Despedida Lésbica [02]

 Capítulo 02

La función debe continuar.





Paz estaba abatida. La conversación con Sergio, su futuro esposo, la había llenado de dudas. Intentó ordenar todo lo que escuchó (o creyó escuchar) cuando él la llamó por teléfono: música, amigos aplaudiendo, vitoreando… risas femeninas. Comentarios soeces e insinuaciones vulgares. El corazón de Paz se agrietaba lentamente, con un dolor sordo. Al parecer, Sergio se lo estaba pasando en grande en su propia despedida de soltero.

Paz apenas disimulaba su malestar. Se sentó en el borde del sillón, con el celular aún en la mano. Sus tetas aún estaban fuera del vestido, haciéndola sentir aún más vulnerable y ridícula. No se molestó en cubrirlas. Una sombra le cruzaba la mirada, ya no parecía la grácil novia de blanco del inicio de la fiesta. Nadie se atrevía a preguntarle nada, pero ya había quedado claro que algo no andaba bien.

Valentina notó el temblor leve en las manos de Paz, y sin pensarlo demasiado, se abrió paso entre las demás. Se agachó frente a ella, sin importarle arrugarse el vestido, y le puso una mano en la rodilla.

—Paz… ¿qué pasa?

La voz de Valentina era suave, pero firme. Esa mezcla que siempre usaba cuando intuía que su amiga estaba a punto de desmoronarse. Paz levantó la vista, como si recién entonces cayera en cuenta de que no estaba sola.

—Hablé con Sergio —murmuró—. Está en su despedida. Había ruido, muchas voces. Risas… de mujeres.

Valentina no dijo nada al principio. Solo asintió lentamente, sin juicio, solo presencia. Luego apretó un poco más su mano sobre la pierna de Paz.

—¿Te dijo algo raro? ¿Algo que te molestara?

—No sé —respondió Paz, y la voz le salió rota—. Creo que no fue lo que dijo… sino lo que no dijo. Lo que se escuchaba de fondo.

Valentina apretó las manos de su amiga con fuerza. No hacía falta más.

—Sol, ¿no tenías algún juego pensado? —La voz que rompió el silencio fue la de Emma.

Todas se giraron hacia ella, incrédulas. Nadie podía creer que la pregunta viniera de la madre de Paz. La misma Emma que, durante toda la noche, había sido la más crítica, mostrando desaprobación sobre traer a "una negra tetona" a contonearse semidesnuda frente a su hija.

Pero ahora… estaba invitando a seguir el juego.

Por un instante, el ambiente quedó suspendido en un silencio denso. Y entonces, casi al mismo tiempo, todas empezaron a entender. No era un cambio de opinión repentino ni una rendición moral. Era algo más primitivo. Emma no soportaba ver a Paz así: con la mirada perdida, los hombros caídos, el alma hecha pedazos. Y si para aliviarle el dolor tenía que tragarse su propio orgullo y sumarse a la juerga, lo haría. Al menos por el momento. Solo por su hija. Para que Paz pudiera sonreír, al menos por un rato.

—¿Mamá? ¿Vos querés jugar? —Sol no podía creer lo que estaba pasando.

—No dije eso. No quiero amargarle la fiesta a nadie. Un juego ligeramente picante… em… no creo que esté tan mal —no se atrevía a hacer contacto visual con nadie, mucho menos con su hermana—. Pero tiene que ser algo… suave. No me vengan con lubricantes y juguetes raros. ¿Está claro?

Sol sonrió como una loba iluminada por la luna. Se subió el vestido con un tirón coqueto, dejando que el escote le enmarcara las tetas.

—No, no, claro, nada tan extremo —dijo con esa sonrisa de gata—. Pero ya que estás de humor… te propongo algo más teatral. Más jugado. Ideal para grupos. Y con Helenna en la sala... te aseguro que van a saltar chispas.

Emma suspiró. Dejar que Sol tuviera vía libre era siempre una receta para el desastre. No importaba el contexto. Inevitable.

Sol se giró sobre sus talones, elevó la voz y sacudió la energía densa de la habitación.

—¡Muy bien, chicas! The show must go on. Vamos a jugar algo especial para revivir esto, porque honestamente… parece un velorio con tragos. Se llama Confesiones y Castigos. Cada una va a sacar una tarjeta. Hay una pregunta personal. Si respondés con honestidad brutal, Helenna te da una “bendición”: un bailecito, un toquecito, una provocación a medida. Si te acobardás… hay castigo.

Valentina abrió los ojos como si viera pornografía por primera vez. Alma se tensó, piernas cruzadas al instante, como si le hubieran soplado el alma. Raquel gruñó algo entre dientes. Bianca, por supuesto, aplaudió como en una función de strip-tease en Las Vegas. Ivana, sin decir palabra, subió un poco el volumen de la música y se fue a buscar más hielo. Profesional.

Emma levantó la mano, rígida, como si estuviera en una clase de catecismo.

—¿Qué clase de castigos? —preguntó con un tono que intentaba sonar autoritario, pero temblaba en las orillas.

Sol miró a Helenna, que se relamió los labios con lentitud de pantera en celo.

—Castigos suaves… o no tanto. Lo dije: depende. ¿Se animan a unos azotitos?

—No —saltó Raquel, como si le hubieran tocado un nervio—. No me va el castigo físico.

—A mí tampoco —dijo Paz, bajito, voz quebrada pero firme—. Gracias por la onda, Sol, pero… ¿azotes? Te fuiste un poco a la mierda.

—Bueno, bueno… bajemos un cambio. Versión soft. Una pasadita de lengua por el cuello. Un bailecito sensual. Pequeños pecados consentidos —dijo Sol, con un guiño que prometía escándalos.

—Pero… ¿eso no es lo mismo? —preguntó Valentina, confusa—. Si ganamos, Helenna nos da una “bendición” y si perdemos… ¿también?

—Ay, Valen… no, mi amor. Si perdés, el bailecito lo hacés vos. La que pasa la lengua sos vos. A otra. A quien diga la carta.

Y ahí sí: el aire se volvió denso como almíbar caliente. Un silencio sucio. Todas se quedaron tiesas, como si les hubieran metido una idea pecaminosa entre las piernas.

Bianca fue la primera en romper el hechizo.

—Esto se va a poner bueno —aplaudió con entusiasmo, ya casi jadeando.

Sol giró la mirada hacia su madre. Directa. Desafiante. Veneno en la voz, dulzura en el tono.

—¿Querés empezar vos, reina de la rigidez? ¿Monarca de la decencia? ¿Emperadora de la moralidad?

A Emma no le hizo ni medio chiste que su hija la llamara así. Frunció los labios. Pero varias se rieron. Incluso Paz… aunque se tapó la sonrisa con el vaso de daiquiri, disimulando.

Emma se quedó inmóvil. El cuello le temblaba de tensión. Miró a Paz: ya no lloraba. La observaba entre asombro y temor. Algo se había quebrado, y no era la copa.

Sol desapareció un momento y volvió con una cajita de cartón. De adentro sacó un mazo de tarjetas decoradas con detalles dorados. Las agitó como una maga impía.

Emma dudó. Luego extendió la mano y tomó una.

La leyó en silencio. Se le endureció el rostro.

—¿Alguna vez te masturbaste pensando en alguien de esta habitación?

Bianca chilló como si le hubieran mostrado una pija en HD.

—¡Uy! ¡Arrancamos picante! Me encanta esta mierda.

Emma tragó saliva. Observó a cada una. Su rostro se volvió clínico, quirúrgico. Meditó. Luego, esbozó una media sonrisa. Cruel. Ambigua. Absolutamente perturbadora.

—Sí. Y más de una vez.

El silencio que siguió fue como un baldazo de agua helada y perfume caro. Todas inmóviles. Hasta las sombras se congelaron.

Raquel fue la primera en reaccionar. Como un resorte.

—¡Está mintiendo! —gritó, apuntándola con el dedo—. Siempre hace lo mismo en los juegos. Es una tramposa.

—¿Vos creés que miente? —dijo Sol, arqueando una ceja—. Yo no me imagino a mamá confesando eso, pero…

—¡Justamente! Por eso sé que miente. ¿Podés imaginarte a Emma... tocándose? Y encima pensando en una mujer de esta habitación. Dale, por favor. Dice que sí para dejarnos mudas. Es su vieja estrategia. La conozco demasiado bien.

—Lo que pasa, Raquel, es que siempre te gané en todo... y eso te jode —replicó Emma con voz seca.

—¡Porque hacés trampa! —chilló Raquel, colorada como si le ardieran las enaguas.

—Basta de pelea, chicas —intervino Bianca, al borde de la carcajada—. Yo le doy la respuesta por válida. Y sí, seguro está mintiendo, pero... ¿a quién le importa? ¡Esto está divino!

Y entonces, se oyó el sonido seco. Dos palmas firmes. Helenna se acercó. Lenta. Cadenciosa. Un vendaval con curvas y perfume a coco.

Se sentó sobre el regazo de Emma. Desnuda, intensa, peligrosa. Le sostuvo el rostro con las dos manos, como si la besara con la mirada.

—Buena chica —ronroneó, rozando los labios a centímetros—. Por tu sinceridad… te ganaste una recompensa.

Emma no se movió. No pestañeó. Tal vez, ni respiraba. Pero no la apartó. Y en esa quietud, en esa entrega silenciosa, algo cambió. La atmósfera ya no era solo tensa.

La música seguía en su crescendo sensual. Un bajo pesado, como latidos en el piso. Helenna, montada sobre Emma, no tenía prisa. Tenía tiempo, toda la noche por delante. Tenía el control, y se lo haría saber a esa mujer tan rígida. Ese cuerpo pecador, esculpido por fantasías masculinas y femeninas.

Emma estaba tiesa, como una estatua de mármol que se escapó de un convento. Pero el mármol empezaba a transpirar. Su respiración se cortó.

Helenna le acarició el mentón con la yema del dedo índice. Luego lo bajó por el cuello. Delicada. Exploradora. Sin romper contacto visual, descendió hasta el escote del vestido azul, metiendo el dedo entre la tela y la piel como si tanteara la humedad.

—Tenés una piel hermosísima… —susurró—. Tan suave… tan…

Emma apretó los dientes. Mantuvo la espalda recta, rígida como su convicción. Pero su garganta se movió. Sus ojos vibraron. Sentía que estaba perdiendo una guerra interna.

—Eso es suficiente —dijo, sin aire. Pero su voz sonaba menos a orden y más a súplica.

Helenna sonrió con el filo entre los dientes. Era una gata voraz, no se detendría tan fácil.

—¿Suficiente? ¿Querés que pare… o que siga?

Y se inclinó. El cabello oscuro ondulado cayó como una cortina sobre el rostro de Emma. Helena le lamió el lóbulo de la oreja. El cuerpo de Emma tembló. Su gemido quedó ahogado por la música.

Emma cerró los ojos. Por un segundo. Fue un relámpago de debilidad. Luego los abrió bruscamente, como si quisiera despertar de una pesadilla. Una pesadilla demasiado lésbica.

Pero ya era tarde.

Helenna se deslizó sobre ella, las caderas girando con precisión milimétrica, presionando su sexo envuelto en la tanga de cuero negro contra las piernas cerradas de Emma. Era una fricción sin permiso, pero medida, técnica, obscenamente controlada.

—¿Eso es… una cruz en tu collar? —preguntó Helenna, señalando el dije plateado que temblaba sobre el escote de Emma. Los pechos prominentes de la mujer subían y bajaban con cada respiración contenida. El sudor rodaba por el canal que se formaba entre ellos.

—Sí —respondió Emma, sin mirarla—. Es una cruz.

—Me encantan las mujeres de fe —dijo Helenna, y lo dijo enseñando los dientes con una sonrisa voraz.

Una de sus manos bajó hasta la entrepierna de Emma. Sus dedos se encontraron con la tela de algodón de la bombacha y acariciaron las protuberancias que se formaban por los labios vaginales y el clítoris.

Emma suspiró. Intentó cerrar las piernas, fue inútil. La tela de su vestido no tapaba lo que sentía: el calor. La humedad. Esa tensión viscosa entre las piernas que intentaba ignorar. Pero estaba ahí. Como una alarma silenciosa.

Raquel, desde un costado, miraba boquiabierta, furiosa, como si alguien estuviera blasfemando en el altar. No podía creer que la morocha fuera tan atrevida. Estaba viendo cómo tocaban a su propia hermana y fue como si las sensaciones en sus sexos se conectara. A Raquel se le humedeció la concha de forma involuntaria.

Bianca, mientras tanto, se mordía los labios y permanecía atenta, como si estuviera viendo una porno lenta pero exquisita.

Sol sonreía, sin piedad. Observaba cómo su madre intentaba con toda su alma no derretirse. Pero algo en su respiración la traicionaba. Muy leve. Apenas un poco más rápida. La cabeza inclinada hacia atrás y los ojos cerrados. Emma estaba disfrutando de las caricias de otra mujer.

—Suficiente.

La voz de Raquel sobresaltó a Helenna, quien se puso de pie y sonrió con simpatía. Inclinó la cabeza como diciendo que esperaría órdenes.

Emma se arregló el vestido azul, con la esperanza de recuperar la dignidad; pero sus mejillas estaban rojas. Y la humedad entre sus piernas no paraba de crecer.

La siguiente en sacar una tarjeta debía ser Alma, así lo dispuso Sol. Ella se había quedado en el fondo, junto con Valentina. Las dos intentaban pasar desapercibidas. Al inclinarse para sacar una tarjeta del mazo se lamentó de haber bebido tanto daiquiri. No estaba ebria, pero su cuerpo ya no respondía de la misma manera. El vestido beige, demasiado anticuado para una chica tan joven, dejó entrever parte de los senos. Leyó la tarjeta en voz alta, sin soltar su vaso.

—¿Alguna vez te metieron un dedo en el cu…? ¡Hey! Esto se está zarpando mucho.

Bianca y Sol soltaron una risita divertida.

—Dale, no seas así Alma —dijo Sol—. Es solo un juego. ¿Te metieron un dedo en el culo? ¿Sí o no?

Alma tragó saliva. Se quedó ahí, con la tarjeta temblándole en la mano y los ojos fijos en un punto neutro de la sala, como si pudiera escapar por el borde del vaso. El silencio se volvió espeso, lleno de respiraciones contenidas y sonrisas a medio nacer.

El vestido beige no la ayudaba. Casto, sin forma, sin brillo. Pero la tela ligera, mojada por el calor del ambiente y los tragos, empezaba a pegarse en las curvas como si quisiera traicionarla.
Los pezones asomaban apenas por debajo del escote, tensando la tela.

—Sí… —murmuró.

Bianca dejó escapar un “¡Ahhh!” ahogado, como si le hubieran contado el final de una novela erótica.

Alma intentó taparse con el vaso. Le dio un trago tan rápido que le cayó mal, y tosió.

—No escuchamos ¿qué dijiste? —dijo Sol, con esa sonrisa de loba hambrienta.

Alma bajó el vaso. Fulminó con la mirada a su prima, luego cerró los ojos por un segundo. Ya no le agradaba este juego; pero no quería ser ella quien arruinara la despedida de Paz. Abrió los ojos. Su voz salió entrecortada, pero cada palabra retumbó más fuerte que la anterior.

—Sí. Me metieron un dedo en el culo.

Silencio. Todas la miraban. Nadie se rió esta vez. Sol, Bianca, incluso Raquel… algo en la crudeza de la frase dicha por ella, Alma la modosita, la de misa y voz baja, las había descolocado. Ahogada de pudor miró hacia abajo. El rostro encendido. El vaso entre las manos como escudo inútil. Pero su voz volvió. Más bajita. Más cargada de… algo.

—Y… fue una mujer.

Valentina se cubrió la boca. Emma entrecerró los ojos, como si no supiera si estaba por escandalizarse o por mojarse más. Helenna, en cambio, se relamió los labios.

—¿Una mujer? —preguntó Bianca, con una mezcla de sorpresa y entusiasmo morboso—. ¿Conocida?

Alma asintió. Fue un movimiento leve, casi imperceptible.

—¿Amiga, amante, profesora, jefa, cuñada…? ¿Quién fue? —tiró Sol, divertida como una nena con una lupa sobre una hormiga.

Alma cerró los ojos otra vez, como si eso hiciera desaparecer a todas las mujeres de la sala.

—Fue… con una amiga. —Un movimiento de sus ojos casi la pone en evidencia. Volvió rápido la vista y la centró en el suelo—. Ella… me estaba ayudando a entender algo…

—¿Fue por curiosidad? —Quiso saber Valentina, y a todas le sorprendió que la única que le competía en timidez a Alma hiciera esa pregunta—. Puedo entender la curiosidad. Todas nos dejamos llevar por ella alguna vez.

—Algo así. Sí… necesitaba saber cómo se sentía que una mujer me metiera los dedos… por detrás.

—Algo me dice que hubo más de un dedo —dijo Bianca, con una sonrisa lujuriosa—. ¿Cuánto tiempo duró eso?

—Em… sí. Hubo más de un dedo… y duró… un rato. Unos minutos.

Alma mantenía la vista fija en el suelo, como si con solo sostenerla ahí pudiera contener todo lo que ardía bajo la superficie. El tono de su voz era bajo. Cada palabra era una confesión contenida durante mucho tiempo, que clamaba por salir.

—Fueron… dos dedos. —Tragó saliva—. Primero uno… no me dolió. Lo hizo suave, lento. Hasta me pedía permiso todo el tiempo, como si tuviera miedo de lastimarme. Yo la alenté a seguir. Necesitaba saber. Lo necesitaba. Después… vino el segundo y…

El ambiente del departamento se había vuelto espeso. Ninguna sonreía. Todas la miraban atentamente. Bianca respiraba con la boca abierta, con el vaso detenido a medio camino. Se dio cuenta de que no debía ser nada fácil para Alma confesar eso frente a sus primas, a su tía Emma… y su madre. Bianca miró a Raquel, la mujer era un busto de bronce. Tan rígida que parecía no respirar. Valentina tenía las mejillas tan rojas como si le hubieran abierto las piernas frente a todas. Emma, desde su lugar, no se movía. Solo pestañeaba lento.

Sol, sin embargo, disfrutaba cada palabra como si las hubiese escrito ella.

—¿Y qué se sentía? —preguntó con voz suave, casi maternal, pero con una picardía húmeda entre las piernas.

Alma cerró los ojos. Sabía que no podía esconderse más. No después de lo que ya había dicho.

—Fue… raro al principio. Me sentía expuesta, como si mi cuerpo estuviera completamente abierto… vulnerable. Pero después… empecé a sentir otra cosa. Una electricidad que subía desde ahí… como si el cuerpo no supiera bien qué hacer con ese tipo de placer. La forma en que me lo hacía… la paciencia… el cuidado. La ternura. ¿Me explico? Los dedos giraban despacio, entrando y saliendo, como si estuviera escarbando un pozo en la tierra.

—¿Y no querés decir quién fue? —preguntó, afilada.

Alma negó con la cabeza. Rápido. Casi infantil.

—No. No importa quién fue.

Sol sonrió.

—Claro que importa. Pero si no querés decirlo… no lo digas. A veces el silencio dice más.

Raquel se levantó, de pronto, con esa elegancia de señora que quiere seguir teniendo el control. Caminó hacia la cocina con los pasos justos para no parecer que escapaba.

—Voy a buscar más hielo —anunció.

—Helenna, dale su bendición a Alma —dijo Paz, sus tetas aún seguían a la vista.

—Em… no hace falta —dijo Alma.

—Sí hace falta. Es parte del juego.

Alma asintió con la cabeza. No quería contradecir a su prima después de la horrorosa llamada de su futuro marido.

Helenna no esperó más, se arrodilló frente a Alma con esa calma peligrosa que solo tienen las mujeres que saben exactamente lo que hacen. El living ya no respiraba; contenía el aliento. Las otras miraban. Bebían en silencio. Nadie se reía. Hasta Ivana miraba atentamente desde atrás de la barra improvisada, estaba tan absorta que no se dio cuenta de que el hielo del balde se estaba derritiendo. En la escena solo faltaba Raquel.

—¿Te molesta si te toco? —Helenna habló en tono maternal.

Alma no respondió. Tampoco se negó ni se movió. Helenna interpretó el silencio como un “sí” vestido de miedo. Le apartó el vaso de las manos, lo colocó en la mesa sin mirar. Luego deslizó las manos por los muslos tensos, subiendo lento. Los dedos se deslizaron por debajo del vestido. Alma se estremeció. Cerró los ojos. Sus labios se entreabrieron en un gesto ambiguo, entre susto y entrega.

Helenna acercó el rostro. Le rozó el escote con la nariz, aspirando su perfume, su calor. Y luego, sin prisa, sin ceremonia, le bajó el vestido desde el escote. La tela cayó y entonces dejó al aire los pechos de Alma, blancos, suaves, inocentes. Los pezones rosados se endurecieron en segundos, sensibles al aire, al deseo, a la mirada. Helenna los contempló como si fueran joyas. Luego los besó. Primero uno. Luego el otro. Despacio, saboreando el momento. La lengua dibujó círculos húmedos. Los labios succionaron con cariño salvaje. Los dedos, entre tanto, seguían su camino bajo el vestido, rozando la tela de la bombacha, sintiendo ya la humedad, el pulso, la fiebre que latía en Alma.

La agasajada seguía muy quieta. Las manos apretadas sobre las piernas. Los párpados cerrados. Respiraba por la boca, apenas. No sabía qué hacer con su cuerpo. Con su cabeza. Con el temblor. Pero tampoco decía que no. Y eso, para Helenna, era tan firme como un “Seguí, por favor. No te detengas”. Los dedos empujaron la bombacha apenas a un lado, lo suficiente para llegar al tesoro que ocultaban. Ahí estaba. La vagina de Alma, caliente, mojada, abierta con timidez. El clítoris duro, delatando su excitación. Helenna la acarició con dos dedos, con ritmo lento, casi misericordioso. Como si supiera que Alma se rompería. Sus labios seguían en las tetas, mamando, pellizcando con los dientes. El sonido era suave. Un plop húmedo, interrumpido solo por el suspiro involuntario de Alma. Un quejido que se le escapó, bajito. Un “ah” tembloroso que le rompió el alma a Valentina y la hizo apretar las piernas a Emma. Las demás seguían mirando.

Raquel, desde el umbral de la puerta de la cocina, miraba la escena en silencio. En su mano había un vaso que solo contenía hielo.

Bianca acariciaba su muslo sin disimulo. Paz tenía los ojos fijos, como si presenciara un ritual sagrado. No sabía que las tetas de su prima eran tan bonitas. Le parecieron incluso más hermosas que las suyas.

Helenna levantó la cara, con un pezón brillando de saliva y deseo.

—Estás preciosa —susurró—. Y tan mojada...

Alma abrió los ojos. No habló. Los dedos de la stripper acariciaron sus labios vaginales, cubriendo cada rincón con sus propios jugos. De forma involuntaria separó las piernas. Fue suficiente para que todas pudieran ver su concha, llena de deseo. Un dedo entró. Alma gimió. Ni siquiera la música pudo ocultar esa expresión de placer. Abrió los ojos, algo en su mirada había cambiado. Se mordió los labios mientras la negra la exploraba por dentro. Totalmente entregada, abrió aún más las piernas. Un segundo dedo entró.

La mirada de todas las presentes fue saltando entre la escena erótica y la cara petrificada de Raquel. Esa mujer ya no parecía capaz de mirar para otro lado que no fuera la entrepierna de su hija. Paz se preocupó. ¿Estarían yendo demasiado lejos con el juego?

—Bueno che, creo que ya está —dijo Paz, con una sonrisa alegre. Luego vació de un trago lo poco que quedaba en su vaso.

Helenna se apartó de Alma al instante. Al fin y al cabo era una profesional. Debía respetar las reglas del juego, para eso la habían contratado. Ivana se apresuró a preguntarle a Raquel si quería algo para tomar. Esto hizo que la mujer volviera a la realidad. Recuperando un poco de compostura, pidió daiquiri de frutilla.

Sol tomó otra tarjeta del mazo, sin mirarla, y la agitó en el aire como un hechicera con su varita.

—¿Quién quiere ser la próxima pecadora redimida? ¿Quién quiere confesarse?

—¡Yo, yo! —Exclamó Bianca, con entusiasmo—. Me toca a mí —Agarró la tarjeta y la leyó en voz alta—. “¿Alguna vez lamiste una vagina?” Em… no, nunca. Jamás haría una cosa así.

—¿Pero qué decís, nena? —Intervino Raquel, con irritación—. Si hace un rato confesaste que habías lamido la de Paz… mientras la depilabas.

—¿No te das cuenta? —Preguntó Sol—. Está mintiendo para recibir el castigo. Lo hace a propósito.

Una sonrisa de vampiresa erótica se dibujó en los labios de Bianca, de esas que anuncian tormentas de placer y escándalo. El vaso en su mano temblaba de puro entusiasmo, y el rubor en su pecho subía como una fiebre deliciosa.

—¿Cómo te diste cuenta, Solcita? —ronroneó, con la lengua mojando el labio inferior—. Tenés un radar para estas cosas, eh.

Sol soltó una risotada. No estaba acostumbrada a pasar tiempo con las amigas de su hermana, pero Bianca le caía cada vez mejor. La miró con ojos de gata en celo y le dijo:

—Dale, mostranos cómo le chupaste la concha a Paz.

Al oír su nombre Paz se irguió en el sillón, como si alguien le hubiera tocado la espina dorsal.

—¡Fue una tontería! —interrumpió de inmediato, con las manos alzadas—. Un segundo. Fue... nada. Nada.

Bianca giró la cabeza hacia ella como una pantera que huele a su presa.

—¿Nada, decís? ¿Unos segundos?

—Sí —dijo Paz, ya sin convicción, mirando a las demás con súplica muda—. Estaba nerviosa por la depilación. Me ayudó, se acercó... fue un chiste, una pavada de un segundo. Una boludez sin importancia.

—Me contaron que duró un poco más de unos segundos —dijo Valentina. Tomó un trago de su vaso. El alcohol se estaba sobreponiendo a la timidez.

Bianca y Valentina intercambiaron una mirada de complicidad. Sol levantó una ceja y se acomodó mejor en su asiento. Emma, tiesa como un espantapájaros, apretaba el vaso con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Emma, cruzada de piernas, no pestañeaba. Helenna, detrás, disfrutaba el ambiente como si fuera la platea VIP de un burdel muy selecto, a veces ama su trabajo.

Bianca se acercó lentamente. Dejó su copa en la mesa. Se arrodilló frente a Paz con una teatralidad obscena, sabiendo perfectamente qué imagen estaba proyectando.

—¿Querés que muestre cómo fue? —preguntó, con voz atrevida, venenosa—. Para que quede claro que no fueron solo “unos segundos”.

Paz negó, titubeando.

—Bia, no… no hace falta. Es solo un juego. No es necesario llegar tan lejos.

—Hermana —dijo Sol—. Si hay alguien tiene que recibir una chupadita de concha esta noche, sos vos.

—Pero… pero… ¿por qué no lo hace Helenna?

La stripper, haciendo gala de su experiencia en este tipo de eventos, respondió:

—Esas no son las reglas del juego, Paz. Lo siento.

Paz miró a su alrededor, buscando alguien que estuviera de su parte. Ni siquiera su madre abrió la boca. Emma se quedó muy quieta, con una actitud estoica que Paz conocía muy bien.

—¿Mamá?

—Lo siento, hija. No apruebo lo que Bianca quiere hacer, pero si me opongo a seguir con el jueguito, tus amigas me van a matar. Y Sol también.

Un murmullo de aprobación flotó por la sala.

Bianca no esperó más. Le alzó el vestido, como si estuviera desenvolviendo un regalo antiguo, sagrado. Paz, paralizada, dejó que la tela se elevara. La bombacha negra de encaje era delgada, mínima, húmeda. Bianca la sujetó y miró a su amiga a los ojos. Notó la incertidumbre en Paz, pero eso no la detuvo. Comenzó a bajar la tanga lentamente. La sala se quedó en silencio, expectante. Había miradas hambrientas de deseo y otras que simplemente observaban con curiosidad.

La tanga cayó al suelo y la delicada vagina de Paz quedó a la vista de todas. Se puso tan roja que ni las luces ayudaron a disimular su rubor. Ese sexo femenino era suave, lampiño, de formas sutiles.

La lengua de Bianca asomó. Primero un roce tímido, luego uno más largo. Se tomó su tiempo. Sabía que todas la estaban mirando, quería brindarles un gran espectáculo. Una despedida para el recuerdo.

Siguió lamiendo, de abajo hacia arriba, trazando todo el largo de los labios vaginales, rozando el clítoris sin llegar a presionarlo. Paz apretó los labios. Mantuvo los ojos muy abiertos y el cuerpo tenso.

—Uf… esas sí que son buenas lamidas —comentó Sol—. ¿Y Bianca te dijo por qué te la chupó así? ¿Le pediste alguna explicación?

—Em… este… —Paz se acomodó los anteojos, que estaban cayendo por el puente de su nariz—. Fue porque le conté que Valentina lo había hecho.

La aludida se hundió más en el rincón del sillón en L. Intentó esconderse detrás de su largo cabello negro. Las ondas caían frente a sus ojos y sostenía el vaso como si fuera un escudo contra las miradas. Porque sí, obviamente todas la estaban mirando.

—¿Valentina? —Emma no lo podía creer—. ¿De verdad lamiste la vagin…?

—¿Le chupaste la concha a mi hermana? —La interrumpió Sol—. ¿Vos? ¿La mosquita muerta? Tengo entendido que vos y Bianca están casadas.

—Felizmente casadas —dijo Emma—. O al menos eso dicen. ¿Qué es esto? ¿Ahora tienen jueguitos lésbicos entre ustedes?

La mirada de la mayoría de las presentes iba desde Valentina a la concha de Paz, Bianca no dejaba de lamerla y se notaba que a la tímida chica de anteojos ya le estaba afectando tanto lengüeteo.

—Fue solo una vez —dijo Valentina, con un hilo de voz—. Y fue la única vez que hice algo así con una mujer.

—¿Y se la chupaste así? —Preguntó Sol, señalando la escena lésbica.

La lengua de Bianca volvió, más firme. Se hundió entre los pliegues, recorrió cada rincón, saboreando como si fuera una fruta delicada. Le dio chupones al clítoris con tanta intensidad que Paz se arqueó hacia adelante y luego hacia atrás, en un espasmo de placer. Bianca aprovechó este momento de debilidad para abrirle más las piernas. Le metió la lengua dentro de la concha.

—Sí, fue así —dijo Valentina—. Se la chupé así… igualito. Se la chupé toda.

Era el alcohol que hablaba por ella. Las demás la miraban incrédula, incluso Paz estaba sorprendida de que su amiga se hubiera sincerado tanto.

—Danos más detalles —pidió Helenna, no supieron si lo hizo por profesionalismo o por genuino interés.

—Fue en el vestuario del gimnasio. Yo… em… perdí el control. Había discutido con mi marido… quería hacer algo para aliviar el enojo… y para vengarme de él. Paz estaba cerca…

—Y Bianca no quería ser menos —dijo Sol.

—Obvio. Soy la mejor amiga de Paz. Si Valentina le chupó la concha, ¿cómo me voy a quedar atrás? Es injusto. Se supone que si mi amiga quiere probar estas cosas, me tiene que buscar a mí.

—Yo nunca dije que quería… Valentina… —Le suplicó a su amiga que aclarase el asunto. Se sacudió cuando Bianca volvió a pasarle la lengua—. Hay, nena… ya estaría ¿no? Se entendió el punto… uf… ay…

Bianca no se detuvo. Emma y Rebeca miraban con desaprobación, el resto parecía divertirse con la escena.

—Paz se negó —dijo por fin Valentina—. Intenté detenerme, pero… no pude evitarlo. Me dejé llevar por la bronca.

—Es una falta de respeto —dijo Emma, miró a Valentina un segundo y luego volvió a posar la mirada en la vagina de su hija—. Comportarse así, con una mujer decente como Paz… que está apunto de casarse. ¿Sabés los problemas que puede traerle esto con su futuro marido?

Emma se arrepintió al instante de haber mencionado a Sergio. En Paz se encendió la llama del rencor. Miró desafiante a su madre y le dijo.

—A decir verdad, no estuvo tan mal. No busco el sexo lésbico, para nada… ni siquiera busco el sexo en general. Pero Valentina me dio la mejor chupada de concha de mi vida.

—¡Hey! ¿Y yo? —Protestó Bianca.

—Vos también me la chupaste de maravilla. Solo me refiero a que antes de Valentina, nadie me la había chupado así. Fue la primera vez que acabé mientras alguien me practicaba sexo oral.

—Ay, nena… confesar que andás “acabando” cuando una chica te chupa la vagina… y en frente de tu madre. Un poco de decencia, ¿no?

Las muelas de Emma chirriaron, entendió que el comentario de Raquel solo buscaba meter sal en la herida.

—¿Me pedís decencia? Vos le metiste los dedos en el culo a tu hija. ¿Qué me hablás de decencia?

Hacer enojar a Paz era más difícil que excitarla. Raquel lo consiguió con una sola frase. El silencio incómodo volvió a la sala, aunque la música estuviera sonando, era como si nada.

—¿De qué hablan? —Preguntó Emma—. El relato que contó Alma… ¿fuiste vos?

Raquel se quedó paralizada. Alma deseó que la tierra se la tragara.

—Sí, mamá —dijo Paz—. Fue ella. ¿No te diste cuenta de cómo reaccionó cuando Alma nos contó todo?

—Pensé que se había enojado porque su hija estuvo haciendo eso con una mujer.

—Raquel dijo que ella y Alma se ducharon juntas —les recordó Sol. Bianca había dejado de chupar la concha de Paz solo porque la conversación le resultaba demasiado intrigante—. ¿Fue en ese momento?

Todas las miradas se centraron en Alma y su madre. Ivana recorrió el living con una jarra de daiquiri de durazno. Fue rellenando los vasos de quienes se lo pidieron. Hellena miraba la escena recostada en una silla, con los codos sobre el respaldo y las piernas bien abiertas. Se sentía como en su casa. La sonrisa en sus labios era imborrable.

—Lo hice para ayudarla —confesó Raquel—. No somos degeneradas. Era… un asunto muy particular.

—¿Podés explicarnos? —Preguntó Emma. Se deleitó al ver a su hermana perdiendo toda la ventaja que había ganado.

—No quiero. Prefiero que sigamos jugando.

—Muy bien —dijo Sol—. Pero si alguna vez le toca castigo a vos o a Alma, les vamos a preguntar por eso.

Bianca volvió a su lugar. Paz cerró un poco las piernas, pero no se molestó en acomodar su ropa. Ahora el vestido parecía un cinturón blanco cubriendo su vientre.

La noche todavía no terminaba, todas sabían que el juego recién estaba calentando.


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