Capítulo 15.
Atención Laboral.
Llegué a mi casa y me encerré en mi pieza, antes de que Katia pudiera verme. Tiré la barba falsa y la peluca en el fondo del cajón de mis medias.
Me di una ducha, la necesitaba. Me sentía sucio. Los gemidos de mi madre aún sonaban en mi cabeza, como el eco de un nuevo trauma. Mientras el agua tibia me caía en la nuca, podía verla en cuatro frente a mí, con toda mi verga metida en su culo. La satisfacción que sentí al penetrarla, ahora se había transformado en horror. Y a eso debía sumar todas las veces que me hice la paja mirando sus fotos y sus videos.
Carajo.
A mi madre le fascina el sexo anal.
Esas son cosas en las que un hijo no quiere pensar. ¿Cómo hago para asimilarlo? Mi propia madre, gozando como una puta con un dildo bien metido en el orto. Esa fanática del autocontrol y el feng-shui… actuando como una auténtica puta. Como si fuera una actriz porno.
Una psicóloga que se jacta de su profesionalismo, cediendo a sus instintos más básicos. Se metió en una vorágine sexual, hasta ser penetrada analmente por su hijo. Aunque claro, ella no lo sabía.
¿Lo sabía?
No, no. Estoy (casi) seguro de que no tenía idea. Su expresión al verme fue de auténtico pánico.
La última vez que vi a Patricia así fue cuando Katia estuvo a punto de prender fuego la casa. Intentaba hacer unos buñuelos de manzana y… bueno, digamos que dejar a Katia sola con el aceite caliente fue una pésima idea.
Y lo peor de todo fue que cuando comenzaron las llamas, Katia no tuvo mejor idea que tirarle un vaso de agua… y solo empeoró las cosas. Una lengua de fuego se elevó hasta el techo, dejando una mancha negra de hollín en el cielo raso. Patricia lanzó un grito de terror y fue en busca del matafuegos. Yo solo atiné a cubrir a Katia con una sábana, para protegerla del fuego.
A ella solo se le quemaron las pestañas y el orgullo. La cocina necesitó refacciones.
Esa vez pensé que mi hermana era una irresponsable. Ahora no puedo juzgarla. Porque yo me comporté aún peor. Me disfracé de Cristian para tener una pequeña aventura sexual con una desconocida… y terminé rompiéndole el culo a mi propia madre.
Fui a la cama desnudo. Me quedé mirando el cielo raso. Me esforcé para que mi mente quedara en blanco. Fue un imposible. Recordé la insistencia de Marcela (a quien de ahora en más debería llamar Patricia). Se mostró muy entusiasmada por ver a Katia chupando verga. ¿Por qué? ¿Acaso tiene alguna clase de fetiche con su propia hija? No soy psicólogo; pero esto no puede ser una casualidad. Debe estar relacionado con el video en el que las dos se están masturbando. Una junto a la otra. Pero no sé si quiero averiguarlo. La verdad me asusta más que la incertidumbre.
Una de mis películas favoritas es “Eterno Resplandor de una mente sin recuerdos”. Esa con Jim Carrey. Me gustaría ser el protagonista de esa película y borrar los recuerdos de Afrodita. Ojalá nunca hubiera entrado a esa discoteca. Ojalá no hubiera comprado el disfraz. Pero la culpa de todo la tiene Cristian. Si él no existiera, nada de esto hubiera pasado.
Agarré el celular. No tenía mensajes nuevos. Intenté llamar a Patricia, fue inútil. Bloqueó mi número de teléfono, y también el de Cristian. Muy maduro de su parte. Mi única forma de comunicarme con ella es a través de Katia. Pero no pienso contarle nada de esto a mi hermana… y sé que mi madre tampoco lo hará. Al menos en ese aspecto me puedo quedar tranquilo.
Mientras pensaba cómo haría para lidiar esta situación… escuché el despertador.
Debí quedarme dormido en algún momento. No tengo ni la más mínima noción del paso del tiempo. Fue como si mi cerebro se hubiera desconectado de la existencia durante unas siete horas. Aunque los recuerdos de Afrodita aún permaneces intactos. Y la erección me deja en claro con qué estuve soñando.
Me levanté impulsado por el inconsciente. Ese que, según mi madre, me lleva todas las mañanas al trabajo. Tuve que despertar a Katia. Se había quedado dormida con el joystick de la Play en la cama y el dildo a pocos centímetros de su vagina. Calculo que lo tenía dentro cuando se quedó dormida, y luego salió solo. Por suerte la Play y el televisor tienen sistemas de apagado automáticos, de lo contrario hubieran quedado prendidos toda la noche.
Katia se dio una ducha rápida y yo preparé el desayuno, como cada mañana. Como si no hubiera pasado nada. La vida de Cristian pudo haber llegado a su fin; pero Abel todavía tiene que ir a trabajar.
***
Me resultó imposible quedarme sentado en el escritorio. Era como si tuviera hormigas en el pantalón. Di vueltas por la oficina usando cualquier excusa: “Voy al baño”, “¿Quién quiere un café?”, “Voy al kiosko, ¿alguien quiere un alfajor?”
Mis compañeros comenzaron a mirarme raro. Suelo ser yo el que les dice que no pierdan tanto tiempo en estas actividades. Por eso decidí cambiar de táctica. Me ocupé de algunas tareas rutinarias, esas que puedo hacer en piloto automático.
Abrí planillas viejas, acomodé carpetas que nadie revisa desde 2019, borré correos basura con una meticulosidad que hasta a mí me aburrió. Todo con tal de no pensar. El problema es que en cuanto mis manos se detenían, mi cabeza arrancaba, como un motor desbocado.
Acomodar fichas sirvió. Ponerlas en carpetas e ingresarlas en el archivador permitía que mis compañeros de trabajo me vieran yendo y viniendo con papeles en la mano. Mantuve un semblante serio y una actitud segura, como si realmente estuviera ocupado.
Pero dentro del archivero estaba solo. Allí me permití bajar la guardia.
Fue un error.
—Esto era justo lo que esta oficina necesitaba —dijo una voz femenina a mi espalda.
Yo estaba en la sala de archivos y al darme vuelta me encontré con la jefa de mi jefa. Irma Taglianessi me miraba con una sonrisa que no transmitía felicidad, sino complacencia.
Me quedé con la carpeta en la mano, rígido como un ladrón sorprendido en plena faena. El aire de la sala de archivos siempre era denso, un poco húmedo, y de pronto se volvió irrespirable.
—¿Perdón? —balbuceé, sin saber si lo mejor era justificarme o fingir que yo también entendía su comentario.
Irma dio un par de pasos hacia mí. Sus tacos repiquetearon sobre el piso encerado con un ritmo lento, calculado. No parecía haber venido a buscar nada: solo estaba ahí, conmigo, como si me hubiese estado observando desde hacía rato.
—Orden. Eso es lo que faltaba acá —dijo, rozando con la yema de los dedos el lomo de una carpeta, como si evaluara la textura de mi esfuerzo. Levantó la vista y me atravesó con la mirada—. Y alguien dispuesto a hacerlo sin que se lo pidan.
No supe si aquello era un halago o una advertencia. En cualquier caso, me incomodó más que cualquier reproche.
—Bueno… trataba de mantenerme ocupado —hablé con torpeza, y en cuanto dije esas palabras sentí que sonaban a confesión.
Ella sonrió de nuevo, esa sonrisa ladeada, quirúrgica, que en lugar de calmarme me dio la certeza de que había entrado en un terreno del que era difícil salir ileso.
—Eso está muy bien, Abel. Muy bien. Ya veremos cómo podemos aprovecharlo.
Me cortó el aliento verla con su cabello color trigo bien recogido en un rodete alto y esos anteojos afilados enmarcando su rostro. Y esa camisa… uff…
Le ajustaba las tetas al punto de marcarle los pezones. Hoy tenía puesta una minifalda bastante corta, algo que no es común en ella. No necesitaba medias de nylon para que sus piernas se vieran perfectas. Su cintura estrecha y sus anchas caderas completaban ese maravilloso espectáculo. Tan elegante como hermosa. Tan rígida como inalcanzable.
—¿Te pasa algo? —Preguntó, confundida.
—Eh, no, no… solo estaba distraído, con los archivos. Disculpe, Irma, no la escuché llegar.
—No te preocupes —volvió a sonreír y entró—. Me alegra ver que alguien se pone un poco de orden, por si hay algo que no está haciendo perder dinero es la falta de organización.
—Sí, es lo que siempre digo. No pretendo hablar mal de mis compañeros, pero si fueran más organizados todo funcionaría mejor… y en menos tiempo.
—Stella me habló muy bien de vos, Abel. Me gustaría sincerarme con vos.
Pasó todo a la vez. Me levanté y di media vuelta, porque entendí que quería hablar de algo importante. Ella se metió entre las estanterías, justo detrás de mí, en ese estrecho pasillo. Y mi cara fue a dar justo contra una de sus tetas. Por la sorpresa retrocedí y choqué con la estantería en la que había estado trabajando. Esta ni siquiera se movió. Reboté como un muñeco y al intentar parar el impacto no tuve mejor idea que poner mis manos delante. Y sí, fueron a dar justo en las grandes y redondas tetas de Irma. Ella me miró, con la boca abierta, como si yo de pronto tuviera maquillaje de payaso y una ridícula peluca verde.
—¡Ay! Perdón, perdón… —dije, bajando las manos como si sus pechos tuvieran un boyero eléctrico anti-degenerados—. Fue sin querer… lo juro.
—Eh… está bien, fue mi culpa. Acá no hay lugar… fue solo un accidente —sus mejillas estaban tan rojas como debían estar las mías—. Em… hagamos de cuenta que no ocurrió nada ¿si?
—Por mí, perfecto.
Nuestros cuerpos se tocaban, como si estuviéramos bailando un lento romántico. Ambos somos de contextura delgada, pero el pasillo es tan angosto… y sus tetas tan grandes…
De pronto empecé a sufrir el calor de la habitación. Allí debía hacer veinticinco grados… que se sentían como cuarenta. Sé que Irma también lo sentía. Una gota de sudor bajó por su cuello, y yo tuve unas indescriptibles ganas de lamerla. Obviamente no lo hice. Si hubiera cedido a mis instintos básicos, ya tendría que pensar en conseguir un nuevo trabajo.
—Emm… este… a lo que iba —dijo, bajando la voz hasta que se convirtió en un susurro—. No quiero que nadie se entere de esto. ¿Puedo confiar en vos, Abel?
—Sí, sí… claro. Por supuesto —dije, de forma automática.
Sentí como mi pene comenzaba a despertarse, debido al roce. Le rogué a mi propio miembro que no me traicione. No esta vez, por favor. No quiero que me echen por tener una erección frente a la jefa.
—Bien… porque esto es secreto, solo unas pocas personas en la empresa lo saben. Estamos al borde de la quiebra. —Excelente, justo lo que faltaba: un golpe en la única parte de mi vida que parecía estar marchando bien—. Si seguimos por este camino, en unas pocas semanas tendremos que cerrar todo.
—¿La situación es tan grave? —Ella asintió lentamente con la cabeza—. ¿Hay algo que se pueda hacer?
—Sí, y necesito tu ayuda con eso. Stella me dijo que vos y Katia convencieron a Silvia Daneri de mirar para otro lado cuando encontró irregularidades en los informes.
—Oh… em… no hicimos gran cosa —espero que Stella haya tenido el tacto suficiente como para dar detalles sobre lo que pasó ese día.
—No sé cómo lo hicieron, pero funcionó —siguió Irma. Su pubis se frotaba involuntariamente contra el bulto de mi pantalón, y sus tetas me estaban apretando el pecho, haciéndome muy difícil respirar. No porque me estuvieran cortando el aire físicamente, sino porque necesitaba mucha concentración para no mirarlos—. Esa auditoría nos habilitó para otra mucho más importante. Queremos pedir un préstamo al banco, uno bien grande. El banco mandará su propia auditora.
—Si hay que hablar con ella, no tengo problemas…
—No va a ser tan fácil como solo hablar.
—¿Acaso tengo que hacer algo más? —Pregunté con miedo. ¿Cuánto le contó Stella?
—Sí. Pero no solo vos. Todos los que vamos a participar de la auditoría tendremos que hacerlo.
—¿Y de qué se trata? —Pregunté, con los huevos en la garganta.
—El banco quiere ver si nuestras sucursales son rentables. Vamos a viajar juntos, a cada una de ellas, y no sé con qué nos vamos a encontrar. Desde cada sucursal nos aseguran que todo marcha a la perfección; pero vos y yo sabemos bien que no es así.
—Muy cierto. Los informes no son muy prolijos, se nota que están tapando algunas cosas. Aunque no me imaginé que la situación era tan grave como para que peligre toda la empresa.
—Quizás no lo sea… si es que la auditora no lo ve. ¿Me explico? —Asentí con la cabeza.
Para mantener mis manos ocupadas, agarré la ficha que tenía más cerca. Intenté ponerla entre mi cuerpo y el suyo, para que sirviera como barrera para contener mi pene. Fue una idea pésima. Mis dedos quedaron apoyados contra su pubis, dando la sensación de que esto era una teta para tocarla ahí. Irma bajó la mirada y luego volvió a fijarse en mis ojos. No parecía enojada, sino confundida. Cuando quise sacar la carpeta, ésta se abrió y las hojas cayeron al suelo.
Irma se agachó en un movimiento automático, y comenzó a recogerlas. Y ahí fue cuando notó la marcada erección. Mi pantalón era una carpa cuya punta estaba tan cerca de mi jefa, que podría haberle hincado un ojo. De hecho, fueron sus anteojos lo que la protegieron de ésto. Se quedó unos segundos allí, con la mandíbula desencajada. Al ponerse de pie, mi verga se deslizó por el canal entre sus grandes pechos. Fue una acción pornográfica, aunque involuntaria. Por lo roja que estaba su cara entendí que ella no calculó que ésto podría ocurrir.
—Perdón, Irma… yo…
—Abel, esto es… inapropiado… estamos en un ambiente laboral y…
—Lo sé, lo sé… pero… tengo un problema… es una condición médica.
La mentira salió de mi boca con tanta facilidad que me sorprendí a mí mismo. Irma me analizó fijamente, con su mirada analítca, y al final dijo:
—Entiendo. ¿Es un problema fisiológico? —Señaló hacia mi pene.
—Sí, así es. Le juro que no es a propósito. A veces tengo… em… erecciones involuntarias. En los peores contextos que se pueda usted imaginar.
—Ya veo… hay hombres que sufren de disfunción eréctil. Me imagino que este será el problema opuesto.
—Así es —dije, agradeciendo al cielo que ella se hubiera creído una mentira tan pobre—. Es exactamente todo lo contrario a eso que usted menciona.
—Ajá… sí. Mi marido sufre de disfunción eréctil —me comentó, como si estuviéramos en la consulta de un médico. Con un rápido vistazo comprobé que la minifalda se le había subido al agacharse. Pude ver su ropa interior blanca asomando debajo—. Nos explicaron que es un problema con la falta de irrigación sanguínea. El miembro no llega a ponerse del todo… firme.
—Sí, mi problema es igual; pero todo lo contrario —ella sonrió—. Y no es ninguna broma.
—Perdón, no pretendía burlarme. Nada más lejos de eso. Solo me hizo gracia la forma en que lo dijiste —No podía creer que ahora ella se estuviera disculpando conmigo—. El doctor le explicó a mi marido que la disfunción eréctil es un problema muy normal.
—Así es. Podría pasarle a cualquiera.
—Exacto. Y lo mismo se podría decir de tu problemita. —Noté cómo la punta de mi pene se presionaba con fuerza sobre su la zona más sensible de su pubis. Justo debajo de la minifalda. Irma no hizo nada para apartarse, siguió hablando como si no lo notara—. Y vos no deberías avergonzarte por esto, Abel…
—Es difícil —dije, jugando muy bien el rol de la víctima. Sentí asco de mí mismo—. Como ya ve usted… esto me ocurre en momentos muy… aleatorios. En el cine, en la calle cuando estoy caminando… incluso en el trabajo.
—Pero vos no tenés la culpa. Como bien explicaste: es involuntario. —Asentí con la cabeza, y la miré con mis ojos de cachorro mojado—. ¿Y suelen durar mucho estas erecciones? —Me sorprendió que siguiera hablando del problema con profesionalismo. Como si ella fuera una doctora experta en el tema.
—Lamentablemente, sí. A veces pueden durar horas.
—¿Horas con el pene duro? Wow… eso es increíble —se acomodó los anteojos, estaban ligeramente empañados, por mi aliento. Noté que sus pezones estaban más marcados que antes. Parecían tapitas de dentífrico. Incluso podía verlos difuminados bajo esa blanca y elástica tela—. Ah, perdón —dijo al notar dónde estaban mis ojos—. Es que hoy no me puse corpiño. Tengo los pezones sensibles… y a veces me lastima el roce.
—Entiendo. Lo mismo le pasa a mi hermana, por eso a ella tampoco le gusta usarlos.
—Debe doler…
—No sé, nunca usé un corpiño.
Irma soltó una risita juvenil que se vio muy extraña en ella.
—No, tonto… me refiero a la erección. Tener el pene duro durante horas… debe ser doloroso.
—Ah, sí… sí. A veces duele. Aunque es más como una sensación de incomodidad constante.
Bajé la mirada y descubrí que mi bulto, firme como una espada, estaba apuntalado entre sus labios vaginales, los cuales se marcaban en la blanca tela de su ropa interior. Y eso no era todo, este nuevo vistazo me permitió descubrir que era una tanga de encaje blanco. Había pelitos negros asomando por los diminuntos agujeros de la tela. Sentí una fuerte opresión en la garganta.
—Ya veo. ¿Y hay algo que se pueda hacer para solucionar el problema, cuando ocurre?
Debo reconocer que, en un principio, quedé impactado por la forma en la que planteó la pregunta. Era como si se estuviera ofreciendo a ayudarme. Pero en un posterior análisis —de no más de un segundo— supe que no hubo ni la más mínima insinuación en su tono de voz.
—Em… por lo general lo mejor es esperar. En un rato se baja sola, como si nada.
—Ah, ya veo. Entonces esperemos. No quiero que nadie lo vea así en la oficina.
—Y yo tampoco.
En lugar de sentir alivio, mi tensión aumentó. ¿Cuánto tiempo deberíamos esperar?
—Ah… y ya que te duele tanto. Deberías… —no siguió con la frase, en lugar de eso tomó el cierre de mi pantalón y comenzó a bajarlo—. No te preocupes, Abel. No hay nada de lo que deberías avergonzarte. Esto podría pasarle a cualquiera. ¿Está claro? —Me habló como si yo fuera un marido apenado por su disfunción eréctil—. Estoy acá para ayudarte.
El bóxer tenía una abertura en el medio, por eso cuando el cierre se bajó, mi verga saltó fuera, como impulsada por un resorte.
—Perdón, Irma… la ropa interior me traicionó… no fue mi intención…
—Tranquilo, Abel. Si yo te iba a decir que lo saques afuera, que respire. Seguramente te dolía teniéndolo apretado en el pantalón.
—Sí, dolía mucho —exageré.
—¿Ves? Dejalo así, hasta que decida bajar solito.
—Y a usted, ¿no le molesta?
—Mmmm… no voy a negar que me hace sentir incómoda ver el miembro de un hombre que no sea mi marido. Pero… esto es una emergencia médica.
—Solo espero que nadie entre… tendríamos que dar muchas explicaciones.
—No te preocupes por eso. Trabé la puerta al entrar, no quería que nadie nos interrumpiera —me miró a los ojos, y habrá notado mi cara de confusión, porque enseguida agregó—. Es que quería hablar de la delicada situación de la empresa… ¿me explico?
—Sí, sí… por supuesto.
¿Cómo hago para que mi corazón deje de latir? La única forma de que la erección desaparezca es que la sangre deje de llegar a mi pene. Cuando miré para abajo vi que la situación había empeorado. Ahora mi glande rozaba contra sus labios vaginales. Hasta podía sentir la tibieza de su sexo llegando a través de la tela de encaje. Era obvio que Ingrid estaba tan nerviosa como yo. Ella genuinamente quería ayudarme con mi problema, y se sometía a una situación incómoda. Lo tomé como un noble gesto humano, aunque algo extraño, ya que también tiene algunas reacciones un tanto robóticas. Se nota que es una mujer muy pragmática. Por eso habrá llegado al puesto que ocupa en la empresa. Ella ve los problemas con enfoque analítico, y de la misma forma intenta resolverlos.
—Perdón si tengo cara de idiota —dije, solo para romper el silencio—. Es que me avergüenza mucho tener el pene fuera del pantalón, justo frente a mi jefa.
—Y me parece bien que así sea, Abel —dijo, con una gran sonrisa—. Si no te sintieras de esta manera, sería raro… o me haría pensar que estás confundiendo las cosas. Solo intento ayudarte.
—Lo sé, lo sé… y lo agradezco mucho. De verdad —el roce del glande contra su tanga me está matando. No sé cómo hacer para que mi verga se quede quieta.
—Por cierto… no pude evitar darme cuenta de que… tenes un pene de un tamaño considerable. ¿No será eso lo que causa el problema? Digo… quizás te aprieta mucho el bóxer, y eso genera acumulación de sangre… bah, qué se yo… no soy doctora. Es solo una suposición.
—Em… no lo había pensado así; pero… podría ser. Es cierto que a veces la ropa interior me aprieta.
—Ya me parecía. Mirá… para que no te sientas tan mal, te muestro que yo tengo un problema similar al tuyo… aunque en su variante femenina —y mientras hablaba comenzó a desabotonar su camisa.
Mi cerebro casi explota al ver como esos botones se iban soltando uno a uno, dejando cada vez más expuestos sus pechos. Hasta que al final abrió su camisa, como si fuera Clark Kent convirtiéndose en Superman. Pero no había una “S” roja debajo de esa camisa. Había dos tetazas inmensas, con los pezones duros como picaportes. Eran tan redondas y blancas que parecían melones maduros.
—¿Ves lo que te digo, Abel?
—Em… ¿qué es lo que tendría que ver?
—Lo tensa que está la piel —con la punta del dedo, dibujó un círculo alrededor de su pezón derecho—. Esto es por culpa del corpiño, que me aprieta mucho. Me pone la piel sensible. Y además…
Me agarró la mano izquierda y la apoyó sobre su teta.
—¿Lo sentís?
—¿Eh? —mi cerebro había perdido la capacidad de razonar.
—Apretá, y lo vas a notar —no hice nada—. Dale, Abel… sin miedo, que te estoy dando permiso. Es para que entiendas que a mí me pasa lo mismo que a vos.
Presioné su teta con la punta de mis dedos y me sorprendió. Fue como apretar una pelota de fútbol cinco.
—¿Te das cuenta? Están duras —ella apretó su teta izquierda—. Estar todo el día con el corpiño puesto me está matando. A veces siento que no puedo respirar. Probé cambiando de talle, pero esos no me sirven. Quedan muy holgados. Y mirá… —levantó su teta izquierda.
—Hay una marca roja —dije, como si fuera un robot programado para decir cosas obvias.
La verga me palpitaba. Sin darme cuenta empujé hacia adelante, y mi miembro se deslizó entre los labios vaginales de Irma. No hubo penetración, porque la tanga la evitó. Pero ahora mi verga está atrapada entre sus piernas, y apuntando hacia arriba… directamente a su agujero. Ella pestañeó rápido, dando a entender que notó lo ocurrido; pero no dijo nada sobre eso. Siguió hablando sobre sus pechos.
—Exacto, esa marca me la deja el borde metálico que trae el corpiño. Se me irrita mucho, en especial cuando hace calor. Seguramente a tu hermana le pasa lo mismo.
—Estoy seguro que sí —dije, tratando de sonar casual, como si mi verga no estuviera intentando colarse en su concha—. Tiene los pechos casi del mismo tamaño que usted.
—Pobrecita, la compadezco. —Irma dio un respingo cuando mi verga presionó hacia arriba—. Em… creo que va a ser mejor que me vaya. Vos tomate todo el tiempo que necesites. Me voy a encargar de que nadie entre a molestarte.
Se apartó lentamente de mí mientras se abotonaba la camisa.
—Muchas gracias, Irma… y perdón por los inconvenientes.
—No te preocupes. Son cosas que pasan…
—Le prometo que voy a compensarla por este momento incómodo.
—No hace falta compensar nada. Me alcanza con que sigas trabajando duro… em… que te esfuerces en el trabajo —miró mi verga una última vez—. No estaba intentando hacerme la graciosa.
—Lo sé, lo sé… me voy a esforzar mucho. Lo prometo.
—Muy bien, espero que así sea. El futuro de la empresa depende que todo salga perfecto en ese viaje. Ah, y avisale a Katia que ella también nos va a acompañar.
Estamos jodidos.
***
Lo único que tengo para agradecerle a este viaje empresarial es que me permitió quitarme a mi madre de la cabeza. Al menos por un tiempo. Los preparativos me consumieron por completo: tuve que llamar a decenas de empleados de las distintas sucursales, repetirles el mismo discurso hasta sentirme un contestador automático, y darles instrucciones tan detalladas que a mí mismo me sonaban absurdas. La idea era simple: que las desprolijidades habituales quedaran disimuladas durante la auditoría, como si toda la empresa fuese un reloj suizo y no una colección de engranajes oxidados.
Irma lo supervisaba todo a distancia. Bastaba con recordar la manera en que había dicho “todo tiene que salir perfecto” para que me recorriera un escalofrío. Nunca había escuchado la palabra perfecto pronunciada con tanta frialdad, como si fuera una amenaza. Quizás ese cosquilleo también se debía al vívido recuerdo de sus tetas, que aún ardía en mi mente.
Durante tres días viví para mi trabajo. Revisé balances que no entendía del todo, organicé carpetas que nunca me pertenecieron, y llamé a personas que ni siquiera recordaban mi nombre. Algunos me respondían con desgano, otros con fastidio, y no faltó quien me preguntara si realmente valía la pena tanto esfuerzo.
—Claro que vale la pena —les respondía con una convicción que yo mismo no sentía—. Si no, no estaríamos acá.
La verdad es que yo tampoco sabía si valía la pena. Pero en medio del vértigo de planillas, agendas y correos, era más fácil fingir. Me sentía como un actor secundario de una obra de teatro que se ensaya a toda prisa, donde nadie recuerda bien el guion y, sin embargo, todos seguimos adelante, convencidos de que lo peor que puede pasar es que el telón no se levante. No es que me haya pasado a mí, jamás pisé un escenario. Pero sí llegué a ver a mi madre actuando en una obra barrial. La pobre vomitó dos veces antes de salir a interpretar a la versión más hippie que vi de Cleopatra. No salió tan mal, hubo gente que incluso aplaudió al final. Katia fue la que mostró más entusiasmo. Incluso bromeó diciendo que le gustaría que ese Julio César la invitara a salir. A mí el tipo no me pareció lindo, y tenía el doble de la edad de mi hermana. Pero tenía un físico privilegiado que hizo suspirar a más de una cuando se quedó con los pectorales al aire. Siempre me pregunté si mi madre tuvo alguna aventura con ese actor improvisado. Recuerdo que la escena del beso fue muy apasionada. Hasta se escuchó un “Uuuhh” generalizado, en el público.
Cada noche, al llegar a casa, me desplomaba en la cama con la ropa puesta. Ni siquiera encendía la televisión. Cerraba los ojos y veía planillas, sellos, llamadas perdidas. Y entre todo ese ruido, a veces aparecía de nuevo la voz de mi madre, como un eco débil que todavía buscaba colarse en mis pensamientos.
Y su cara… su cara completamente cubierta de semen. Luego venían recuerdos de su culo siendo penetrado vigorosamente por mi verga. Y cada vez que pensaba en esto, se me ponía dura al instante. Debía masturbarme para bajar la temperatura. Un par de veces caí en la tentación de mirar los videos que me había mandado. Fue un gran error. Ya no podía concentrarme en ellos pensando en Marcela. Veía esa concha húmeda y ese culo dilatado… y solo podía pensar en mi madre.
No me quedaba más alternativa que poner todos mis esfuerzos en el trabajo. Era la única forma de mantener a Patricia lejos de mi mente.
De haber dependido únicamente de Silvia Daneri, el trámite no habría supuesto grandes problemas. Pero ella no era quien debía aprobar el préstamo del banco. Aunque sí podía ayudarnos a conseguirlo.
Se presentó en la oficina un día antes de lo previsto para el viaje, con esa sonrisa que parecía entrenada para transmitir optimismo incluso en medio de un incendio. A mí me sorprendió verla tan temprano, como si hubiese querido adelantarse al destino para asegurarse de que todo saliera según su propio libreto.
Stella, en cambio, no mostró sorpresa. Nos reunió a Katia y a mí con una seriedad que dejaba claro el peso del encargo:
—Sean serviciales con Silvia —dijo, como quien dicta una orden militar—. Y traten de sacarle toda la información posible sobre la auditora que mandará el banco.
Lo dijo en voz baja, con ese tono que hace pensar que uno ya está conspirando solo por escucharlo. Yo asentí, aunque por dentro me preguntaba qué tanto podía saber Silvia sobre esa mujer que aún no conocíamos. Y, sobre todo, me preguntaba hasta qué punto convenía mostrarnos tan ansiosos.
Pero en ese momento no me atreví a discutir. Era más fácil seguir el juego: servir café, sonreír, fingir naturalidad. Como si en esa coreografía minúscula se decidiera algo tan enorme como el futuro de la empresa… o, en cierta forma, el mío.
Entré a la oficina de Stella y vi a Silvia sentada en el sofá que estaba contra una de las paredes laterales. Tenía una taza de café en una mano y a Katia sentada sobre sus piernas. Hablaban como si fueran buenas amigas. Se reían y ocasionalmente Katia le daba algún beso en la mejilla. Se notaba que Silvia estaba de buen humor. Debo admitir que es muy bonita cuando sonríe.
Me acerqué a ellas. No había señales de Stella, asumí que nos había dejado su oficina para que tengamos un momento de intimidad.
—Oh, acá llegó lo que estabas esperando —dijo Katia, sin perder su simpatía.
Fiel a su falta de sutileza, desprendió mi pantalón y liberó mi verga. Los ojos de Silvia se abrieron como platos, como si fuera la primera vez que veía mi miembro.
—Ay… che… de a poco —dijo, con una risita nerviosa que la hizo parecer más joven.
—La última vez no tenías tantas ganas de ir despacio —comentó Katia.
—Es que… uf… tengo que confesar algo —dijo, mirando fijamente mi pene flácido. Lo acarició con la yema de sus dedos—. Yo no suelo hacer estas cosas. Para nada. No soy esa clase de mujeres. Pero cuando los conocí a ustedes… perdí la cabeza. Llevo años en un matrimonio soso y aburrido. Amo mucho a mi esposo, pero… ya no me satisface en la cama. Creí que eso no sería un problema —mi verga comenzó a ponerse dura, noté el brillo en los ojos de Silvia—. Hasta que conocí a Cristina. Ella despertó un deseo sexual que ni siquiera sabía que tenía. Pido disculpas si fui muy brusca la vez anterior, es que… tenía miedo de arrepentirme.
—A veces es mejor hacer las cosas sin pensar tanto —aseguró Katia.
Y acto seguido abrió la boca y tragó todo mi miembro, que aún conservaba cierta flacidez. Se encargó de ponerlo duro del todo con chupones intensos. A Silvia se le desfiguró la cara. Sus ojos parecían a punto de saltar fuera de las cuencas.
—¡Katia, por favor! ¡Es tu hermano!
Yo no sabía dónde meterme.
—Vamos, Silvia… no hace falta que finjas. Sé que esto te calienta. Por eso quisiste hacerlo con los dos a la vez. Querías que yo viera la verga dura de mi hermano… y cómo te cogía a vos. Por eso me hiciste chuparte la concha mientras él te la metía. Hay ciertas perversiones que te gustaría explorar… y yo estoy dispuesta a ayudarte.
—¿Y qué es lo que quieren a cambio? —Sus ojos acompañaban el movimiento rítmico de la cabeza de Katia.
—Nad… —comenzó a decir ella, pero la interrumpí.
—Información. Queremos saber todo sobre la auditora del banco.
—Mmm… esta bien, sí… pero no esperen demasiado. Tampoco la conozco tanto.
—Con que nos ayudes a entenderla mejor, nos alcanza. Y queremos que estés de nuestro lado todo el tiempo, para convencerla de que nos apruebe el préstamo.
—Muy bien, sí. Aunque no va a ser fácil. En la situación actual yo no les aprobaría un préstamo ni loca.
—Por eso te estamos pagando con un servicio… atípico.
—Sí, ya lo veo —noté un brillo de perversión en la sonrisa de Silvia—. No puedo creer que le estés chupando la verga a tu propio hermano.
—Y yo no puedo creer que esto te caliente tanto —aseguró Katia, antes de volver a tragarla.
—Sinceramente no sé por qué me calienta. Debe ser porque nunca había visto algo así… y ando necesitada de nuevas experiencias.
—Yo puedo darte muchas nuevas experiencias —hay que admitir que Katia tiene mucho talento para la provocación, a pesar de su torpeza.
Katia ofreció mi verga a Silvia. La auditora abrió grande su boca y la fue tragando de a poco, sin dejar de mirar a mi hermana a los ojos. La chupó con delicadeza, como si quisiera degustarla y disfrutar ese momento al máximo. Al sacarla de su boca Katia la besó y luego permitió que Silvia volviera a tragarla.
Comenzaron a turnarse, en una coreografía bisexual. La chupaban un rato, se besaban con pasión, y luego le cedían el turno a la otra. La fascinación de Silvia parecía crecer a cada segundo, al igual que mi calentura. Si bien me sigue incomodando que mi hermana me chupe la pija, no puedo negar que lo hace muy bien. Y Silvia se esfuerza por replicar sus movimientos. Se nota que ella no tiene mucha soltura con el sexo oral. Está claro que nunca se la chupa a su marido. Y no me sorprende, Silvia no parece la típica mujer que anda chupando pijas. Se la ve demasiado íntegra y profesional. Por eso me gusta tanto verla romper esa barrera. Me encanta que se anime a ser un poquito puta.
Al momento de la eyaculación mi mente se llenó de recuerdos invasivos. El semen comenzó a cubrir toda la cara de Katia y parte de de Silvia. Ella recibió algo de semen; pero apuntó la verga hacia mi hermana, porque al parecer le calentaba mucho verla cubierta con ese líquido blanco. Y yo no pude dejar de pensar en el momento en que descubrí la verdadera identidad de Marcela. Podía ver la cara de mi madre en la de Katia, y el semen cubriéndola. Para mí fue una eyaculación mecánica. No podría decir que la disfruté.
Katia y Silvia se quedaron besándose unos segundos. Silvia tragó una parte del semen que encontró en las mejillas de mi hermana y Katia le devolvió la gentileza con su lengua.
—Uy… mejor me lavo la cara antes de que alguien me vea así —dijo Silvia, interrumpiendo el acto.
No me extraña, se nota que aún siente algo de pánico al estar comportándose de esta manera.
—Mejor aún —le dije—. Podrías bañarte. En el baño de Stella hay una ducha.
—Ay, eso sería fantástico. Hace calor y me haría bien refrescarme un poco.
Katia se encargó de abrir la ducha mientras Silvia y yo nos desnudábamos. Pronto descubrimos que allí no había espacio para los tres. El receptáculo de la ducha era diminuto, a duras penas podían entrar dos personas, algo apretadas.
—Yo espero afuera —dijo Katia. Aún tenía semen en su cara—. Ustedes báñense tranquilos. Después me toca a mí.
Al salir me guiñó un ojo, como si dijera “Ahora Silvia es toda tuya, disfrutala”. Y eso era exactamente lo que quería hacer.
Al quedarme solo con ella pude admirar su cuerpo desnudo. Era algo rellenita, pero sus anchas caderas y sus buenas tetas le daban un aspecto sumamente sexy. Entramos a la ducha, ella se puso dándome la espalda y frotó sus nalgas contra mi verga. Me encantó que lo hiciera. Con eso me estaba diciendo que estaba lista para más acción, que el pete había sido apenas el preámbulo.
Cuando la tuve dura otra vez, me aferré a sus tetas y le clavé la pija en la concha. Tuve que empujar varias veces hasta que entró toda. A pesar de su edad, Silvia es bastante estrecha. Se nota que su marido no la coge mucho… o que no la tiene muy grande. Probablemente se deba a ambas cosas.
—Despacito, por favor… no estoy acostumbrada a vergas de este tamaño… uf… mamita querida. No puedo creer que esté cogiendo con un pibe de veintisiete años.
—Veintitrés.
—Ay… soy una pervertida —soltó una risita picarona.
Sentí cierto afecto por esta mujer. Ahora que se confesó entiendo un poco mejor sus motivaciones y me da ternura. En realidad ella no es ninguna pervertida, solo quiere disfrutar un poco del sexo mientras aún es joven. Esta debe ser su forma de afrontar la crisis de los cuarenta y pico.
Me gusta más esta versión de Silvana, donde ya no simula ser la mujer segura de sí misma que sabe exactamente lo que está haciendo. Ahora veo dudas en ella. Temblores que indican posible arrepentimiento. Vergüenza. Me siento muy identificado, porque así es como me siento cada vez que estoy con una mujer. En especial si esa mujer es Katia.
La verga entró y comencé a bombear dentro de ella. Sus nalgas rebotaban con cada penetración. Silvia debía sostenerse de la pared para no caerse. La lluvia de la ducha me caía en la cara, era un poco molesto y refrescante al mismo tiempo.
Silvia se abrió las nalgas y ese fue un gran error. Porque pude ver su culo… y la tentación fue enorme. En especial porque estaba seguro de que ese culo seguía virgen. Ella no es de las que andan entregando el orto. Saqué la verga de su vagina y apunté al otro agujero.
—¡Ay, no… no…! Por ahí no… por ahí no.
—Tranquila, te va a gustar. ¿Acaso no buscabas nuevas experiencias?
—Sí, sí… pero esto ya es demasiado. Yo no hago estas cosas… no, por el culo no. No soy esa clase de mujer…
—Yo creo que sos exactamente esa clase de mujer. Confiá en mí, te va a encantar. Voy a ser cuidadoso.
—Umm… ok… ok… dios, no sé qué estoy haciendo. Metela, pero si me duele la sacás…
—Sí, prometido.
Empecé a hundirla lentamente. Ella comenzó a chillar bajito, apretando los dientes. Suspiraba en una mezcla de dolor y placer. Su culo se fue abriendo como una flor en primavera. Sin embargo aún no era suficiente como para que mi glande pudiera entrar. Retrocedí, para darle un respiro.
—Ahí voy de nuevo… ¿estás lista?
—Sí, dale… dale…
Eso me gusto. Ella estaba tan entusiasmada como yo. De verdad quería que le metieran la pija por el orto. Fue la misma Silvia la que presionó para que el glande entre completo. Soltó un pequeño grito y se quedó muy quieta. Yo sentí como su culo me apretaba la cabeza de la verga. La saqué lentamente y volví a meterla.
—Uf… duele mucho…
—Si querés que pare, solo tenés que decirlo…
No respondió. Seguí metiendo la verga. Podía notar por sus quejidos que estaba luchando contra el dolor; pero había algo que la impulsaba a seguir adelante. ¿El morbo? ¿O la posibilidad de experimentar algo nuevo?
La verga entró hasta la mitad. Me moví lentamente y mi cerebro se llenó de recuerdos. El culo de Patricia siendo penetrado. La forma en la que ella gemía y pedía más. Carajo. ¿Esto me va a pasar cada vez que experimente el sexo anal?
Mientras se la metía por el culo a Silvia no pude sacarme esos recuerdos de la cabeza. Era como estar de nuevo en el reservado de Afrodita. Cada penetración a Silvia se sentía como si se la estuviera metiendo a mi propia madre. Aceleré el ritmo, no porque eso me entusiasmara, sino porque creí que meterla con furia me ayudaría a poner la mente en blanco. No funcionó, no importaba lo duro que se la metiera a Silvia, seguía viendo el culo de mi propia madre. Y sus gemidos… sonaban idénticos a los de Patricia.
—Ay… despacito… despacito. Uf… es mi primera vez, por favor… no me la metas tan fuerte. Ay, ¿qué carajo estoy haciendo? Yo no soy así… no soy así…
—Si lo sos, solo que no querés admitirlo.
Soy el menos indicado para decirle eso a la gente; pero aún así se sintió bien. La agarré con fuerza del pelo y empecé a darle una culeada de la que se va a acordar toda su vida. Sus nalgas volvieron a rebotar con cada penetración. Me encantaba verlas sacudirse, como si estuvieran hechas de gelatina. Su culo ya estaba bien dilatado y mi verga entraba con mucha más facilidad. Aún así se sentía que era un culo virgen. Había resistencia. No era como metérsela a mi madre. El culo de Patricia estaba más abierto… seguramente por su afición a los dildos.
—Ay, sí… qué delicia… dios… que rico es esto… ¿cómo no lo probé antes?
—¿Te gusta que te metan la pija por el orto? ¿Eh? —Pregunté mientras le daba una penetración detrás de otra.
—Uf… nunca me habían cogido así. Nunca me había sentido tan puta. Me encanta… por favor, no le cuentes a nadie. No quiero que la gente ande diciendo “Silvia es una puta que entrega el orto”.
—No te preocupes, va a ser nuestro secreto.
Y seguí dándole con furia. Por mi mente seguían girando los recuerdos de mi madre. Era como un torbellinos de imágenes que no me dejaban en paz. Sin embargo los movimientos mecánicos intensos y el agotamiento físico me ayudaron a no pensar tanto. A dejar mi mente en piloto automático.
—Sí, Abel… seguí… ay… no pares… no pares… me gusta mucho. Llename el culo de leche. Quiero llegar a mi casa sabiendo que me llenaron el culo de leche.
Esa súplica morbosa me calentó tanto que ya no pude resistir más. Eyaculé dentro de su culo con violencia, como si no hubiera acabado apenas unos minutos antes. Llevaba unos días sin masturbarme y mis reservas de semen estaban al máximo. Cuando saqué la verga vi cómo chorreaba leche del dilatado culo de Silvia. Ella jadeaba mientras se frotaba la concha. Estaba teniendo un orgasmo.
Unos pocos minutos después nos calmamos y comenzamos a ducharnos como corresponde. Ella giró para mirarme a la cara, me envolvió y con sus brazos en un gesto romántico. Su sonrisa la hacía parecer diez años más joven.
—Gracias por esta experiencia, Abel. Sos un chico muy dulce. Nunca cambies.
Y me besó en la boca. No fue un beso cualquiera, ahí había genuino cariño. Me confundió mucho. ¿Acaso estará buscando algo más que una simple aventura sexual? No quise pensar mucho en eso. Correspondí su beso y lo disfruté.
—No quiero arruinar el momento, pero me gustaría que me dieras información sobre la auditora del banco.
—¿Solo por eso me cogiste?
—Obviamente no. Te cogería mil veces más después de que me des esa información. Es más, si querés podés venir a mi casa esta noche. Y lo seguimos allá.
—Uy, me encantaría; pero… soy una mujer casada. No puedo desaparecer una noche sin dar una buena excusa primero. Lo dejaremos para otro momento. Después te paso un informe sobre la auditora, y quiero que sepas que podés contar conmigo. Voy a hacer todo lo que sea necesario para que les aprueben el préstamo.
Sonreí y volví a besarla.
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