasaran más y más por mi miembro.
Ella se movía rítmicamente, yo iba un poco acompasado, me costaba concentrarme con Katia tan cerca. Creo que Katia lo notó, por eso se concentró más en lamer el clítoris, intentando no acercarse demasiado a mi verga.
Estuve dándole a Silvia sin parar durante un buen rato, recibiendo una que otra lamida involuntaria. La mujer gimió, se descontroló un poco, perdiendo ese profesionalismo que la caracteriza. Comenzó a pedir que le diera más duro, y eso mismo hice.
Al final, mi verga explotó dentro de su concha. Solté todo, no me guardé ni una gota. Cuando me aparté, Silvia le ordenó a Katia que siguiera lamiendo. Así fue que ella terminó tragando todo el semen que chorreaba de la concha. Lamió sin recelo, como si no le importara. Se tomó todo… ella tampoco dejó ni una sola gota.
Cuando Silvia se vistió, nos miró con una sonrisa cargada de picardía.
—La pasé muy bien. Nunca había hecho esto con un hermano y una hermana.
—¿Eh? ¿Lo sabía? —Pregunté, confundido.
—Claro, sus nombres están en el informe. Da un poquito de morbo ¿no?
Y con eso se despidió de nosotros.
* * *
—¿Creés que fue más raro esto, o lo que pasó con Paula?
—Ya te respondí. Dije que era un empate.
Ella giró la cabeza, me miró como si acabara de decirle que prefería la pizza sin queso.
—No podés. Te la tenés que jugar. ¿Paula o Silvia?
Me reí por lo bajo.
—¿Cuál me gustó más? —Quería evadir la pregunta a toda costa. Porque sabía hacia dónde se dirigía Katia. Ella quería hablar sobre el episodio con el semen chorreando de la concha de Silvia. Yo prefería hacer de cuenta que eso nunca ocurrió.
—No… con cuál fue más raro. Pero… ya que estamos. Sí. ¿Quién de las dos te gusta más?
Había algo en su voz que no era provocación. Era más blando. Más curioso. Como si quisiera desactivar la pregunta antes de escuchar la respuesta.
—¿Contando solo lo físico o también la personalidad?
—¿Querés una planilla comparativa? —preguntó, sonriendo apenas.
—No estaría mal. Me manejo mejor con cuadros que con emociones.
—Entonces hacelo en porcentajes.
—Ok… —dije, pensando en voz alta—. Paula: 80% magnetismo. 20% imprevisibilidad. Silvia: 70% misterio, 30% escalofrío.
—¿Y yo? —preguntó, sin mirarme, como si lo hubiera dicho sin querer.
Sentí un golpe seco en el estómago. No literal. De esos que uno se da desde adentro.
—¿Vos qué?
—¿Qué porcentaje tengo yo?
No lo dijo en broma.
Tampoco lo dijo en serio.
Lo dijo desde un lugar indefinido, como si necesitara una respuesta sin saber qué haría con ella.
—¿Vos qué?
—¿Qué porcentaje tengo yo?
No lo dijo en broma.
Tampoco lo dijo en serio.
Lo dijo desde ese lugar intermedio, donde uno lanza una pregunta esperando que el otro no la esquive, pero sin saber qué hacer con la respuesta si llega.
Yo respiré hondo, como si tuviera que buscar la cifra exacta en algún archivo interno.
—Diría que sos… 60% caos estructural.
—¿Qué?
—Escuchá —dije, con tono de presentación formal—. Sos torpe, olvidás cosas básicas, tu manejo del espacio es un atentado a la lógica, y tu sentido de la organización es, objetivamente, inexistente.
Ella sonrió, en silencio.
—Pero también sos un 40%… no sé si belleza, porque eso suena superficial. Digamos que tenés una mezcla de simpatía espontánea, calidez… y sí, vamos a decirlo: sos muy linda.
—¿Muy?
—Técnicamente, sí. Aunque vivís disfrazándolo con ropa rota y rodete mal hecho.
Ella se rió por la nariz, bajito.
Ella se rió por la nariz, bajito, con ese sonido que a veces parece un gesto de burla y otras, una confesión de ternura.
—Me estás elogiando como si fueras mi supervisor de Recursos Humanos.
—Y vos lo preguntaste como si fueras a armarte un Excel emocional —respondí, cruzando los brazos sobre el pecho, intentando que la incomodidad se escondiera entre el sarcasmo.
Pero el silencio que vino después no era de esos que dan pie a una risa, ni a un cambio de tema. Era uno de esos silencios que bajan la luz de la habitación sin tocar el interruptor. Me obligó a pensar. A comparar.
Silvia era intensa. Madura. Con ese aire seguro de quien ya vivió todo dos veces.
Paula era eléctrica. Inesperada. La clase de persona que aparece un viernes y te arruina la rutina con una sonrisa.
Pero ninguna de las dos estaba en mi sillón. Ninguna de las dos me preguntaba, entre líneas, si algo había cambiado para siempre.
Y justo cuando creí que me podía esconder detrás de mis pensamientos, Katia habló.
—Yo soy más linda.
—¿Eh? —fue lo único que atiné a decir, como un idiota desarmado.
—Digo que soy más linda que Silvia y Paula —repitió, con esa franqueza despojada de malicia—. Pero no soy más linda que Stella. Esa mujer sí que es hermosa.
La frase flotó unos segundos, hasta que encontré un salvavidas en el mar de sus ojos.
—Stella podría ser la más linda, sí... aunque tengo mis dudas —dije, y me agarré de esa frase como quien se cuelga de una excusa para no pensar.
Katia me miró.
Justo en ese instante, la televisión mostró un pastel en forma de castillo desplomándose en cámara lenta.
La metáfora era tan grosera que me dieron ganas de apagar la tele a patadas.
—¿Querés que prepare algo para comer? —pregunté, poniéndome de pie con una energía falsa, como si el hambre fuera el problema real.
—No. Pero si vas a la cocina, traé más té.
Asentí. Caminé hacia la cocina despacio, como si el pasillo fuera más largo de lo que recordaba.
En el silencio que dejé atrás, escuché un suspiro suave.
Y supe —sin necesidad de darme vuelta— que ella también había entendido lo mismo que yo.
Lo de Paula fue el comienzo.
Lo de hoy… fue el quiebre.
----------------------------
Link con todos los capítulos de
--------------
Todos mis links, para que puedan seguir y apoyar mis relatos:
--------------
Todos mis links, para que puedan seguir y apoyar mis relatos:
Comentarios