¡La Concha de mi Hermana! [10]

 

Capítulo 10.


Discordia Familiar.





Ni Katia ni yo estábamos en nuestro mejor momento con nuestra madre. La última vez que pisé esta casa, terminé saliendo en medio de una discusión. Y Katia… bueno, ella vivía acá hasta hace poco. Entiendo que a Patricia no le fascine la idea de convivir con una vaga que no trabaja, y que echarla del nido haya sido el empujoncito para que se dignara a buscar laburo. Pero eso no hizo que se llevaran mejor. Apenas logró que no se mataran. Esta cena, supuestamente, era un intento diplomático. Un alto el fuego con milanesas de por medio.

Cuando Katia abrió la puerta, me invadió una sensación inesperada: paz.

Una paz sospechosa.

Entramos, y fue como meterse en una nube tibia de incienso y silencio zen. La luz flotaba suave, tamizada por lámparas de papel que parecían flotar como lunas apacibles. Las cortinas eran nuevas, vaporosas, de esas que se mueven con una brisa que ni existe. Había tantas plantas que por un momento sentí que estábamos entrando a un vivero boutique. Algunas colgaban desde estantes flotantes, otras se erguían sobre estructuras de bambú que parecían construidas para canalizar el aura del ficus en dirección a Saturno.

—¿Siempre fue así este lugar? —pregunté, aunque la respuesta era obvia.

—¡No! —exclamó Katia, visiblemente decepcionada—. Esto antes tenía vida. ¿Dónde están los calzones tirados en el sillón? ¿Y el paquete de papas a medio terminar? Esto parece un museo hippie, Abel. Falta algo que diga “acá vive una persona”. Falta… quilombo.

Caminé unos pasos, con cuidado de no rozar ninguna maceta sagrada ni pisar sin querer un campo energético invisible. Admito que, aunque no comparto la estética de templo ayurvédico, el departamento había mejorado mucho. Nada parecía fuera de lugar. Todo estaba en su sitio. Como si alguien hubiera hecho feng-shui con una escuadra y un nivel.

Se lo dije a Katia.

No le gustó nada.

—Obvio que a vos te iba a gustar. Si te encantan las casas que parecen salas de exposición. Se siente frío, Abel. Frío y… demasiado ordenado.

Tuve que contenerme para no contestar “gracias”. Porque para mí eso es un halago. Pero me mordí la lengua, no quería hacer quilombo. Aún no habíamos ni cenado.

Entonces apareció ella. Patricia. Nuestra madre.

Llevaba puesto un vestido largo y suelto, cubierto de flores grandes en tonos tierra, como si lo hubiera elegido una tarde consultando los astros. Iba descalza, como siempre. Su figura era delgada, firme, como tallada por una rutina de yoga y meditación guiada. Llevaba una vincha tejida que le sujetaba el pelo lacio, castaño, con unas mechas rubias estratégicamente peinadas hacia atrás, como si acabara de salir de una clase de respiración consciente con cuencos tibetanos de fondo. Aros enormes, redondos, colgaban y se mecían con su andar lento y seguro, marcando el compás de su presencia.

—¡Katia! —dijo, envolviéndola en un abrazo suave—. Qué lindo tenerte otra vez en casa.

Me quedé observando. Y sí, tuve que admitir que el entusiasmo era sincero. Patricia estaba realmente contenta de verla. No había falsedad. Al menos no ahí.

Entonces se volvió hacia mí.

Me dedicó una sonrisa. No era hostil, pero tampoco cálida. Fue una sonrisa bien calibrada. Diplomática.

—Abel. Qué bueno verte. ¿Cómo estás?

Con ella, esa pregunta no sonaba casual. Sonaba clínica. Como si quisiera chequear mi tensión arterial con los ojos, detectar ansiedad reprimida en mi postura, o identificar alguna emoción enquistada lista para brotar como un sarpullido emocional.

—Todo en orden —mentí, acercándome lo justo para darle un beso en la mejilla, con el afecto justo para cumplir con el protocolo, sin excederme en muestras que pudieran quedar flotando en el ambiente.

—Qué bueno —dijo. Pero su mirada sugería que había detectado al menos cinco síntomas de algo.

Katia ya se había soltado, paseando la mirada por el living como si recorriera una exposición de arte sensorial. Se agachó para olfatear un sahumerio que ardía sobre una base de piedra labrada.

—¿Esto es palo santo? —preguntó, con voz casi reverencial.

—Un blend —respondió Patricia, encantada—. Palo santo, lavanda y cúrcuma. Ideal para armonizar el espacio cuando hay visitas.

—¿Y funciona con varones escépticos y estructurados? —tiró Katia, mirándome de reojo con una sonrisita maliciosa.

Patricia giró hacia mí, sonrisa sutil, afilada como un diagnóstico.

—Siempre se puede intentar.

Sonreí también. Por fuera. Por dentro rezaba para que Katia no desarrollara una fascinación repentina por estos sahumerios pestilentes. No quiero que mi casa huela a lavanda mística y a especiero hindú.

Traje a Katia con la esperanza —no tan secreta— de que, con algo de suerte, esta visita pudiera terminar con ella dejando su cepillo de dientes otra vez en este baño. Y su caos. Y sus medias. Y sus gritos matinales en loop. Todo eso que ella no registra, pero que te perfora la paciencia como un taladro que no hace ruido, pero vibra igual.
La armonía ajena, descubrí, no me sienta tan bien como pensaba. Me genera una mezcla rara: nostalgia por la que perdí y una envidia tenue, como cuando ves a alguien dormir plácido en un asiento de colectivo mientras vos no podés dejar de pensar en la cuenta del gas.

La mesa estaba puesta como si Patricia hubiera estado ensayando esta escena durante semanas. Vajilla blanca sin una sola manchita, individuales de fibras naturales en perfecta simetría, servilletas dobladas con un nivel de precisión que rozaba lo quirúrgico. En el centro, como una aparición casi profana, una fuente humeante con milanesas crujientes y papas fritas doradas rompía con todo ese equilibrio zen. A un costado, resignada, una ensalada minimalista de rúcula y brotes de soja parecía estar ahí por protocolo, como esos primos con los que uno no quiere sacarse fotos pero igual aparecen en el álbum familiar.

—Hice tu plato favorito, Katia —dijo Patricia, con una sonrisa que, para sorpresa de todos, parecía genuina.

—¡Ay, Pato, sos lo más! —exclamó Katia, abalanzándose sobre una milanesa como quien recupera algo perdido—. Abel, tenés que aprender a hacerlas así. Después pedile a mamá que te pase su receta.

Patricia rió con delicadeza.

—No hay ningún secreto. Solo se trata de hacerlas con amor. Estar en paz con una misma. Las energías negativas se perciben en todo lo que hacemos.

Yo sonreí mientras me servía papas fritas sin culpa y con estrategia. Y ahí solté, con mi mejor tono de veneno cordial:

—Me sorprende que vos, con lo mucho que te cuidás, hagas un plato donde todo está frito.

—Bueno, por una vez no pasa nada —dijo ella, suave, como quien da una bendición—. Ya saben que esto es una excepción. Un permitido. Solo porque vinieron ustedes. Mañana, solo fruta y yogur. Está todo calculado.

Asentí, forzando una sonrisa. Esas frases siempre me incomodan. No por la comida en sí, sino por lo que revelan. Para mí, la comida todavía es uno de los últimos placeres sin filtro. De esos que no piden permiso. Que no tienen que ser compensados con penitencia al día siguiente.

Mi madre se sirvió su ensalada como quien cumple con un código ético. No miró las papas ni una sola vez. Pero yo sé que le encantan. Sé que las extrañó incluso antes de poner la ensaladera sobre la mesa.

Y entonces sentí algo parecido a la victoria. Chiquita. Pero victoria al fin.
El tanteador ya estaba a mi favor.

—¿Y Abel sigue siendo tan obsesivo con la limpieza? —preguntó Patricia, removiendo los brotes de su ensalada como si fuera un ritual.

—Peor —respondió Katia, con la boca llena—. Ya ni me deja colgar una toalla torcida. Me manda fotos con circulitos rojos, como si fuera un informe de daños.

—Eso no es obsesión —dije, cortando la milanesa con más fuerza de la que hacía falta—. Es higiene.

—También puede ser una forma de control —dijo Patricia con voz tranquila, sin levantar la vista de su bowl—. La necesidad de ordenar lo externo para no enfrentarse al caos interno.

—O una forma de supervivencia —retruqué—. En personas criadas por madres sobreprotectoras o excesivamente críticas, como algunas que conozco.

Vi cómo la vena de su cuello se marcaba un poco más. No demasiado. Solo lo justo para saber que el comentario había hecho blanco. Y admito que eso me dio cierto placer. Venía acumulando.

—Depende de cómo se interprete la armonía —continuó ella, sin despeinarse—. Para algunas personas, el control es una fuente de calma. Para otras, es asfixiante.

Claro, pensé. De nuevo la idea de que el problema está en cómo “yo” percibo las cosas. Como si la armonía que me enseñaron de chico hubiera venido con instrucciones militares y no con afecto.

—¿Podés no hacer eso? —le dije, mirándola fijo.

—¿Hacer qué?

—Psicoanalizarme sin que lo pida. Ya tuve bastante de eso en mi vida. Paso.

Patricia apoyó el tenedor con una delicadeza estudiada, casi teatral.

—No estamos en terapia, Abel. Solo hice un par de observaciones, como una madre que se preocupa por sus hijos. A veces hay cosas tan obvias… que cuesta no verlas. Pero si te incomoda, me disculpo.

El silencio que siguió no fue incómodo. Fue quirúrgico. Como una sábana fría que te cae encima en medio de una conversación que ya nadie quiere seguir.

Katia mordió una papa frita con violencia ceremonial. El crocante llenó el aire como si buscara tapar todo lo que no nos animábamos a decir.

—Bueno —dije, aprovechando la pausa—. Ya que estamos con observaciones... Katia me contó que la tablet que le presté, la rompiste vos.

No fue elegante. Ni oportuno. Pero era eso o seguir tragándome el nudo que me venía apretando el cuello desde que entramos. Y no era por las papas ni por la milanesa. Era otra cosa. Algo que pedía salir.

Katia, como si acabara de aterrizar en una conversación en noruego, se metió media milanesa en la boca y tomó un trago de gaseosa sin mirarnos. Su atención estaba puesta, de repente, en una mancha invisible de la pared.

Patricia arqueó una ceja, con ese aire clínico que no necesita diagnóstico.

—Fue un accidente. Un mal movimiento. Una torpeza mínima.

—Claro —respondí—. Pero dejaste que Katia se hiciera cargo. Entiendo que tenés un yacaré en el bolsillo, y que no vas a gastar un peso en algo que no es tuyo. Así que te propongo un trato: vos dejás de hacerme radiografías emocionales en plena cena… y yo no te cobro la tablet rota.

Ella apretó los labios, sin dignarse a responder. Tomó un sorbo lento de su jugo de limón, con esa calma que se disfraza de superioridad.

Y siguió comiendo. Como si nada.

Fue un golpe bajo, lo sé. Pero había algo en esa compostura suya que me hervía la sangre. Necesitaba recuperar terreno.

Katia me miró de reojo. Esbozó una sonrisa breve, casi cómplice, y volvió a concentrarse en su plato. Como si la única verdad valiosa de toda la noche estuviera empanada y frita.

El crujido de las papas bajó unos decibeles. Algo en el aire había cambiado. Una alteración sutil. Como si alguien hubiera movido un adorno de lugar… y de pronto, todo el feng shui se hubiera ido al carajo.

Patricia apretó los labios, sin responder a lo de la tablet. Tomó otro sorbo de su jugo, como si así pudiera tragar el orgullo sin que se le notara.
Sabía que no iba a dejarlo pasar. Mi madre tiene esa costumbre: cuando siente que pierde terreno con alguien, necesita ganar en otro frente. No lo hace por maldad, lo hace por instinto. Si no puede dominarte, al menos va a pincharte. Y si no le funciona discutir con un hijo, lo va a hacer con el otro.

—Igual —dijo, acomodando su vincha con un gesto lento—, hay cosas que también se vuelven muy difíciles. Y no hablo de vos, Abel.

Me detuve, tenedor en mano. Ya sabía lo que se venía.

—¿Ah, no?

—No —dijo, con una sonrisa conciliadora que no engañaba a nadie—. Hablo de ciertas personas que tienen hábitos… complicados. Como dejar toallas mojadas sobre la cama. O paquetes de galletitas abiertos adentro del placard. O ropa interior en el respaldo de las sillas. Por decir algo.

Katia parpadeó. Masticó lento. Tragó con dificultad.

—Eso fue una sola vez —dijo, bajito.

—Varias —respondió Patricia, sin cambiar el tono—. Y no lo digo con mala intención. Solo… bueno, ya lo hablamos en su momento. No es fácil convivir con vos, Katu. Vos misma lo dijiste una vez: no te das cuenta de tu propio caos.

Katia bajó la vista. Estaba colorada. Pero no de vergüenza, sino de esa mezcla rara entre incomodidad y enojo contenido.

—Yo pensé que me estaban invitando a cenar, no a una auditoría —dijo, todavía sin levantar la voz.

Decidí intervenir antes de que eso escalara.

—Convivir nunca es fácil —dije, limpiándome la boca con la servilleta—. Ni aunque las dos personas tengan reglas parecidas. Siempre hay fricciones. Costumbres que chocan. Tiempos distintos.

Patricia negó con suavidad.

—Hay personas que, por naturaleza, son difíciles. Y no lo digo como ataque. Solo que no podés juntar a una caótica que desordena todo con un obsesivo que necesita controlarlo todo. Lo que se genera es ruido. Y con ruido no hay armonía.

Esa palabra. “Armonía”. Rebotó en la mesa como una piedrita en un vidrio flojo.

Katia no dijo nada. Pero dejó el tenedor sobre el plato, como si ya no tuviera hambre. Yo tampoco dije nada. Solo la miré de reojo. Y cuando levanté la vista, vi que Katia también me estaba mirando.

Y los dos —sin decirlo— entendimos lo mismo.

Patricia había cruzado una línea.

Ella, mientras tanto, seguía comiendo rúcula como si no hubiera hecho estallar una bomba entre plato y plato. Como si su análisis fuera un simple comentario más.

Yo tragué saliva. Pero no por la comida.

Sino porque, por primera vez en toda la noche, me dieron ganas de agarrar una papa frita y clavársela en la frente.

El silencio que siguió fue denso, como si la ensalada de rúcula hubiera tomado control de la energía en la mesa.

Katia fue la primera en reaccionar.

—Igual… vos tampoco sos tan fácil para convivir, Pato.

Patricia la miró con sorpresa. No molestia, aún. Sorpresa.

—¿Ah, no?

—No sé si sabías —intervine yo, clavando el tenedor en una papa frita—, pero la casa siempre huele a pachuli. Para disimular el tufo a porro.

Patricia entrecerró los ojos, no ofendida, pero sí calibrando si valía la pena contestar.

—Y los yogures —siguió Katia, como si fuera un informe criminalístico—. Comprás yogures que después no comés. Se quedan ahí hasta que vencen. A veces me hablaban desde el fondo de la heladera.

—Te juro que uno tenía tanto moho que creí que iba a cobrar vida —añadí.

—Y las galletitas —dijo Katia, ya lanzada—. Las comés a escondidas y después dejás el paquete abierto en cualquier rincón. ¿Quién se comió las obleas que estaban arriba de la biblioteca? Las hormigas hicieron una fiesta con eso.

Patricia apretó los labios. No se defendía. Pero tampoco retrocedía. La teníamos acorralada.

—Ah, y el análisis constante —dije yo, acomodándome en la silla—. Una cosa es ser psicóloga, otra cosa es estar siempre psicoanalizando a todo el mundo como si vivieras en una supervisión eterna. Algunos queremos comer en paz, no ser interpretados.

—¡Y la música! —dijo Katia, levantando una mano—. Esa música de meditación a las dos de la tarde, un miércoles. ¿Quién necesita escuchar flautas tibetanas a esa hora? ¡Estoy tratando de ver dibujitos!

—Y la parte financiera —rematé yo—. Cuesta menos que el FMI le dé un crédito a Argentina que lograr que pongas plata sin que haya que convencerte durante horas. Si hasta nos hiciste pagar las milanesas que estamos comiendo.

Patricia tomó un sorbo largo de su jugo de limón. Lo dejó en la mesa con una calma que era casi una amenaza.

—¿Terminaron?

Katia y yo nos miramos.

—Por ahora —dijo mi hermana.

No sabíamos si habíamos ganado. Pero al menos habíamos empatado. Y en esa casa llena de feng shui, aromas penetrantes y emociones comprimidas, un empate ya se siente como una revolución.

—¿Y ustedes qué tal se llevan? —preguntó Patricia, mientras pinchaba una hoja de rúcula con una precisión quirúrgica—. ¿Cómo es la convivencia entre los dos hermanitos? ¿Eh? ¿Ya duermen en la misma pieza? ¿Hacen cucharita?

El comentario fue envuelto en sarcasmo, pero nos alcanzó con la contundencia de una verdad incómoda. Katia dejó de cortar su milanesa. Yo me quedé con el tenedor suspendido a medio camino, como si hubiera olvidado el trayecto.

—¿Frente a Abel también andás desnuda? —siguió Patricia, con tono casi pedagógico, como si hiciera una exposición clínica—. Esta chica es alérgica a la ropa. Ya le debés conocer las tetas de memoria.

Me miró. Yo bajé la vista. No dije nada. Katia tampoco.

—¿Y el cronograma estricto de Abel? —agregó—. Desayuno, almuerzo, merienda y cena… todo a un horario riguroso. ¿Qué tal te llevás con eso, Katia? A vos que te gusta comer salchichas a las dos de la madrugada.

El chasquido de los cubiertos al chocar con los platos fue lo único que sonó. Nadie comía. Jugábamos con la comida como si estuviéramos buscando un pasaje secreto en el puré de papas.

—Pueden criticarme todo lo que quieran —dijo Patricia, acomodándose el vestido, como si se sacudiera la incomodidad de encima—. Pero con ustedes tampoco se puede convivir. Vivir sola es lo mejor que me pasó en la…

No llegó a terminar.

Katia se levantó de golpe. Sus ojos brillaban, pero no por rabia. Era otra cosa. Tristeza. Vergüenza. O una mezcla extraña que se parecía mucho al dolor. Salió sin decir una palabra. Cerró la puerta con un portazo que se sintió más como un cierre emocional que como un gesto de enojo.

Yo me quedé quieto. Sosteniendo el cuchillo.

Mi madre no me miró. Siguió comiendo. Con calma. Con una serenidad de mentira, tan evidente que hasta el feng shui parecía estar incomodado. Pensé en levantarme, en decir algo. Pero no dije nada. Solo sentí que habíamos cruzado un límite. Uno que ya no tenía regreso.

Tendré que sumar esta cena familiar a la lista de fracasos en mi vida.

* * *

La pantalla del tele brillaba frente a mí con ese resplandor azul lavado que tienen los programas de cocina cuando nadie los mira. No prestaba atención. No podía. Tenía el cuerpo tirado en el sillón, una pierna estirada, la otra colgando, y la cabeza todavía rumiando los restos de la discusión.

Sonó el celular. Vibración seca, insistente, que parecía tener más urgencia de la que merecía.

Cuando desbloqueé, lo primero que vi fue una foto. Ella. Desnuda, desde los pechos hacia abajo. Iluminación tenue, piel dorada por la luz tibia de una lámpara. El fondo desenfocado. Lo justo para sugerir cama revuelta. Se abría la concha con los dedos, la tenía claramente mojada.

Respondí con un “Wow” automático. Sin emojis. Sin puntos suspensivos. Ni siquiera un corazón.

Tardó menos de un minuto.

—Qué poco expresivo, che ¿Te pasa algo? —escribió.

Me quedé mirando la pantalla unos segundos. Pensé en mentir. En decir que estaba cansado, que había tenido un día largo. Pero no me dio la energía.

—Discutí con alguien —puse—. Estoy de mal humor. No quiero agarrármela con vos.

—Yo sé cómo levantarte el humor —dijo, con un emoji que guiña un ojo.

Pasaron tres, cuatro segundos. Y llegaron más fotos.

Varias.

Una en cuclillas, con las piernas apenas entreabiertas. Otra recostada de costado, enfocada desde abajo. Y otra más, de espaldas, con la cabeza girada hacia la cámara. Todas con ese estilo que tiene ella: iluminación cuidada, mirada sugerida pero nunca directa. Como si no posara para mí, sino para una versión ideal de mí.

Apoyé el teléfono en mi pecho y cerré los ojos. No podía decir que no era linda. No podía decir que no me calentaba. Pero algo en mi cabeza seguía trabado. Como una puerta que no encajaba bien en su marco. Quise agradecerle. Tenía que hacerlo.

—Gracias. De verdad.

Eso fue todo.

Las imágenes seguían ahí, brillando contra mi pecho. Pero el calor que traían no llegaba a derretir el nudo que tenía adentro.

El celular vibró otra vez. Pensé que serían más fotos, pero no. Era texto.

—Por cierto, Cristian… Katia me habló de vos

Sentí un cosquilleo en la nuca. De esos que no son placer ni susto, pero que te anuncian que se viene quilombo. Me enderecé en el sillón.

—¿Ah, sí? —tecleé— ¿Y qué te dijo?

—Que sos un chico simpático, divertido… gracioso… relajado.

La pausa que hice antes de leer la siguiente línea fue digna de final de capítulo. Porque esas palabras no eran un halago: eran un espejo torcido. Simpático. Divertido. Relajado. Eso no era una descripción, era un test de Rorschach leído al revés. Eso no era yo.

—Nada que ver a Abel, el hermano de Katia —siguió ella—. Me imagino que a él también lo conocés. Trabaja en la misma oficina que vos, ¿no?

Ahí me quedé quieto. Como si moverme pudiera disparar una alarma.

El corazón me latía con el ritmo de un lavarropas desbalanceado. No podía corregirla. Si decía “yo soy Abel”, se acababa el jueguito. Pero si negaba conocerme, también quedaba raro. No es una oficina tan grande. Katia ya le habrá contado eso. Tenía que mantener la farsa viva. Aunque fuera con alambre y saliva.

Respiré hondo. Contesté.

—Sí, lo conozco. Trabajamos en la misma área.

Y envié.

Tres segundos de silencio, en los que no dejé de mirar la pantalla. Ella reaccionó con un emoji de fueguito.Por dentro, yo ya estaba buscando la forma de no cruzarme conmigo mismo en la fotocopiadora.

—Che… ¿vos lo conocés bien a Abel? —pregunté, tanteando el terreno como quien pisa hielo finito.

Marcela tardó en contestar. O eso me pareció a mí, que estaba sudando con el celular en la mano como si fuera un polígrafo portátil.

—No personalmente. Pero Katia me habló bastante de él

Tragué saliva.

—¿Y qué te dijo?

—Lo típico. Que es un tipo responsable, que trabaja mucho… pero también muy estructurado. Como que vive con un palo en el orto, ¿viste?

Sonreí. Sí, lo había escuchado antes, mis compañeros de trabajo suelen decir eso de mí cuando creen que no estoy oyendo. Incluso había tenido el placer de decírmelo al espejo alguna que otra vez. La última fue cuando mi novia me dejó.

—¿Y qué opinás, Cristian? ¿Te cae bien Abel?

—La verdad… sí. Es estructurado, sí. Pero también es responsable. Trabajador. No jode a nadie. Nunca falta al trabajo.

No sabía qué más decirle, no quería quedar como un adulador. Ahí vino el sablazo de vuelta.

—“Responsable y trabajador” —escribió— es lo que dice la gente cuando no quiere admitir que alguien es un embole. Tipo que se levanta, hace lo que tiene que hacer, y se duerme sin haber vivido un carajo. ¿O no?

Tuve que reírme. En voz baja. Aunque me doliera en el orgullo.

—Bueno, hay algo de eso —respondí, siguiendo con el personaje—. En la oficina es igual. Tiene horarios fijos para todo. Si alguien usa su taza sin permiso, se enoja. Una vez anotó en una hoja qué personas usaban mal la abrochadora, porque las hojas les quedaban mal abrochadas.

Sí, entiendo que esa vez me pasé un poco. Es que… no saben la cantidad de tiempo que se pierde cuando las hojas, que deberían estar abrochadas, se caen al piso. Y sabía exactamente quiénes son los que aún no saben usar ese aparato tan simple. Es una puta abrochadora, no un reactor nuclear.

—¡¿Qué?! —contestó, con varios emojis llorando de risa—. No podés decir eso en serio.

—Te juro. La tituló “Usuarios ineficientes de abrochadora”. La dejó arriba de la mesa de reuniones. Con nombres subrayados.

Marcela tardó unos segundos. Después, otro mensaje:

—JAJAJAJ pobre vos… te compadezco por tener que aguantar a un tipo así todos los días.

Suspiré. No sabía si alegrarme por la empatía o preocuparme por lo bien que le caía esta versión editada de mí. “Cristian”, ese ser espontáneo y relajado que no se irrita con las migas en la mesa ni alinea los frascos del condimento por orden alfabético.

“Cristian”, al parecer, es más divertido que yo.

Marcela escribió:

—Más allá de lo desordenada… hay que admitir que Katia está muy buena. Esas caderas no son normales.

Me apoyé contra el respaldo del sillón y sonreí. Esta vez no tenía que fingir tanto.

—Sí, posta. Tiene algo... explosivo —dije—. Como que no sabés si te va a abrazar o te va a estampar contra la pared. Y las dos opciones suenan bien.

Marcela respondió con varios emojis: fuego, diablito, lengua. Luego agregó:

—¿Y por qué no te la cogés?

Sentí el pulso en la sien. Me quedé un segundo con los dedos flotando sobre el teclado. Está pidiendo que me coja a mi propia hermana… aunque, bueno, ella no sabe que es mi hermana. La puta madre. Todo este jueguito de “Cristian” ya me está rompiendo la cabeza.

—No sé —escribí—. Es compañera de trabajo. Como que no da, viste.

Tardó un poco más en responder. Casi como si se tomara un recreo para reírse.

—No seas cagón, Cristian.

Apreté los dientes. Eso es cierto. Cristian no es cagón. Es un pibe copado que habla de frente. Es el que le manda mensajes a Marcela diciendo: “Puta, te voy a llenar la concha de leche”.

—Katia está buscando con quién pasar el rato —insistió—. Pero es tímida. Sobre todo con los tipos. Si la encarás, seguro te dice que sí.

Me quedé mirando el celular. Marcela tenía esa forma de hablar que te hacía pensar que todo era fácil. Que las personas no eran personas, sino puertas abiertas. Sin historia. Sin consecuencias.

Pero Katia no era eso.

No respondí. Solo dejé el teléfono a un lado, sin bloquearlo, con la pantalla encendida. Como si el brillo blanco pudiera distraerme del calor que sentía subiendo por el cuello.

Milagrosamente, Katia apareció vestida. El milagro no es que aparezca, porque no es la Virgen María. Verla vestida ya hasta se me hace raro. Tenía puesta una remera amplia, que le marcaba un poco los pezones, y un short que le marcaba un generoso “cameltoe”, algo que ella parecía ignorar. Se dejó caer en el sillón, justo a mi lado.

—¿Estás chateando con Marcela?

—Sí —respondí, sin mucho ánimo de disimular.

Sin pedir permiso, me sacó el celular de las manos. Sus dedos eran ágiles y su descaro, total. Empezó a deslizar con el pulgar hacia arriba, leyendo la conversación entera.

—Lindas fotos —dijo, casi como si estuviera comentando una receta de cocina—. Hermosa concha ¿no? —Una pregunta que no esperaba respuesta. Después frunció el ceño un poco, hasta que abrió bien los ojos y me miró.

—Epa… ¿así que estoy re buena?

Me puse rojo como si la lámpara del techo hubiera cambiado a modo infrarrojo.

—No iba a poner “tiene una belleza profunda” —intenté explicar—. Tuve que decir algo creíble… para mantener el personaje.

Katia soltó una risa corta y aguda, como un latigazo simpático.

—Tranqui, tranqui, entiendo. Aunque te digo… te quedaste corto. Bastante tibias tus respuestas. Tendrías que haberte zarpado un poco más. No sé, hubieras dicho: “A esa trola le quiero dejar las tetas bañadas en leche”. A Marcela le hubiera gustado. Le encanta que le hablen sucio.

Antes de que pudiera defenderme, llegó un nuevo mensaje. El celular vibró entre sus dedos. Katia leyó en voz alta, con ese tono burlón que solo saca cuando está por provocar algo:

“Tengo algunos videos para vos, más que interesantes… pero quiero algo a cambio. Quiero que invites a Katia a coger y me mandes un video del encuentro. Un video a cambio de otro. Puedo conformarme con algunas fotos, si Katia no se anima a tanto; pero… prefiero video. ¿Trato hecho?”

El silencio fue como una ola que se detuvo justo antes de romper. Nos quedamos mirándonos. Ella con media sonrisa torcida. Yo con la garganta seca. El celular seguía ahí, temblando un poco más, como si esperara que tomáramos una decisión.

—¿Y ahora? —preguntó Katia, levantando apenas una ceja.

—Esto está yendo demasiado lejos —dije, apenas recobré la voz.

Katia se encogió de hombros como si acabara de leer una predicción del horóscopo que no le tocaba.

—Marcela lo hace con la mejor onda. Sabe lo vergonzosa que soy con los hombres. Esta es su forma de ayudarme a... ya sabés. Conseguir algo de acción.

Me pasé una mano por la cara. El celular seguía caliente entre nosotros, como si supiera que no estaba ni cerca de apagarse el fuego.

Escribí:

“Me parece demasiado involucrar a Katia en esto. El juego es entre nosotros”

Ni cinco segundos después, el celular de Katia vibró. Ella lo miró y asintió con una sonrisa traviesa.

—¿Marcela? —pregunté.

—Ajá. Dice que me está haciendo gancho con ese compañero de laburo tan lindo que le presenté: Cristian. Y espera que no me haga la difícil. Está segura de que la voy a pasar bien, porque “ese flaco tiene tremenda pija. Para comérsela toda”.

Me froté la nuca. Nunca se habían referido a mi miembro con esos términos. Debo reconocer que me infló un poquito el ego. Estaba a punto de contestar algo cuando mi celular vibró otra vez.

“Ya estoy arreglando todo para tu encuentro con Katia. Estoy segura de que va a decir que sí. Y para que te motives…”

El archivo tardó menos de un segundo en cargar. Katia se inclinó sobre mi hombro y vimos la pantalla al mismo tiempo.

No hizo falta que dijera nada.

Fue como si alguien hubiera abierto una dimensión paralela a través del vidrio del celular. La luz cambió. El aire cambió. Algo irradiaba desde esa imagen, como si no estuviéramos viendo una simple foto, sino el fragmento de un secreto ancestral, exquisito, hipnótico.

Allí estaba esa mujer tan hermosa, abierta de piernas, mostrándonos su concha con total descaro. Y lo mejor, lo que hizo que nos quedáramos sin aliento, era ese dildo que tenía metido en el orto. Sí, medio dildo penetrando su culo. Y no era precisamente de los pequeños, debía tener más o menos el tamaño de mi verga.

No dijimos nada. Pero no podíamos dejar de mirar. Era como si alguien hubiera abierto un portal brillante y silencioso en la pantalla. Algo tan inesperado, tan perfectamente ejecutado, que nos dejó sin palabras.

Sabíamos exactamente lo que veíamos. Era obsceno, pero hermoso. Grosero, pero hipnótico. No parecía una simple imagen: parecía una oferta.

Katia se giró hacia mí.

—Hay que hacer algo. —Tenía los ojos abiertos de par en par, una mezcla de codicia, fascinación y picardía—. Definitivamente quiero ese video. Quiero ver cómo Marcela se mete ese dildo en el orto. Quiero ver cómo se le moja la concha… la quiero ver bien puta.

Me quedé quieto. No podía negarlo. Yo también quería verlo. Pero… ¿hacer fotos… o videos? ¿Con Katia? No era que me diera miedo. Bueno, sí… si me da miedo. Es mi hermana. Es lógico que este tipo de situaciones no me gusten, aunque se haga “en broma”. Pero el problema mayor era otro: ese tipo de decisiones no se deshacen. Y ya habíamos cruzado demasiadas líneas.

* * *

Pasaron dos días. Dos días en los que Katia convirtió su objetivo en una misión de alto nivel: convencerme de hacer esas fotos.

No era por mí, decía. Era por el video.

El video, con mayúscula. Ese del que no hablábamos directamente, pero que flotaba en el ambiente como un perfume demasiado caro. Ella lo quería. Lo necesitaba. Y yo… bueno, no me resultaba tan fácil decir que no. Pero tampoco me salía decir que sí.

El primer intento fue una emboscada.

Yo estaba en la ducha, con los ojos cerrados y el agua cayéndome en la nuca, cuando escuché la puerta del baño abrirse.

—No te asustes —dijo Katia.

Cuando abrí los ojos, ya estaba adentro. Completamente desnuda. El celular en alto, como si fuera una turista a punto de retratar un paisaje exótico.

—Una sola foto. Rápido. Ni se va a notar.

Diez minutos más tarde Katia estaba en la mesa del comedor, apuntándole a su celular con el secador de pelo como si fuera una pistola de rayos. La batería descansaba a un costado, envuelta en papel de cocina, como un órgano separado del cuerpo. Ella seguía desnuda y las gotitas de agua ya estaban cayendo en el piso.

—Debiste calcular mejor los riesgos —le dije, apoyado en el marco de la puerta, con una taza de café en la mano.

—Puede ser. La humedad no es buena para la electrónica —murmuró sin mirarme, seria, sin dejar de apuntar—. Y si no vas a ayudar, al menos traeme una toalla. Estoy mojada y tengo frío.

—¿Mojada en qué sentido?

Se rió, girando apenas el rostro, con una chispa en los ojos.

—¿Será que Abel y Cristian se están fusionando?

—Em… ya te traigo la toalla.

El segundo intento fue todavía más audaz.

Era tarde. Muy tarde. Yo estaba en mi cama, a oscuras, sin ropa, con el celular en una mano y... bueno, usando la otra. Las fotos de Marcela seguían ahí, como una provocación persistente. Y mi verga se había levantado en honor a ellas. El silencio del departamento solo se rompía por el sonido leve del ventilador y mi propia respiración, cada vez más desacompasada.

Entonces escuché la puerta del cuarto abrirse.

—No te detengas —susurró Katia, ya adentro—. Solo vengo a ayudarte.

No tuve tiempo de taparme. Ella ya se había metido en la cama. También desnuda.

Antes de que pudiera decir una palabra, se acomodó con la cara junto a mi verga y sacó su celular. Lo apuntó hacia abajo, sonrió con todos los dientes y apretó el botón.

Click.

—Listo —dijo, satisfecha—. Creo que esta vez sí la saqué bien. Fue espontánea, real. Arte puro.

Al día siguiente, mientras se secaba el pelo en el baño, salió con la noticia:

—Tenemos un pequeño inconveniente técnico.

—¿Qué pasó?

—Me olvidé de activar el flash. En la foto no se ve nada. Literal. Es una sombra negra con un par de dientes flotando en el aire.

Me quedé en silencio un segundo.

—¿Y si la editás un poco? ¿Le subís el brillo?

—Ya probé. Lo único que logré fue parecer un fantasma encima de una mancha. Así que sí: segundo intento fallido.

Se envolvió en la toalla y salió, caminando como si nada. Pero antes de llegar a la cocina, se giró.

—Parecés entusiasmado con la idea de que la foto funcione

—Bueno —dije, apoyado en el marco de la puerta—. Teniendo en cuenta que no tuve ni tiempo de pensar, y que la foto ya había sido sacada... no hubiera estado tan mal que funcionara.

Katia alzó una ceja, sonriendo.

—Vaya, Abel. Qué actitud tan cristiana la tuya.

—Muy graciosa.

—Solo digo que… si así reaccionás sin saber que hay cámara, me da curiosidad cómo reaccionarías con el trípode armado.

—Me niego a discutir eso con alguien que parece una toalla con piernas.

Ella me tiró una pantufla sin dejar de reírse, y desapareció por el pasillo.

Yo me quedé ahí, pensando si esta guerra absurda de fotos iba a terminar alguna vez… o si, de a poco, ya la estábamos ganando los dos.

* * *

Al día siguiente, en la oficina, estaba concentrado en una planilla, alineando celdas como un monje en meditación, cuando Katia apareció detrás mío y susurró:

—Necesito ayuda con un problemita.

Esas palabras, en su voz, eran la antesala del apocalipsis. Un problemita podía ser desde haber mezclado dos tipos de fideos en el mismo paquete hasta incendiar accidentalmente la sala de reuniones con un sahumerio de palo santo y chía.

La seguí con resignación. Caminaba adelante mío con un paso tranquilo, casi coreografiado, como si no estuviera llevando a cabo una misión de sabotaje. Llegamos al baño de la oficina. Era unisex, con cubículos completamente cerrados, lo que te daba la falsa ilusión de privacidad.

No había nadie. Solo el zumbido lejano del aire acondicionado.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Adentro —dijo, señalando con la cabeza uno de los cubículos.

Dudé. Avancé.

Al entrar, lo vi.

Un corazón pintado con labial rojo en la pared de cerámica blanca. Adentro, con letra de postal, decía: Katia y Cristian. Me quedé un segundo mirando eso, incrédulo.

—Dios mío —murmuré, ya sacando unas toallas de papel del dispenser—. ¿Qué clase de jueguito es este, Katia? Acá no hay ningún Cristian y la única Katia sos vos. ¿Cuánto creés que tarden en darse cuenta de quién pintó esto?

Entré al cubículo, suspirando con resignación, y empecé a frotar con fuerza. El labial se resistía. Como todo en la vida cuando se trata de Katia.

Fue entonces que escuché el clic de la tranca. Me di vuelta.

Katia estaba adentro. Con una sonrisa que combinaba complicidad y amenaza.

—Muy bien —dijo—. Te tengo secuestrado. No nos vamos de acá hasta que tengamos algo decente para mandarle a Marcela.

Me quedé paralizado, como un ciervo iluminado por los faros de un camión que se le viene encima. Un camión con dos grandes acoplados.

—¿Estás loca?

—Un poco. Pero también soy persistente. Lo sabés. Me conocés como si yo fuera tu hermana.

Se apoyó contra la puerta como si estuviera en su propio camarín. Yo tenía las toallas de papel en la mano, el corazón a medio borrar, y ninguna ruta de escape digna.

—Vamos, Abel. Vos viste las mismas fotos que yo. Marcela con tremendo dildo en el orto. ¿Me vas a decir que no te matarías a pajas con un video donde ella esté dándose por el culo con un dildo?

—Quizás… —dije, sin mirarla—. Pero la verdad, yo no conozco tanto a Marcela. Me intriga, claro, pero no es lo mismo. Creo que a vos te da más morbo porque la conocés… y porque, admitilo, quedaron cosas pendientes entre ustedes.

—¿Qué? No, nada que ver —se sonrojó de inmediato, como si la hubiera cacheteado el recuerdo—. Solo hubo… toqueteos. No era eso.

—Ah, ¿no? —arqueé una ceja—. Y yo soy el gerente de esta oficina.

—Te digo en serio, Abel. Fue una de esas cosas que pasan. Una noche. Estábamos un poco pasadas de vino. Vos sabés cómo es.

—Sí, claro —dije, apoyándome en la pared opuesta, cruzado de brazos—. Dos amigas que se toquetean un poquito con vino y almohadas perfumadas. Cosa de chicas.

—¡No fue con almohadas! —me miró, indignada, pero se le escapó una sonrisa—. ¿Por qué siempre te burlás?

—Porque te encanta negar lo obvio. Te pones toda colorada cuando hablo de Marcela, pero después te ofrecés como actriz de reparto en una foto porno conmigo… para ganarte un video de ella.

Katia bufó. Se giró de espaldas y apoyó la frente en la puerta.

—No es por ella. Es porque está bueno lo que hace. Tiene… no sé, un talento. Se nota que disfruta. Me da curiosidad, eso es todo.

—Ajá.

—¡Te juro que no es porque me gusta! —insistió, sin girarse—. Además, no quedó nada pendiente entre nosotras.

—No, claro. Solo se manosearon un rato, se rieron, y después se fueron a dormir como si nada.

—¡Exacto!

—No te creo. Pero tampoco te voy a insistir con eso… si vos dejás de insistir con… ¡Hey! ¿Qué hacés?

Katia me empujo, caí sentado sobre la tapa del inodoro. Sin darme tiempo a nada, se arrodilló frente a mí y abrió mi pantalón. Agarró mi verga, como si no hubiera ningún vínculo familiar entre nosotros, y la sacó. Estaba flácida, parecía confundida la pobre, como si se estuviera preguntando por qué alguien la quiere despertar tan temprano.

Sin decir nada, Katia se abrió la camisa, no tenía corpiño. Sus tetas quedaron a la vista, como dos grandes globos.

—Katia…

—Shhh… no hables —dijo mientras me alcanzaba su celular—. A menos que quieras que tu voz salga en el video. Desde el momento en que yo empiece, hasta que termine… no digas nada. Solo filmá. Estoy nerviosa, es la primera vez que hago esto, así que no me interrumpas. ¿Está claro?

—Pará… esto es una locura…

Hizo el gesto de “Shhh” con sus dedos y apretó el botoncito de “grabar” en la pantalla del celu. Luego sonrió, como si estuviera presentando un programa de cocina.

Posicionó mi verga entre sus tetas, y la apretó entre ellas. Eso me tranquilizó. Por un momento creí que haría algo más zarpado. Y si bien eso de que tu hermana te haga una paja turca no es lo más normal del mundo, podría servir para convencer a Marcela de que pasó algo más.

Sorprendentemente se me puso dura muy rápido. Las tetas de Katia, además de suaves, son tibias… y por su tamaño pueden contener mi miembro a la perfección. Ella ejerció la presión justa. Mantuve el celular apuntando a su cara, procurando que todo se viera perfecto. Luego me di cuenta que demasiada perfección era algo que Abel haría, y no Cristian. Por eso empecé a mover un poco la mano, generando una desprolijidad intencionada.

Katia sonrió a la cámara, aunque esta vez lo hizo con una complicidad pecaminosa con Marcela. Y ahí pasó lo que yo creía que no iba a pasar. Se metió el glande en la boca. Comenzó a lamerlo como si fuera un chupetín. Esta vez el celular tembló en mi mano sin que yo tuviera que fingirlo. Estuve a punto de pedirle que se detuviera, pero no quería que mi voz sonara en el video.

Mi hermana parecía muy concentrada en lo que hacía. Tragaba lentamente, y de a poco iba entrando más en su boca. No pude detenerla.
Sí, lo sé… podría haber pausado el video y ya. Era sencillo. Solo debía apretar el botón rojo de la pantalla. Si no lo hice fue porque noté que a Katia no parecía molestarle tener que hacer esto. Estaba decidida. Si yo la detenía, solo íbamos a tener una discusión de cinco minutos y ella igual hubiera insistido con seguir. Así que… simplemente la dejé hacer.

Ella siguió chupando, lamiendo y tragando. Lo hacía con el mismo profesionalismo con el que chupaba la concha de Stella. Como si fuera parte de su trabajo. A mí la verga me palpitaba cada vez más, porque… hay que reconocerlo, Katia tiene un talento natural para esto. Con razón Stella no dudó en contratarla. Sabe cómo usar la lengua. Me sorprende que la esté chupando tan bien, siendo esta su primera experiencia con una verga real. ¿Habrá practicado con su dildo? Probablemente sí.

Porque no se traga un falo erecto hasta el fondo de la garganta sin haberlo practicado primero. Podía notar cómo ella luchaba por meterla más adentro de su boca, la saliva estaba llenando toda mi verga. Ya era un enchastre. Parecía un video porno profesional. Movía su cabeza como loca y yo debía resistir el impulso de moverme. No quería que esto se volviera aún más explícito.

Empecé a hacerle señas a Katia con la mano libre, por detrás del celular, para que no saliera en cámara. Le pedí que se detuviera. Quise explicarle que con esto ya teníamos material más que suficiente. No hacía falta seguir, que recuerde que somos hermanos, carajo…
Pero es Katia. Y con Katia lo normal es muy raro. No solo siguió chupando, sino que empezó a hacerlo con más intensidad. Más actriz porno profesional. Tragó y dejó salir saliva, como pasa en esos videos de internet que nunca miro… bueno, a veces sí. Pero lo hago en mi casa, no en el trabajo, como cierta rubia que conozco.

Y ahí estaba yo, filmando el video más explícitamente porno de mi vida… con mi propia hermana. Katia, que no conoce límites, siguió mamando sin parar hasta que ocurrió lo inevitable.
El semen saltó con tanta fuerza que ella tuvo que sacar la verga de su boca, para no atragantarse. Cada chorro le cayó en la cara o en las tetas. Pero esta vez no fue como la anterior, no se quedó quieta mientras la lluvia de leche la bañaba. Volvió a chuparla, dejando entrar en su boca tanto semen como le fue posible. Luego abrió la boca, para mostrársela a la cámara, y tragó…
Sonrió como si hubiera ganado un torneo de tragar semen.

—¡Katia! ¿Dónde estás? —La voz de Stella me dejó paralizado—. Hace media hora que te estoy buscando. Me dijeron que entraste al baño… ¿estás bien?

Pausé el video y miré a mi hermana pensando en qué excusa nos podríamos inventar. Mi cerebro trabajaba a toda velocidad. ¿Podría decir que la estaba ayudando con su ropa? ¿O que Katia estaba llorando porque peleamos con nuestra madre?
No necesité ninguna de estas excusas, porque la demente de mi hermana simplemente abrió la puerta del cubículo.

Stella se quedó congelada, mirando la escena parada justo frente a nosotros. Mi verga erecta, rebosante de semen y vigor masculino. Las tetas y la cara de Katia cubiertas con abundante semen.

—No pienses nada raro —dijo Katia, como si lo que estaba pasando no fuera raro de por sí—. Solo estoy ayudando a Abel con una mina que le gusta… quiero que aprenda a soltarse un poco.

—¿Y por eso te dejaste llenar de leche la cara?

Ahí fui consciente de que Stella no vio todo el proceso. No vio a Katia tragando mi verga. Para ella fue solo una acabada en la cara, y prefiero que se quede así.

—Katia accedió a ayudarme… le dije que no, que ya encontraría otra para grabar el video; pero…

—Lo arrinconé —dijo Katia, con una gran sonrisa. Al menos entendió eso, que yo quería encontrar una forma para no quedar como un degenerado que le pide a su hermana que se deje acabar en la cara.

—Estás totalmente loca, nena —dijo Stella, con una amplia sonrisa—. Y eso me encanta. Por eso te contraté. Por tus locuras hermosas… me acuerdo de los videos del pendrive… y las fotos… uf, me vuelvo loca.

Stella se acercó a Katia y, por instinto, presioné el botón de “grabar”. Su jefa la besó en la boca. Comenzó a limpiar todo el semen de su cara, con la lengua. Y, por supuesto, también se dedicó a darle unas buenas chupadas a las tetas. Hasta borrar de ellas cualquier rastro de semen.

Luego, como conducida por un impulso de posesión demoníaca, se acercó a mí y me preguntó:

—¿Está grabando? —Lo dijo con una sonrisa picarona, entendía que ella quería.

No hablé, pero asentí con la cabeza. Eso fue suficiente.
Stella se puso de rodillas y, sin mediar más palabras, le dio una buena lamida a todo el glande. Yo no podía creer que ahora tendría un video de esa rubia preciosa lamiendo semen directamente de mi verga erecta. Esto me calentó tanto que volví a entrar en erupción. Otros chorros de leche saltaron en toda la cara de Stella y… ¡Dios! Qué hermosa que es con toda la cara enlechada. Qué brutal, que porno que se ve. Tragó semen, tragó pija… la chupó con más ganas que la última vez. Muchas más. En esta ocasión no parecía que lo estuviera haciendo por compromiso. Chupaba con ganas de verdad. Y siguió haciéndolo hasta que escuchamos ruidos fuera del baño.

Ahí tuvimos que cortar toda la acción de forma repentina. Le devolví el celu a Katia y guardé mi verga, Katia y Stella se lavaron la cara y salieron juntas. Yo me quedé un rato más en el baño, dándole tiempo a mi miembro, para que se durmiera. Y me quedé reflexionando con la locura que acababa de ocurrir.

En eso me llega un mensaje. De Katia. Incluía los dos videos grabados con la frase:

“Ya está, podés mandarle esto a Marcela. Stella te da permiso para mandar el suyo. Ya le dije que Marcela es de confianza y no se lo va a pasar a nadie. Y no te sientas mal, bobo… que estuvo bueno. En la vida hay que hacer locuras de vez en cuanto. No se puede vivir dentro de una planilla de Excel”.

Puede que Katia tenga razón, pero no sé hasta qué punto podré seguir participando de sus locuras. Esto está yendo demasiado lejos.


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Comentarios

Nokomi ha dicho que…
Los capítulos 11 y 12 de "La Concha de mi Hermana" ya están disponibles para los que me apoyan en Patreon. Los voy a publicar acá el 02 y el 09 de Agosto, respectivamente.
Daze_sf ha dicho que…
Nmms que conflicto tan malo, le rompieron una tablet y luego los comentarios de el paquete de galletas, la música tibetana, por dios antes había conflictos buenos, aún recuerdo la época de strip poker, o terapia sexual intensiva donde los conflictos familiares no eran tan ridículos, perdón si caigo mal con mi comentario pero parece que cambiaron a nokomi por una adolescente de 15 años que escribe en Wattpad y Wattpad ya pasó de moda

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