Venus a la Deriva [Lucrecia] - 10. Expiación de Pecados.


Capítulo 10.



Expiación de Pecados.


Domingo 20 de Abril, 2014.





Me quería morir. Esta vez más que nunca. ¡No podía ser! ¡¿Cómo pude ser tan estúpida?!


Supongo que envié el video a la última persona que me escribió y, como una estúpida, creí que se trataba de Lara. Hubiera preferido que ese video le llegara a mi madre antes que a la Hermana Anabella. Ya estaba pensando de qué forma terminaría con mi vida; pero primero debía pedir disculpas, aunque fuera un gesto inútil.


Le escribí apresurada, pero intentando ser lo más clara posible:


«¡PERDON! ¡Le pido mil disculpas Hermana Anabella! Créame, por favor. Fue un error, una equivocación. No estaba pensando claramente. Estaba completamente borracha y confundí el destinatario. Estoy siendo sincera. ¡Le juro que me quiero morir de la vergüenza! Quería enviar ese inmundo video a mi amiga, ahora me arrepiento por eso y me arrepiento el doble por habérselo enviado a usted. Sé que no hay forma de que me perdone, pero al menos quería que lo supiera. Fue una gran equivocación. Prometo no volver a molestarla, nunca más».


Releí el mensaje antes de enviarlo y corregí los errores, esta vez quería hacer las cosas bien, aunque me temblaran las manos.


Quería llorar. Me odiaba a mí misma, todo esto echaba por el caño mi grandiosa noche de lujuria, ahora me arrepentía enormemente de todo, me sentía sucia, de cuerpo y alma.


Envié el mensaje y arrojé el celular sobre la cama. Corrí al baño a darme una ducha. Ni siquiera esperé a que el agua comenzara a salir tibia, me metí bajo la lluvia fría rogando que eso, al menos, me limpiara el exterior y parte del espíritu. Me sentía una idiota total. Le di un golpe a la pared y los nudillos me quedaron rojos y adoloridos. Quería gritar. Me arrodillé en el suelo y agarré mi cabeza estrujándome el cabello con los dedos. Me quedé en esa posición intentando apartar todo lo malo que había hecho; pero me resultaba imposible, el recuerdo de mis errores seguía quemándome el cerebro, como un hierro al rojo vivo.


Con el paso del tiempo, el agua tibia hizo un milagro en mí. Me reconfortó, logró serenarme mucho y de a poco fui pensando con mayor claridad.


No podía decir que todo lo que hice en la noche fue producto del desenfreno. No, para nada. Había planeado todo, yo quería que cada una de esas cosas ocurriera, mi único error fue confundir el destinatario del mensaje. Porque si se lo hubiera enviado a Lara, como debía ser, no estaría arrepentida. De nada. Ni siquiera de haber tenido sexo con una desconocida. Debía ver las cosas como realmente eran, sólo debía sentirme mal por lo que le hice a Anabella, nada más. De lo contrario me volvería loca.


Envuelta en una toalla, regresé a mi cama. Las sábanas estaban húmedas y arrugadas suplicando ser reemplazadas por otras limpias. Vi que había recibido un nuevo mensaje. Al principio no me animé a leerlo, pero debía que ser valiente y enfrentar mis problemas.


«Ya me parecía que había sido un error, pero eso no quita la mala acción. Tampoco creo que debas culpar al alcohol. Entiendo que me llegó a mí por una simple equivocación al presionar botones, pero de todas formas tenías intenciones de enviar esas cosas a alguien. Yo no puedo perdonarte porque no soy quién para juzgarte. Si buscás perdón te sugiero que lo hagas mediante la confesión. Al menos puedo decirte, para que no te sientas tan mal, que no estoy enojada con vos. Hagamos una cosa, esta tarde vení a verme. Voy a hacer lo posible para ayudarte. Luego, tal vez, podamos hacer de cuenta que nada de esto ocurrió».


El alma me volvió al cuerpo. Esta mujer era una santa, otra monja me hubiera mandado a la hoguera. Le aseguré que iría esa misma tarde a verla, aunque en realidad me muriera de la vergüenza. No dije nada sobre la confesión ya que cada vez me costaba más ver a la iglesia como una ayuda, aunque a veces mi temor a Dios me hiciera opinar diferente. No me animaría a contarle eso a un cura, jamás. Aunque él fuera los oídos del mismísimo Dios. No sabía qué pretendía hacer la monjita para ayudarme, pero no estaba en posición de pedir explicaciones.


Me vestí lentamente, masticando culpa, y cambié las sábanas de mi cama, sólo para tener algo que hacer. La cabeza me dolía considerablemente y una vez más culpé al alcohol.


Nunca había perdido los estribos de esa manera, había sentimientos opuestos en mi interior. Por un lado sabía que todo lo que había hecho estaba moralmente mal, pero por otro lado mi corazón latía de felicidad al recordar esos intensos momentos con la desconocida, y por saber que ya no era tan mojigata como lo había sido durante toda mi vida. Debía confesar que había algo en esta nueva Lucrecia que me agradaba, aunque me metiera en problemas.


Esa tarde fui en el auto a ver a la monja. La resaca y la culpa me quitaron todas las ganas de caminar.


Entré directamente por la capilla, manteniendo la cabeza gacha, temerosa de la mirada acusadora de los santos, vírgenes y del mismo Jesucristo. Sentí la necesidad de pedirles perdón, especialmente al señor barbudo de la cruz; pero temí que esto los hiciera enojar. No quería afrontar un suplicio liderado por el hijo de Dios.


Enfilé hacia los aposentos de Anabella, ignorando a casi todas las personas que me crucé en el camino. Sólo saludé a Tatiana, pude verla a lo lejos entrando a un aula cargando un balde y un trapeador. Me dio un poco de lástima que la chica tuviera que hacer esos trabajos, más un día domingo, pero ella parecía tomárselo con naturalidad y me saludó con una radiante sonrisa. Al fin y al cabo era un trabajo digno y una forma de pago hacia la absurda cuota mensual de la Universidad. Ya había chequeado el monto y hasta a mí me pareció una locura total. No entendía cómo tanta gente podía costearla.


Perdí mi rumbo en más de una ocasión, este viejo convento era un verdadero laberinto. La mayoría de las paredes se veían viejas y gastadas, era muy difícil diferenciar un pasillo de otro, sólo recordaba un patio interno con un hermoso jardín central. Sabía que lo había visto en mi primera visita a Anabella. En cuando di con él supe que estaba en el lado opuesto al que debía estar, lo crucé de lado a lado por el centro, ante la curiosa mirada de las monjas que rondaban por allí. Tal vez se preguntaban qué estaba haciendo una estudiante en aquel sector, un domingo.


Por fin di con la puerta indicada, sabía que era la de Anabella porque recordaba una fotografía de Cristo dentro de un pequeño portarretratos ovalado, que estaba pegado, a la altura de mis ojos, en la madera de roble.


Anabella me recibió con una sonrisa, protegida dentro de sus habituales hábitos. ¿Está bien decir “habituales hábitos”? Es habitual que ella los use… y son hábitos. Hábitos habituales… sé que suena raro; pero es cierto. En fin, yo me entiendo. O no… pero tal vez algún día lo haga.


Ella tenía un semblante tan serio que volví a imaginarla como si se tratase de una viejita caderona y malhumorada. Estuve a punto de arrodillarme ante a ella y suplicarle que me perdone por todo, pero en ese momento me dijo:


―Ni se te ocurra empezar a disculparte otra vez ―parecía un sargento del ejército; tuve que resistir la tentación de hacerle el típico saludo militar―. Vení conmigo.


―S… sí.


No quería preguntarle a dónde nos dirigíamos, porque tenía miedo de que me mordiera. La seguí, procurando no mirar mucho el meneo de sus caderas. Me causó un poco de gracia su forma de andar, era rápida, pero con pasos cortitos. Al tener piernas largas, no me costó seguirle el ritmo.


Anduvimos por distintos pasillos y, una vez más, me desorienté. Si tuviera que regresar a la salida, o a la habitación de Anabella, no sabría hacia dónde encarar primero.


De pronto la monja se detuvo, frente a una gran puerta doble. Estábamos en otro patio interno, pero éste era mucho más pequeño que el que había usado antes como referencia. Además el piso era de cemento, en lugar de césped. Hizo aparecer, como por arte de magia, una llave. La puerta chirrió al abrirse. Dentro sólo pude ver polvillo y oscuridad. Ella introdujo su brazo y luego se hizo la luz. Era una luz tenue y amarillenta, pero que bastaba para poder ver lo que había dentro: más polvillo. También había un montón de pupitres escolares muy antiguos, parecían estar en un estado deplorable, o tal vez era sólo por la gruesa capa de polvo que los cubría.


―Allá adentro ―señaló otra puerta, que estaba en el extremo opuesto del patio― vas a encontrar baldes, también hay trapos y una canilla de la que podés sacar agua. Te sugiero que también traigas una escoba.


―¿Para qué? ―pregunté, aterrada.


―Ya te imaginás para qué. La mejor forma de expiar tus pecados es con una buena acción. Lo hago por tu bien, Lucrecia.


―¿No puedo pagar un diezmo? ¿Hacer una donación a algún orfanato? ¿Rezar setenta veces el Ave María y el Padre Nuestro?


―Claro, podés hacerlo ―dijo con una sonrisa―; pero luego de que termines con esto.


La monjita era dura como almohada de cemento. Sabía que no podría hacerla cambiar de opinión por lo que, resignada, me dirigí hacia el cuarto que me señaló. Era pequeño y estaba lleno de trastos para limpiar, objetos que yo sólo había visto de lejos, y que ni siquiera me atreví a tocar siendo chica, para jugar. En mi casa teníamos servicio de limpieza, por lo que jamás había tenido la necesidad de ponerme a barrer nada.


Tomé el primer balde que vi, olía horrible, como si algo húmedo se hubiera podrido allí dentro. Lo acerqué a una canilla, que estaba a la altura de mis rodillas, contra una pared. Tuve que hacer mucha fuerza para poder abrirla, la mano que me quedó doliendo. Mientras el balde se llenaba, intenté localizar una escoba y un trapo. Lo primero fue sencillo, había muchas, sólo tuve que escoger una; pero el trapo no aparecía por ninguna parte.


―No hay trapos ―le dije a la monja.


―Sí hay.


―Entonces no los veo.


―Es porque no estás mirando con atención. Desde acá estoy viendo uno.


Seguí la mirada de la monja. Sobre una mesita de madera vi el trapo. De pronto comprendí por qué no lo encontraba, yo estaba buscando algo blanco e inmaculado, ese pedazo de tela era gris opaco y estaba todo duro. Con asco lo metí dentro del balde y cerré la canilla. Salí del cuarto llevando todo lo necesario conmigo.


Me paré frente a la puerta que abrió Anabella y admiré, con pavor, la enorme pila de pupitres. Éstos estaban dispuestos de forma desordenada, encajados unos con otros, como si fueran parte de algún rompecabezas macabro.


―¿Vos me vas a ayudar? ―le pregunté a la monja.


―No. Sólo estoy acá para asegurarme de que hagas este trabajo.


―Cuánta maldad. ¿Esto va a ser como esa película… Karate Kid?


―No vi la película. ¿Por qué lo decís?


―Porque el viejito le hace realizar tareas inútiles a su alumno, para que este aprenda una lección… y aprenda a moverse mejor.


―Esta no es una tarea inútil, Lucrecia. Esos pupitres van a ser donados a un colegio rural.


―¿Qué hicieron de malo esos chicos para merecer esto?


―No los van a recibir en ese estado, por supuesto. Hay una buena chica que se va a encargar de dejarlos bien limpitos…


―Cuando venga esa chica, la ayudo a limpiar.


―No te hagás la sonsa.


―Sinceramente, Anabella, dudo mucho que esto sirva para algo. Esos pupitres están bastante hechos mierda…


―La boca, Lucrecia… no empeores tu situación.


―Perdón, están bastante destrozados. No va a bastar con una limpieza.


―Luego de que vos los limpies, van a ser restaurados por un carpintero. Además no tengas miedo, no tenés que limpiar todos. Solamente necesitamos veinticinco.


―Ah qué bien, y yo que creía que iban a ser muchos ―dije con sarcasmo.


―Si querés terminar hoy con la tarea, te sugiero que comiences ahora mismo.


¿Cómo describir lo que sentí al empezar a trabajar? Limpiar el polvillo con ese trapo era como tratar de remover la pintura de un auto, con un cepillo de dientes. Más de una vez, intentando sacar un pupitre, creí que iba a morir aplastada bajo una pila de mugre y astillas. La monja, demostrando que era pura crueldad, no hacía más que reírse de mi desgracia.


Toda la ropa y la cara me quedaron teñidas de gris, por el polvillo. Uno a uno fui sacando los pupitres y acomodándolos en el patio interno, esforzándome al máximo al ver que iba logrando un progreso. Los dedos me dolían, estaba toda transpirada y no paraba de estornudar. Creía que la vida entera se me iría en esa tarea para expiar mis pecados. Luego del arduo trabajo, contemplé mi obra: ya había logrado sacar cinco; pero uno estaba demasiado destrozado, por lo que Anabella me hizo descartarlo. Cuatro a favor, faltaban veintiuno. Dudaba mucho sobrevivir a todos ellos.


―Cómo se nota que jamás en tu vida limpiaste, o hiciste algún trabajo como este.


―El trabajo forzado no es lo mío ―aseguré mientras volvía a llenar el balde con agua limpia―. Tengo una amiga que trabaja en el área de limpieza de la facultad, para pagar la cuota mensual; te juro que ahora siento un enorme respeto por ella.


―¿Ves? Al trabajar estás aprendiendo a valorar el trabajo de los demás.


―¿Entonces ya puedo irme?


―Vas a poder irte cuando termines con todos los pupitres que te pedí. Procurá sacar los que estén en mejores condiciones, si no querés trabajar el doble.


―Anabella, ¿no te pusiste a pensar que por torturar a la gente te podés ir al infierno?


Ella se limitó a sonreírme, disfrutaba verme sufrir. Muy dentro de mí, sabía que me lo merecía.


Me llevó más de dos horas y media sacar los veinticinco pupitres y dejarlos completamente limpios. Nunca en mi vida había trabajado tanto. Estaba agotada, sucia y no sentía que mi alma se hubiera limpiado… al contrario, estaba totalmente segura de que se había llenado de polvillo.


Me estaba lavando la cara, agachada ante la canilla, cuando escuché voces femeninas. Al asomarme vi que se trataba de tres monjitas.


―¿Qué es todo esto? ―preguntó una de ellas, con una gran sonrisa, al ver los pupitres―. Nosotras veníamos a limpiarlos, pero veo que alguien se nos adelantó. ¿Fuiste vos, Anabella?


―No, yo no. Hoy tuvimos un alma caritativa, que se ofreció de buena gana a ayudarnos con esta tarea ―me señaló―. Les presento a Lucrecia.


―Hola, querida ―me saludó la monjita. Salí del cuartito saludé a todas, manteniendo la distancia, no quería ensuciar sus hábitos―. Me sorprende que hayas hecho todo esto vos solita, nosotras ya nos estábamos preguntando si bastaría con tres personas.


―Lucrecia es una chica muy trabajadora ―dijo Anabella, noté cierto tono sarcástico en su voz.


―Sos un amor, Lucrecia ―dijo otra de las monjitas―. Nos ahorraste mucho trabajo.


―No hay de qué ―le dije, intentando mantenerme alegre―. Me alegra haber sido útil.


―Ya saben, cuando necesiten un favor, pueden llamar a Lucrecia ―aseguró Anabella.


―¿De verdad? ―preguntó la misma monja.


―Por supuesto, yo estoy encantada de poder ayudar ―tenía ganas de asesinar a Sor Anabella.


Poco después nos despedimos de las monjas.


―Se te ve muy contenta.


―¿Acaso vos no lo estás, Lucrecia? Hiciste una buena acción. Tal vez no alcance para remediar lo que hiciste, pero es un buen comienzo. ¿Cuántos Ave María y Padre Nuestro dijiste que ibas a rezar?


―En este momento no puedo rezar ni uno. Creo que mi cerebro colapsó, por tanto polvillo.


―Te lo dejo como tarea. Ahora sí podemos ir a charlar un rato… a no ser que quieras volver a tu casa.


La idea de irme a descansar a mi casa me agradaba mucho, pero más me entusiasmaba pasar tiempo con Anabella. A pesar de que me torturara, me agradaba mucho tenerla cerca.


―Me quedo ―le dije con una gran sonrisa, a la cual ella respondió de la misma manera.





Anabella me permitió pasar a su baño, para lavarme un poco mejor la cara y las manos. Aproveché a peinar un poco mi cabello, el cual había perdido mucho de su brillo natural; ya no lucía ese castaño, casi rubio, que a mi madre le gustaba tanto. Siempre lo tuve lacio y sedoso, pero ahora lo tenía enredado y apelmazado. Debería darme otro buen baño en cuanto llegara a mi casa.


Volví con la monjita, y una vez instaladas, con mate de por medio, comenzamos a charlar. Agradecí poder sentarme, ya que las piernas me dolían.


A los primeros mates que tomé, le sentí gusto a polvillo, pero luego el sabor fue mejorando.


No quería hablar sobre el incidente con el video y me alegraba que ella tampoco quisiera hacerlo. Aparentemente había dado por zanjado el asunto, luego de cumplida mi condena a trabajo a forzado e insalubre. En ese momento recordé algo de nuestra primera conversación.


―¿Me podés contar por qué decidiste ser monja a tan temprana edad? Me habías prometido decírmelo.


―Ah sí, es cierto. Primero quiero aclararte que muchas Hermanas comenzaron con su servicio al Señor a muy temprana edad. Eso de que las monjas nacen viejas, es un mito; aunque tengo mis sospechas sobre Sor Francisca, la Madre Superiora. Creo que ella si nació tal cual está ahora ―me causó gracia su comentario; me era imposible imaginar a esa mujer sin arrugas―. Como te dije antes, mi historia es muy triste y no quisiera amargarte el día.


―Mi día ya se amargó desde temprano, por mi culpa. Así que podés contarme con confianza.


―Está bien ―tomó aire y suspiró―. En mi vida ocurrió algo muy feo, hace diez años. Ahora me siento mucho mejor. Recibí mucha ayuda y puedo hablar del tema sin entristecerme demasiado. Lo acepté como algo que ocurrió y aprendí a vivir con ello, gracias a la ayuda del Señor, y de una persona muy especial ―hizo una pausa para tomar el mate y luego arrojó la bomba―. Fui violada, por un hombre, cuando tenía dieciocho años. Fue una situación muy desagradable e impactante. Transformó mi vida para siempre. Él me maltrató y me golpeó mucho, quedé destruida física y emocionalmente ―cada una de sus palabras se hincaba en mi corazón, como si fueran clavos oxidados; no podía imaginarla en ese estado tan lamentable―. Provengo de un pueblito chiquito, a unos ochenta kilómetros de acá. Al tener tan pocos habitantes, todo el mundo sabía lo que me había ocurrido, hasta sabían quién era el violador; pero nadie hizo nada. Absolutamente nada. Tenían miedo. El hombre era peligroso e iba armado casi todo el tiempo. Un tipo de campo, bien rudo y brabucón, que se creía el dueño del mundo.


―¡Qué triste! ―se me llenaron los ojos de lágrimas―, Pasé por algo parecido, cuando perdí mi virginidad; pero ni de cerca es tan trágico como lo tuyo. Sin embargo también me sentí abusada y ultrajada, por un chico que se aprovechó de mi ingenuidad. Eso me causó mucho dolor, ni puedo imaginar por lo que habrás pasado vos.


Anabella me tomó de la mano, la suya era muy suave y tenía los dedos fríos, como teta de monja. No es que yo le haya tocado una teta a una monja, sólo es un dicho popular.


Si ya se… mi cerebro a veces salta para el lado equivocado, no es momento para estar pensando en chistes. Es como una defensa personal, ante los momentos tristes. Me cuesta mantenerme seria, incluso ante una situación trágica. Mi inconsciente me bombardea el cerebro con estupideces como si quisiera que olvide la realidad. A veces puede ser tan efectivo como la droga más poderosa, pero en esta ocasión no consiguió apartarme de la angustia y la tristeza que sentía.


―Te entiendo Lucrecia. Puede que eso mismo esté repercutiendo, hoy en día, en tu vida y te lleve a actuar de forma inapropiada ―asentí con la cabeza―; pero eso no fue todo lo que me ocurrió. Luego pasó algo que me dolió de la misma manera, o peor. Dos meses después, mientras me reponía de mis heridas y temía salir a la calle, mi padre falleció en un accidente de auto, en la ruta.


Este último dato me atravesó el pecho como si se tratase de la Lanza Sagrada. Sentí lástima por Anabella, en dos meses se le había ido la vida al caño.


Noté que yo estaba más triste que ella. No pude soportarlo, me puse de pie, rodeé la mesa y la abracé fuerte. No sabía si estaba intentando contenerla o buscaba contención para mí misma. Mi maldito instinto lésbico reaccionó al instante, aunque yo no quisiera. Mientras me esforzaba por reprimirlo, pude adivinar sus curvas bajo toda esa ropa, sus senos parecían grandes y firmes. Por suerte ella se puso de pie, para devolverme el abrazo, rompiendo ese hechizo. Esta vez pude sentir una calidez más fraternal, mucho menos erótica. Agradecí poder abrazarla sin tener pensamientos sucios, ya que sabía que era el peor momento para tenerlos.


―Gracias Lucrecia, no sabés cuánto bien me hace esto.


La pobre monja debía estar más sola que Hitler en Janucá, se aferró a mí como si yo fuese el último ser humano con vida. Froté su espalda con ambas manos, al no tener delimitación en la ropa cometí el error de bajar demasiado. Sentí una redonda nalga contra mi palma e instintivamente la presioné con los dedos. Ella dio un respingo, pero no me dijo nada.


«Fue sin querer, fue sin querer, fue sin querer», me repetí mentalmente, una y otra vez.


No sabía qué hacer. Tenía pavor de que Anabella me tomara por una sucia degenerada sin escrúpulos, si es que ya no pensaba eso luego de que le mandé el video erótico. Cualquier movimiento que hiciera, podía ser mal interpretado. Decidí no moverme muy rápido y retirar la manos, lentamente.


Mi estrategia era hacer de cuenta que nada pasó, a menos que ella se quejara. La liberé de mis peligrosos brazos y volví a mi asiento, triste y avergonzada. Ella hizo lo mismo, me miró con la misma sonrisa de siempre; pero noté algunos vestigios de lágrimas en sus ojos.


―No sé qué decirte, Anabella.


―No hace falta que digas nada, ya pasó, hace muchos años ―me alivió que no mencionara mis imprudentes manos―. Mi vida siguió y agradezco a Dios que se haya cruzado en mi camino, él me dio fuerzas para seguir adelante. Ya no llores Lucrecia ―me tendió un pañuelo blanco que extrajo de su manga izquierda, recordé que mi abuela tenía la misma costumbre―. Mejor hablemos de otra cosa.


Enjugué mis lágrimas y pude sentir el perfume de su piel impregnado en la tela del pañuelo. ¿Cómo podía ser que cada mínimo detalle de ella me pareciera atractivo? Pensé en algún nuevo tema de conversación pero nada se me ocurría, sólo podía pensar en dos cosas: en su trágica vida y en mi error con el video. De ambos males escogí el menor.


―Necesito volver a pedirte disculpas otra vez, por lo que hice esta mañana. Ni me puedo imaginar cómo habrás reaccionado con mi mensaje.


―La verdad es que al principio no entendí nada. La imagen se movía para todos lados y se escuchaban ruidos raros, pero de pronto supe que era… bueno. Vi de qué se trataba.


―¿Y qué hiciste? ―estaba muy nerviosa.


―Detuve el video y lo borré de inmediato. Tengo que admitir que me enojé y ofendí mucho. Pero luego lo pensé con más claridad. Lo más lógico era suponer que te habías confundido.


―Y así fue… creeme. Era para mi amiga.


―¿Esa amiga con la que pasaron cosas? No entiendo cómo es que llegaste a tanto, Lucrecia.


―Sí, esa misma amiga. Yo tampoco lo entiendo, fue una serie de procesos que no pude controlar, por eso quería hablar con vos; quería saber cómo hacés para controlarte. Aunque ahora ya es muy tarde para eso.


―¿Cómo hago para controlar qué? ―o era tan ingenua como yo solía serlo o me estaba probando.


―Cómo hacés para… ―tragué saliva― para no masturbarte ―me miró con los ojos abiertos al máximo; noté que eran de un color extraño, similar al ámbar, me parecieron hermosos―. No me malinterpretes, pero sé que ustedes tienen que mantener la abstinencia sexual, y no creo que lo hagan sólo por milagro divino, debe haber un método.


―De hecho lo hay. Es rezar mucho y servir a Dios.


―No te ofendas Anabella, pero yo hice eso mismo y sin embargo ahora no puedo parar de… ―me quedé muda―, bueno, ya sabés ―noté que la estaba poniendo muy incómoda, ya ni siquiera cebaba mates.


―Este es un tema muy delicado, no sé si estoy preparada para hablarlo.


-―Anabella, sos la única persona con la que puedo hablarlo, a no ser que quieras que le pregunte a Sor Francisca si se masturba o no. Ahí si la termino de matar a la pobre viejita ―no pudo evitar reírse, aunque se cubrió la boca con una mano.


―Mejor te mantenemos alejada de ella ―suspiró― ¡Ay Lucrecia! ―Me miró como si yo fuera la mismísima Lucrecia Borgia―, me llevás por un terreno sumamente sinuoso. Pero es mi deber responder con la verdad. Sólo quiero que prometas que no vas a hablar de esto con nadie ―se lo prometí, de corazón―. No es ningún secreto que yo sigo siendo mujer, por más hábitos que me ponga. No te voy a mentir, a veces es sumamente difícil resistir a la tentación, pero por lo general suelo mantenerme fuerte. Rezar me ayuda mucho, y lo digo muy en serio. Puedo pasar meses sin siquiera pensar en el tema, pero a veces el cuerpo se acuerda que también fui hecha con órganos sexuales ―intenté imaginar cómo sería su vagina, pero esto era muy sucio y pervertido hacerlo; decidí evitar pensar en eso. Ella volvió a tomarme de las manos―. A veces caigo en la tentación y… lo hago.


―¿De verdad? ―Me sorprendió mucho que se sincerara tanto conmigo― ¿Lo hacés hasta terminar, o te da culpa? ―el corazón comenzó a latirme deprisa; no podía aparar la mirada de sus ojitos.


―Si empiezo, lo hago hasta el final, porque sé que si me detengo es peor, luego las ganas vuelven más rápido. Al menos al quedar… satisfecha, ya puedo olvidarme del tema durante varios días. Aunque la culpa está latente. La culpa siempre está ―la imaginé tendida en su cama, vistiendo los hábitos y hundiendo la mano en su entrepierna; noté que me estaba mojando―. Cuando eso ocurre, me confieso.


―¿Le contás al cura que te masturbaste? ―ella apretó mi mano al escuchar esa palabra prohibida. Me refiero a “masturbarse”, porque a los curas sólo los evitaba yo.


―No con esas palabras. Sólo le digo que caí en la tentación, supongo que él sabe a qué me refiero. Debe saberlo porque la Penitencia suele ser severa. Pero la cumplo al pie de la letra.


―Yo también sentía mucha culpa al hacerlo, pero últimamente ya no lo siento así. Me dije a mi misma que algo tan bonito y placentero no puede ser pecado. Nadie sale lastimado y hasta me siento mejor física y anímicamente.


―No digo que sea pecado hacerlo, siempre y cuando se lo haga con moderación… y no a tu ritmo actual ―un palazo en la nuca, para la pobre Lucrecia―. Pero yo tengo un voto de castidad que debo cumplir. Mi caso es diferente.


―Claro, eso lo entiendo perfectamente. Pero yo veo por “castidad” el no tener relaciones sexuales con otras personas. Al menos debería permitirse la autosatisfacción.


―La autosatisfacción ―evidentemente esa palabra le gustó más― también es un acto sexual. Es tener sexo con uno mismo.


―Y cuando lo hacés… ¿cómo lo hacés? ―sentía mucha curiosidad.


―Esa pregunta es un poquito personal, Lucrecia. ¿No te parece?


―Sí, perdón. Tenés razón ―que estúpida fui―. Podés decirme Lucre ―intenté cambiar el tema.


―No, prefiero llamar a la gente por su nombre completo. Eso quiere decir que no me gusta que me digan Ana ―asentí―. Supongo que lo hago como lo hace cualquier otra mujer ―respondió a mi pregunta de todos modos―, esas cosas se hacen por instinto. No creo que haga falta que nadie venga a explicarte.


Sentí mucho deseo de conocer todos los detalles de su ritual masturbatorio. Casi podía imaginarme a mí misma masturbándome… imaginándola a ella masturbándose. Un ciclo de imaginación y masturbación que me incitaba a seguir adelante. Quería saber más.


―De hecho se puede aprender más, cuando yo estuve con una amiga… ella me enseñó a tocar de forma más delicada y midiendo mejor los tiempos. La idea es esperar a estar bien lubricada para no hacerse daño y estimular la zona del clítoris ―me subió la temperatura al hablar de ese tema―, sin recurrir tanto a la introducción de dedos; al menos no al principio ―Anabella estaba pálida como la luz de Cristo.


―Gracias por los consejos Lucrecia. Pero ¿te puedo pedir un favor?


―El que quieras.


―Ya no hables de este tema, estoy comenzando a tener la sensación que lo hacés para sacarme información íntima.


«¡Me descubrió!», pensé. Ya no había salida. ¿Cuál era la forma más rápida y dolorosa de matarse? «¿Cómo puede ser que te metas en un quilombo tras otro, Lucrecia?», me reprochó mi consciencia.


Tenía que terminar con mi miseria, pero ya. Lo peor era que no se me ocurría nada, ni siquiera arrojándome por la ventana me mataría; sólo haría enojar más a Anabella por romper sus bonitos cristales.


Apenada, bajé la mirada y quise soltar su mano, pero ella no me lo permitió.


―No llores ―me dijo con su dulce vocecita.


«¿Esta mujer jamás se enoja?»


Ni siquiera me había dado cuenta de que estaba llorando.


―Perdón, soy una completa estúpida ―limpié mis lágrimas con el pañuelo que ella me había prestado―. Es mi gran estupidez la que me lleva a actuar de forma inapropiada.


―No sos estúpida, Lucrecia. Al contrario, sos una mujer muy inteligente. Desde que empecé a hablar con vos me di cuenta de que a veces decís grandes verdades, por más que de vez en cuando te equivoques; como todo el mundo.


―Pero… pero ―no sabía qué decirle―. No pienses que me excito con vos, es que… la conversación… y las cosas que hice… me acordé de todo… necesitaba hablarlo ―intenté quedarme callada para no decir más estupideces.


―Ya, ya. Ya pasó ―me dio unos golpecitos suaves en la mano―. Entiendo que hay un montón de factores que te llevan a estar con las hormonas algo alteradas; a mí me pasa lo mismo ―la miré sorprendida―. Sí, Lucrecia, no te puedo negar que tocar estos temas tiene repercusiones en mi cuerpo, pero yo sé disimularlas, vos podrías aprender a hacer lo mismo. Cuando me hablás me das la impresión de estar desnudándome con la mirada.


Me puse totalmente roja.


―Perdón, no quise incomodarte. De todas formas te digo que es un poco difícil imaginarte desnuda, estás vestida con cuarenta kilos de ropa.


―De hecho no es tanta, estos días de calor sólo uso el hábito y ropa interior. Pero no se lo digas a nadie ―me guiñó un ojo; no sabía que las monjas supieran hacer eso.


«¡Basta Lucrecia! Dejá de imaginar a la monjita en calzones. Ella te está hablando de buena fe, no para que te pongas cachonda».


―Ah, pensé que debían usar alguna ropa especial debajo de eso ―dije, intentando mantener la compostura.


―Por lo general usamos nuestra ropa normal debajo, pero hoy hacía demasiado calor y me gusta llevar mis hábitos. Me siento protegida con ellos.


―Claro, ¿quién se va a meter con una monjita tan astuta como vos? ―Me sonrió―. Dejame decirte una cosa, como amiga. No deberías sentirte tan culpable por… por masturbarte ―lo dije susurrando, en complicidad―. No creo que Dios se ofenda por eso, no estás haciendo mal a nadie.


―Agradezco tus palabras pero prefiero mantener mis votos, tal y como los prometí. Bueno… al menos mantenerlos lo mejor que pueda. La confesión limpia todos los pecados, pero tampoco quiero abusar de la bondad del Señor.


Miré la hora y vi que ya eran las 6:20 de la tarde. Sabía muy bien que a las 7 comenzaba otra misa y, seguramente, Anabella tendría cosas que hacer.


―Bueno Anabella, ya me voy retirando. Nunca pensé que me podría divertir tanto charlando con una monja, y menos con una que me hizo trabajar.


―¿Divertir? Te la pasaste llorando Lucrecia… y tosiendo polvillo.


―Lloré porque soy una estúpida muy sensible. Lo del polvillo todavía no te lo perdono, pero sé que me lo tenía merecido. De todas formas, el día me pareció muy entretenido, la pasé realmente bien… quitando aquello tan malo que te pasó.


―Está bien, mejor no pensemos en eso. Muchas gracias por haberme visitado, es bueno tener amigas. Espero que la visita se repita.


Me despedí de ella amablemente y le prometí visitarla pronto. Me despidió con un cálido beso en la mejilla y abandoné sus aposentos. Cada vez que pensaba en esa palabra, sonreía. “Aposentos”, parecía una palabra salida de algún libro de fantasía medieval. Me gustaba.


Al día siguiente reanudé mi rutina estudiantil. Tuve que cursar una materia muy densa, con una profesora aún más densa. No era la mejor forma de arrancar un lunes, pero al menos mantuvo mi mente ocupada. Me senté en la primera fila, para evitar mirar a mis compañeras… y para no ver a Lara, quien estaba sentada en alguna parte. No sabía exactamente dónde, pero la había visto entrar al aula.


Durante tres días consecutivos, me la ingenié para evitarla. En los recesos entre materias buscaba alguna excusa para no quedarme junto a mis amigas, y me iba a la biblioteca a estudiar, o a leer alguna novela. Luego, durante el cursado, procuraba sentarme lejos de ella, escogiendo siempre asientos de la primera fila, que ya tuvieran gente sentada alrededor.


El jueves de esa semana llovió mucho, como era costumbre en esta zona, especialmente durante esta época del año. Muy poca gente asistió a la Universidad, yo tuve el gran desatino de hacerlo. A veces me jugaba en contra ser una alumna tan responsable. El profesor decidió no dictar la clase, pero nos permitió permanecer dentro del aula. Solamente éramos siete alumnas, dentro de las cuales me encontraba yo y, por supuesto, Lara.


Si ella no se había percatado antes de mis intentos por ignorarla, en ese momento le quedó totalmente claro. Todas se sentaron en grupo, a charlar y tomar mates, menos yo, que preferí sentarme lejos, a leer un libro. Me resultó imposible concentrarme en la lectura ya que sentía la mirada acusadora de Lara clavada en mí, todo el tiempo.


Luego me di cuenta de que me estaba comportando como una estúpida. Nadie nos obligaba a permanecer dentro del aula, era sólo una sugerencia. Le dije al profesor que prefería retirarme, y así lo hice.


Poco después de haber abandonado el salón, me di cuenta de que ese había sido el peor error de todos. Escuché que alguien se acercaba deprisa, al voltear vi que se trataba de Lara.


―Lucrecia… ―seguí caminando, con la mirada fija al frente―. Lucrecia, por favor, no seas tan tarada. Tenemos que hablar.


―Prefiero no hacerlo, Lara. Tu mensaje dejó todo muy claro.


―¿Podés parar un poquito?


No me detuve, en mi patética huída enfile hacia un baño. Me metí en él y luego recordé que Lara también era mujer, y tenía el mismo derecho que yo a entrar. Me tenía arrinconada.


―Quiero hablar con vos, Lucrecia ―dijo bloqueándome la salida―. Necesito hablar con vos, de algo muy importante.


No tenía más escapatoria. Ella tenía razón, estaba actuando como una tarada. Debía afrontar la realidad, no podía evitarla durante toda mi vida, era mi mejor amiga.


―Te escucho.


Lara miró para todos lados, como si estuviera buscando a alguien; pero estábamos completamente solas en el baño, todos los cubículos estaban abiertos y vacíos.


―Es sobre lo que pasó aquella noche.


―Lo supuse.


―No me interrumpas, carajo ―la enana tenía mal carácter―. Estuve pensando mucho al respecto. Mucho en serio. No creas que me tomé a la ligera lo que pasó y todo lo que me dijiste. Durante todos estos días no hice más que meditar y meditar. Analicé cada cosa que hiciste y cada cosa que hice yo. Sé que es un tema delicado y, por respeto a vos, debía darle la importancia que se merece. Al final tomé una decisión, aunque fue muy difícil para mí.


―¿Qué decidiste? ―pregunté temerosa; dentro de mí tenía la certeza de que me diría que ya no podíamos seguir siendo amigas.


―Que quiero probar. Quiero saber qué se siente, porque, al igual que a vos, creo que me está gustando todo esto de… de las mujeres.


Me quedé pasmada. La miré temiendo que se tratara de algún sueño, pero todo era demasiado real.


―¿Lo decís en serio?


―Sí, muy en serio. No creo que haga falta decirte que quiero probar con vos, no lo haría con otra mujer ―me conmovió tanto que la abracé.


―Gracias, Lara, gracias. No te das una idea de lo bien que me hace sentir escuchar eso. Tenía mucho miedo de que decidieras alejarte de mí, por eso prefería ignorarte. Tenía miedo.


―Yo también tengo miedo. No sé qué puede resultar de todo esto, no va a ser nada fácil, para ninguna de las dos; pero eso no quiere decir que no podamos intentarlo. Hay muchas cosas que quiero descubrir con vos.


―¿Cómo cuáles? ―me imaginaba la respuesta, pero la quería escuchar de todas formas.


―Como el sexo… quiero saber qué se siente tener sexo con una mujer.


―Eso ya lo hicimos, más o menos.


―Pero yo no quiero un “más o menos”. Quiero que lo hagamos completo.


―Entonces solamente tenés que decirme cuándo y dónde ―estaba feliz―, yo también estoy decidida a intentarlo.


Luego de lo ocurrido con Lara, mi cuerpo me pedía a gritos que repitiera la experiencia. Nunca me había estado tan libidinosa y activa sexualmente, quería aprovechar al máximo esa sensación.


―¿Cuándo y dónde? ―no lo pensó ni un segundo― Acá y ahora.


―¿Acá? ¿En el baño? ¿Estás loca?


―No estoy más loca que vos. Seguime.


Me tomó de la mano y prácticamente me arrastró hasta uno de los cubículos. Cerró la puerta y quedamos en nuestro propio, e improvisado, nido de amor. Estaba muy nerviosa, no sabía qué hacer primero.


Tomé a Lara por la cintura y la atraje hacia mí. Nos miramos a los ojos durante unos segundos, la calidez de su cuerpo me estaba haciendo perder la noción de la realidad. La besé en la boca, ella respondió sin problemas, nuestros labios se masajearon mutuamente. Me encantaba besar mujeres, ya no podía negarlo. Se sentía tan suave y prohibido que mi cabeza volaba, mi corazón palpitaba y mi entrepierna… bueno, no hace falta que lo diga.


―No quiero perder tiempo, no quiero otra interrupción. Esta vez no.


Sus palabras me recordaron mucho a mi actitud la noche en Afrodita, con esa chica desconocida. Estaba sumamente ansiosa, esta vez no había alcohol en mis venas para envalentonarme. Intenté no pensar más de la cuenta. Mi amiga me empujó hacia atrás, ella estaba más impaciente que yo, me resultó gracioso verla actuar de esa forma.


Quedé de espaldas a Lara y me tomó por sorpresa. Se agachó y me bajó los pantalones, junto con la bombacha, hasta las rodillas. Casi al instante sentí su cara entre mis nalgas desnudas.


Creía que lo haríamos de una forma romántica y gradual, pero Lara estaba hecha una fiera. No imaginé que todo ocurriría tan rápido. Me apoyé de manos contra la pared, separando las piernas tanto como pude, e intentando dejar el inodoro entre ellas.


Lara no me hizo esperar ni un segundo, su boca abarcó la mitad de mi vagina y la chupó, luego le pasó la lengua, saboreando mis jugos. Mi almejita debía estar muy cargada de aromas sexuales, me encendía el pensar que Lara los estaba disfrutando, aunque no pudiera ver su rostro.


Sentí una inmensa algarabía, por fin estaba ocurriendo aquello con lo que tanto había fantaseado durante estos últimos días. Mi mejor amiga había accedido a tener sexo conmigo, y yo estaba totalmente dispuesta a disfrutarlo. Paré más la colita y Lara se prendió a mi vulva con la misma intensidad con la cual yo lo había hecho con la suya mientras dormía, o con la de la chica desconocida en el boliche.


Me sorprendió notar que mi amiga actuaba con tanta firmeza y seguridad. Me agarró de las nalgas con ambas manos y sentí unos intensos chupones en el centro de mi vulva.


Un poco después se las ingenió para meterme dos dedos, sin dejar de lamerme; no pude evitar gemir de gusto. Todo lo que me hacía era demasiado bueno. Sus dedos danzaban en mi interior buscando cada punto sensible.


De pronto recordé lo que la chica del bar había hecho, me mordí el labio inferior, me di cuenta que tenía ganas de probar eso una vez más. Necesitaba saber si me había gustado por estar tan borracha o si de verdad se trataba de algo nuevo de lo cual podía disfrutar.


―Meteme… ―no me animaba a pedírselo― meteme los dedos en la cola ―si con eso no la espantaba, no lo haría con nada.


―¿Estás segura?


―Sí, segura. Pero despacito…


Tuvo la gentileza de humedecer mi ano usando mis propios flujos vaginales y pocos segundos después sentí ese rico ardor en mi agujerito trasero. Fue introduciendo su dedo de a poquito, dándole tiempo a mi colita a acostumbrarse. Durante todo ese rato no dejó de lamerme. Colocó su cabeza entre mis piernas y la giró hacia arriba, así encontró mi clítoris. Lara tenía talento. Me estaba haciendo gozar como nunca… bueno, tampoco es que tuviera demasiada experiencia en el sexo como para comparar; pero era maravilloso.


Cada vez que hundía su índice en mi colita, me hacía suspirar, aunque me doliera y ardiera. Me producía mucho morbo, me sorprendía que me agradara tanto. Nunca había siquiera fantaseado con esto, a lo sumo había sentido un poco de curiosidad al verlo en videos o imágenes pornográficas. Lo estaba disfrutando, aunque, lamentablemente, no podía soportarlo por mucho tiempo. Di media vuelta obligándola a quitar el dedo, pero estaba lejos de quedar satisfecha. Le sonreí, se veía tan linda de rodillas ante mí. Me quité el pantalón y me senté sobre el inodoro levantando las piernas. Las apoyé contra la puerta del cubículo, para poder sostenerlas mejor.


Lara separó un poco mis labios vaginales al pasar su lengua entre ellos, apreté su cabeza hacia abajo y me dejé llevar por el placer. ¡Mi mejor amiga me la estaba chupando! Todavía no podía creerlo. Mi respiración comenzó a agitarse, cada vez me costaba más reprimir mis gemidos.


En ese preciso momento escuchamos ruidos dentro del baño, parecían dos chicas que venían conversando. Me espanté. Una de ellas intentó abrir la puerta del cubículo, por suerte Lara había colocado la traba. ¿Por qué mierda quiso entrar a este? ¿Acaso no vio que había más cubículos vacíos? Tenía ganas de insultarla, pero me contuve.


―¡Ocupado! ―Grité; al instante un fuerte gemido explotó en mi garganta, Lara estaba succionando mi clítoris intensamente.


―¡Uy, perdón! ―Dijo una chica con una voz suave. Volví a gemir, mi amiga no dejaba mi vagina en paz ―¿Estás bien?


―Vámonos, Sami ―dijo una segunda voz femenina.


Estaba tan excitada que no podía parar de gemir, me di cuenta que me producía mucho morbo el que me escucharan, además no me conocían y no podían verme. El cubículo del baño no era de esos que dejan ver los pies, este cubría todo casi por completo, lo cual nos brindaba más intimidad.


―Vamos, te digo ―insistió la segunda voz.


―Pero algo le pasa a la chica. ¿Flaca, estás bien?


―¡Estoy excelente! ―grité alargando el sonido de la E y al instante volvía a gemir.


Di una suave patada a una de las paredes mientras mi amiga me metía la lengua. La situación me causaba mucha gracia, la calentura me desinhibía. Al parecer a Lara le ocurría lo mismo, porque también gemía, aunque tuviera la boca ocupada.


―Vamos Sami, ¿no te das cuenta? Dejémoslas solas ―insistió la segunda chica.


―¿Solas?


―Sí, son dos lesbianas, boluda ―intentaba hablar en voz baja pero podía escucharlas perfectamente.


―¡No soy lesbiana! ―grité, aunque la situación no ayudara mucho a defender mi postura.


―¿Dos chicas? ―La primera mujer parecía confundida, se quedó en silencio unos segundos― ¿Cómo te llamas flaca? ―Me extrañó que me preguntara eso, tal vez quería acusarme con la Madre Superiora, o con el Decano. No le diría mi nombre.


―Mi no te va a importar mientras te la esté chupando, hermosa ―actué como una completa estúpida, pero no me importó. Lara se rio por mi atrevida contestación, ni yo lo podía creer.


―Vamos, Sami, o te dejo acá.


―Esperá ―dijo Sami.


―¿Qué hacés, boluda? Dale vamos. Apurate.


Mi calentura era brutal, ya gemía sin limitarme, tuve un orgasmo que me nubló aún más el buen juicio.


―¡Ay si, chupámela toda divina! Comemela.


No lo decía sólo para Lara, quería que las otras chicas también escucharan. Jamás me había atrevido a decir semejantes cosas, pero el mantenerme anónima lo hacía mucho más fácil… y divertido. Escuché a las chicas saliendo del baño y empecé a reírme.


―¿Vos estás loca? ―me preguntó Lara, poniéndose de pie.


―¿Me vas a decir que a no te gustó?


―Me encantó, me calenté muchísimo ―me miró con ojos de viciosa―. Pero creo que se te fue un poquito la mano. Si la chica te reconoce, podríamos tener problemas.


―¿Cómo me va a reconocer, si ni siquiera me vio la cara?


―Pero te escuchó la voz. Vos tenés una voz bastante particular, como de camionero con megáfono.


―¿Me estás llamando gritona?


―Algo así…


Lara clavó su mirada en el piso, noté que había una tarjetita blanca, que antes no estaba allí. Al parecer una de las chicas la había deslizado por debajo de la puerta. Lara la recogió y, después de leerla, me la alcanzó:


―Creo que tenés una nueva admiradora.


Escrito con tinta roja podía leerse: «Llamame» a esto le seguía un número de teléfono, estaba firmada por Samantha. Me dio otro ataque de risita nerviosa. No pensaba llamarla, pero igual conservé la tarjeta, como suvenir del buen momento. Vi que Lara se estaba desprendiendo el botón del pantalón, estaba decida a seguir, me encantó que estuviera tan decidida, yo también lo estaba. No podía negar que me gustaba tener sexo con mujeres. No admitiría ser lesbiana, ya que eso, sinceramente, me daba un poco de miedo; pero yo era libre de elegir con quién quería tener sexo, y si esa persona también aceptaba, entonces no veía ningún problema. Podría disfrutar de esto hasta que llegara el hombre de mi vida y, tal vez, ya no me haría falta acostarme con mujeres.


―Esperá un poquito, Lara ―le dije―. Vamos a hacerlo bien, como se debe. ¿Estás lista para llevar esta amistad a un nivel superior? ―una amplia sonrisa se dibujó con sus preciosos labios.


―Sí, lista y ansiosa.


―Entonces vamos a un lugar donde podamos estar más cómodas.


―¿Dónde?


―Mi casa.


―¿Estás segura? ¿En tu casa no vive ese ogro al que llamás: mamá?


―Sí, pero tiene prohibido entrar a mi cuarto, especialmente si yo lo cierro con llave. No te preocupes, vamos.


Acomodé mi ropa y salimos de la universidad, tomadas de la mano. Corrimos bajo la lluvia hasta que llegamos a mi auto. No dejamos de reírnos en ningún momento. Jamás había visto a Lara comportarse de esa forma tan espontánea y jovial. Conduje directamente hasta mi casa mientras charlábamos.


―Amiga, perdoname por actuar tan rara, es que tenía muchas dudas ―me dijo.


―No te preocupes Lara, de hecho te decidiste mucho más rápido que yo. Tuve las mismas dudas. Sé lo difícil que puede ser y te digo que todavía tengo mis miedos, pero luego de lo que pasó, estoy mucho más tranquila. Me hace muy bien saber que hay gente, cercana a mí, que me apoya. No lo digo sólo por vos, las palabras de Tatiana también me reconfortaron mucho.


Llegamos a mi casa y saludamos a mi mamá. Al vernos pasó de largo con su acostumbrada cara de perro rabioso y apenas si gruñó para saludarnos. Aparentemente ya se había olvidado del favor que Lara le hizo al conseguirle su bendito salón de fiestas.


―No te preocupes, Lara, es normal que esté de mal humor. No te lo tomes en serio.


―Todo bien, no pasa nada ―en ese momento pasamos frente al cuarto de mi hermana; ella estaba cambiando las sábanas de su cama, Lara se detuvo en seco al verla ―Abigail― dijo en voz baja.


―Ah sí, mi hermanita ―mi amiga tenía la vista clavada en ella― ¡Hey no la mires tanto!


―¿Celosa? ―Preguntó sin dejar de mirarla―. Es muy linda.


―No estoy celosa ―mentí―. Sí, es muy bonita, porque se parece a mí ―tuve que tirar de su brazo para que me siguiera―; pero vos viniste conmigo ―entramos a mi cuarto, riéndonos.


―Vos hablás poco de tu hermana ¿No se llevan bien?


―Pasamos poco tiempo juntas, pero durante ese poco tiempo, nos llevamos bien. Nunca peleamos, pero…


―¿Pero?


―Pero ella está un poco… loquita. Es una chica bastante rara.


―¿Rara como lesbiana?


―¡No tarada! Abigail está loca en serio, va al psiquiatra y todo.


―No hace falta estar loca para ir a un psiquiatra.


―Si ya sé. Una vez hice terapia, pero duró poco y fue con un psicólogo.


―Pero vos sí estás loca, Lucre.


―¡No estoy loca! ¡Te voy a matar! ―la agarré de los pelos y nos tiramos sobre la cama. Me quedé mirándola a los ojos, estaba tan linda que la besé en la boca―. Podré estar un poquito loca, pero ella está loca en serio. Me refiero a una locura clínica. Ojo, no te digo esto discriminándola, te lo cuento para que entiendas que yo la acepto como es, yo la quiero un montón.


―¿Es peligrosa?


―No, para nada, de hecho es súper simpática y divertida. A veces puede ser un poquito peligrosa para ella misma, especialmente si ve cosas que no están ahí; pero si está bien medicada, eso no ocurre con mucha frecuencia. A veces puede tener ideas muy extrañas. Una se apareció con el pelo teñido de fucsia, decía que quería ser un muñequito Troll ―las dos nos reímos.


―Son re lindos esos muñequitos.


―Yo los odio, pero Abi los ama, a pesar de que ya estén muy pasados de moda. Mi mamá se enojó mucho cuando le vio el pelo así, la hizo teñir otra vez con su color natural. Casi le hace tirar a la basura todos los muñequitos Troll, pero yo me interpuse y logré que no lo hiciera.


―Pobrecita. ¿Era muy chica?


―Me dio mucha pena. Ella lloró mucho. No era más chica de lo que es ahora, esto pasó el mes pasado. Mi mamá es muy estricta, más cuando se trata de nuestra apariencia, yo siempre quise tener el pelo negro, pero ella no me deja.


―Pero vos ya sos grandecita ―me dio otro tierno beso―. Te quedaría hermoso el pelo negro. No tanto como a mí, obvio ―dijo en tono burlón―, porque lo mío es belleza natural, pero sí te quedaría muy bien.


―Vos sos la más hermosa, Lara ―de verdad me gustaba, haciendo un balance de su apariencia física debía admitir que la encontraba muy atractiva; volví a besarla―. Sacate toda la ropa.


―Sí, señorita.


Nos desnudamos por completo, ya no había pudor entre nosotras. Le hice señas para que me acompañara al baño. Abrí la ducha y en cuanto el agua salió tibia, nos metimos debajo. Acaricié su cuerpo mojado, tenía una figura admirable y la piel sumamente suave. Todo cuanto deseaba era sentir su cuerpo contra el mío. La abracé, nuestros pechos se acariciaron mutuamente, mi pierna izquierda se deslizó entre las suyas y nos fundimos en un romántico beso; al ser más baja que yo, se vio obligada a inclinar la cabeza hacia atrás. Mi corazón daba martillazos pausados pero enérgicos. Sus labios, mojados por el agua, estaban más suaves y delicados que nunca. Pasé mis manos por sus redondas nalgas y busqué su vagina. La acaricié con suavidad, podía sentir cómo el agua de la ducha lavaba sus fluidos.


―Qué bien besás, Lucre ―me dijo en voz baja cuando separamos nuestras bocas; era la segunda mujer que me decía eso y me sentí muy bien, aunque tampoco permitiría que mi ego se disparara hacia las nubes.


―Y vos la… la chupás muy pero muy bien ―era totalmente cierto―. Me encantó cómo lo hiciste.


―¿Me harías lo mismo? ―las dos sonreímos.


―Obvio. Me muero de ganas.


Bajamos juntas, lentamente, hasta el piso, ella se acostó bocarriba dejando que la tibieza del agua salpicara por todo su hermoso cuerpito. Pasé mi lengua por su boca y fui lamiéndola por todos lados, seguí por el cuello y cuando llegué a sus tetas me detuve allí. Jugué con los pezones dentro de mi boca, dibujé círculos alrededor de ellos, con la punta de mi lengua, y los chupé mientras apretaba sus senos hasta deformarlos completamente.


Me detuve un buen rato en su vientre, parecía una suave planicie que se conectaba a lo lejos con un monte, el llamado monte de Venus… y hacia allí viajaba yo. Cuando llegué a él, lo besé, por la suavidad de su piel supuse que se había depilado recientemente. Separé sus piernas lentamente, sin dejar de lamerle la cara interna de los muslos. Cuando tuve el acceso libre fui directamente a su clítoris. Quise tomarla por sorpresa, dejé mi delicadeza de lado y empecé a chupárselo intensamente. Ella soltó un fuerte gemido y arqueó la espalda, estiré los brazos hacia arriba y apreté sus tetas. Succioné tanto como pude. Lara se retorció de placer.


―¡Te quiero Lucre! ¡Te quiero! ―me dijo entre jadeos.


Me conmovió muchísimo, quise volver a besarla, pero en cierta forma ya lo estaba haciendo; no dejé de comerle la vagina. La lamí por todos los rincones y chupé sus delgados labios, estirándolos hasta donde se pudo. Vi el agujerito de su culito y no aguanté la tentación, quería probarlo. Cuando comencé a lamerlo, pude escuchar su risa.


―¡Ay! Me hacés cosquillas ―se sacudió, sin dejar de reírse― ¡Ay no, pará!


―¿Te molesta?


―No sé. Se siente raro.


―¿Te molestó que te haya pedido que me metieras los dedos por atrás?


―No, para nada. Si a vos te gusta, no tengo drama. Haría cualquier cosa que te guste ―me lancé sobre ella y la besé locamente, esta vez en la boca.


―Te quiero, nena ―le dije mirándola a los ojos― ¿De verdad harías algo así sólo porque a mí me gusta?


―Obvio. ¿Querés que te haga algo?


―Quiero que me lo chupes ―me moría de curiosidad, quería sentir su lengua ahí atrás.


―Está bien ―respondió con decisión; no dejaba de sorprenderme―. Ponete arriba mío.


Así lo hice, me puse en cuclillas, dejando mi cola sobre su cara, parecía una rana intentando matar por aplastamiento a una dulce y hermosa doncella. Cerré los ojos y disfruté del agua cayendo sobre mi rostro y todo mi cuerpo. Me sobé los pechos y sentí un cosquilleo justo en aquel agujero prohibido, se trataba de la lengua de Lara. Me lamió como si se tratase de mi vagina. Me encantó. Esto era perverso y sucio, hasta me avergonzaba estar mostrando a otra persona mis más bajos instintos sexuales; pero como se trataba de Lara, no me importaba que ella supiera cuáles eran mis fantasías eróticas, con ella me sentía cómoda. Comenzó a chupármelo con fuerza, tuve que empezar a masturbarme, estaba sumamente excitada. Sentí uno de sus dedos en la entrada de ese agujerito, me levanté un poco. Me lo metió lentamente, provocándome ese dulce dolor anal. Me incliné u poco hacia adelante para que ella pudiera chuparme la vagina. Se prendió a mi clítoris sin dejar de penetrarme por atrás con su dedo mayor. Coloqué mi cuerpo sobre el suyo, levanté sus piernas y me zambullí en su almejita. Quedamos chupándonos mutuamente, había visto esa pose en videos pornográficos, pero jamás me imaginé que podía hacerla yo misma, con una mujer. Pasé mi dedo índice sobre su asterisco, acariciándolo suavemente.


―¿Puedo? ―pregunté.


―Sí, dale.


Introduje la primera falange, el orificio era muy estrecho. Era como ponerme un anillo que me quedaba chico. Lo saqué y volví a entrar, repetí esa acción tres o cuatro veces hasta que logré meter el dedo completo. En ningún momento dejé de lamerle la rajita. De pronto ella movió el dedo en mi ano, como si estuviera rascándome por dentro; tuve que soltar su botoncito para gemir, me encantó y le mostré lo lindo que se sentía moviendo mi dedo de la misma forma dentro de su culito. Juntas estábamos experimentando y descubriendo los placeres del sexo lésbico. Seguimos con lo mismo durante algunos minutos hasta que llegamos al orgasmo, al unísono. Me sorprendió nuestra coordinación, pero eso hizo todo increíblemente placentero. Nos retorcimos de gusto y nos chupamos las vaginas. Cuando nos calmamos un poco, me senté sobre su vientre, mirándola a los ojos.


No dijimos nada, sólo nos miramos con una gran sonrisa en los labios. Tomé el envase de champú y puse un poco en mis manos. Comencé a lavar su cabello, llenándolo de espuma. Ella hizo lo mismo con el mío. Comenzamos a movernos un poco, ya que nuestros sexos se estaban tocando, lo cual nos producía mucho placer.


―Ésta es mi primera vez ―dijo Lara.


―¿Y te está gustando?


―Sí, muchísimo. Ni siquiera en mis mejores fantasías imaginé que mi primera vez pudiera ser tan buena ―podía ver pasión en el brillo de sus ojos―. Te quiero pedir algo.


―Pedime lo que quieras.


―Quiero que me desvirgues. Quiero que esta sea mi primera vez, en todo sentido.


Estuve a punto de negarme, pero luego entendí su punto, si yo aún tuviera mi himen intacto me gustaría que se rompiera en este mismo momento.


―Yo sentí que mi primera vez fue cuando lo hicimos en tu casa ―le aseguré.


―Lo que pasó en mi casa quedó incompleto. También me encantó, pero ahora estamos teniendo relaciones sexuales de verdad, hasta el final.


Nos enjuagamos bien las cabezas y me tendí sobre ella para besarla. Llevé mi mano hasta su vagina deslizándola, previamente, por todo su vientre. Puse dos dedos en la entrada de su cuevita virginal y la miré a los ojos.


―¿Estás lista, hermosa?


―Muy lista. Te quiero mucho ―era una criaturita adorable.


―Yo también te quiero mucho, Larita.


Volví a besarla, el corazón casi me estalla por la ansiedad. Presioné hacia adentro, con dos dedos a la vez, y sentí la presión de su himen resistiéndose; pero yo insistí, hasta lograr la penetración completa. Ella emitió un suave quejido que se perdió en mi boca. Me besó más fuerte y yo seguí con mi tarea de masturbarla. Ella también me penetró vaginalmente y comenzamos nuestro round final de sexo y amor lésbico, bajo el cálido manto de lluvia. Le ofrecí una de mis tetas y ella la devoró. Nuestros dedos entraban y salían cada vez más rápido y el baño se llenó con nuestros gemidos. Luego me comí sus pechos, blancos como la leche, y continué haciéndolo hasta que sentí que estaba llegando al orgasmo. Apuré mi penetración y supe que Lara también estaba cerca de acabar, ella me tocó con más suavidad. Nuestros orgasmos iniciaron con pocos segundos de diferencia, el de ella fue más extenso, supuse que tuvo dos juntos. Me dolía el vientre de tantos espasmos pero estaba más feliz que nunca.


Nos llevó un buen rato recomponernos, pero cuando salimos del baño, envueltas en toallas, ya estábamos muy bien; aunque algo más alteradas que de costumbre. Nos secamos mutuamente las espaldas y comenzamos a vestirnos. Esta vez le presté algo de mi ropa, en realidad se la regalé. Le di un pantaloncito, tipo capri, de jean y me sorprendió lo ajustado que le quedaba, pensé que al ser más bajita le quedaría más suelto. Ella podía ser cortita, pero sus piernas eran más voluminosas que las mías y estaban, por mucho, mejor torneadas. Sus posaderas eran dignas de admiración.


―Qué culito que tenés, mamita ―le dije apretándole una nalga.


Con eso ya aceptaba totalmente que mirarles el culo a las mujeres me calentaba, al mismo tiempo que sacaba a relucir mi lado masculino.


―Y es todo para vos ―me contestó dándome un piquito.


Sabía que pronto debería marcharse, pero igual nos sentamos a charlar durante un rato.


―Te voy a confesar una cosa ―habló en voz baja―. Yo sabía que nosotras dos íbamos a terminar haciendo esto.


―¿Sabías que íbamos a tener sexo? ―pregunté sorprendida―. Yo no me lo imaginé nunca.


―Sí, lo sabía. Estaba segura, mi instinto me lo decía, casi desde el día en que te conocí. Por eso no me enojé cuando me la chupaste esa noche.


―¿La noche en que te desperté?


―No, la que pasó antes. La primera vez que lo hiciste ―me quedé perpleja, boquiabierta, anonadada―. Me pareció un poco loco que te animaras, pero la verdad me gustó mucho.


―¿O sea que esa vez estuviste despierta todo el tiempo?


―Casi todo. No tengo el sueño tan profundo como pensás.


―Pero si ni te movías… casi ni respirabas… yo pensé que…


―Me costó muchísimo quedarme tan tranquila, pero quería ver hasta dónde ibas a llegar. La que tiene sueño profundo sos vos.


―¿Yo, por qué? ―cada vez entendía menos.


―Porque después yo te hice lo mismo y ni te enteraste.


―¿¡Que!?


―Sí, te pasé la lengua por ahí, pero sólo un poquito. Dormías como una morsa, como decís vos. Hasta roncabas, no fue muy romántico que digamos.


No podía creerlo, en un segundo pasé de ser violadora a ser violada. No sabía cómo reaccionar, estaba tildada. Mi cerebro hizo cortocircuito y comencé a reírme como loca.


―¡Qué hija de puta! ―si mi madre me escuchara hablando de esa forma, me haría rezar todo el Rosario―. Y yo sintiéndome mal todo ese tiempo. ¡Te voy a matar!


―No te dije nada porque soy un poquito cruel, te quería ver sufriendo, pero un ratito nomás ―acto seguido me dio un rico beso.


―¿Y la segunda noche, también estabas despierta?


―Sí, esa noche estaba despierta desde el principio. Me levanté porque casi me hacés acabar. Ya no pude disimular más.


―No hay quién se resista a mi boquita ―le dije sonriendo burlonamente―. Sos una maldita Lara, me hiciste sufrir mucho. De todas formas te perdono ¿pero, por qué me dijiste lo de no generarme ilusiones y todo eso?


―Porque, al igual que vos, yo también dudé, como te dije en el auto. Tenía miedo de estar usándote por una simple calentura, sos mi mejor amiga y no quería que nuestra amistad se estropeara por eso. Pero ahora sé que no es así. De verdad quiero estar con vos.


―¿Estar conmigo de qué forma?


―Así, como amigas… pero con derecho a roce.


―Me parece bien entonces. Me gusta la idea ―mi sonrisa era sincera―. Te voy a perdonar sólo porque terminó todo bien.


―Esto recién empieza Lucre ―me miró con lujuria―. Yo también te voy a perdonar que me hayas robado el video. Eso no se hace, una no puede ni masturbarse paz y hacer un video que ya se lo afanan.


Me puse de pie de un salto, estaba recibiendo demasiadas sorpresas juntas. No sabía si correr y esconderme debajo de la cama o abrazarla para pedirle perdón. Hice lo segundo, porque correr no me llevaría a ninguna parte.


―Perdoname, en serio. No lo hice a propósito, es que ni siquiera estaba pensando. Me dio mucha curiosidad ―volví a mi asiento― ¿Cómo te diste cuenta que te lo saqué?


―Porque lo borraste. No sé qué tocaste, la cosa es que terminaste borrando el video. Sabía que lo habías visto y supuse que me lo habías robado, pero no estaba segura. Vos ahora me lo confirmás.


―¡Dios, qué boluda soy! Para colmo confesé todo. Me quiero matar, tenía la oportunidad de negarlo y no lo hice.


―Es que sos pésima mintiendo, Lucre. Además no te preocupes, de todas formas ese video era para vos.


―¿Para mí? ―estaba muy confundida.


―Sí, lo filmé una noche que estaba muy caliente con vos y casi te lo mando, estuve a un segundo de mandarlo, y se iba a ir todo a la mierda. Por suerte me contuve.


―Sí amiga, por suerte.


―¿Te hubiera molestado que te lo mandara?


―En ese momento, sí. Fue tu video lo que empezó a despertar mis hormonas, pero sé que el factor más importante fue saber que estaba haciendo algo prohibido, por decisión propia. Si vos me lo hubieras mandado, lo hubiera tomado como una imposición. Tal vez hasta me hubiera enojado. Qué se yo, pude haber reaccionado de mil formas diferentes; pero dudo que hubiera reaccionado bien. Sin embargo, si ahora quisieras mandarme otro… me encantaría recibirlo ―le dije con una gran sonrisa.


―¡Qué bueno! Después te voy a mandar otro. También me gustaría tener uno tuyo.


―Ibas a tenerlo, yo también te grabé uno.


―¿Si? ¿De verdad? No puedo creerlo.


―Sí, lo hice hace poco, había tomado bastante y estaba caliente. El problema fue que, por culpa del alcohol, se lo mandé a otra persona.


―¿Qué? ¿A quién?


―A Sor Anabella. Una monja del convento que está en la universidad.


―¡A la mierda! ¿Y qué hacés vos con el teléfono de una monja? Sé que sos católica, pero… ¿para tanto es?


―Bueno, es que tuvimos lindas charlas, sobre religión y otros temas. Nos hicimos amigas.


―Hasta que la cagaste con lo del video.


―Más o menos, ella me perdonó en cuanto le dije que había sido un error. Después me obligó a trabajar como “voluntaria” en una buena causa. Es bastante estricta la monjita.


Lara comenzó a reírse.


―No te imagino a vos trabajando.


―¡Pero lo hice! ¡Y muy bien! Hasta me felicitaron por ello. La verdad es que se sintió muy bien. Puede que la próxima vez haga algún trabajo de esos, pero sin que me obliguen.


―Yo hago trabajos con gente de la comunidad. Se siente muy bien ayudar a la gente que lo necesita.


―Es cierto. Mi mamá me mal acostumbró a que todo se soluciona donando dinero; pero a veces hace falta un poco de sudor. Lara, perdoná que te cambie de tema, pero hay algo que quiero preguntarte. ¿Desde cuándo te gustan las mujeres a vos?


―Desde que te vi y me enamoré.


Me quedé muda. Ella se tapó la boca como si hubiera hablado de más.


―Me tengo que ir ―dijo, poniéndose de pie.





Fui tan estúpida que ni siquiera la saludé cuando se marchó.

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