Nota:
Esta es una parodia erótica del clásico cuento “La Bella Durmiente”. Tal vez ya
hayan leído adaptaciones eróticas de este cuento (no lo sé, no me puse a buscar
si las había); pero considero que cada escritor/a tiene su propia forma de
narrar, sus propia forma de ver y comprender cada historia y sus propias ideas.
Esta es una versión “Nokomi” del
cuento. Para escribirlo me inspiré en dos versiones del mismo:
“Sol,
Luna y Talía”, de Giambattista Basile. Ésta es la
primera versión conocida del cuento, la cual es bastante macabra y oscura;
dista mucho de ser un “cuento de hadas”.
“La
Bella Durmiente del Bosque”, de los hermanos Grimm. Ésta versión se
parece un poco más a la conocida popularmente.
Advertencia:
Este relato contiene Amor Filial.
La Bella
Durmiente.
Nos
han contado historias sobre algún lugar lejano, habitado por seres que
maravillarían a los más grandes sabios, en el que existía un lujoso castillo
capaz de embelesar a quien lo viera. Se nos ha contado que en ese castillo
habitaba un Rey benévolo y piadoso, al que sus plebeyos admiraban y servían con
efusión; pero no todo lo nos han contado ha logrado convencernos. Tal vez
aquellos que posean una grácil imaginación puedan creer en hadas y duendes que
nos brindan su ayuda desde los rincones que escapan de nuestra vista; sin
embargo puede que les cueste más creer en un Rey justo, honesto y solidario,
que sea capaz de hincar una rodilla en el suelo y colocarse a la altura de sus
siervos.
Este
Rey en particular distaba mucho de lo que las leyendas nos contaban, o
pretendían hacernos creer. Su mayor anhelo era noble, tan sólo quería tener un
hijo que continuara con su legado; pero ofuscado por los fracasos merodeaba por
sus dominios descargando su ira a quien se cruzara a su paso. Espaldas se
arquearon bajo el agudo latigazo de una fusta; mozos y cocineros tuvieron que
arrodillarse e ingerir los platos preparados directamente desde el suelo; siervas
se lamentaron de sus errores y los pagaron con pellizcos en los pezones y
tirones en el cabello. Tan solo una persona en todo el reino escapa be los
abusos de este Rey poco benévolo, su amada Reina, la mujer que había elegido
para que durmiera en su lecho.
“Si
un hijo es lo que quieres, amado Rey mío, tendrás que montarme como un hombre y
dejar tu fruto sagrado dentro de mi vientre”, le decía su amada esposa. El Rey
podía blandir una fusta, podía dar patadas en las costillas de sus mozos y
podía dejar morados los pezones de sus sirvientas; pero levantar lo que le
colgaba entre las piernas escapaba a sus posibilidades. La Reina lo había
intentado por todos los medios: utilizó sus manos con destreza; le brindó el la
húmeda calidez de su propia boca; recurrió a las siervas más jóvenes y bellas,
las desnudo ante su Rey y lo invitó a compartir su lecho con ellas. Él amaba
ver a su Reina desnuda entre otras mujeres, y que cada una de ellas le diera
placer usando su lengua. Ella gozaba de sus propias ocurrencias a pesar de que
éstas no dieran frutos; pero las desilusiones se fueron acumulando y su amado
perdía las esperanzas.
La
tragedia que al Rey acontecía llegó hasta los oídos de un alma bondadosa. Una
anciana que conocía los secretos de las plantas y hierbas y con ellas elaboraba
fuertes pócimas. Le ofreció un, algunos frascos a su Reina, le aseguró que si
su adorado bebía de alguna de esas pequeñas botellas, su virilidad renacería.
La Reina se deshizo en agradecimientos y rogó porque le ponga un precio a
aquellos milagros brebajes; pero la anciana aseguró que ver a su Rey feliz era
el mejor pago que podía recibir, explicando con esto, de forma sutil, que sólo
pretendía que finalizaran los abusos de ese malnacido.
Esa
misma noche, la Reina esperó a su amado sin ropa alguna que cubra su esbelto
cuerpo, ésta la miró como quien mira a una cabra que está parada en lo alto de
una roca solitaria; apetitosa pero inalcanzable. Su esposa se le acercó con
galantería y le ofreció una de las pequeñas botellas de rojizo brebaje que
había obtenido de la anciana. “Bebe esto, amor mío, y serás un verdadero macho
cabrío”. Asombrado y esperanzado, el Rey bebió hasta la última gota. El efecto
no se hizo esperar, un olvidado palpitar se apoderó de su entrepierna, se
despojó de su vestimenta como quien se despoja de las cadenas que lo hacían
prisionero. Por primera vez en mucho tiempo vio su masculinidad erguida y una
libidinosa sensación se apoderó de todo su cuerpo.
Poseyó
a su Reina en cuanto la arrojó en la cama. Ella lo esperaba húmeda, con la
vagina ya dilatada. “Llena mi vientre, corazón mío, llenalo y seremos tan felices
como aquellos que se jactan de comer perdices”. El Rey pudo recordar lo que era
el verdadero poder, el poder de poseer a una dama y hacerla gritar de placer.
Los alaridos de gozo de la Reina resonaron en todo el castillo, esa noche los
mozos también festejaron y muchas sirvientas fueron felizmente poseías. El
rígido garrote del Rey se movió libremente en esa funda femenina, la enterró
hasta donde sus testículos se lo permitían y descargó dentro hasta la última
gota de ese blanquecino y espeso líquido que tanto tiempo llevaba acumulándose
sin encontrar una salida. La bella Reina gozó de la calidez que estos jugos le
proporcionaron, tuvo la certeza de que esta vez lo conseguirían, tendrían ese
hijo que tanto tiempo habían deseado.
A
pesar de su inmensa satisfacción, la lujuriosa sed del Rey no había cesado.
Penetró una vez más a su Reina y ella con lo recibió con la misma algarabía de
la vez anterior. Las acometidas de ese macho cabrío fueron tan decididas y
firmes como lo habían sido en los mejores años de su juventud. Las piernas de
la Reina se sacudían en el aire como si estuvieran saludando a la providencia
que le prometía que día siguiente todo el reino conocería a un verdadero Rey
benévolo.
Todo
parecía perfecto, pero la Reina descubrió que cada brebaje, por bueno que sea,
viene con algún efecto secundario. La lujuria de su Rey parecía no tener fin,
una y otra vez la tomó como mujer y cuando su vagina ya le dolía, éste la hizo
voltear boca abajo. En cuanto ella conoció las verdaderas intenciones del
hombre, que hincaba con su miembro aquel hueco indebido le dijo: “Amor mío, por
allí no se hacen los hijos”, a lo que él contestó: “Por aquí se hacen las
rameras, y tú serás la mía”.
El
Rey no desistió ante las negaciones de ese pequeño agujerito, lo forzó y
lubricó hasta que su amada conoció lo que se sentía al ser penetrada como una
sucia ramera. Nada pudo hacer ante la fuerza de su hombre, cedió su trasero e
intentó olvidarse del dolor. Tantas acometidas fueron abriendo la senda del
placer y llegó a tal punto que ella misma pudo disfrutar a la par de su Rey. No
importaba lo que él dijera ni por dónde se la metiera, ella seguía siendo una
Reina y como tal merecía disfrutar de estos placeres prohibidos... es más, de
haberlo sabido, los hubiera exigido.
Las
velas que alumbraban su noche de amor se fueron derritiendo, en cuanto el Rey
se dio por satisfecho, retiró lanza del ano de su mujer y admiró su obra: “Por
allí cabría toda la botella del brebaje que me has dado de beber”, le dijo, y
antes de caer en el mundo de los sueños, le demostró a su adorada que estaba en
lo cierto.
La
algarabía se apoderó de todo el reino cuando se anunció que la Reina estaba en
cinta, esto trajo regocijo a todos por igual ya que entre susurros se anunciaba
que los crueles abusos del Rey terminarían. Veinte semanas pasaron desde la
gesta y el Rey decidió organizar una ostentosa fiesta. Invitó a las duquesas
más hermosas y a los duques más poderosos y acaudalados de su reino y
alrededores. Al castillo también concurrieron trece gitanas, escogidas las más
jóvenes y bellas, que serían las encargadas de predecir el futuro de la hija no
nata del Rey y la Reina.
El
banquete dio inicio, hubo cordero, cerdo y la Reina pidió explícitamente que
quería cenar perdiz. Vino del mejor llenó copas a raudales. Canciones y versos
de juglares alegraron la mesa. Cada quien ofreció valiosos regalos, hubo joyas,
mantas bordadas con hilo de oro y un gran espejo traído de tierras lejanas que
llamó la atención de quienes querían ver por primera vez sus rostros; pero el
duque que trajo este preciado regalo afirmó que en ese espejo solamente se
vería ilustrado el rostro de la hija de los reyes, estuvieron de acuerdo con
esto y nadie miró allí su propio reflejo.
Todos
sonreían y brindaban por el vientre de la Reina y el Rey, quien había bebido
hasta el hartazgo, quiso mostrarle a su selecto grupo de invitados la obra que
tanto lo enorgullecía. Hizo poner de pie a su amada, acarició su redonda panza
y le pidió a los presentes que prestaran atención, acto seguido desnudó por
completo a la Reina, mostrándola en toda su desnudez, su barriga redondeaba
descansaba sobre un colchón de vellos dorados. Al principio ella sintió pena,
pero luego el orgullo la consumió, todos aclamaban su belleza y la felicitaban,
el Rey invitó a cada uno de los duques a acariciar el vientre su esposa, ellos
habían bebido tanto como el propio Rey y más de uno se tomó el atrevimiento de
sentir bajo sus dedos el jugoso gajo que la Reina tenía entre las piernas. Que
acaudalados duques la tocaran sólo le provocaba algarabía, todos eran poderosos
y tenían ejércitos a sus pies; pero ninguno estaba por encima de ella.
Sin
que nadie se percatara de ello, el Rey bebió de una pequeña botella que
guardaba entre su ropa. Bastó solo con ver como acariciaban a su adorada para
que el monstruo viril que dormía en su entrepierna despertara. Se despojó de su
capa y el resto de su ropaje y vociferó “En honor al hijo que mi esposa espera
haré correr sangre y pondré fin a la inocencia”. Acto seguido tomó del brazo a
una joven y hermosa sierva, que lo miró con sus ojos color canela presa del
miedo, pero no se opuso a los designios de su emperador. Éste le arrancó toda
la blanca ropa, mostrando un cuerpo redondeado, tierno y entrado en carnes que
sólo poseen aquellas mujeres que han visto apenas dieciocho primaveras.
Introdujo sus dedos por la femenina cavidad de la joven para cerciorarse que
nadie la había invadido, en cuanto estuvo seguro de esto, la desvirgó sobre la
mesa.
Todos
aplaudieron y rieron, hasta la Reina se sintió honrada ya que no había sido
olvidada, aún había dedos que se atrevían a penetrarla. Su Rey embistió a la
bella joven con tanto ímpetu que la hizo gritar, pero aquellos que conocían de
los placeres carnales supieron que no eran gritos de dolor, sino de puro
placer. Los voluptuosos pechos de la muchacha se sacudieron al ritmo de su
cuerpo. Recibió a su Rey con orgullo, ya que esa era la misma verga que se
metía por el cuerpo de la Reina.
Mientras
se deleitaba con la tierna carne de la sierva el Rey se dirigió a un mozo joven
y vigoroso “Tú, muchacho, métesela a la Reina, y hazlo bien si no quieres que
te corte la cabeza”. El sirviente sólo mostró desconcierto, no supo qué hacer,
pero no quería ver su cabeza rodar ante el filo de un hacha, por lo que dejó de
lado su vergüenza y se desnudó ante todas las miradas atentas. La Reina quiso
negarse, pero no quería ir en contra de su Rey, desacreditarlo frente a sus
vasallos más poderosos sería lo mismo que la traición. Con mucha educación y cortesía
el mozo le pidió que se sentara en un cómodo y tupido sillón, luego tomó sus
piernas y le clavó su gruesa estaca ante los vítores de los duques y duquesas.
La humillación se hizo presente en los pensamientos de la Reina, ya no era un
hombre poderoso quien invadía su cuerpo, sino el prescindible hijo de un
porquero; pero poco a poco fue notando que cada una de las embestidas del
muchacho equivalía a cuatro de su esposo. Era como follar con un toro. Entonces
comprendió la Reina que su problema no era que él se la metiera, sino tener que
estar debajo. Le ordenó al muchacho que se retirara, le dijo que ella era quien
debía montarlo. Intercambiaron lugares y la Reina volvió a meterse ese duro
falo entre las piernas.
Los
duques y duquesas no querían quedarse afuera de la fiesta. Uno a uno fueron
quedando tan desnudos como el Rey y la Reyna y dieron rienda suelta a su
lujuria. “¡Que nadie toque a las gitanas!” ordenó el Rey con su estruendosa
voz, “Yo mismo les daré, a cada una de ellas, toda mi virilidad, para que
traigan a mí, a mi familia ya mi reino, predicciones favorables”. Palabras de
aliento llegaron a los oídos del supremo cuando dejó de lado a la ya saciada
jovencita de pechos dulces y tiernos para poseer a la primera de esas hermosas
gitanas. Para ellas era todo un placer ser montadas por un Rey, no por
cuestiones de orgullo u honor, sino que creían que alguna de ellas podría
correr la suerte de quedar preñada y luego pedir retribución al Rey por estar
criando en secreto uno de sus bastardos. Al ser penetrada, la primera, llevó al
cielo agudos gritos de placer, exagerando la habilidad del Rey, quien honrado
le dio con todas su fuerzas.
Para
la Reina también hubo deleite en exceso. Un ebrio duque le ofreció su duro
tronco y ella, con regodeo, lo introdujo en su boca y le demostró a ese hombre
de lo que era capaz una buena soberana. Si su Rey pretendía poseer a cada una
de las gitanas, entonces ella se saciaría con cada uno de los duques. Exigió
que uno la penetrara por su trasero, algo que parecía impropio de una reina;
pero que ella gozó incluso aún más que con la verga de su marido. Tuvo llenos
sus tres orificios con aquel instrumento masculino que tanto le agradaba y a
medida que los duques eyaculaban, iba pidiendo a las duquesas que la limpiaran.
Ellas usaban sus lenguas sobre su ama, sorbían cada gota de esperma con pasión.
El jolgorio era tal que nadie se percató que el Rey había agotado todas sus
fuerzas hasta que una de las gitanas se quejó.
Las
miradas fueron acaparadas por la gitana que maldecía. Le pedía al Rey que
despertara nuevamente su hombría, ya que ella esperaba, desnuda y con las
piernas abiertas, a ser poseída. El soberano afirmó que ya no tenía energía
para continuar, había saciado a doce de las gitanas más hermosas que deambulaban
por su reino, y había vaciado sus testículos en la vagina de la doceava. “¡No
seré la única que se quede sin ser montada!”, bramó la muchacha; pero nadie
hacía caso a sus quejas, las burlas hicieron mella en su orgullo. “Si quieres
llevarte algo de la blanca leche del Rey, puedes beber de la que sale entre mis
piernas”, dijo la doceava gitana tomando de la cabeza a su compañera y
obligándola a pegar la boca contra su almeja.
La
ofendida gitana se repuso con la cara salpicada por el espeso semen del Rey y
fue allí cuando tramó su venganza. Buscó sus pertenencias en el suelo, extrajo
de los infinitos bolsillos de su vestido lo más extraños utensilios e
ingredientes, los distribuyó sobre la mesa y tomó parte del esperma del
soberano y lo mezcló con los objetos extraídos. Algunos contarían luego que
oyeron voces tenebrosas, otros afirmarían que todo se puso negro, hasta habría
quienes jurarían que pudieron rostros endemoniados flotando en el aire, las
versiones variaría; pero todos estarían de acuerdo al repetir la sentencia
dictada por la gitana. “Al cumplir dieciocho años, tu hija, porque hembra será,
se pinchará un dedo con el huso de un hilar y caerá muerta en el acto”. A
continuación la colérica mujer recogió su ropa y se marchó en busca de algún
hombre que fuera capaz de quitarle el calor que invadía su cuerpo.
El
temor del Rey y la Reina llevó a suplicar a las gitanas restantes para que
intervinieran, no podían permitir que el fruto de su amor muriera a tan
temprana edad. La doceava gitana, conmovida, se apresuró a realizar un contra
conjuro. También utilizó el semen del Rey, que aún manaba entre sus piernas.
Consultó runas y huesos, arrojó polvos y conversó con almas sabias del otro
mundo, consultó con demonios y alimañas; pidió consejo a espectros y ánimas en
pena, todos aguardaron expectantes hasta que la joven habló: “Nada he podido
hacer para anular el hechizo, su alteza; pero conseguí modificarlo levemente,
su hija no morirá al pincharse con el huso de una hiladora, sino que caerá en
un profundo sueño que durará cien años”.
El
Rey tampoco podía aceptar este destino para su amada hija, por lo que ordenó
que se destruyera hasta la última hiladora de su reino. Hubo quejas ya que el
designio que aguardaba a la princesa se guardó como el más sagrado secreto de
la corte; pero nadie puede esconder una hiladora sin que esta sea descubierta
en poco tiempo, y muchos temieron ver rodar sus propias cabezas y las
destruyeron a voluntad.
Dieciocho
años había cumplido ya la hermosa Talía y las hiladoras fueron olvidadas por el
pueblo. La joven muchacha era feliz admirando su belleza en el ostentoso espejo
que le habían regalado antes de su nacimiento. Se maravillaba de su propia
sonrisa y se enamoraba de sus ojos almendrados. Estaba segura que no existía ni
moza ni duquesa que la igualara en belleza. Los hombres la admiraban y los más
poderosos y acaudalados se deshacían en súplicas para tomar su mano en
matrimonio; pero ella disfrutaba jugando con ellos y no permitía que nadie la
hiciera su esposa, según las palabras de su propia madre, tendría tiempo para
eso. La princesa era solidaria, pero cruel. Permitía a sus enamorados
acariciarla, no oponía objeción si alguno quería besar su cuello y acercar su
hombría a las curvas de su cuerpo; pero si alguno pretendía poseerla o besarla
en la boca, los juegos terminaban de inmediato. Uno de sus mayores placeres,
para matar el aburrimiento, consistía en unirse a los baños de tina caliente
que se daba su amado padre. Él era el único hombre en toda la corte que tenía
permitido admirar su desnudez. No hubo baño de tina compartido en el que el Rey
no se fuera con su masculinidad erguida y allí la joven aprendió que tan solo
algunas caricias en ese gusano que dormía, bastaban para despertarlo. Otro de
los permisos que concedía a su adorado padre era dejarlo explorar su tierno
cuerpecito con los dedos. El soberano jugaba a hacerle cosquillas, a
pellizcarle quedamente los pezones, a besarle con deleite las redondas y
blancas nalgas, a hurgar con su lengua en la virginal cavidad de su hija.
La
Reina no desconocía estos perversos juegos en la tina; pero los ignoraba ya que
aprovechaba el tiempo libre que éstos le daban para exigirle a alguno de sus
viriles mozos de escuadra que la montaran, tanto por delante como por detrás.
Esta es la vida de los cuentos de hadas con la que ella había soñado, podía
vivir feliz y su reino, en apariencia, también lo estaba; sin embargo todo
cuento de hada tiene su fin, y éste en particular no termina con un “Fornicaron
felices para siempre”.
Una
fatídica tarde en la que la princesa Talía vagaba por el inmenso castillo,
halló una puerta que hasta entonces había pasado desapercibida. Se preguntó que
habría dentro, al asomarse vio penumbras y una pálida luz de vela alumbraba a
una dulce viejecita. La princesa la saludó con cortesía y le preguntó qué
estaba haciendo sola en aquel húmedo y abandonado cuarto, “Estoy hilando,
querida mía”, le respondió la dulce viejecita. “¿Qué es eso que llamas hilar?”,
preguntó Talía dejándose llevar por la curiosidad. “Acércate, dulce princesa,
permíteme mostraste las maravillas que se pueden hacer con una hiladora”. La
muchacha se acercó, ignorando que aquella que se hacía pasar por una dulce
anciana no era otra que la gitana que había puesto una cruel sentencia en su
destino. En cuanto la princesa tocó la hiladora, una aguja le pinchó el índice
y se desvaneció al instante, sin tener tiempo siquiera de comprender lo que le
había ocurrido.
Talía
cayó en el más profundo de los sueños, llevándose a todos los que habitaban en
el castillo con ella. Una sierva que barría cayó con todo el peso de su cuerpo,
inerte sobre la escoba. Las aves que volaban por los límites de la fortaleza se
precipitaron hacia el suelo. Perros, puercos, corderos y ganado, nadie era
inmune a tan poderoso encantamiento. La Reina, quien gozaba una vez más, al ser
montada por su amado soberano, también cayó rendida y su esposo con ella. El
castillo se sumió en silencio y todo quedó inerte; pero la única que dormía era
la princesa Talía.
Mientras
los incontables cadáveres se pudrían, una inmensa muralla de rosas y espinas
comenzó a crecer alrededor del castillo. En un principio nadie quiso acercarse
a él, por temor a la maldición que había exterminado a todos los que lo
habitaba, pero cincuenta años después ni el más intrépido de los caballeros
podía abrirse paso entre tan espesa maraña de espinas. “Es el castillo más
hermoso del mundo, pero también el más peligroso”, afirmaban quienes contaban
su leyenda.
Jóvenes
arrogantes, seducidos por hipotéticas riquezas, intentaron invadirlo. Los
primeros pasos eran sencillos ya que las rosas eran engañosas. Aguardaban
pacientemente hasta que sus víctimas se adentraban tanto que les resultaba
imposible regresar. El cerco de espinas parecía volver a cerrarse detrás, pero
la verdad era que cada uno de los que entraba se sumía en una desesperación tan
profunda que perdía el sentido de la orientación, llegaban a los sitios donde
la vegetación era tan espesa que los dejaba naufragando en la oscuridad.
Terminaban enloqueciendo por la inmensa cantidad de espinas que rasgaban sus
cuerpos, la sangre les brotaba sin darles descanso. Ninguno de los que
ingresaba volvía a encontrar la salida y eran llorados por aquellos que los
habían alentado.
Un
agradable día de primavera, Sir Tomas, un acaudalado señor, viajaba solo a
caballo, explorando las tierras que circundaban al castillo con la esperanza de
encontrar quien se las vendiera. Creyó que sus ojos lo engañaban cuando vio tan
inmensa construcción rodeada de rosas y espinas. Todo era verde y rojo y olía
como debería oler la vagina de las hadas. Un grito de agonía arrancó de sus
ensoñaciones al Sir, agudizó sus oídos y dirigió a su caballo hacia el sitio de
dónde provenía el ruido. Cuando le fue imposible continuar a caballo, se apeó
de él y marchó a pie, esquivando ramas, rosas, hojas y espinas. El agónico
murmullo se fue acercando a él; pero cuando encontró el hombre que se quejaba,
supo que había llegado demasiado tarde, éste estaba atrapado por el tupido
rosal y blandía una lujosa espada que de nada le servía ya que tenía el brazo
inmovilizado. Sir Tomas se apoderó de la espada y evaluó la situación con
calma, si ese joven falleció víctima de las rosas, a él podría pasarle lo
mismo; pero él contaba con una ventaja, no era un adolescente obstinado y
soberbio, él conocía de peligros verdaderos y sabía perfectamente que el exceso
de confianza era la guillotina de los intrépidos.
Sin
prisa y con calma, avanzó hacia lo incierto, empleando la espada para abrirse
camino. Él sabía que tan solo contaba con tres posibilidades: encontrar la
salida, llegar al castillo o morir, al igual que aquel desafortunado joven. Las
probabilidades estaban en su contra, pero su perseverancia lo llevó hasta donde
ningún hombre había llegado. No se trataba de la puerta principal del castillo
y agradeció que así fuera, ya que esa debería estar fuertemente fortificada, lo
que halló fue una pequeña rendija, un hueco en la pared de piedra abierto por
la fuerza de la vegetación. Se coló dentro y pudo comprobar que estaba a salvo,
al menos por el momento.
Deambuló
por el abandonado castillo y no pudo hallar otra cosa que no sea polvo y
huesos. Todo allí parecía haberse perdido en el olvido, era un cementerio en el
que nadie había recibido la sagrada sepultura. Por extraño que pareciera, ni
siquiera los más pequeños roedores vagaban por allí. Mientras más se adentraba
más se convencía de que él era la única criatura viviente en ese sitio. Mantuvo
esta idea hasta que la casualidad lo llevó hasta un dormitorio en lo alto de
una de las torres. La luz del sol de la tarde se colaba por la ventana,
alumbrando directamente a lo que él creyó como otro cuerpo sin vida; pero este
cuerpo distaba mucho de los derruidos huesos que había pisado. La joven de
inmensa belleza parecía suspendida en el tiempo, su cuerpo conservaba la
frescura de su piel intacta. Sir Tomas pensó que tal vez ella, de alguna forma,
había quedado atrapada allí dentro poco tiempo antes que él. Carraspeó y aclaró
su voz antes de saludarla gentilmente, pero la jovencita no se movió. Se le
acercó con cautela, no porque le temiera, sino por no querer espantarla. Le
tocó suavemente un brazo, constató que aún estaba tibio. Ella no despertó. La
sacudió levemente, pero no hubo respuesta. Intentó por muchas maneras
despertarla, pero terminó convenciéndose de que la radiante joven no
despertaría. Luego recordó las espinas de rosas y pensó que tal vez ella había
caído presa de algún veneno que le afectaba de forma diferente.
Un
día entero pasó allí dentro, consumiendo las reservas de alimento que cargaba
consigo mientras admiraba la belleza de la muchacha. Un desquiciado deseo lo
fue invadiendo a medida que el tiempo pasaba. Los últimos días compartiendo el
lecho de una mujer habían quedado muy atrás y aquella inmóvil jovencita le
mostraba sus pantorrillas. “Sólo echaré un vistazo”, se dijo para darse valor.
Pero tan solo un vistazo le bastó para perder la compostura. Un tupido manto de
finos vellos dorado lo cautivó. Entre las piernas de aquella hermosa joven lo aguardaba
la más hermosa puerta al placer que había visto en toda su vida. Su miembro se
despertó, indicándole que estaba preparado para hacer lo que cualquier hombre
debería hacer en esa situación; pero antes de liberarse a la lujuria, decidió
explorar un poco más aquella encantadora cavidad. Olfateó perfume a rosas entre
los suaves vellos y se dijo que ese era la tierna almejita de un hada... o un
ser incluso aún más maravilloso. La acarició con sus dedos y descubrió que no
todo en el cuerpo de aquella preciosura de mujer dormía. Un incoloro jugo
comenzó a fluir por los pliegues de esa carnosa grieta. Sir Tomas supo entonces
que, desde sus sueños, ella le pedía que la poseyera. Se arrojó con toda su
virilidad sobre ella y, olvidando los protocolos dignos de un Sir, la penetró.
Con la segunda embestida comprobó que aquella delicada muchachita era virgen.
Sir Tomas no cabía en su asombro ni creía en su inmensa fortuna, la providencia
lo había designado para ser el primero en conquistar el sexo de la mujer más hermosa
que existía.
Con
pasión y desenfreno hizo suya a la jovencita. Arremetió enérgicamente contra su
apretado coño y fue abriéndolo hasta que su erecto mástil cupo completo y pudo
moverse de adentro hacia afuera con gran facilidad. Ella continuó inerte, sólo
podía oír el suave murmullo de su respiración y se extasiaba cuando creía
escuchar algún exquisito gemido. No le bastó con poseerla una vez, ni dos ni
tres. Pasó otro día completo en entre las piernas de esa mujer, descansaba en
intervalos breves ya que su fin no era eyacular, sino extender su gozo tanto
como le fuera posible. Succionó los pezones de la joven, lamió cada rincón de
su cuerpo, introdujo su lengua en esa boca de labios color de rosa y embistió
frenéticamente su hueco antes virginal.
Sir
Tomas se detuvo a razonar, pensó y pensó sin parar hasta que llegó a una
conclusión. Él podría vivir en ese castillo, haciéndole compañía a la dama que
soñaba por él, tan sólo necesitaba encontrar una forma sencilla de entrar y
salir, para no morir de hambre, preso de su propia fortaleza. Entonces trabajó.
Trabajó como nunca lo había hecho en su vida. Tomó tablas de donde pudo
hallaras, mesas, barriles, establos y porquerías. Con ellas formó un túnel
entre las rosas, un camino protegido, que le permitiría abandonar el castillo
cada vez que quisiera. Al extremo exterior lo ocultó entre el follaje, dejó
señales de rocas imperceptibles para no perder la entrada y regresó a sus
tierras, en busca de oro y joyas que pudiera intercambiar por alimentos.
Así
fue que este Sir encontró la dicha. Vivió feliz en su castillo, junto a su
amada Talía. Averiguó el nombre de la muchacha en unos de los libros de la
biblioteca del castillo en el cual estaba anotada la ascendencia y descendencia
del Rey y de la Reina. Talía sería el nombre que daría sentido a su vida.
Pasaba horas y horas en la cama con su adorada. La penetraba, la ultrajaba y la
violaba tanto como quería. Bebía a diario de los jugos que manaban de esa
sensible vagina. La lleno cientos de veces con el semen que brotaba de su
miembro y pronto descubrió que Talía bebía por instinto todo lo que en su boca
caía.
El
libidinoso Sir Tomas descubrió que por más que la sacudiera, ella no se
despertaría. Podía levantarla de su lecho, y ella dormiría en su hombro o su
pecho, ya no se molestaba en vestirla, sólo procuraba mantenerla limpia. Violó
a la jovencita en todas las posiciones que su perversa imaginación le trajo. Un
día, mientras la montaba como montan los perros, admiró ese apretado agujerito
que nunca había probado. “Tú también serás mío”, le prometió a ese culito
respingado, acto seguido. Lo lamió hasta dejar en él una gruesa capa de saliva
y arremetió con su lanza. El placer fue tan intenso, ese orificio estaba tan
apretado y resultaba tan agradable, que Sir Tomas no pudo resistir tan siquiera
tres parpadeos. Lo llenó con su leche de hombre y retrocedió asustado. El
espeso líquido blanco brotó fuera lentamente y Sir Tomas creyó que de volver a
intentar algo semejante, moriría. Esa noche durmió y recobró sus fuerzas, al
día siguiente despertó con su masculinidad erecta y toda su valentía intacta.
Había llegado la hora de su revancha. Colocó a Talía boca abajo y sujetándola
por los pelos le dijo “Te montaré, amor mío, aunque la vida se me vaya”. Abrió
los cantos de su amada e imagino que, desde un sueño, ella se lo pedía. Clavó
su estaca hasta la mitad y aguardó, su corazón aún latía y su verga de
deleitaba. Estalló en risas y gozó a pleno del culo de su amada.
Pasaron
años y Sir Tomas no se agotaba, en ese castillo tenía todo lo que necesitaba.
Libros por montones, alimento que con su oro conseguía, y a su bella y adorada
Talía. No pasaba día sin saciarse utilizando alguno de los orificios de la
muchacha. Él envejecía pero ella joven se mantenía. Los años no parecían
afectarle y por esto agradeció al cielo. Su regocijo sería eterno... o hasta
que la muerte lo reclamara.
El
vientre de Talía comenzó a hincharse, y Sir Tomas se espantó, pasaban días,
semanas y meses, el estómago se expandía. “La he dejado preñada”, se repetía el
hombre, como si la constancia de sus palabras podría hacer desaparecer al niño
que crecía. Esto llevó a Sir Tomas al descuido y una tarde en la que regresaba
de comprar sus preciados alimentos, no se percató de que alguien lo seguía. Un
bandido, al que nadie conocía. Éste vio como el Sir entraba a su castillo y
espero a que la noche lo ocultara para invadirlo. Siguió el túnel de madera en
cual las peligrosas rosas no crecían.
El
bandido encontró al mismo hombre con un niño en los brazos. Se miraron con
temor y se batieron a duelo de espada. El viejo y desdichado Sir Tomas nada
podía hacer ante la velocidad con la que su atacante se movía. Cayó muerto en
cuanto una fría hoja le atravesó el corazón. El ladrón lleno de espanto creyó
que en poco tiempo alguien lo encontraría. Revisó sigilosamente el castillo
pero sólo encontró aquellos mismos huesos que un día habían sido pisoteados por
Sir Tomas. En lo alto de la torre encontró a una bella muchacha que dormía, con
cuchillo en mano la sacudió para que despertara, pero ella no respondió. Supuso
que la joven había muerto en el parto y que el viejo dolido se había negado a
deshacerse de su cadáver. Se sintió como una alimaña, un insecto rastrero, por
haber dejado huérfano a ese niño. En un acto de piedad, luego de cargar un saco
con oro y joyas, se llevó al niño consigo.
Nunca
más este bandido volvería a pisar tan tenebroso castillo. Los años
transcurrieron y crio niño como un hijo propio, sin nunca contarle quien él
había sido el que asesinó a su verdadero padre. Invirtió el oro y las joyas y
pudo abrir su propia posada, ésta lo hizo rico en pocos años y ya no tuvo
necesidad de trabajar en toda su vida. Se casó con una bella dama y contrató a
varias empleadas.
Tal
vez sea porque el destino tiene sentido del humor, o porque los demoños estaban
aburridos. Cuando el muchacho ya crecido, y con sus dieciocho años cumplidos,
salió en una expedición de caza. El halcón que servía al joven se escapó y su
dueño lo siguió. El ave de rapiña surcó los cielos hasta posarse en lo alto de
una torre, debajo de esta torre se erigía un inmenso castillo rodeado por un
espeso e impenetrable cerco de rosas y espinas. El muchacho se sabía valiente e
intrépido, pero de haberse adentrado por cualquier sitio hubiera muerto como
sus predecesores. Una nueva metida de mano de los demonios en su destino, lo
llevó hasta el mismo túnel de madera que antaño había construido el padre que
él desconocía.
Dentro
del castillo actuó al igual que Sir Tomas en sus primeros días. Se asustó al
encontrar a nadie con vida, pero un brillo de alegría se apoderó de sus ojos en
cuanto encontró a la bella que dormía, sin ropa y con sus piernas separadas,
esperando a su próximo amante, con el que durante años había soñado. Una vez
agotados todos los intentos por despertarla, el joven llegó a la conclusión que
cualquier hombre llegaría. Sacó su arma masculina y la hundió entre las piernas
sin sospechar siquiera que se trataba de su propia madre, la cual había quedado
suspendida en el tiempo y se mantenía tan joven y hermosa como lo había sido
casi cien años atrás. El muchacho mostraba la misma lujuria que su padre, no el
bandido, sino Sir Tomas, quien antes había hecho suya a esa divina muchacha que
tenía un coño que olía como el de las hadas.
Mientras
la embestía y se maravillaba con la calidez del hueco que lo recibía, el joven
se enamoró de las manos de la bella durmiente. Las tomó entre las suyas y sin
dejar de penetrarla, fue lamiendo cada dedo. En cuanto llegó al índice de la
mano derecha absorbió con tanta fuerza que de él sacó la aguja que había sido
la culpable del eterno sueño de Talía. No había contra conjuro que al joven
protegiera. Nada impidió que cayera muerto en el acto, apenas pocos instantes
después de haber soltado por primera y última vez el semen de sus testículos.
Talía
despertó y miraba alrededor, anonadada. No sabía quién era ese hombre que le
había penetrado, en cuanto levantó su cara recordó aquel espejo que le habían
regalado. Vio en ese rostro el suyo, sus rosados labios, sus ojos de avellana,
su nariz respingada. “Hijo mío, ¿qué haces aquí?”, le preguntó. Todo era tal y
como ella lo recordaba, su castillo, su hijo al que tanto amaba, pero no había
rastros del Rey con el que había contraído matrimonio, ni de sus plebeyos. Todo
estaba cubierto de polvo, como si hubieran pasado años sin que nada se
limpiara. Intentó despertar a su hijo, pero este no respondía. Aterrada corrió
fuera de ese cuarto y bajó por la larga escalera de la torre. Vio huesos,
libros viejos y rosas que cubrían los exteriores. En nada se parecía al
castillo que ella recordaba. Buscó su espejo y no comprendió por qué se veía
joven. Ella recordaba que algunas arrugas ya se habían hecho presentes en su
rostro. Recordaba vivamente a su amado Sir Tomas, pero no había rastros de él
por ningún sitio. ¿Dónde estaba su amor, quien a su lado reinaba? Presa del
miedo corrió dando gritos, pero nadie respondía a su llamada. Se detuvo
súbitamente y estalló en carcajadas. “Esto no es más que un sueño”, se dijo sin
dejar de reírse.
Subió
a lo alto de la torre, admiró a su hermoso hijo. Se tocó el sexo en el que
semen abundaba. Lo lamió y se enamoró de su sabor, sonrió con ternura. Se acercó
al muchacho y lo besó en los labios. “En cuanto despierte, hijo mío, te
acompañaré en tu lecho”. Giró hacia la ventana la abrió, se puso de pie en el
marco y miro hacia sus tierras. “Yo soy la reina de todo esto, y mío todo
volverá a ser cuando despierte de esta horrible pesadilla”. Se arrojó al vació
y volvió a sumergirse en un profundo sueño, pero la bella Talía no volvería a
soñar Jamás.
Fin
Comentarios
PD: No te demores con lo de mi lesbiana favorita, Lucrecia.
Le faltaron las ilustraciones que todo cuentito debiera tener, je je.
Besos Nokomi