Venus a la Deriva [Lucrecia] (43).



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Venus a la Deriva [Lucrecia]


Capítulo 43.


Juventud, divino tesoro.





Contra todo pronóstico, llegué a mi cumpleaños número veintidós sin pareja. Y pensar que estuve tan cerca de celebrarlo junto a mi novia.

Si en este momento pudiera hablar con aquella distante Lucrecia que hace un año estaba cumpliendo veintiuno, le contaría que en poco tiempo tendría relaciones sexuales y sentimentales con mujeres, solo para ver cuál sería su reacción. Probablemente me hubiera tratado de loca y hubiéramos terminado discutiendo… o tal vez esa Lucrecia hubiera sentido un gran alivio al no tener que reprimir más un sentimiento que estaba guardado en lo más profundo de su ser, al cual ni siquiera se animaba a mirar de reojo.

De seguir retrocediendo en el tiempo me toparía con aquella inocente Lucrecia de dieciocho o diecinueve años, con ella si hubiera tenido un fuerte encontronazo. Con sólo escuchar mencionar la palabra “masturbación” o “lesbiana” hubiera iniciado una discusión interminable, por más que supiera que hablaba con una versión de ella misma con más años.

En menos de un año mi vida sufrió cambios radicales, y a pesar de que no me encuentro en la mejor situación, me alegra que haya sido así. Nunca antes sentí tanta libertad.

Aún puedo recordar mis primeros vestigios de aceptación al ver aquel video de Lara masturbándose, hoy puedo decir que la vi masturbándose cientos de veces… y que juntas hicimos cosas mucho peores.

¿Se puede decir que esto fue un proceso de maduración tardía?

Sé que al dejar atrás a esa chica que se negaba a aceptar su sexualidad, di un importante paso para definir mi personalidad. Eso me permitió salir de la burbuja de ingenuidad en el que vivía, donde el sexo era tabú y cualquier cosa relacionada a ese tema me enviaría de una patada al infierno.

Todo eso quedó tan atrás que me cuesta creer que pasó tan poco tiempo.

La tarde anterior al día de mi cumpleaños la pasé sola, disfrutando de mi nuevo departamento, y quise expresar la inmensa libertad que sentía, por eso me la pasé desnuda todo el tiempo y me masturbé dos veces en el medio de la sala de estar, no por verdadera calentura, sino para demostrar que aquí mando yo y puedo hacer lo que quiera. Esta es mi casa.

Eso no fue lo único que hice. Mientras me duchaba para esperar a Lara, se me ocurrió darle uso a uno de los dildos de mi caja. Uno que tiene mucha forma de verga, con huevos y todo, y que se puede adherir con una ventosa a la pared. Fue una experiencia muy gratificante y liberadora.

Al actuar de esa forma no pude evitar reírme de la vieja Lucrecia que se escondía en el baño para poder tocarse, que reprimía todos sus gemidos y que hasta temía abrir las piernas. A veces la culpa se me hacía tan grande que ni siquiera llegaba al orgasmo y suspendía toda actividad de autosatisfacción durante semanas. Ahora, en cambio, llegué a un punto en el que no puedo estar sin masturbarme o sin mantener relaciones sexuales con alguien por más de tres días. El cuerpo y la mente me lo piden a gritos.

El día veintisiete de julio inició como un domingo aparentemente normal. Mi dormitorio sigue siendo poco más que un colchón en el piso, y el departamento está prácticamente vacío, ya puedo decir que amo este lugar, lo siento mío.

Más de una vez me quedé mirando el contrato que demuestra que el departamento me pertenece. Aún me cuesta creer que tengo una propiedad a mi nombre.

Hablando de nombres, el mío continuaba causando molestias. Anabella continuó con su jueguito de adivinar mi segundo nombre.

Armó una lista con cada nombre que empiece con R que se le hubiera ocurrido, y me la mandó por mail, para que yo pudiera leerlo en la tablet que me dio Lara.

Anabella propuso nombres como Rafaela, Roberta, Roxana, Rosa, Rosalía o Rocío y se llevó un rotundo “No” como respuesta. Me causó gracia que haya sugerido el nombre Rosaura, el cual yo ni siquiera conocía.

Nunca di mucha importancia a mi cumpleaños, para mí siempre fue un día más en el calendario que sólo me recordaba que me volvía vieja, pero Lara opinaba algo totalmente diferente. Sus palabras todavía resuenan en mi cabeza:

―Estás cumpliendo veintidós años, Lucrecia, no setenta. Tenés que disfrutar un poco, celebrarlo, divertirte.

Le aclaré que no tengo mucho dinero como para estar organizando festejos. Solo tengo lo que conseguí arrebatarle a mi madre, lo que gané “trabajando” con Selene, y algo que Abigail me prestó de sus propios ahorros. Que, por cierto, le juré devolverle todo en cuanto pudiera, aunque ella insistió que el dinero era un regalo por mi cumpleaños.

―Yo te ayudo Lucre, tengo algo de plata guardada, te prometo que no vas a gastar ni un centavo; pero algún festejo tiene que haber, aunque sea algo chiquito, con algunas amigas y listo ―insistió, tal como venía haciendo desde el día en que dejamos de ser pareja―. Nos juntamos a tomar unos mates y ya está. Solamente no quiero que estés sola el día de tu cumpleaños.

Como suele ocurrir en estos casos, logró convencerme y llamó a las pocas buenas amigas que aún tengo.

La primera en llegar fue Lara Edith. Le pedí disculpas por no haberla llamado en tanto tiempo, pero ella comprendió los problemas que tuve que atravesar durante las últimas semanas y que, para colmo, mi smartphone quedó reducido a pedacitos., su número telefónico quedó perdido allí dentro. La única forma de contactarla fue a través de Tatiana, que fue una de las pocas que agendó su número. Por supuesto, esto último no se lo dije.

La pequeña Edith estaba preciosa, aún mantenía su pelo alisado y un conjunto de ropa sobrio, pero femenino, que en nada se parece a aquellos horribles vestidos de señora mayor que usaba cuando nos conocimos.

Volví a insistir en que sus nuevos anteojos favorecen mucho sus facciones y ella se alegró de oírlo.

Pocos minutos más tarde el departamento comenzó a llenarse de mujeres. Me alegré al ver a Laura y a Daniela, porque no quería que esto pareciera una secta lésbica. Que al menos hubiera un par de chicas heterosexuales le daba a la fiesta ese toque heterogéneo que necesitaba. Por supuesto, después llegaron otras mujeres de las que no puedo alegar tendencias lésbicas. Eso aplacó mi miedo. No quiero que mi círculo social más íntimo esté conformado solo por mujeres que me llevé a la cama.

Y hablando de mujeres que me llevé a la cama, casi me da un ataque en clítoris cuando vi llegar a Samantha con un radiante conjunto blanco que hacía resaltar el verde de sus ojos y el rojo de su cabello como si fueran luces navideñas. Tuve la sospecha de que pretendía impresionar a Lara. No hice comentario alguno al respecto, me limité a sonreír y a dejarles la vía libre.

Me sorprendió ver a tantas invitadas y me apenó mucho tener que recibirlas en un departamento prácticamente vacío; pero a ninguna pareció importarle este detalle, todas sabían por qué no había más que dos sillas. No les molestó tener que sentarse en almohadones en el piso. Los compré exclusivamente para este día, porque son mucho más económicos que las sillas.

Laura comentó que esto se parecía a un picnic en un museo, aunque no hubiera ni un solo cuadro colgando de las paredes. No estaba tan equivocada, las amplias salas blancas tenían todo el aspecto de un museo.

Me alegró saber que tampoco les molestaba compartir los vasos ya que pude comprar solamente cuatro, y no fueron nada baratos. Lara trajo tres más desde su casa, pero aún así no eran suficientes para todas.

Ahora soy más consciente del verdadero valor de las cosas. Si en mi antigua casa se me hubiera roto un vaso, me hubiera importado muy poco; pero ahora temía que alguno quedara hecho añicos ya que supondría perder la cuarta parta de las existencias.

La mayor alegría de la tarde la tuve cuando le abrí la puerta a Anabella. No creí que fuera a presentarse, a ella no le gustan mucho las reuniones sociales. También sospeché que se sentiría sumamente incómoda al estar rodeada tantas lesbianas.

Por suerte esto no era más que producto de mi paranoia, la monjita se comportó como si fuera una chica más de la universidad. Nadie podía afirmar cuál era su profesión ya que no había ni el menor vestigio de un hábito religioso. Anabella estaba usando el conjunto de ropa que yo misma le había regalado. Cuando se sentó en uno de los sillones pude ver asomarse una bombachita rosa por detrás del pantalón, eso me despertó una enorme ternura.

Ella podría haber venido con sus hábitos de monja y esto no hubiera supuesto ningún problema. Supongo que su intención era sentirse como una chica normal, al menos por un rato. Estoy segura de que Anabella no suele participar en reuniones de amigas ajenas a la iglesia, y me propuse hacerla sentir lo más cómoda posible; para demostrarle que ella no es ningún bicho raro, que más allá de su devoción por Jesús, también puede llevar una vida normal, sin estar todo el día atada a la religión.

Seguí atendiendo a las invitadas. La siguiente en llegar fue Jorgelina. Escudriñó cada rincón del salón y puso mala cara. Por un momento pensé que le disgustaba lo precario del mobiliario; pero cuando habló me quedó claro que su preocupación iba por otro lado.

―¿No viene ningún chico? ―Preguntó―. ¿Vamos a ser puras mujeres?

Ella tiene fama de promiscua y algunas de las presentes se molestaron un poco con su comentario, principalmente Daniela.

―¿Ya estás pensando en garchar? ―Espetó―. ¿Viniste a saludar a Lucrecia o a buscar vergas?

No me tomé demasiado en serio estas palabras porque entiendo que entre Daniela y Jorgelina hay una amistad muy especial. Viven discutiendo por este tipo de cosas. Pero me dio la impresión de que a Anabella le resultó chocante el comentario. A pesar de eso, la monja se quedó callada.

―No vine a buscar vergas ―respondió Jor, poniendo los brazos en jarra―. Qué raro que el boludito de tu novio te haya dejado salir.

―No tuve que pedirle permiso ―no sonó muy convincente―. ¿Y si no viniste a buscar vergas, por qué estás vestida así?

Aquí es necesario hacer una comparación. Daniela es bonita, tiene un cuerpo atractivo, aunque no es tan voluptuosa como Jor. Ella estaba vestida con una remerita fucsia que apenas marcaba sus pechos, y un jean con aspecto de estar muy gastado, pero que era nuevo. Nada de ropa ajustada. En cambio Jorgelina tenía puesto un corsé blanco que le estrujaba sus grandes tetas y las hacía resaltar como si fueran globos llenos de agua a punto de estallar, y debajo vestía una minifalda demasiado corta. Tan corta que cuando se sentó en uno de los almohadones, todas pudimos ver su tanga blanca asomándose por debajo. Anabella giró la cabeza hacia otro lado, con las mejillas sonrosadas. Recordé que la monjita tenía fotos porno de Jorgelina. ¿Qué le habrá pasado por la cabeza al verla en carne y hueso?

―Me visto así porque quiero ―dijo Jorgelina, encogiéndose de hombros.

―No creo que venga ningún hombre ―dije―. Es que tengo pocos amigos varones. Nunca me llevé bien con los hombres, en ningún sentido ―en ese momento recordé a Alejandro―. Hace poco conocí a un chico que me cayó muy bien, no lo invité porque le tengo poca confianza todavía. Además tiene novia… no quiero que ella piense que lo invito con malas intenciones. Es una chica muy celosa.

La verdad es que no lo había invitado porque no quería que Lorena, su prometida, iniciara una batalla campal al ver a su amado rodeado por tantas mujeres tan hermosas.

Con una pizca de malicia me imaginé qué hubiera pensado Lorena al ver a Samantha, especialmente como está vestida ahora.

Lorena podrá competir conmigo, porque es más bonita que yo; sin embargo, la pelirroja la supera por mucho, en mi humilde opinión. ¿Y quién supera a Samantha en belleza? Creo que no estaría siendo imparcial al responder esa pregunta, porque en este momento sólo tengo ojos para Anabella.

Lara le abrió la puerta a Tatiana, ella entró como un buey en una cristalería. Atravesó el pasillo, entró a la sala en la que estábamos todas, y se lanzó sobre mí, me arrinconó contra una pared y me dio un jugoso beso en la boca.

―¡Feliz cumpleaños, amiga! ―Exclamó, mientras restregaba sus grandes tetas contra las mías.

Ella no tenía un corsé como el de Jorgelina, sino una blusa muy escotada color turquesa. Le quedaba suelta y holgada, esto era un problema, porque sus tetas bailaban allí dentro sin nada que las contuviera. La desgraciada ni siquiera se había puesto un corpiño. Hasta se podía notar la protuberancia que formaban sus pezones en la tela.

Mi primera reacción fue mirar de reojo a la monjita. Creí que la encontraría enojada, o al menos sonrojada; pero nada de esto. Anabella sonreía con simpatía, como si el saludo de Tatiana le hubiera resultado de lo más divertido. No supe si tomarme esto para bien o para mal.

―¿Qué tal, Tati? ¿Cómo estás? ―Pregunté, algo aturdida.

―Muy bien, súper contenta de estar acá. Hola, chicas ―saludó con la mano a todas las demás―. Qué lindas están. ¡Hey! ¿Esa es quien yo pienso? ―Abrió mucho los ojos.

―Sí, esa es Anabella ―respondí.

―¡Wow! Con esa ropa casi no la reconocí. Estás preciosa, Anabella.

―Gracias ―respondió la monjita, con una sonrisa cordial.

Sé que varias de mis amigas se miraban entre ellas preguntándose quién era Anabella y por qué Tatiana se había sorprendido tanto al verla. Pero consideré que no era necesario hacer aclaraciones.

Tocaron timbre una vez más y me pregunté quién podría ser, allí estaban todas las personas que esperaba recibir. Al abrir la puerta me llevé una gran sorpresa, estaba Abigail, mi hermanita, con otra chica más.

―Me crucé con esta rubia en el ascensor ―dijo Abi―. ¿Es amiga tuya?

―Sí, se llama Selene ―le di un abrazo a las dos―. ¡Qué sorpresa! No creí que fueran a venir.

Supuse que mi hermana no pondría un pie en mi departamento el día de mi cumpleaños debido a la fuerte ansiedad que la invade cuando está rodeada de mucha gente. Y a Selene la llamé usando el celular de Lara, le hablé de mi cumpleaños, y ella me dijo que haría lo posible por asistir. Creí que lo había dicho solo por compromiso y que en realidad no aparecería.

―Sinceramente, estuve a punto de no venir ―dijo Selene―. Pero después me di cuenta de que necesito distraerme un poco. Me va a hacer bien conocer gente nueva.

―Me alegra saberlo, pasá y te presento a todas. A mi hermana Abigail ya la conocés.

Presenté a Selene con el resto del grupo, me dio la impresión de que más de una miró a Selene con los colmillos afilados. La rubia estaba vestida de forma sencilla, pero aún así resultaba muy llamativa.

Abigail se puso de pie a mi lado y se quedó firme como un soldado, mirando a todas las demás con terror, como si fuera una horda de zombies.

Sabía que le costaría adaptarse al gentío, por eso pasé un brazo por encima de sus hombros y le susurré al oído:

―Tomatelo con calma. De a poco. Vas a ver que las chicas no muerden… mucho. Y no te acerques a la tetona del corsé, no quiero que te corrompa.

Abi soltó una risita.

―Lucre, tu depto es inmenso ―dijo una voz a mi espalda―. Me podés decir dónde está el baño?

Al darme vuelta me encontré con Laura… y me sentí culpable, porque desde que llegó me olvidé por completo de ella. Siempre me pasa lo mismo con esta chica, aunque ella no lo sepa.

Es la mejor amiga de Daniela y casi siempre están juntas. Una vez les insinué que al ser medio parecidas físicamente, y al tener el mismo corte de pelo (insulso y sin personalidad) parecen hermanas. A veces hasta se visten de forma parecida. Este comentario pareció afectarles más de lo que yo me imaginaba.

Con el afán de diferenciarse un poco, Daniela comenzó a usar blusas y remeras de colores más chillones, como la fucsia que tiene puesta hoy. Por su lado, Laura decidió teñir un mechón de su pelo de color azul. Eso le da un toque distintivo, al menos ahora es la chica del mechón azul. Aún así suele volverse un fantasma en mi grupo de amigas, porque participa poco en las conversaciones. En realidad no sé mucho de ella, ni de Daniela. Son chicas que siempre están ahí, pero casi nunca las veo fuera del contexto universitario.

Le indiqué a Laura dónde está el baño y volví al living con las demás. Mi hermana se acomodó en uno de los sillones y se quedó mirando a todas las presentes con cara de cordero en el matadero.

―Nadie puede decir que no sabés hacer amigas ―dijo Daniela―. Hay algunas que ni las conozco, a ella la vi una vez ―señaló a Edith―, el día… bueno ya saben qué día. ―Se puso roja al recordar lo que sucedió aquella tarde en los vestuarios con Cintia―. Pero ni me acuerdo de cómo se llama.

―Se llama Edith ―respondí.

―Me llamo Lara ―se quejó la pequeña.

―Pero ya hay otra Lara y prefiero decirte Edith, para evitar confusiones.

―Ya te dije que no me gusta ese nombre ―frunció el ceño―, además toda la vida me dijeron Lara.

―No me importa, igual te voy a seguir diciendo Edith ―le contesté con una sonrisa.

―Que injusta que sos, Lucrecia ―habló la monjita―. A vos tampoco te gusta que te llamen por tu segundo nombre. ―La quería matar, por sacar a la luz ese tema―. Si la vas a llamar Edith, al menos deberías decirle cuál es tu segundo nombre, así estarían en igualdad de condiciones.

Escuché la risotada de Lara, y la miré con una ira asesina.

―Me cae bien la monjita ―aseguró la petisa.

―¿Es monja? ―preguntó Daniela boquiabierta y supe que no era la única sorprendida.

―Sí, soy monja. ―Respondió Ana, con suma tranquilidad―. Vivo en el convento de la universidad, siempre me cruzo con ustedes… hasta me saludan y todo ¿ya se olvidaron? ―las que recién se enteraban de esto se quedaron mudas admirándola―. Bueno, a algunas no las conozco, como a esta chica rubia, no sé quién es…

―Selene es una amiga que trabaja en una tienda de ropa ―dije―. No va a la universidad, por eso no la conocés.

―Ah, ya veo…

―Es impresionante ―comenzó diciendo Jorgelina.

―¿Quien? ¿La rubia? ―Preguntó Tatiana―. Jor, no sabía que ya te habías cambiado de bando.

Todas nos reímos, incluso Anabella.

―No, tarada ―se defendió Jorgelina―. A mí no me gustan las minas. Lo que me resulta impresionante es Anabella… y a la que haga un chiste con eso, le rompo la cara ―volvimos a reírnos, Anabella se sonrojó―. Lo que pasa es que con esa ropa… no parecés monja.

―Es culpa de Lucrecia ―respondió Ana―. Ella insiste en que tengo que vestirme así más seguido… hoy le di el gusto sólo, porque es su cumpleaños.

―A mí no me importa si es monja o sacerdote ―dijo Edith―. Quiero saber el nombre de Lucrecia.

―No lo voy a decir ―contesté molesta― y si yo no lo digo, no lo van a saber.

―No sos la única que lo sabe ―aseguró Anabella, me sorprende la facilidad que tiene para hacerse la ingenua―. Abigail es tu hermana, es obvio que ella lo sabe.

―Abigail no va a decir nada ―aseguré―, porque de hacerlo, me obligaría a decirle a todos cuál es el segundo nombre de ella… que es tan horrible como el mío.

―Más horrible ―acotó Abi―. Mientras menos personas en el mundo lo sepan, mejor.

―¿Y vos, Lara? ―Preguntó la monja―. ¿Lo sabés?

―A mí no me miren ―se atajó mi ex novia―. Si lo digo, me mata. Una vez la llamé cariñosamente por ese nombre y estuvo dos horas sin hablarme.

―Eso es cierto ―aseguré.

―Que exagerada, Lucre ―dijo Edith riéndose― ¿Tan feo es?

―No es que sea feo, es que a ella no le gusta ―respondió Lara―. La conozco muy bien, puede ser la persona más testaruda del mundo cuando algo se le mete en la cabeza. Si no te quiere decir el nombre, no te lo va a decir.

―Yo también lo sé ―giré la cabeza y descubrí que era Samantha la que había hablado.

―¿Y vos cómo lo sabés? ―Pregunté confundida… y un poco asustada.

―Porque lo leí en tu archivo de la universidad. Te entiendo Lucrecia, a mí tampoco me gustaría llamarme así. Mi segundo nombre es María, tampoco me gusta, pero es un nombre normal. No es como el tuyo.

―Si lo decís, te mato.

―¿Tanto problema hay con que lo digan? ―preguntó Edith.

―Es que después lo usarían para burlarse de mí, además, ese nombre no me representa para nada. Si fuera por mí me lo hubiera cambiado hace tiempo. Lucrecia tampoco me gusta demasiado; pero es mil veces mejor que mi segundo nombre. Me sorprende ver al punto que llegaste, Anabella, ¿ahora vas a sobornar a Samantha para que te lo diga?

―No hace falta, sé que tarde o temprano lo voy a averiguar. Por descarte.

―Ahí la que está en ventaja sos vos, que ni siquiera tenés segundo nombre y… no sé cuál es tu apellido. ―Me quedé con la mente en blanco, luego de tantas charlas íntimas con esta mujer, a la que adoraba, me daba cuenta de que nunca le había preguntado por su apellido.

―Si hubieras preguntado te lo hubiera dicho. ¿Hacemos un intercambio?

―No, lo voy a averiguar.

―Serkin.

―¿Qué?

―Mi apellido es Serkin. Es de origen ruso, como mi papá.

―¿Por qué me lo decís? Yo no te voy a decir mi nombre.

―No importa, prefiero que lo sepas y ya. Ahora volvés a estar en desventaja, porque no tenés nada que averiguar sobre mí ―me sonrió.

―Eso no se vale, yo te quería demostrar que podía averiguarlo antes de que vos sepas mi segundo nombre.

―Lo que pasa es que yo soy más inteligente que vos ―se jactó.

―No es cierto ¿qué querés apostar? ―Me estaba atacando el orgullo y se lo haría pagar― y si es para extorsionar… tengo con qué hacerlo y lo sabés muy bien ―pensé que se enojaría porque era una obvia amenaza sexual.

―Nada que no pueda controlar. Lo admitas o no, te llevo ocho años de ventaja, por más que sea monja, algo aprendí de la vida.

―No se nota.

―¿No? Yo creo que te lo dejé bien en claro más de una vez que adiviné tus “intenciones”.

―¿Y qué intenciones tengo? ―tenía un nudo en el estómago y el corazón me repiqueteaba ¿a qué estaba jugando?

―Unas no muy buenas, impropias de una chica normal de tu edad.

―Puede que hayas aprendido muchas cosas de la vida, pero aprendiste más de mí. Tampoco estés tan segura… puede que no puedas contra mis “intenciones”, ya lo dijo Lara, puedo ser la persona más testaruda del mundo y cuando algo se me mete en la cabeza, no paro hasta conseguirlo.

―Pero hay cosas que están fuera de tu alcance, Lucrecia.

―¿Por qué no se van a un hotel y ya? ―Preguntó Edith―. Parecen marido y mujer.

Allí recordamos que no estábamos solas, ambas nos sonrojamos. Anabella se puso tan incómoda que volcó un vaso que tenía cerca, por suerte no se rompió. De pronto me carcomió la pena, la había hecho quedar mal en frente de todas mis amigas. Ella también había olvidado a las presentes y habló más de la cuenta, yo podía limitarme a reír ya que todas sabían de mis preferencias sexuales pero para Anabella no era así, recibir burlas con respecto a ese tema podía afectarla mucho.

―¿Qué era todo eso de las “intenciones”? ―preguntó Tatiana con interés; la monjita estaba pálida y desorientada.

―¿Lucrecia te insinuó algo? ―esta vez la pregunta vino por boca de Daniela, siempre dirigidas a la pobre Anabella.

Sabía que debía hacer algo para desviar la atención, de lo contrario a ella le daría un ataque o saldría corriendo para esconderse a llorar en un rincón, yo la conocía bien, sabía que todo ese jueguito de “niña madura y segura” era una coraza que armaba para defenderse, al igual que sus hábitos, pero que en el fondo era frágil, insegura y temerosa. La culpa era mía por presionarla tanto y ahora no había nada en el mundo que deseara más que protegerla.

―Redenta ―dije de forma automática; el efecto causado fue el esperado, todas voltearon a mirarme, inclusive aquellas que ya lo sabían―. Mi segundo nombre es Redenta.

―Dios mío, es horrible ―dijo Edith llevándose una mano a la boca.

Mientras todas murmuraban al respecto miré directamente a los ojos de miel de Anabella, al instante me mostró una perfecta hilera de blancos dientes, con esa sonrisa me indicaba que había comprendido perfectamente lo que yo había hecho.

―Ni siquiera se me hubiese ocurrido ―aseguró la monjita―. No es feo. Es raro, pero no es feo.

Por suerte el sacrificio valió la pena, olvidaron por completo todo ese asunto entre Anabella y yo, el nuevo debate se centró en los nombres, lindos y feos, pero sobre todo, en los nombres raros. La más pequeña de todas aseguró que me llamaría Redenta cada vez que yo la llamara Edith. A varias de mis amigas se les ocurrieron formas de extorsionarme ahora que conocían algo que yo detestaba y que me veía obligada a llevar conmigo a donde fuera. Solamente Lara se impuso ante ellas y les aseguró que si algún día escuchaba que se burlaban de mi nombre, las iba a moler a palos. Esta chiquita siempre será mi protectora, aunque ya no sea mi novia.

―Ya vengo, voy al baño ―anuncié.

No tenía tantas ganas de ir. Mi intención era dejar a Anabella sola con mis amigas, para que hablara con ellas. Me pareció que esto la ayudaría a entrar más en confianza. Al igual que a Abigail.

Caminé por el largo pasillo y cuando abrí la puerta del baño me llevé una de las sorpresas más grandes de mi vida. Mi cerebro simplemente no podía procesar el significado de esas imágenes.

Justo frente a la puerta, apoyada contra la pared de la zona de la ducha, estaba Laura de pie, dándome la espalda. Se había bajado el pantalón y la ropa interior hasta los tobillos. Pude ver sus blancas y redondas nalgas y justo debajo de ellas, sus labios vaginales, un objeto cilíndrico se asomaba entre ellos.

Era uno de mis consoladores!

Lo primero que se me ocurrió fue que yo, como soy muy boluda y distraída, me olvidé de guardar el dildo… aunque eso no explica por qué Laura se lo está metiendo por la concha.

Ella giró la cabeza y pude ver el pánico en sus ojos.

Me apresuré a entrar y cerré la puerta, apoyando la espalda sobre ella. No quería que nadie viera a Laura en esta incómoda situación.

―Ay, Lucre! ¡Casi me matás del susto! ―Exclamó ella, dándose vuelta.

La pobre casi se cae al piso, porque sus pies se enredaron con el pantalón. Quedó con la espalda apoyada en la pared y las rodillas ligeramente flexionadas, como si con eso pudiera ocultar su sexo, sin embargo el dildo seguía bien metido allí dentro y lo podía ver claramente.

―Disculpá ―dije―. Soy una boluda. Tendría que haber golpeado la puerta. Te juro que me olvidé de que habías venido al baño. Es mi culpa. ¿Te molesta si uso el inodoro? Me estoy haciendo pis ―por los nervios, las ganas de orinar se incrementaron mucho.

―Es tu casa… podés hacer lo que quieras.

Nos quedamos mirando durante un incómodo silencio. Pensé que ella diría algo más, pero no fue así. Ni siquiera se movió.

A mí no me importa que Laura me vea desnuda, de hecho ya me vio la concha el día que ejecuté mi venganza contra Cintia. Me bajé el pantalón sin ningún tipo de remordimiento y me senté en el inodoro.

Laura quedó a mi izquierda, a pocos metros de mí. No pude evitar fijarme en lo húmeda que estaba su concha… y que además era peludita y un tanto desprolija, como si llevara largo tiempo sin hacer mantenimiento en esa zona… o quizás prefiere llevarla más al natural.

―¿Qué te pareció el dildo? ―Le pregunté, para romper un poco la tensión del momento.

―¿Eh? Ay! ―Miró el consolador entre sus piernas como si hubiera aparecido allí de repente―. Perdón, Lucrecia… estoy muy avergonzada, yo…

―Lo estuve probando un rato antes de que lleguen ustedes ―dije, ignorando sus palabras―. Me sirvió para calmar la ansiedad. Lo malo es que por culpa de eso ahora estoy un poquito… cachonda.

Separé las piernas y abrí mi vagina con dos dedos, en ese momento comenzó a salir el chorrito de orina, que cayó dentro del inodoro de milagro. Laura me miró como si estuviera hipnotizada. Me invadió una oleada de calentura, por alguna razón me dio mucho morbo que una chica me viera haciendo pis mientras yo mantenía mi concha bien abierta.

―Sinceramente, te admiro ―dijo Laura, acomodando su mechón azul―. No sé cómo hacés para tomarte estas cosas con tanta naturalidad. Cuando te vi desnuda en el vestuario… mientras Cintia… em… te la chupaba, lo primero que pensé fue: “Ay, qué trauma le va a quedar a la pobre Lucrecia, ahora todas le vimos la concha”. Pero después me di cuenta de que eso no te importó.

―Es cierto, no me molesta que me vean desnuda, en especial otras mujeres.

Otro chorrito de pis abandonó mi vagina y por el roce involuntario de mis dedos contra mi clítoris, sentí un fuerte espasmo de placer que me hizo gemir.

Laura miró fijamente y boquiabierta toda la acción. Eso hizo que mi sangre hirviera.

Usé el dedo índice de la mano que tenía libre para acariciar mi clítoris. Solté un suave gemido. Mi corazón se aceleró. Acababa de descubrir que masturbarme mientras el torrente de orina sale de mí es sumamente placentero, en especial si alguien me está mirando. Por eso, esforzándome mucho, fui regulando la cantidad de pis que dejaba salir, para que el momento durase más.

Laura parecía desencajada, como si no pudiera creer lo que estaba viendo. Sin embargo, a ella también le afectó este morboso momento. La mano con la que sostenía el dildo comenzó a moverse lentamente. El juguete se hundió dentro de su concha casi hasta la base del mismo, y luego salió un poco… solo para volver a hundirse otra vez.

Al ver su reacción comencé a masturbarme con la misma mano que antes había mantenido mis labios abiertos. Ahora la orina directamente impactaba contra mis dedos y por el movimiento las gotitas comenzaron a saltar de forma errática. Apoyé mi espalda contra la tapa del inodoro y separé más las piernas. La masturbación de Laura se hizo más intensa, el dildo castigaba su concha y salía cubierto de flujos.

Esos flujos de pronto pasaron a ser un chorro. Ahí me di cuenta de que, por alguna razón, Laura también estaba orinando. Mientras su pis salía con contundentes chorros que caían en el piso (por suerte ella estaba en el receptáculo de la ducha) ella seguía dándose duro con el dildo. Esta vez los gemidos que se escucharon fueron los de ella.

En ese instante alguien golpeó la puerta enérgicamente.

―Lucre, Lucre… dejame pasar, por favor… me hago pis… me hago pis…

No podía ser otra que mi hermanita. Entré en pánico, no por mí, sino por Laura.

―Aguantá un rato, Abi… ya salgo…

No esperó ni un segundo. La puerta del baño se abrió y ella se lanzó adentro. Se quedó muda durante un par de segundos. Miró a Laura, quien se había quedado petrificada con el dildo aún metido en la concha, el pis seguía saliendo con abundantes chorros. Después sus ojos pasaron por mi concha, yo seguía tocándome, por pura inercia, y las últimas gotitas de pis saltaban para todos lados.

―¿Esto es real? ―Preguntó Abigail.

La pobrecita creyó que estaba siendo víctima de una alucinación. A veces ve cosas que no están realmente allí y eso le complica mucho la vida. Podría haberle dicho que todo esto era parte de su descontrolada imaginación, quizás hubiera servido para no comprometer a Laura; pero tengo un pacto de honor con mi hermana. Le juré que yo nunca le mentiría con respecto a sus alucinaciones.

―Sí, Abi. Es real. ¿Podés cerrar la puerta?

―Perdón, no quería interrumpir tus jueguitos lésbicos ―dijo, cerrando la puerta del baño detrás de ella―. Pero realmente me hago pis. No doy más.

Sospeché que en realidad sus ganas de orinar se debían a que quería escapar del living, donde había mucha gente que ella no conocía. Eso siempre la pone nerviosa.

―Está bien, hacé tranquila ―dije. Me limpié con un pedazo de papel higiénico y me puse de pie―. Voy a salir del baño, porque si alguien me vio entrar sería un poquito raro que me quedara acá con mi hermana. Laura, no salgas hasta que yo te diga.

―Ok…

Ese monosílabo estuvo cargado de sentimientos. Noté vergüenza, excitación, desconcierto… y quizás un poquito de alegría. Quizás cuando supere el impacto inicial, Laura y yo podamos reírnos de lo ocurrido.

Salí y cerré la puerta a mi espalda. Monté guardia mientras escuchaba las conversaciones que me llegaban desde el comedor. Al parecer estaban hablando de temas mundanos, como el trabajo o los estudios universitarios. Eso me tranquilizó.

El pasillo estaba desierto y creí que sería un buen momento para darle la señal a Laura, pero justo en ese momento vi aparecer a su mejor amiga: Daniela.

―Hey, Dani… ¿Cómo va? ―El corazón se me subió al pecho.

―Bien… em… ¿te molesta que use el baño?

―No, claro que no… ¿por qué me va a molestar?

―Es que estás bloqueando la puerta…

―Ah, perdón. Es que ahora lo está usando mi hermana, y ella es… un poquito especial. Le aterra la idea de que alguien abra la puerta sin avisarle.

―Ah… pobrecita. Claro, entiendo… en su… condición…

A la gente le cuesta horrores hablar sobre la enfermedad de Abigail. No la entienden y no saben cómo manejarla. Mi hermana suele usarla a su favor, por lo que sé que no le va a molestar que yo haya hecho lo mismo para proteger a Laura, al contrario, hasta se va a poner orgullosa de mí.

―¿Por qué no esperás un ratito? ―Le dije―. Yo te aviso cuando lo podés usar.

―Ok, muy bien…

Daniela se fue y yo esperé unos segundos más. Cuando estuve segura de que ya no había moros en la costa, abrí la puerta del baño.

Casi se me cae la mandíbula al piso cuando me encontré con los sorprendidos ojos de Laura mirándome fijamente, y justo debajo de ella estaba Abigail, arrodillada… comiéndole la concha.


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Comentarios

ElTanaso ha dicho que…
Siiiii, volvio Lucre!!! la ultima frase (mucho morbo!), me hizo largar la carcajada )...
que buena historia!!!
gfx ha dicho que…
Wow..después de tanto Lucre vuelve a escena!!!. Excelente capítulo Srta. Nokomi, espero q pronto venga la continuación
Unknown ha dicho que…
Me uno al comentario anterior. Cuánto más tiempo necesitaremos esperar el número 44 de esta serie que me tiene enganchado por años? Gracias miss Nokomi, espero su respuesta. Soy Rick.

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