Capítulo 11.
Ser Otro.
Soñé que mi hermana me estaba chupando la verga.
Y al despertarme recordé que no fue un sueño. Realmente ocurrió. La erección que tenía al despertar solo podía compararse con la que tuve cuando Katia me hizo una mamada en el baño de la oficina.
Todavía me atormentan esas confusas sensaciones. Para despejarme (y por mera compulsión) tomé mi celular. Me encontré con varios mensajes de Marcela, habían llegado a mitad de la noche. Estaba encantada con los videos que le pasé. Le parecía muy morboso ver a Katia chupando mi verga. Bah, la verga de “Cristian”. Lo que más le sorprendía era que mi jefa Stella también se hubiera sumado.
“Sos todo un ganador, Cristian”.
Me decía en uno de estos mensajes. No me sentía así. Las cosas no pasaron porque yo las hubiera buscado. Solo fue una locura que se le ocurrió a mi hermana. Al menos ella se va a poner contenta al ver que Marcela cumplió su promesa. Me mandó tres videos distintos.
El primero la mostraba de lado, acostada en la cama. Se estaba metiendo un dildo, no muy grande, por la concha… y de pronto pasó a hundirlo en el agujero de su culo. Soltó un largo gemido de placer y comenzó a darse duro.
Tuve que empezar a masturbarme, no me resistí. Y la cosa se puso aún mejor en el segundo video. El dildo era más grande y estaba adherido por una ventosa a la pared, similar al que le regalé a Katia. La cámara tomaba la acción desde abajo, supuse que el celular estaba en el piso, apuntando directo a la concha húmeda de Marcela. Era impresionante como ese dildo se hundía en su culo con suma facilidad.
“No acostumbro a meterme cosas por el culo —comentó—. Es algo que empecé a hacer hace unas pocas semanas… porque necesitaba probar algo nuevo. Y descubrí que me vuelve loca. Siempre tuve prejuicios con el sexo anal. Fui una boluda. Hubiera podido disfrutarlo durante muchos años”
Y al parecer Marcela estaba decidida a recuperar los años perdidos. En el tercer video aparecía en cuclillas, y el dildo apoyado en el suelo. Ella daba saltos como una rana bien entrenada y el dildo se hundía en su culo una y otra vez. Me masturbé pensando que era mi verga lo que entraba por ese agujero.
Cuando acabé, sin pensarlo mucho, le mandé una foto de mi miembro erecto, chorreando semen. Con la frase:
“Si un día llego a verte, te voy a meter todo esto por el orto”.
No sé por qué me animé a tanto. No suelo decir esas cosas. Me sorprendió que Marcela contestara al instante.
“No me tientes, Cristian… porque me muero de ganas de que me rompas el orto. Sé que acordamos que esta charla sería solo por celular, pero… ¿pensaste cómo podríamos hacer para encontrarnos? ¿Te animarías a tener un encuentro fugaz conmigo?”
Se me paralizó el corazón. No lo voy a negar. Tengo muchas ganas de conocer a Marcela. Me fascina su cuerpo y me vuelve loco la forma tan descarada en la que me habla. Y ni hablar de cómo monta dildos con el culo. No me voy a poder quitar esa imagen de la cabeza durante el resto de mi vida.
¿Y por qué no vas a conocerla, Abel? ¿Qué problema hay?
No es que esté casado (como ella) y ya no tengo novia. Sin embargo…
…no me animo.
¿Qué mierda me pasa?
Sí, sí… ya sé lo que pasa. No puedo engañarme a mí mismo. Me da miedo de que esta aventura repercuta en mi trabajo. Si Stella se entera que me cogí a una mujer casada, seguramente lo celebra, con champagne y todo. Pero si mis compañeros de trabajo comienzan a hablar de esto en los pasillos… y los rumores llegan a la cúpula directiva… voy a tener un gran quilombo. Rómulo Artiaga, el director de la empresa es un tipo muy conservador. Hace unos meses echó a dos empleados por cometer “adulterio en horario de trabajo”. Un hombre y una mujer casados, que engañaban a sus parejas en pleno horario de oficina. Eso era inaceptable para el señor Artiaga.
Siempre me esfuerzo por lucir profesional cuando lo veo entrar en el edificio. Un hombre entrado en kilos, cuya corpulencia no le quita ni un ápice de respeto. El traje gris le queda impecable, hecho a medida. Ya quisiera yo tener trajes hechos a medida.
No, no puedo permitir que una simple calentura arruine mis chances de ascenso.
“Así te voy a esperar cuando nos veamos”.
Junto con el nuevo mensaje de Marcela venía una foto. Ella en cuatro patas, sobre la cama, con medias y portaligas. Se abría las nalgas con las manos, tenía la concha chorreando de humedad y el culo bien dilatado, como si una verga hubiera estado allí dentro apenas unos segundos antes.
Tengo que pensar cómo encontrarme con ella… sin poner en riesgo mi trabajo. Algo se me tiene que ocurrir.
* * *
El cartel decía “Fantasía Total – Disfraces y Accesorios” con unas letras rojas brillosas que parecían escritas con mermelada y glitter. Había dos estrellitas doradas parpadeando en los bordes, como si intentaran convencerme de que entrar a ese local era divertido, inofensivo. Que no tenía nada de raro.
Una vil mentira, al menos para mí.
La vidriera era un delirio. Había un pirata con un parche de plástico y una espada que se notaba más hueca que mis ganas de estar ahí. A su lado, una enfermera con la pollerita tan corta que ni en carnaval te la ponés sin dudar un poco. Un Frankenstein desinflado, con la cabeza medio torcida. Y una diablita, por supuesto, siempre hay una diablita en todas las fiestas de disfraces. Esta venía con tridente rojo, corset con lentejuelas, cuernitos y medias de red. Si esto era una promesa de fantasías, más que total, era desesperada. Cualquier mujer que se vistiera con eso estaría diciendo a gritos: Vine a coger… y a que me cojan.
Me quedé ahí, clavado como un pelotudo, mirando los maniquíes como si fueran a darme una señal. Tenía las manos en los bolsillos, la capucha puesta y el corazón latiéndome en la garganta. ¿Qué carajo estaba haciendo ahí? “Vamos, Abel… ya estás grande para estas pelotudeces”, me repetía incesantemente.
Podía dar media vuelta. Podía volver a casa, sacarme este nudo del pecho y olvidarme de todo. Nadie me obligaba.
Excepto Marcela. Ella me forzaba indirectamente a estar acá.
Marcela con su boca roja. Algo me dice que el resto de su cara es tan hermosa como sus labios. ¿De verdad ella me gusta tanto? Tuve que replantearme esto, necesito estar seguro. ¿Qué es lo que más me gusta de ella, si apenas la conozco?
No tiene un cuerpo escandaloso, ni falta que le hace. Tiene esa clase de presencia que te atrapa sin moverse. Es esbelta, sutil, como si cada parte estuviera hecha a medida, sin nada de más. Se nota que hace ejercicio, pero no para mostrarlo: es de las que cuidan lo suyo en silencio, sin andar subiendo a internet fotos al espejo. Esas fotos las reserva para mí. Todo en ella tiene una proporción que desarma. No es voluptuosa, ni demasiado flaca. Es justo como tiene que ser.
En ella la desnudez parece algo natural, como si le perteneciera desde siempre. Como si fuera una forma más de estar en el mundo. Y eso me vuelve loco.
No tiene sentido mentirme: su culo también me vuelve loco. Quiero meterle toda la verga y darle duro. Quiero escucharla gemir y que me diga “Partime al medio… Cristian”. Ya estoy empezando a encariñarme con ese nombre.
Y bueno, Marcela está casada. Pequeño detalle.
Marcela es sinónimo de problemas. Lo sé. Y por eso estoy acá. Porque si alguien me ve con ella, si alguien me reconoce, se arma.
Tengo que ser Cristian. Y Cristian no puede tener esta cara, ni esta ropa. Cristian tiene que ser irreconocible. Suspiré, dándome por vencido. Sentí la vergüenza respirándome en la nuca, pero igual empujé la puerta.
Apenas crucé la puerta, me pegó el olor a plástico nuevo, como cuando abrís un tacho de juguetes de cumpleaños. Era un caos de colores, brillos y texturas. Paredes repletas de máscaras —algunas de monstruos, otras de políticos, y otras que no supe bien qué mierda eran— colgaban como trofeos de una fiesta que no me habían invitado. En los estantes se apilaban pelucas, boas de plumas, corpiños con luces, espadas de goma, tridentes, moños gigantes, antifaces, pestañas postizas, sombreros de copa, orejitas de gato… Me costaba encontrar el aire entre tanto cotillón.
Por un momento pensé en volverme. Nadie me había visto entrar. Todavía podía salir de ahí como si nada. Pero ya había cruzado la línea.
Me apoyé contra uno de los mostradores, más para no parecer tan desorientado que por comodidad. Del otro lado había una chica. Era bonita, sin ser hermosa. Delgada y con el pelo muy corto. Tenía mechas fucsia muy desprolijas, como si se las hubiera teñido ella misma. Llevaba un piercing en la ceja derecha y otro en la fosa nasal izquierda.
Me la imaginé con el pelo largo, con más curvas, y con tetas… porque era plana como una tabla de planchas. Pensé que con esos pequeños cambios podría ser realmente hermosa. De cara no está nada mal. Pero así, tan flaca, y con ese pelo cortado a cuchillo, parecía salida de un catálogo de lesbianas punkies. Como si estuviera a punto de venderme una remera de Sex Pistols junto con un libro sobre brujería feminista.
Me miró sin interés. Como si yo fuera el enésimo tipo ridículo que entraba a buscar un disfraz de pirata para una despedida de soltero. Y, la verdad, no estaba tan equivocada.
Estaba por preguntarle algo a la chica del mostrador —algo estúpido, seguro, como si tenían pelucas rubias con corte carré— cuando la vi.
Salió de entre las góndolas como si el cotillón se abriera a su paso por respeto y admiración. Curvilínea y voluptuosa. De esas mujeres que te hacen parpadear dos veces para confirmar que no te las inventaste. Tenía unas tetas bien grandes, contundentes, sostenidas por una camisa blanca de oficina que, en cualquier otra, habría parecido parte de un disfraz de secretaria hot. En Katia, por ejemplo, ese conjunto se ve entre obsceno y ridículo. Pero en esta mujer no había ni una pizca de vulgaridad: la camisa blanca y la pollera negra, en ella eran sinónimo de respeto y profesionalismo. Parecía recién salida de una reunión importante, de esas donde hay doce tipos callados y ella es la única que habla, marcando el ritmo, dejando claro que las cosas se hacen a su manera.
La pollera negra, ajustada justo lo necesario para que se notara su cintura de avispa. El pelo negro, largo, lacio, con brillo. Y los ojos felinos, oscuros, afilados. Sé que puede parecer un cliché, pero… creo que es la mujer más hermosa que vi en mi vida. Y no era solo su belleza lo que me cautivaba. Era algo más. Una sensación rara. Como si la conociera de algún lado.
¿La había visto antes? ¿En la calle? ¿En algún sueño? ¿O me la estaba inventando ahora mismo?
Ella ni se fijó en mí. Se acercó al mostrador con seguridad y apoyó una caja.
—Quiero probarme esto —dijo, sin levantar la voz.
Creía que esa voz también la había escuchado antes. Porque en ese momento ya no estaba seguro de nada. Quizás mi mente me estaba jugando una mala pasada.
Y entonces, justo cuando estaba por volver la mirada al piso como un boludo, ella me miró. Fue apenas un segundo, pero lo sentí eterno. Sus ojos se cruzaron con los míos y noté cómo, por un instante, se le encendían las mejillas. No era una sonrisa, ni una mueca… era rubor. Se sonrojó, y eso, viniendo de una mujer como ella, me descolocó más que todo lo anterior. De inmediato desvió la mirada hacia la empleada, como si yo no existiera.
—Perdón —dije, dando un paso más cerca del mostrador—. No quise incomodarte. Es que... no sé, me parecés conocida. Como si te hubiera visto antes.
Ella no me miró de inmediato. Tardó unos segundos en responder, con un tono seco pero no agresivo:
—No creo. Yo a vos no te conozco.
Me aclaré la garganta. Intenté ser lo más educado posible, aunque la voz me salió un poco más tensa de lo que me hubiese gustado.
—¿Cómo te llamás? Si no te molesta que te pregunte… Emm… yo me llamo Abel.
Me miró de nuevo. Esta vez, con una ceja levemente levantada, como si estuviera evaluando si decirme la verdad o no.
—Me llamo Gisela. Y no conozco a ningún Abel.
—Ah… y yo no conozco ninguna Gisela —contesté, con una media sonrisa torpe, mientras me rascaba la nunca.
La empleada, que había estado observando la escena con una sonrisa cortés, dijo:
—Gise, podés pasar al probador, está libre.
Gisela asintió, agarró la caja y caminó hacia el fondo del local sin volver a mirarme. Yo la seguí con la vista hasta que desapareció tras una cortina de lentejuelas plateadas.
Entonces noté que la empleada me miraba. Tenía el ceño fruncido, los labios apretados y esa expresión que uno pone cuando algo no le cierra.
Me paralicé. Como si me hubieran pescado robando caramelos en una tienda de golosinas. Me sentí un idiota.
—Espero que no seas de esos pelotudos que andan siempre de levante —me largó la empleada, sin filtro, apenas Gisela desapareció detrás del probador—. Gisela es una buena clienta. No quiero que me la espantes.
Me quedé duro. La vergüenza me subió de golpe, como una ola caliente por el cuello. Sentí que me ponía rojo hasta detrás de las orejas.
—No, no… nada que ver —dije rápido, levantando las manos como si me estuviera rindiendo—. Te juro que no soy así. No intentaba chamuyarla ni nada por el estilo. Solo... me pareció conocerla. De verdad. Pero ya está, no voy a molestar. Prometo no causar problemas.
Ella me miró un segundo más, como midiendo si me creía o no. Después asintió con la cabeza, seca pero sin agresión.
—Muy bien, Abel... —dijo, marcando mi nombre con una sonrisita que tenía más de burla que de amabilidad—. Mi nombre es Daiana, por si te interesa.
Sentí el golpe, suave pero certero. Me la había devuelto con elegancia.
—¿En qué puedo ayudarte?
Me rasqué la nuca. No sé por qué, pero en los peores momentos siempre me agarra como una especie de urticaria molesta ahí, justo ahí. Debe ser nervios, supongo… aunque nunca me doy cuenta hasta que ya tengo la mano rascando.
—Necesito... no sé, algo para verme distinto. Pero sin parecer un ridículo, ¿sabés? Es para...
—Pará —me interrumpió Daiana, levantando una mano mientras giraba hacia una estantería—. Prefiero no saber para qué la gente usa los disfraces. Yo solo los vendo.
Y ahí, por primera vez desde que entré, sentí algo parecido al alivio. Me cayó bien. Esa manera de no preguntar, de no querer saber más de la cuenta, me pareció perfecta. Agradecí en silencio no tener que explicarle que me iba a ver con una mujer casada y que necesitaba ser otro por un rato.
Le expliqué más o menos lo que quería y al rato ya estaba frente al espejo, con un quincho castaño tirando a rubio que parecía hecho con los restos de un escobillón. Además, un bigote espeso y algo torcido que Daiana insistió en que combinaba. No sabría decir si lo dijo en serio o con ironía, porque con ella nunca se sabe.
Después me ofreció unos lentes de contacto celestes, aunque me advirtió que primero tenía que comprarlos. No aceptaban devoluciones de ojos usados, según sus palabras. Me los puse igual, con manos torpes, y el cambio fue inmediato: mis ojos, que siempre fueron oscuros como mi pelo, ahora me devolvían una mirada clara, ajena, como prestada. El efecto era sorprendente, pero aún no terminaba de convencerme.
—Me siento ridículo —dije, sin dejar de mirar al tipo que me miraba desde el vidrio—. Se nota que es todo falso.
—Eso es porque no estás peinado —me respondió, con la lógica de quien habla de algo obvio—. Las pelucas también se peinan. Y ese bigote… nadie de tu edad usa bigote. Probá con una barba, a ver qué pasa.
Le hice caso. Me prestó un peine y empecé a peinar la peluca con torpeza. La dejé un poco revuelta, imaginé que Cristian sería la clase de hombres que no se mira demasiado al espejo.
Cuando me puse la barba, todo cambió. Ahí sucedió la magia.
El tipo que me miraba desde el espejo ya no era Abel. Era alguien más. Alguien atractivo. Con esa belleza informal que parece descuidada pero no lo es. Se lo veía seguro. Serio, sí, demasiado recto todavía… así que aflojé un poco los hombros, ladeé apenas la cabeza y le sumé una sonrisa canchera, medio sobradora. Tenía algunas dudas, hasta que escuché la voz de Daiana, a mi espalda:
—Ya está… sos otro. Nada que ver al flaco que entró por esa puerta.
—Genial, es justo lo que buscaba —dije, mirándome de costado en el espejo—. Aunque la ropa no me ayuda. Me gustaría probarme algo más… pero, creo que eso lo tendría que comprar en otro lado.
—No solo vendemos disfraces —me dijo Daiana, como si estuviera esperando que dijera eso—. En el fondo tenemos ropa común y corriente —señaló con un gesto hacia una fila larguísima de pasillos, tapados de prendas hasta el techo—. Suele venir bien para completar atuendos como el que buscás vos… y para actores de teatro. Andá tranquilo, estoy segura de que hay ropa de tu talle.
Le agradecí con una sonrisa y empecé a caminar por ese pasillo lleno de cotillón y disfraces. Al principio no sabía ni qué buscar. Me costaba visualizar cómo se vestía Cristian. ¿Era más relajado? ¿Más urbano? ¿Un poco canchero? ¿Podía permitirme algo de color? Porque como Abel, con suerte, me animo a un buzo bordó o una remera gris con rayas. Casi toda mi ropa es gris, negra o blanca; y a veces un poco de azul marino, para variar. Cristian tiene que ser otra cosa.
Empecé a revolver. Había de todo: pantalones chupines, camisas estampadas, camperas de cuero, remeras con frases en inglés, jeans rotosos, joggers, bermudas de lino. Me tomé mi tiempo. Demasiado, tal vez. Pero cada prenda me hacía dudar. No quería parecer un disfrazado, quería verme como alguien más… sin parecer un chiste.
Al final me decidí por un pantalón color mostaza, un poco ajustado, pero con onda. Y una remera negra de tela fina, con cuello redondo y un pequeño estampado en el pecho que decía “good trouble”. Sí, sí… es otra remera negra, lo sé; pero el estampado era bastante colorido, con fucsia y azul. Las letras eran grandes, ocupaban todo el pecho. Algo que definitivamente Abel no usaría. Me gustaba cómo quedaban juntos.
Volví al mostrador con las prendas en la mano, entusiasmado por probarme el conjunto completo. Pero cuando llegué… no había nadie. La tienda estaba vacía. Ni señales de Daiana. Miré hacia el fondo. El pasillo que llevaba a los probadores seguía abierto, la cortina plateada se movía apenas con la brisa del aire acondicionado, pero no se escuchaba ni un paso, ni una voz. Me quedé quieto, con la ropa colgando del brazo. ¿Y si demoré tanto que Daiana se olvidó de mí?
No, eso no tiene sentido. Las luces siguen encendidas y el cartel de “Abierto” sigue en la puerta. Quizás solo salió a comprar algo para tomar. Me encogí de hombros, no es mi problema si una empleada se ausenta de su lugar de trabajo. Fui hasta el probador más cercano y cuando corrí la cortina me llevé una de las grandes sorpresas de mi vida.
Gisela, esa imponente morocha, tenía puesto un conjunto de cuero negro, con una estética que parecía sacada de una película sadomasoquista. Sus tetas parecían gigantescas, apretadas dentro de ese corpiño negro. Las medias de red le daban un aura imponente a sus torneadas piernas. Y lo más salvaje de todo era que Gisela tenía un pie subido a un taburete de madera, y nada que cubriera su entrepierna. Y esperen, porque ahí no termina la cosa. De rodillas, en el suelo, estaba Daiana… metiéndole la lengua en la concha.
Esa concha era un espectáculo divino. Completamente depilada, cubierta de viscosos jugos vaginales y la saliva de la flaquita lesbiana. Daiana no paró de mover su lengua. Ni siquiera cuando me vio de reojo. Fue como si me dijera con la mirada: “¿Quién te invitó a mirar?”
Me quedé clavado.
El tiempo se volvió una cosa espesa, como si el aire se hubiera vuelto más denso de golpe. Lo primero que sentí fue asombro. Después, fascinación. Y enseguida, una vergüenza tan fuerte que me ardieron las orejas. Supe, con total claridad, que no debería estar mirando. Que tenía que cerrar la cortina en ese mismo instante.
Pero no lo hice.
Gisela se ruborizó al verme, con una intensidad que me hizo pensar que yo debía estar del mismo color, o peor. Había algo desconcertante en ella. Su cuerpo —tan seguro de sí, tan decidido— seguía allí, erguido, curvilíneo, sin buscar esconderse. Era como si su postura hablara un idioma distinto al de su cara. Porque en su cara se percibía otra cosa: una vergüenza nítida, desbordante, que no sabía esconder. Los ojos le temblaban. La boca estaba entreabierta, como si quisiera decir algo pero no encontrara las palabras. Esa contradicción me dejó aún más descolocado. Era como ver dos versiones de la misma mujer: una que sabía exactamente quién era, y otra que no podía sostener esa mirada frente a mí. Y entre ambas, yo, sintiéndome cada vez más intruso, más culpable, más imbécil. Pero en ningún momento Gisela intentó cubrirse. Mantuvo su mano izquierda sobre la cabeza de Daiana e hizo que la flaquita punk siguiera bien pegada a su concha. Y Daiana chupó con devoción.
Algo en mí —la confusa parálisis del cuerpo— me impidió reaccionar. Me quedé ahí, como un intruso en su propia vida, con los brazos flojos a los costados, viendo una escena que no me pertenecía.
Hasta que por fin alguien habló. Fue Gisela. Su voz se mostró dulce, comprensiva… tímida. Un susurro cálido que me atravesó con más fuerza que un cachetazo.
—¿Podrías darnos un poco de privacidad?
—Ah… eh… sí, sí… perdón —murmuré, bajando la mirada—. Perdón, no quise… no sabía…
Cerré la cortina de golpe, con torpeza, como si eso pudiera borrar lo que acababa de pasar. Me fui al primer probador vacío que encontré, sin mirar atrás, con el corazón latiéndome en el cuello y una sensación imborrable de haber sido un completo imbécil. Me encerré. Me apoyé contra la pared y me llevé una mano a la frente.
Qué carajo acababa de pasar.
Ya me había puesto todo: el pantalón mostaza, la remera negra, la peluca bien peinada, la barba prolija. Me miré una última vez en el espejo y no pude evitar sonreír. No era Abel. Era Cristian. Un tipo más seguro, más suelto, con otra espalda.
—¿Daiana? —pregunté desde adentro, acomodándome el cuello de la remera—. ¿Puedo pagarte esto? La ropa, la peluca, todo.
Su voz me respondió desde algún lugar entre las cortinas:
—Esperá un toque… Por haber abierto sin permiso, me debés un favor. Vas a tener que atender el local unos minutos.
Tardé en responder. No sabía si me hablaba en serio.
—¿Atender? ¿Tipo… detrás del mostrador?
—Exacto. Mirá qué fácil: si entra alguien, lo saludás con buena cara y decís que Daiana ya viene. Eso es todo.
Y desapareció de nuevo entre los pasillos.
Así que ahí me quedé. Detrás del mostrador, disfrazado de mí mismo pero en otra versión, tratando de no pensar en la escena que acababa de ver y agradeciendo tener algo concreto para hacer. Por unos minutos, nadie entró. Caminé un poco detrás del mostrador, toqué cosas al pedo, observé las máscaras colgando, revisé un exhibidor de narices falsas. El tiempo se volvió raro, como suspendido.
Hasta que la campanita de la puerta sonó y la vi entrar. Me costó disimular la expresión.
Era una chica muy bonita. De esas que te hacen sentir que estás en una película donde ella es la protagonista. Delgada, sí, pero con curvas suaves que se notaban aún bajo su ropa casual. El pelo negro, lacio, perfecto. Y los ojos… enormes, marrones, brillantes. Como si tuvieran luz propia. Me miró y sonrió, y esa sonrisa fue un relámpago directo al pecho. Una cintura angosta realzaba sus nalgas. Por dios, dio un pequeño giro, para asegurarse de que la puerta quedaba bien cerrada, y en ese pantalón de jean ajustado vi uno de los culos más hermosos que presencié en mi vida. Redondo, macizo. Diseñado para el pecado.
Al volver a girar, sus ojos se encendieron al verme, como si me reconociera de alguna parte, aunque eso era imposible. O capaz que no. Capaz que Cristian ya empezaba a existir, y lo que había visto en mi cara era algo nuevo. Algo que no había visto nunca en Abel.
—Hola —dijo la chica, sin dejar de sonreír—. ¿Está Daiana?
Me aclaré la garganta y traté de poner la voz más segura que me saliera.
—Por ahora no puede atenderte... pero para eso estoy yo, linda. ¿En qué te puedo ayudar?
Me sentí un pelotudo al decirle “linda”. Yo no hablo así. Debió ser idea de Cristian. Ella apoyó las manos sobre el mostrador, con los dedos entrelazados. Las uñas pintadas de rojo oscuro.
—Me llamo Virginia. Yo soy la que encargó el diseño de enfermera —dijo, como si eso explicara todo—. Me alegró mucho verlo en vidriera. Quedó… impactante.
La sonrisa no se movió de su cara. Era de esas sonrisas que parecen invitarte a que te portes mal. No exagerada, no forzada. Pero sí radiante.
—Además, Daiana me escribió hace un rato —agregó, bajando apenas la voz, como si me estuviera contando un secreto divertido—. Me dijo que hoy tenían disponible un conjunto muy atrevido… de diablita.
Mientras lo decía, los ojos le brillaron con una picardía que no se puede fingir. Era apenas un gesto, una chispa, pero me desacomodó. Sentí que el personaje de Cristian se me aflojaba un poco en las costuras.
¿Me estaba coqueteando?
Era posible. O capaz ella habla así con todo el mundo. Pero la forma en que me miraba —como si supiera que yo no era un simple vendedor— me hizo dudar. Y tragué saliva, sin estar del todo seguro de qué responder.
Podría haberme quedado callado, limitarme a sonreír como un vendedor cortés, decirle a Virginia que esperara a Daiana. Pero algo en mí —en Cristian— se activó. Pensé: total, no la conozco. Si la cago, no pierdo nada. Y si no… bueno, tal vez podía jugar un rato a ser alguien más. Así que me enderecé un poco, le bajé medio tono a la voz y solté, con una confianza que me salió de vaya a saber dónde:
—El conjunto de diablita te va a quedar espectacular… como cualquier conjunto atrevido que te pongas. Ese cuerpo es para lucirlo, no para esconderlo.
Lo dije con una media sonrisa, como si fuera normal que yo hablara así. Aunque por dentro me sentía como un nene disfrazado de superhéroe. Esperaba que frunciera el ceño, que se ofendiera, que me dijera algo del estilo “¿te parece?”, pero no. Para mi sorpresa, su cara se iluminó aún más.
—Eso es lo que le digo siempre a mi novio —respondió, con una risita cómplice—. Me gusta mostrar piel cuando voy a fiestas... aunque él se enoje.
Ahí fue cuando me animé a más. Ya estaba metido. Tenía que confiar en Cristian. Aunque fuera un invento de último momento.
—Tu novio es un boludo —dije, con tono casi serio—. Si yo anduviera con una chica como vos, lo que menos le pediría es que se tape.
Virginia soltó una risita aguda, de esas que vienen con un ligero movimiento de hombros. Tenía una forma muy particular de reírse, como si saboreara el momento antes de soltarlo.
Me agaché detrás del mostrador, más que nada para esconder mi propia sorpresa, y revolví entre las cajas hasta encontrar la que decía "Diablita – Talle S/M – Edición Atrevida". Se la tendí con una mano, sin dejar de mirarla.
—Ya tenés lo tuyo. Si querés, podés probártelo.
Ella agarró la caja sin perder la sonrisa, me sostuvo la mirada con un brillo juguetón y caminó hacia los probadores con una seguridad que me dejó clavado en el piso.
Cristian, al parecer, es un tipo con suerte.
Esperé un rato en silencio, con los codos apoyados en el mostrador. Si todas las clientas de este lugar son como Gisela o Virginia… uff… sería hermoso poder trabajar acá. Aunque tampoco me puedo quejar, en mi oficina tengo como jefa a una rubia muy puta que, literalmente, me chupa la pija. Y a mi hermana, que hace lo mismo; pero… eso es otro tema.
—Che, ¿me ayudás con algo? —escuché la voz de Virginia desde el fondo—. Necesito una opinión sincera… de un hombre.
Tragué saliva. Sentí el impulso de mirar hacia los costados, como si hubiera otro tipo en el local que pudiera hacerse cargo. Pero no. Era yo. Bueno… Cristian. Caminé hasta su probador con una mezcla de vértigo y expectativa. Toqué apenas la cortina.
—¿Estás segura?
—Dale, abrí.
Corrí la tela con cuidado. Y ahí estaba.
Virginia, de pie en el pequeño cubículo, lucía el disfraz más atrevido que había visto en mi vida real. Y sin embargo, no se veía ridícula. Se veía… desarmante.
El conjunto era rojo intenso, ajustado al cuerpo como una segunda piel. Un corset con escote pronunciado en forma de corazón, adornado con detalles en terciopelo negro que le daban un aire elegante dentro de lo provocativo. Las medias de red, sujetas con ligas, dibujaban líneas sobre sus piernas largas, y unos pequeños guantes de encaje le cubrían las manos. En la cabeza, unos cuernos brillantes, sostenidos por una vincha, enmarcaban su cara como una corona traviesa. Hasta tenía una colita roja y puntiaguda que salía por detrás. Pero noté algo tan raro como impactante: no tenía minifalda. Lo único que usaba debajo era una diminuta tanga roja. Supe de inmediato que Virginia debía tener el pubis depilado, porque de lo contrario hubiera estado enseñando vello púbico.
—¿No te está faltando una parte? —Le pregunté, con un nudo en la garganta.
—No, no… pedí el disfraz así, sin nada más debajo. ¿Te gusta o es demasiado?
Me quedé mudo. Sentí cómo se me endurecían los músculos del cuello, cómo el aire se me volvía denso en el pecho.
Pero ahí fue cuando apareció él. Cristian, se hizo cargo del asunto y habló por mí, con una voz firme, tranquila, con una sonrisa cargada de certeza.
—Ah, pero sos bien zarpada, flaca —ella soltó una risita pícara que me resonó en los huevos—. Estás increíble. En serio. Ese disfraz te queda espectacular. Vas a ser la envidia de todas las chicas en esa fiesta… y probablemente también de unos cuantos tipos.
Virginia rió, encantada, como si le acabara de decir exactamente lo que esperaba escuchar.
—¿Sí? —preguntó, dando un paso atrás.
Y entonces, sin aviso, se dio media vuelta y empezó a hacer un pequeño giro de caderas, un bailecito sensual que le salió natural, como si no lo hubiera ensayado ni un segundo. La colita roja se movía con ella. Cuando volvió a ponerse de frente, aún sonriendo, yo ya no era del todo yo. Cristian silbó. Un silbido corto, perfecto, con esa entonación justa que dice mucho sin decir nada. Me sorprendió. Abel ni siquiera sabía silbar así. Pero al parecer, Cristian sí.
—Aunque… la tanga es más chiquita de lo que me imaginaba —dijo Virginia entre risas.
Se paró frente al espejo y no pude evitar que la mirada se me fuera a su abdomen. Había algo hipnótico en esa zona, en cómo el vientre plano se curvaba apenas sobre el ombligo, como una línea suave que parecía pensada para encajar con el resto de su cuerpo. A pesar de lo delgada que era, tenía caderas anchas, bien marcadas, que contrastaban con esa delgadez sin romper la armonía. Todo en ella parecía haber sido dibujado con una lógica interna que escapaba a cualquier capricho estético. No era solo deseo lo que me provocaba; era fascinación. Como si cada parte de su anatomía estuviera en el lugar exacto donde tenía que estar. Y lo mejor de todo era su pubis, asomando lampiño por encima de la diminuta tanga de cuero rojo.
Me dejé llevar por la confianza de Cristian, esa que no me salía de forma natural pero que, en ese momento, parecía fluir como si siempre hubiera estado ahí; como si siempre hubiera formado parte de mí. Me acerqué a Virginia por la espalda, sin tocarla, pero lo suficientemente cerca como para que mi presencia se notara. Ambos estábamos frente al espejo, reflejados, como si viéramos a otra pareja en una escena ajena.
—Te queda pintado —le dije, con una sonrisa apenas ladeada—. Se nota que ese traje fue hecho pensando en vos.
Virginia no se sobresaltó. No se movió, ni siquiera parpadeó. Al contrario, mantuvo esa sonrisa suya, entre pícara y juguetona, y con un leve movimiento del cuerpo provocó un roce deliberado entre nosotros. Su cola me quedó pegada a la pierna. Mi pecho quedó apoyado en sus espalda. Tenía miedo de que ella notara lo rápido que me latía el corazón. Pero logré mantener la calma.
—Lo que me preocupa es lo mucho que se ve ahí abajo —Entendí que el juego ya no era solo mío. Ella también estaba jugando sus cartas—. ¿Te parece que da para ir a una fiesta de disfraces con esto?
—Eso depende de qué tipo de fiesta sea. ¿Es de las que se ponen picantes?
—Uf… sí… muy picantes. Da para ir atrevida… le dije a Daiana que quería ir al límite, y parece que se lo tomó literal —señaló hacia su pubis—. Un poquito más y se me vería toda.
—A mí me encanta lo que se ve… y lo que no se ve —dije, pegando más mi cuerpo al de ella—. Pero… ¿qué va a pensar tu novio cuando vaya con vos a la fiesta?
Virginia no dejó de mirarse en el espejo. Sus ojos seguían fijos en su reflejo, pero su sonrisa creció, como si la pregunta le hubiera dado justo en el punto donde quería ser tocada.
—Mi novio no va a la fiesta —respondió, con una tranquilidad que descolocaba—. A él no le gustan. Dice que son una pérdida de tiempo.
Se giró un poco, lo justo para que nuestras miradas se encontraran a través del cristal.
—Voy con unas amigas. Como siempre. Y sí, sé que le molesta cómo me visto, sobre todo cuando me pongo cosas así —dijo, deslizándose una mano por el borde del corset—. Pero a mí me gusta. Me hace sentir libre.
Y en ese “libre” hubo algo que no era solo provocación. Había una chispa más profunda, como si debajo de toda esa piel mostrada hubiera algo que venía pidiendo salir desde hacía mucho.
—¿Y te gusta que la gente te mire?
—Me encanta —al decir esto soltó otra de esas risitas que me hacen cosquillear los testículos—. El problema es que cuando me visto así… me pongo un poquito puta…
Rozó mi bulto con su mano derecha. Abel hubiera temblado de pánico en ese momento; pero Cristian no se dejaría intimidar, ni siquiera por una fogosa diablita semidesnuda. Entendí que era el momento de ponerse más físico.
Posé mi mano sobre su vientre y comencé a deslizarla lentamente hacia abajo. Virginia, en lugar de ponerse tensa, se relajó. Sus omóplatos se restregaron contra mi pecho, como haría una gata en celo.
—¿Te pusiste puta cuando te disfrazaste de enfermera?
—Uff… sí… muy.
—¿Qué hiciste?
—Terminé chupándole la pija a uno de los strippers… arriba del escenario.
Me volví loco al imaginarla en una discoteca repleta de gente, tragando verga como una desaforada, mientras le mostraba el culo a todos los que quisieran ver. Posé mi otra mano por debajo de su teta izquierda, y comencé a subirla.
—Eso sí es zarpado —aseguré—. ¿Y por qué lo hiciste?
—Es que… el stripper tenía una muy buena pija. Y la de mi novio… bueno, es chiquita. Yo quería algo grande.
—Entiendo totalmente. Una chica como vos no debería conformarse con poco. Algunos tenemos mucho más para ofrecer.
No me reconocí a mí mismo al decir esas palabras. Abel jamás se hubiera animado a decir algo así; pero Cristian sabe cómo manejar estas situaciones. Virginia entendió la indirecta y la aceptó. Su mano derecha se posó sobre mi bulto y tanteó. A mí ya se me estaba esperando el amigo.
—¿Y solo eso pasó? ¿Te conformaste con solo chuparla?
Me incliné hacia ella con suavidad, dejándome guiar por el hueco tibio de su cuello, ese espacio perfecto entre el hombro y el mentón donde todo parece latir más fuerte. La besé ahí, despacio, con la boca apenas abierta, y sentí cómo se erizaba bajo mis labios.
—No, eso fue solo el principio —ya no sonreía, estaba excitada, podía notarlo en el brillo de sus ojos y en la forma en la que sus labios se abrían—. Después me llevaron para atrás… y ahí empezó otra fiestita, con unas amigas y los stripper.
—Uy, eso debió ser un descontrol —los dedos de mi mano derecha acariciaron su pubis suave y lampiño, seguí bajando hasta que llegué a la tanga roja.
—No tanto… o sea, sí pasaron cosas; pero… no fue una orgía, si es que estás imaginando eso.
—No me estoy imaginando nada. Quiero que vos me cuentes —le agarré una teta y ella respondió apretando mi bulto.
—Uno de los strippers me metió en un cuartito… y ahí… uf… me pegó una cogida tremenda. Casi me parte al medio con esa poronga enorme.
—¿Y solo uno te cogió?
—No, no… entré a ese cuartito varias veces esa noche… y algunas de mis amigas también.
—Debió ser muy lindo verte en actitud de puta.
Mi mano se deslizó suavemente bajo su tanga, acariciando su clítoris antes de descender por sus labios ya humedecidos. Virginia exhaló un suspiro tembloroso ante mis caricias, sus dedos encontrando el camino hacia mi pantalón. La tibieza de su tacto sobre mi miembro envió una oleada de placer a través de mí. Comencé a masturbarla lentamente, mis labios recorriendo su cuello, mientras nuestras palabras se disolvían en un lenguaje puramente físico.
Virginia, sin rodeos, se arrodilló frente a mí, bajando mi pantalón con una urgencia palpable. Su boca envolvió mi miembro con devoción, cada movimiento de su lengua y labios enviando ondas de éxtasis a través de mi cuerpo. Observé su reflejo en el espejo, su cuerpo curvado en una pose de pura entrega. Aunque disfruté cada momento, sabía que necesitaba más.
En el probador, un taburete acolchado en negro esperaba en el centro. Virginia, comprendiendo mis intenciones, se posicionó en cuatro patas sobre él. Me coloqué detrás de ella, deslizando su tanga roja a un lado para revelar su vagina, brillante y húmeda. Con una precisión deliberada, apunté mi miembro y la penetré
—Ahora vas a ver lo que es una buena pija, putita…
—Ay, sí… métamela toda —fue su respuesta jadeante, entrecortada por una respiración acelerada.
Así comenzó nuestro ritual primitivo; una danza pornográfica de cuerpos entrelazados donde cada embestida acrecentaba el ritmo frenético del placer compartido. Un jadeo aquí, un gemido allá. Y la verga entrando y saliendo sin parar. Mis movimientos cobraron intensidad, volviendo nuestro acto en un torbellino desenfrenado que resonaba en los confines del pequeño espacio. Su concha comenzó a chorrear jugos.
Sentí cómo nuestras pieles chocaban con un sonido seco pero lleno de promesas incumplidas mientras nos hundíamos más en aquel trance voluptuoso. Virginia empujó hacia atrás con renovada urgencia, buscando que la verga se meta aún más hondo en su estrecha vagina.
De repente, en medio del remolino arrebatador donde estábamos perdidos, la cortina se descorrió inesperadamente. Me detuve un instante al ver a Daiana entrar en escena. La empleada no pareció indignarse ante nuestra actuación impúdica. En cambio, su rostro se iluminó con una sonrisa pícara que destilaba entendimiento tácito y malicia jovial.
—¿Y tu amiga? —Le pregunté.
—Gisela ya se fue.
—Ah, ¿y viniste a curiosear? —Pregunté, sin dejar de meterle la verga a Virginia.
—Vine a mirarla a ella, no te hagas ilusiones. ¿Cómo andás Virgi? ¿Otra vez jugando a la putita?
—Ya me conocés… uf… este disfraz me encanta. Te pasaste, Dai, como siempre… es hermoso lo que hacés.
—Más hermosa sos vos, morocha —respondió Daiana—. ¿Y al final te animaste en la fiesta pasada?
—Sí, me animé… y me encantó.
—¿Te referís a engañar a tu novio?
—No, no… eso me hace sentir culpable… ay… sí, dame duro… —Sin soltar su cintura seguí dándole con todo—. Daiana se refiere al sexo anal. Y sí… me rompieron la cola. Varias veces. Me encantó, fue… uf… hermoso.
—Uy, ya me imaginaba que este tremendo orto no podía ser virgen. Habrá que probarlo.
Daiana me pidió que espere un momento. Volvió con una crema lubricante, específicamente para sexo anal. No quise preguntarle por qué tenía eso a mano, de todas formas me hice una buena idea. Podrá ser lesbiana, pero me imaginé que jugaría con un buen dildo en su culo, como lo hace Marcela.
Apliqué la crema generosamente sobre mi verga, sintiendo cómo se deslizaba suavemente sobre mi piel. Virginia, completamente entregada, no puso ninguna objeción; sus ojos brillaban con una mezcla de deseo y curiosidad.
Con un movimiento lento pero firme, empujé mi verga y, para mi sorpresa, comenzó a deslizarse con una facilidad inesperada dentro de su culo. La sensación fue indescriptible, una mezcla de placer y asombro. Estaba penetrando el trasero espectacular de una morocha que acababa de conocer, y todo mientras una chica delgada y tortillera observaba la escena con una mezcla de fascinación y envidia.
Virginia meneó el orto, como solo las putas expertas saben hacer. Bailaba para mí como debió bailar para los strippers en esa fiesta de disfraces. Yo seguía sin poder creer que esto estuviera ocurriendo de verdad. La verga me palpitaba de gusto con cada penetración.
Todo era perfecto, casi irreal, hasta que el celular de Virginia comenzó a vibrar. Primero fue un zumbido sutil, luego un tono agudo que rompió el hechizo. Virginia suspiró, se inclinó para sacar el teléfono del bolsillo trasero de su jean, que yacía arrugado en el suelo, y miró la pantalla con una expresión de fastidio.
—Es mi novio —dijo, con un tono que parecía cargar el peso de una obligación incómoda. Atendió la llamada sin mucho entusiasmo—. Hola... ajá… no, todavía no. Ahora no puedo. Ajá… no, Sebas, no puedo. Estoy en la tienda de disfraces.
No pude escuchar lo que decía el tipo del otro lado, pero por la forma en que la mirada de Virginia se tensó, estaba claro que no estaba preguntando cómo le quedaba el traje.
—No, no estoy haciendo nada raro —respondió ella, con un tono que oscilaba entre la excusa y el desafío—. Estoy eligiendo mi disfraz. Ya te dije que no pienso dejar de hacer mi vida solo porque tenga novio. Tengo veinticinco años, ¿sabés? No puedo andar haciendo vida de señora, no todavía.
Me acerqué a ella de nuevo, esta vez sin pedir permiso, con la misma actitud desafiante que había adoptado desde que me convertí en Cristian. Tomé el teléfono y hablé directamente al auricular:
—No molestes, flaco. Estamos en algo importante acá.
Esperaba que Virginia se enojara, que frunciera el ceño o me arrebatara el teléfono de la mano. Pero en lugar de eso, se rió. Una risa genuina, divertida, como si le hubiera dado justo el empujón que necesitaba para liberarse.
Del otro lado se escuchó algo, un grito, un insulto, una amenaza velada. No entendí del todo, pero no me hizo falta. Virginia respondió con un tono provocador, como si le echara leña al fuego con una sonrisa maliciosa.
—¿Y qué esperás? Soy una diablita… y las diablitas se portan muy mal.
Aprovechando que aún tenía el teléfono en la mano, nos acerqué un poco más y tomé una foto del culo de Virginia, con mi verga bien metida dentro. Le devolví el teléfono y le dije:
—Dale, mandale la foto… mostrale lo que estamos haciendo. Para que aprenda que vos no tenés dueño.
Virginia, quizás cegada por la calentura, le mandó la foto sin más. Luego puso el teléfono en su oreja, soltó una risita y dijo:
—Sí, sí… me estan metiendo toda esa pija por el orto… uf… y me encanta.
La actitud de puta de esta flaca me vuelve loco.
—Listo, campeón —dije al micrófono—. Ahora dejá de interrumpir.
Y colgué.
Cristian lo había hecho otra vez. Y Abel… no tenía ni idea de en qué se estaba metiendo.
Seguí dándole duro por el orto a Virginia, hasta que ella volvió a ponerse de rodillas, para volver a chupar mi verga. Eyaculé en toda su cara, llenándosela con semen. Volví a tomar su celular y le saqué una foto, para que tuviera otro lindo recuerdo de este momento.
—Quiero esas fotos —dijo Daiana—. Definitivamente las quiero.
—Después te las paso, linda —dijo Virgi, guiñando un ojo… con la carita toda enlechada.
***
Salimos juntos de la tienda, como si fuéramos dos amigos de toda la vida. Virginia ya se había cambiado, volvía a su ropa de calle: jeans ajustados, musculosa blanca y una campera liviana colgada del brazo. Aun así, su culo seguía llamando la atención.
Yo, en modo Cristian, hacía lo posible por seguirle el ritmo. Me sentía raro, inflado por dentro, como si hubiera tomado algo fuerte. Pero apenas doblamos la esquina, el aire cambió.
Había un tipo esperándonos. Grandote. Espalda ancha, remera ceñida al cuerpo, pelo rubio revuelto, mandíbula apretada. Tenía pinta de rugbier con resaca y ganas de quilombo. Sus ojos eran dos brasas cargadas de furia, y apenas me vio, vino directo.
—¿Así que vos sos el pelotudo que se pasa de vivo con mi novia?
Me frené en seco. Todo el personaje de Cristian tembló por dentro. Ese tipo me sacaba dos cabezas y parecía hecho de piedra. Por un segundo pensé en correr. Pero me obligué a mantenerme firme, aunque la voz me salió más tensa de lo que quería.
—Pará un poco. Tranquilo. No armemos un escándalo por una boludez.
El tipo avanzó un paso más, con el puño cerrado. Me di cuenta de que tenía los nudillos marcados, como si ya hubiese golpeado cosas antes. Yo no era un peleador. Nunca lo fui. Abel nunca había recibido una piña en serio, y Cristian… Cristian estaba a segundos de comer la primera.
Pero entonces Virginia se interpuso. Se plantó entre los dos y puso una mano en el pecho del rugbier.
—¡Basta, Seba! —dijo ella, con un tono suplicante que me descolocó—. Por favor. No hagas esto.
—¿Qué mierda te pasa, Virginia? —escupió él—. ¿Otra vez haciéndote la puta con el primero que te dice que estás buena? Sos una cualquiera. Una arrastrada. No te pueden dar dos segundos de atención que ya te vas con las patas abiertas. Y lo de la fiesta de disfraces… ¿es cierto lo que dice la gente?
—No sé qué dice la gente…
—No te hagás la boluda, Virginia. Dicen que te garcharon un montón de tipos… y hasta minas. Y ahora esto… ¡Me mandás una foto de un tipo que te la mete por el culo! Y a mí me tenés prohibido darte por el culo ¡Sos una hija de puta!
—Este… em… —Virginia parecía buscar alguna vía de escape en la vereda. Por suerte no había curiosos mirando, pero en cualquier momento podrían aparecer.
—¿Te gustó? —De pronto su voz se adoptó una serenidad peligrosa. Virginia lo miró en silencio, con los ojos muy abiertos—. ¿Te gustó que te la metieran por el culo? ¿Eh? Decime la verdad…
—Ssí… me gustó —dijo, agachando la cabeza.
Eso me alimentó la autoestima de una forma que no puedo explicar. Aún así sentí cómo se me apretaba la mandíbula, no me gustaba nada la actitud de este pelotudo. Pero ella… no reaccionó como esperaba. No lo mandó a la mierda. Ni le dijo que ella es dueña de su cuerpo. No… lo que salió de su boca fue:
—Perdón, Seba… sí, sí… tenés razón. Fui muy lejos… fue solo por una calentura. Lo juro… no significó nada. Tenés razón, me porté mal. No quiero pelear más. Solo quiero que nos vayamos a casa, ¿sí? Te juro que te amo. Por favor.
Me quedé helado. Esa misma chica que se movía como diablita minutos antes, que reía, que coqueteaba… ahora parecía una nena pidiendo perdón por existir. Y lo peor: parecía sincera.
No me aguanté.
—Si se porta así, capaz es porque su novio no la satisface en la cama. —Solté, sin pensar. O capaz sí lo pensé, pero Cristian lo dijo primero—. Ella me explicó bien clarito que su novio tiene el pito corto, y que eso no la calienta. Ese culo necesita pijas de buen tamaño.
El rugbier me miró. Pero no como se mira a alguien con bronca. Me miró con un odio puro, seco, de esos que no necesitan más palabras. Sentí que estaba por morirme.
El golpe me agarró sin aviso. Un puñetazo seco, directo al estómago. Sentí cómo el aire se me escapaba de golpe, como si me hubieran vaciado por dentro. Me doblé sobre mí mismo, con las manos en la panza, intentando respirar, con una especie de gemido ahogado escapándoseme de la garganta.
—¡Seba, basta! —gritó Virginia, desesperada, colocándose entre los dos—. ¡Por favor, no! ¡Yo te amo, igual te amo!
Eso me descolocó por completo. No fue el grito, ni el tono suplicante, ni siquiera la forma en que le puso el cuerpo para frenarlo. Fue esa palabra: “igual”. Ese igual lo cambió todo.
Porque en medio del quilombo, después de haber sido insultada como una cualquiera, lo que salía de su boca no era enojo, ni dignidad, ni furia. Era ese intento de aplacarlo, de hacerle creer que nada de lo que él acababa de decir importaba. Flaca, le mandaste una foto a tu novio con la pija de otro tipo bien metida en el orto. ¿Dónde quedó esa actitud desafiante y rebelde?
Ese “igual te amo” me cayó como una cachetada. Me resultaba imposible de entender que alguien como ella, tan segura, tan radiante, se quebrara así frente a un tipo que no hacía otra cosa que rebajarla. Y sin embargo ahí estaba, desesperada por volver con él. Como si pedirle perdón fuera más urgente que cualquier humillación.
Mientras me incorporaba como podía, todavía con los pulmones cerrados, me cayó encima una claridad que no era mía. No era de Abel.
Abel nunca devolvía un golpe. Nunca entraba en pelea. Siempre evitaba los conflictos. Por miedo, por costumbre, por cobardía. Pero Cristian… Cristian no se bancaba que lo cagaran a trompadas en la calle mientras la mina pedía perdón por algo que no tenía que disculpar.
Así que me paré derecho. Y sin pensarlo mucho, le encajé un puñetazo en la boca. Fue duro. Preciso. Ni yo sabía que podía pegar así. Sentí el crujido de los dientes al contacto, y vi cómo el grandote tambaleaba, con los ojos bien abiertos como si le hubiera explotado un petardo en la cara.
Durante un segundo largo, no dijo absolutamente nada; simplemente me miró, con la boca entreabierta y los ojos clavados en los míos, como si no pudiera procesar lo que acababa de pasar. Pero esa quietud no duró mucho, porque enseguida, como si algo dentro suyo hiciera combustión, volvió la bestia.
—¡Te voy a matar, hijo de puta! —escupió, con la voz rota por la furia.
No esperé a ver si cumplía. Le metí una patada en el estómago —más desesperada que técnica— y cuando lo vi doblarse levemente, salí corriendo hacia la tienda.
Empujé la puerta con el cuerpo todavía tenso, entré casi tropezando y la cerré de un tirón detrás mío. Daiana estaba a unos pasos, mirándome con una ceja levantada, como si supiera exactamente lo que acababa de pasar allá afuera. Sin decir una sola palabra, se acercó con paso firme y bajó la traba metálica de la puerta, que cayó con un clac seco y definitivo, como un telón que se cierra justo a tiempo.
Me apoyé contra el mostrador, todavía jadeando, con la adrenalina haciendo vibrar cada músculo. Daiana me observó en silencio, con una expresión difícil de leer, entre fastidio y leve aprobación.
En ese instante, mientras trataba de recuperar el aire y de entender en qué momento me había metido en semejante quilombo, me descubrí a mí mismo dudando. Porque no sabía si lo que acababa de hacer era una boludez monumental… o el gesto más digno que había tenido en años.
—No quiero problemas —dijo Daiana, mirándome con ese gesto que mezclaba advertencia y cansancio.
Me enderecé como pude, todavía con el cuerpo sacudido por el golpe, y le hice un gesto con la mano.
—Solo necesito un lugar para cambiarme —murmuré, la voz todavía algo tomada.
Ella asintió sin decir nada más, y yo me metí en el probador como quien entra a una cueva a lamerse las heridas. Me saqué la peluca y la barba con movimientos lentos, como si cada gesto fuera parte de un ritual de regreso. Luego me puse de nuevo mi ropa: esa que había traído al principio, sencilla, sin brillo, la que conocía como propia. La camiseta gris, los jeans cómodos, las zapatillas que ya tenían forma de mi andar. El disfraz de Cristian quedaba atrás, al menos por ahora.
Cuando salí, Daiana seguía junto a la puerta. Le pedí, con una mirada, que la abriera. Ella accedió sin palabras, bajó la traba y dejó que el mundo volviera a entrar.
Me cubrí parte de la cara con el celular, como si eso bastara para volverme invisible, y caminé con calma forzada hacia la calle, tratando de parecer indiferente. Como si no me importara nada. Como si no acabara de pasar lo que acababa de pasar.
Seba me interceptó a los pocos metros. Me miró con recelo, pero también con una pizca de desconcierto.
—¿Viste al flaco que entró recién? Al rubio de barba...
—No quiero problemas —dije, con la voz algo ronca, sin mirarlo demasiado.
Y seguí caminando, como si nada me importara, como si no acabara de enfrentarme a un tipo que me podría haber dejado tirado en la vereda con un solo golpe bien dado. Pero por dentro, el pecho me latía con fuerza, como si cada paso que daba estuviera empujado por una mezcla desordenada de miedo y adrenalina. Me obligué a no apurar el ritmo. A mantener la espalda erguida. A no mirar atrás.
Detrás de mí, escuché la voz firme de Daiana elevándose por sobre el murmullo de la calle:
—Andate, Seba. Porque ya mismo llamo a la policía.
De reojo, lo vi alejarse. No solo, sino tomado de la mano de Virginia. Ella caminaba a su lado, con la cabeza gacha, como si no supiera muy bien a dónde ir. En un momento, sus ojos se cruzaron con los míos. Me miró con extrañeza, como si intentara reconocer algo en mi cara… o como si simplemente no entendiera quién era yo ni de dónde carajo había salido.
No tenía tiempo para darle vueltas a esto, al fin y al cabo probablemente nunca más vuelva a ver a Virginia. Es una pena, voy a extrañar su culo. Seguí caminando.
La adrenalina todavía me quemaba bajo la piel, como si el cuerpo no quisiera volver del todo a la calma. Yo no era de meterme en este tipo de quilombos. Nunca lo fui. Pero Cristian sí. Cristian tiene aventuras con diablitas pícaras, enfrenta a novios violentos, se mete en problemas y devuelve trompadas.
Y ahí estaba la diferencia.
Lo más aburrido de ser Abel era eso: que yo nunca me metía en problemas. Ni en líos, ni en enredos, ni en situaciones que te sacan el alma del cuerpo y después te la devuelven más viva. Mientras me alejaba por la vereda pensé si no valía la pena intentar algo distinto. Tal vez no vivir disfrazado… pero sí salir, de vez en cuando, de mí mismo.
¿Ser un poco más como Katia? No. Katia es caos puro, un incendio con piernas. Pero sí… un poco más aventurero.
Un poco menos Abel.
----------------------------
Link con todos los capítulos de
--------------
Todos mis links, para que puedan seguir y apoyar mis relatos:
--------------
Todos mis links, para que puedan seguir y apoyar mis relatos:
Comentarios