Capítulo 27
Confesiones de una Monja.
La primera
vez que Anabella rompió mi corazón, resultó ser un gran malentendido. En
aquella ocasión cometí el error de creer que ella estaba manteniendo relaciones
sexuales con Luciano Sandoval. La monja se ofendió y se enfadó conmigo, sólo
por creerla capaz de semejante acto.
Esta segunda
vez, lo había escuchado directamente de su boca, lo dijo mirándome a los ojos.
«Tuve relaciones sexuales con una de ellas». Me estaba confirmando que había
tenido sexo, con otra mujer… otra monja.
Me aferré a
una absurda esperanza, tal vez ella sólo intentaba hacerme un mal chiste, como
los que acostumbraba a hacer Lara.
―Decime que
es una broma ―le dije con una grotesca mueca de dolor, mientras mis ojos se
llenaban de lágrimas.
―Lamentablemente
no es ninguna broma, Lucrecia. Es algo que pasó de verdad ―su voz temblaba.
―No… no, no
puede ser. Vos no… No me hagas esto, Anita. Por favor te lo pido ―me estaba
muriendo por dentro.
―Tranquilizate,
Lucrecia. No es para tanto, yo…
―¿No es para
tanto? ¿Después de todas las veces que intenté intimar con vos? ―no sabía si
ella me entendía, porque no podía hablar con claridad, debido al llanto―. Todo
lo que hice por llegar a vos y por hacerte entender que el sexo entre mujeres
no es algo malo. Me hiciste creer que nunca harías eso; pero al menos tenía la
esperanza de que si un día decidías hacerlo, lo harías conmigo. Al fin y al
cabo fui yo la primera mujer que sintió algo por vos, y…
―Claro,
porque fuiste la primera debía ser con vos ―dijo en tono sarcástico―. ¿Yo no
tengo derecho a elegir? ¿Acaso yo no tengo derecho a elegir con quién tener
relaciones? ¡Al fin y al cabo vos no sos mi dueña, Lucrecia! ¿Creías que sería
como en un cuentito de amor donde todo sería perfecto para vos y serías la primera
en acostarse conmigo? No quiero ser dura, pero lamento decirte que las cosas no
son así. Este no es un cuento de hadas en el cual voy a caer rendida de amor
por vos, Lucrecia. No tenés derecho a hacerme ningún tipo de reclamo. Te lo
dije antes, y te lo digo ahora: mi vida no gira en torno a vos. No sos el
centro del mundo. Yo tomo mis propias decisiones, te gusten o no.
No pude
soportarlo más, esta vez la que necesitaba estar sola era yo. Al parecer este
fin de semana nos la pasaríamos dándonos portazos en la cara. Fui hasta mi
habitación y me encerré en ella.
Me tiré en la
cama a llorar y a gritarle a la almohada. Hasta pataleé, como una nena chiquita
haciendo berrinches porque le habían robado su juguete favorito. De hecho así
mismo me sentía, como si me hubieran robado a mi persona favorita. A mí querida
monjita. Sabía que ella tenía derecho a elegir con quien acostarse; pero ¿por
qué no me eligió a mí? ¿Qué hice mal? Le brindé todo mi cariño, hice todo lo
que pude. Intenté ser lo más comprensiva posible, hasta le di tiempo para que
ella pensara.
En mi mente siempre
tuve la absurda fantasía de que la primera vez de Anabella con una mujer, sería
conmigo. Nunca jamás se me cruzó por la cabeza que eso no sería así. Llegué a
pensar que nunca tendríamos sexo, pero en esa alternativa ella nunca tenía sexo
con otra mujer. Tal vez sí con un hombre; pero nunca con una mujer… no una que
no fuera yo.
Me sentía traicionada,
porque era yo quien había compartido todos mis sentimientos con ella; yo le
había metido en la cabeza la idea del sexo entre mujeres. De hecho,
prácticamente yo le había metido en la cabeza toda idea de sexo, ella ni
siquiera podía masturbarse sin culpa antes de conocerme a mí… y ahora me salía
con que se había acostado con otra monja.
¡Otra monja!
Me había
dicho mil veces que no era correcto tener sexo conmigo, porque yo soy mujer… ¡y
ahora me sale con que se cogió a otra monja!
Me sentía una
estúpida, por haber creído en sus palabras. Por haber pensado que ella era mía
y de nadie más.
―Lucrecia
―Anabella golpeó la puerta de mi cuarto―. ¿Puedo pasar? Tenemos que hablar.
Hubo una
pausa. No contesté, seguí llorando.
―Vamos,
Lucrecia ―insistió―. Necesito que me dejes explicarte.
―¡Ya me lo
explicaste! ―Le grité―. ¡Yo vivo en un cuento de hadas y soy la mina más
egocéntrica del mundo! ¡Ya me quedó claro!
―Por favor,
Lucrecia. Dejame explicarte. ¿Puedo pasar?
―¡No! ¡Yo te
dejé tranquila cuando te enojaste conmigo, ahora vos dejame tranquila a mí!
―Está
bien.
No volvió a
insistir. Me quedé sola, llorando desconsoladamente, con el corazón hecho
añicos. Parte de mí quería que ella volviera a golpear la puerta, pero no lo
hizo.
No pretendía
salir de mi cuarto en toda la noche, me quedaría allí a llorar, y a morirme de
tristeza.
Tenía calor y
me sentía incómoda. Me quité el corpiño, que me apretaba, y luego hice lo mismo
con el pantalón. Me quedé sólo con la remera, la bombacha y las medias. Estuve
a punto de levantarme para apagar la luz, pero me dio miedo quedarme a oscuras.
Volví a
hundir la cabeza en la almohada y continué llorando. Lloré tanto que me agoté y
me quedé dormida.
*****
Mi sueño fue
espantoso. Primero me asaltaron imágenes de mis padres regañándome, o dándome
algún cachetazo. Luego ellos me echaban de mi casa. Al salir no me encontré con
la calle, sino con el convento; pero éste lucía mucho más tenebroso de lo que
lo recordaba. Las paredes eran tan altas que no podía ver el techo, los
pasillos parecían infinitos. Se alargaban cada vez más a medida que yo
avanzaba. Por fin encontré una puerta, y al abrirla vi a dos monjas en una
cama, se tocaban y se besaban con mucha pasión. A pesar de no poder distinguir
bien sus rostros, yo sabía que una de ellas era Anabella. La angustia se
apoderó de mí y comencé a correr por el pasillo. De pronto, al darme vuelta, me
encontré con un hombre que me perseguía. No tenía rostro y tenía una mano
levantada en dirección a mí. Sus dedos se alargaron como tentáculos y comencé a
correr más deprisa. Corrí sin parar hasta chocar contra una pared que nunca vi
venir. Caí al piso y al mirar hacia atrás pude ver al hombre sin rostro muy
cerca de mí. Demasiado cerca. Me cubrí con los brazos y sentí que unos dedos
fríos se cerraban sobre ellos.
Comencé a
gritar, desesperada.
―¡Lucrecia!
―me dijo una voz; luché contra la presión de esos dedos que me sujetaban―.
Lucrecia, despertate.
Me sacudió
con fuerza y abrí los ojos, pude escuchar mi propia voz gritando, por tan sólo
una fracción de segundo, luego me quedé en silencio, mirándola.
Reconocí a
Anabella.
―Lucrecia,
¿estás bien? ―me preguntó, acariciando mi cabello; aún me costaba acostumbrarme
a verlo tan corto y de color negro, lo sentía artificial, como si fuera de otra
persona.
En otro
momento hubiera pagado una fortuna por despertarme y que Anabella sea lo
primero que viera; pero aún me dolía el alma.
―S… sí. Estoy
bien.
―Perdoná que
haya entrado… pero estabas gritando. Me asusté mucho.
―¿Qué hora
es?
―Son casi las
dos de la madrugada.
―¿Te
desperté? ―pregunté avergonzada.
―Sí, pero no
importa.
Me senté en
la cama y me percaté de que ella vestía sólo una holgada remera, la cual era
mía, una de esas viejas que sólo uso para dormir. Recordé habérsela prestado.
No tenía corpiño y sus pezones se marcaban en la tela. Abajo tenía puesta
solamente una bombacha blanca.
Cada vez que
vi a Anabella con poca ropa, me excité; ésta fue la primera vez que eso no me
ocurrió.
―¿Te acordás
por qué gritabas?
―Tuve una
pesadilla.
―Ah, bueno
―me miró, preocupada―. Ya pasó. No tenés por qué asustarte.
Me abrazó,
pasando uno de sus brazos debajo de mi cuerpo y se acostó a mi lado; muy cerca
de mí. Continuó acariciándome el pelo. Seguía enojada y dolida, pero sus
caricias eran mágicas. Lamenté que tuvieran tanto efecto en mí. ¿Cómo podía
enojarme con ella? Era un ángel caído del cielo. Era pura ternura. Era el amor
de mi vida.
Me sentí
frágil, no pude luchar más, sólo quería tenerla cerca. La abracé, pegando mi
cuerpo al suyo. Quise llorar, pero mis lágrimas no salieron. Tal vez ya las
había agotado todas.
Todo en ella
ayudaba a relajarme: el calor de su cuerpo, la suavidad de sus manos, la
tibieza de su aliento, el aroma de su cabello. Junto a ella me sentía segura.
El miedo ocasionado por la pesadilla comenzó a disiparse.
Anabella
comenzó a tararear una melodía. Lo hacía casi en un susurro y me costó
distinguirla. No sabía exactamente a qué canción correspondía; pero recordaba
haberla escuchado en la iglesia alguna vez. Ella era demasiado perfecta como
para que yo fuera su dueña. Me equivoqué en pensar que yo podía tener algún
derecho sobre un ser tan magnífico. Me había lastimado, pero tenía todo el
derecho del mundo a hacerlo que prefiriera… aunque a mí se me partiera el alma.
No podía enojarme con ella. Mis sentimientos hacia esa dulce monjita eran demasiado
grandes.
―Te amo
―susurré.
La melodía se
detuvo.
―Yo también
te amo, Lucrecia.
Repentinamente
sus labios se encontraron con los míos y quedaron unidos en un beso. No era un
beso como los otros que nos habíamos dado, éste estaba cargado con otra energía.
La pasión no se notaba en la potencia, sino en la unión misma. Nuestros labios
se movían lentamente, como acariciándose los unos a los otros. Era un beso
diferente, cargado de amor.
Me había
dicho que me amaba. Por primera vez me había dicho que me amaba… y me había
besado. Me estaba besando. No se trataba de un beso por curiosidad; éste era un
beso de amor. De pronto comencé a llorar, pero no por dolor, sino por
felicidad. De pronto, todo el daño que me había hecho, pareció lejano; como si
perteneciera a una época remota. No sólo sus manos eran mágicas… todo en ella
lo era, y sus besos podían curar todas mis heridas, todos mis males. Eran el
elíxir que podía devolverme a la vida.
La amaba… y
ella me amaba a mí.
La tristeza
se desintegró, como si se tratase de un trozo de papel en las llamas de la
pasión. Estaba feliz.
Anabella me
hacía feliz.
Mi cuerpo
flotaba en una nube de sábanas y caricias.
La monja me
ama. Anabella dijo que me ama.
Cuando el
beso terminó, permanecí con los ojos cerrados, y apoyé la cabeza en sus tiernos
pechos. Me sentía tan feliz y tan calmada al mismo tiempo que temí que todo
hubiera sido parte de un sueño. Sin embargo Anabella seguía a mi lado, había
vuelto a acariciar mi cabello y me daba besitos en la frente. No era ningún
sueño. Realmente había dicho que me amaba. De todas formas, dudé.
―¿De verdad
me amás?
―Sí ―contestó
ella al instante, sin titubeos.
Se me dibujó
una sonrisa en el rostro. Hundí más mi cara en sus pechos. Hasta me sentía
apenada por lo bien que se sentía saberlo. Todo el interior de mi ser era un
revoltijo de júbilo.
―¿Pero… pero
me amás en un sentido romántico, o sólo como amiga?
―Las dos
cosas. Te amo en el amplio sentido de la palabra.
Esta vez yo
busqué su boca. Ella me aceptó, volvimos a besarnos con la misma calma que lo
habíamos hecho antes. Dos besos seguidos, y no opuso resistencia. Esto iba en
serio.
Su mano
izquierda acarició mi espalda y bajó hasta una de mis piernas. Sentí el
contacto de su suave mano con mi piel al desnudo. Yo estaba fría, pero sus
dedos estaban tibios. Sin dejar de besarme, me acarició la cola. Se quedó allí
durante unos segundos y luego me tomó por sorpresa.
Uno de sus
finos dedos se posó justo entre los labios de mi vagina, la cual estaba
protegida por la bombacha. Presionó suavemente mi clítoris y tuve un espasmo.
Separé levemente las piernas y comencé a besarla con mayor intensidad. Ella
nunca antes me había tocado de esa manera. Todo mi cuerpo se acaloró al
instante.
Su dedo
siguió acariciándome, con mucha delicadeza. Noté que me estaba mojando y
posiblemente ella lo notaría dentro de poco, cuando mis flujos traspasaran la
tela de la bombacha.
Hubiera
querido que esas caricias no terminaran nunca, pero ella quitó la mano y volvió
a posarla en mi pierna. El beso también se terminó.
―¿Fin de
semana de amigas? ―le pregunté, en tono sarcástico.
―Las dos
sabíamos que eso nunca iba a funcionar ―me respondió ella; abrí los ojos y pude
ver que sonreía.
―Me dejás
totalmente anonadada, Anita. No entiendo nada.
―No entendés
nada porque no me dejaste explicarte.
―Lo que pasa
es que me da miedo. Sé que lo que me vas a “explicar” me va a doler mucho.
―No lo creo.
Bah, no sé. Depende de cómo te lo tomes.
―¿Hay alguna
forma en que me lo pueda tomar bien? Te acostaste con otra mujer… eso me duele.
Tal vez no debería dolerme, pero lo hace. No puedo evitar que me duela. Además
todo lo que me dijiste me lastimó mucho.
―Lo sé. Te
quiero pedir perdón por eso. Reaccioné mal, me puse a la defensiva y terminé
atacándote. Dije cosas muy fuertes.
―Son cosas
que pensás realmente.
―Sí, las
pienso. Pero podría habértelas dicho de forma más suave. A veces me exaspera un
poquito que creas que yo vivo alrededor tuyo. He llegado a pensar que creés ser
mi dueña.
―Lo sé. Es un
error mío. Te juro que quiero evitarlo, pero me cuesta muchísimo. Tengo
problemas mentales.
―No creo que
sea para tanto.
―Sí lo es. Hace
poco me enteré que, probablemente, padezco de algo llamado “Trastorno histriónico
de la personalidad”. Querer ser siempre el centro de atención es una de las
características de ese trastorno. También el creer que las relaciones que tengo
con las personas, son más profundas de lo que en realidad son.
―¿En serio?
¿Pero quién te dijo eso? ¿Un psicólogo?
―No, lo
busqué en google.
―Ay,
Lucrecia. No podés diagnosticarte buscando en google.
―Pero ese
trastorno encaja muy bien con mi personalidad. Tanto que me da miedo.
―No lo
conozco, así que no puedo opinar. Yo sólo te conozco a vos. De vos sí puedo
opinar.
―¿Y qué
opinás?
―Que a veces
podés ser un poquito egocéntrica, pero tenés buen corazón. Te preocupás por los
demás, y sé que siempre que esté atravesando una mala situación voy a poder
contar con vos. Sos una chica muy simpática y siempre me hacés reír… bueno,
siempre que no estés haciéndome enojar ―me reí con eso―. Nunca en mi vida había
conocido a una persona tan interesante como vos. ¿Sabés la cantidad de veces
que me senté en la puerta del convento a esperarte? Incluso sabiendo que no
ibas a venir. Cada vez que me sentía triste y sola, aparecías vos y me dabas
vida otra vez. Me traías felicidad. A veces también me traías algunos dolores
de cabeza; pero generalmente me hacía feliz verte. Nunca me había sentido tan
cerca de alguien, nunca nadie había conseguido que yo me abriera tanto. Vos tenés
una maravillosa forma de ser, Lucrecia. Tenés un par de defectos, pero todos
los tenemos. Nadie es perfecto. Vos lograste cosas que nunca nadie antes me
había hecho sentir. Vos me hiciste dudar de mi sexualidad… de hecho vos
despertaste mi sexualidad. Antes de conocerte, me masturbaba de forma muy
esporádica, y siempre lo hacía con una culpa que me carcomía. Pero gracias a
vos empecé a hacerlo de forma más frecuente y sin culpa.
―No sabía que
podías masturbarte sin sentir culpa.
―Ahora sí. De
hecho, hasta me siento bien después de hacerlo. Antes, si me tocaba, lo hacía
por no poder tolerar más la excitación. En cambio ahora lo hago cuando me
apetece, incluso a veces hasta llego a planificarlo; pero sintiéndome bien y
aguardando el momento indicado para hacerlo.
―¿Y qué usas
para “estimularte”?
―¿Te acordás
que poco después de conocernos me mandaste un video?
―¡Ay, sí!
¡Qué vergüenza pasé ese día!
―Yo también,
y me enojé mucho cuando lo recibí. Pero después empecé a conocerte mejor y
agradecí no haberlo borrado.
―¿Por qué no
lo borraste?
―No lo sé.
Había algo extrañamente atrayente… la forma en que te tocabas, lo excitada que
estabas… tus gemidos. El que esa sea tu vagina… y no cualquier otra. Creo que
ya es momento de admitir que me masturbé muchas veces mirándolo.
―No te lo
puedo creer. Me siento muy halagada. De haberlo sabido te hubiera mandado más.
―Me alegra
que te lo tomes así. Porque sí tengo más... y fotos también.
―¿Eh? ¿De mí?
―asintió con la cabeza, había una sonrisa perversa en su rostro―. ¿Y de dónde
los sacaste?
―Tatiana me
los pasó.
―¿Qué?
¿Tatiana? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde?
Recordé que
muchas veces Tatiana me tomó fotos desnuda o incluso llegó a filmarme
masturbándome. Siempre me dijo que era para su propia “reserva personal”.
Básicamente, para hacerse la paja cuando yo no estuviera. Pero jamás se me
cruzó por la cabeza que todo ese material podría terminar en manos de Anabella.
―Te dije que
todo lo que supe de vos en estos últimos días fue gracias a Tatiana. Ella sigue
concurriendo a la universidad y como sé que vive con vos, me tomé la libertad
de hablarle. Ella se dio cuenta enseguida de que mis intenciones con vos eran
“poco apropiadas para una monja”. Era cierto que necesitaba un tiempo lejos de
vos, pero al mismo tiempo necesitaba tenerte conmigo, de alguna forma. Le pedí
a Tatiana fotos tuyas, pero de las normales. Ella me prometió que me las
mandaría y cuando lo hizo me pasó, entre otras, una tuya en tetas. Yo me puse
muy nerviosa y le dije que no quería esa clase de fotos. Tu amiga me contestó:
«Sí, claro, y yo me chupo el dedo», y a continuación me mandó una foto de tu…
de tu vagina. Me quedé petrificada al verla, pero al mismo tiempo sentí un
fuerte calor en toda la parte baja de mi cuerpo. Me excité. Me excité tanto que
le pedí a Tatiana que me mandara más. No me importó disimular, porque ella ya
se había dado cuenta de todo. Sólo le hice prometer que no te contara nada de
nada. Pero al mismo tiempo me hizo prometer que yo alguna vez te contaría todo…
y bueno, ahora estoy cumpliendo con esa promesa.
―Estoy
impactada, Anabella. Se me bloqueó el cerebro y lo único que saco en limpio de
todo esto es que te hacés la paja mirando fotos y videos porno de mí.
―¿No te
molesta que tu amiga me los haya pasado sin tu permiso?
―¿Molestarme?
Tati me hizo el mejor favor del mundo. Cuando la vea le voy a dar un fuerte
abrazo y se lo voy a agradecer de corazón. Consiguió lo que yo nunca pude: que
reconozcas que querías verme desnuda. Me hace muy feliz saberlo. Adoraba a
Tatiana y ahora la quiero mucho más.
―Ella también
fue una gran ayuda para mí. Espero que no te pongas celosa, pero estuve
charlando mucho con ella. Sin embargo todas esas charlas fueron más bien
terapéuticas. Ella debería ser sexóloga. Es muy buena leyendo a la gente. Nunca
le conté que yo decidí tener sexo con una mujer ―sentí un repentino dolor en el
pecho―, porque me daba miedo que te lo dijera a vos, o que se enojara conmigo.
Pero la verdad es que lo hice por vos.
―¿Por mí?
―estaba confundida. No sabía si sentirme halagada o dolida.
―Sí ―se quedó
mirándome en silencio durante unos segundos―. La última vez que te vi me quedó
una terrible angustia, sentía que había sido muy dura con vos. Sabía que no
sólo fui dura esa vez, sino muchas veces antes también. Tal vez tus métodos me
incomodaron un poco, pero tus intenciones nunca fueron malas. Tenías mucha
razón en algo: yo tenía miedo, estaba aterrada. Siempre fui una miedosa. Temía
que por culpa de mis miedos fuera a perder a la persona más maravillosa que
conocí en mi vida. Necesitaba ser valiente por una vez, aunque no fuera con
vos. Quería afrontar mis miedos. Quería ser impulsiva, al menos por un rato. Necesitaba
probarme a mí misma que podía ser valiente… y que podía tener sexo con una
mujer. Sólo sexo. Dejando el sentimentalismo de lado, para saber que si la
atracción que siento por vos es solamente porque sos mujer, o porque sos vos,
Lucrecia.
―¿Fue sólo
sexo para vos? ―tenía un nudo en la garganta.
―Sí. Nada
más. De hecho, la mayor parte del tiempo pensé en vos. Al hacerlo con ella pude
descubrir que me excité, pero la excitación fue por hacer algo prohibido, no
porque ella fuera mujer. También me estimuló saber que me había animado a
hacerlo, que había vencido mi miedo. No sentí nada especial hacia su cuerpo,
fue sólo el objeto donde descargué mi energía sexual acumulada.
―¿Eso quiere
decir que no sos lesbiana?
―No lo sé. Me
da un poco de miedo, y me genera rechazo, ser catalogada como lesbiana.
―Está bien,
te comprendo. A mí me pasa lo mismo. No me gustan las etiquetas.
―Son algo muy
feo y discriminatorio. En fin, me acosté con ella porque lo necesitaba. Al
hacerlo pude corroborar que lo que siento por vos va mucho más allá de una
simple curiosidad hacia el sexo femenino. Va mucho más allá de tu género. No
creo haberme enamorado de una mujer, me enamoré de vos, Lucrecia… y punto.
―Eso que
dijiste fue muy hermoso, Anabella. Lo aprecio mucho. Me tranquiliza enormemente
saber por qué hiciste eso con aquella monja. Estoy empezando a ver las cosas de
otra forma, y estoy tan feliz de que me hayas dicho que me amás, que ya me
duele menos. Te aprecio mucho, Anabella. Aprecio todo lo que estás haciendo
ahora por mí, incluso que me hayas tocado ahí abajo, eso no me lo esperaba.
―Lo hice para
demostrarte que me gusta tu cuerpo y que no me importa que seas mujer.
―¿No habías
acabás de decir todo lo contrario?
―A ver,
dejame explicarme mejor. Vos sos muy especial, y puedo hacer una excepción;
pero tampoco soy tan tonta, no puedo negar que, además de ser una persona
maravillosa, sos mujer. Es tú cuerpo el que me excita, porque es tuyo. No es el
de las demás mujeres. No lo veo como un cuerpo femenino y nada más. Lo que a mí
me atrae es el cuerpo con el que viene Lucrecia.
―Eso me gustó
todavía más ―le dije con una amplia sonrisa; le di un rápido beso―. Tenés una
enorme facilidad para hacerme mierda con tus palabras, pero sos la única que
puede curarme con tanta facilidad. Hace unas horas, sentía que te odiaba y que
se me partiría el alma si volvía a verte. Pero ahora puedo decir que me hiciste
la mujer más feliz del mundo.
―¿De verdad?
¿No seguís enojada porque me acosté con otra?
―En este
momento me resulta imposible estar enojada con vos. Estoy demasiado feliz. Me
dijiste que me amabas, me diste vuelta todo el panorama. Dijiste algo que
esperé escuchar durante mucho tiempo, algo que creía que jamás escucharía salir
de tu boca. Además si vos decís que lo hiciste por mí, yo te creo. Yo también
soy idiota y hago las cosas sin pensar…
―¿Me estás
llamando idiota?
―Sí, pero no
te juzgo. Hiciste una locura. Sor Anabella hizo una locura. Es algo de no
creer. Se podría decir que, por un rato, fuiste como yo. Impulsiva. Actuaste
sin medir las consecuencias. Sé que a veces te lastimé, por actuar de esa
manera.
―Sí, eso
mismo hice. Actué sin medir las consecuencias… pero lo disfruté. Lo disfruté
porque a cada momento te sentí a mi lado.
―Me causa
mucha ternura lo que me decís ―acaricié su tibio rostro―. Me gustaría que me
contaras más sobre el tema.
―¿Estás
segura?
―Sí, ahora me
entró la curiosidad. Yo soy como Pandora, no puedo contener mi curiosidad,
aunque sepa que puedo descubrir cosas que no me gustan. Más de una vez me trajo
problemas ser tan curiosa, pero te juro que es más fuerte que yo… ahora me
genera mucha intriga saber qué pasó realmente. Si es cierto que lo hiciste
pensando en mí, entonces quiero ser partícipe, de alguna manera. Quiero que me
cuentes. ¿Cuál de las dos monjitas fue la gran afortunada? ¿Cómo fue que
llegaste a tener sexo con ella? ¿Qué hicieron? ¿Cuántas veces lo hicieron? ¿Qué
tanto pensaste en mí? Perdón por esta última pregunta, sé que quedo un poquitín
egocéntrica… ―puso un dedo en mi boca.
―No me pidas
perdón por ser como sos.
Me quedé
mirándola como quien contempla una diosa. No sólo había dicho que me amaba,
sino que me estaba diciendo que me aceptaba tal cual soy. Todo el dolor que
sentí cuando me contó sobre su encuentro sexual, se había disipado
completamente. No quería dejar ni un pequeño lugar para la tristeza en el que
tal vez sería el día más feliz de mi vida. Estaba con mi monjita y ella me
amaba, eso era todo lo que importaba.
―¿Me vas a
contar lo que pasó? ―pregunté abrazándola con fuerza.
―¿Me prometés
que no te vas a enojar otra vez?
―En serio,
Anita, no me voy a enojar. Estoy muy feliz como para enojarme. Ahora sólo
siento curiosidad, quiero que compartas ese momento conmigo, así voy a saber
que yo también fui parte de él.
―Es que lo
fuiste, como te dije antes, pensé en vos todo el tiempo ―sonreí como una
estúpida enamorada―. La monja con la que tuve esos encuentros es Sor Melina.
―No recuerdo
los nombres de las monjitas que vimos; pero me imagino que Melina era la más
joven.
―Exacto. ¿Por
qué imaginaste que fue ella?
―No lo sé,
tal vez porque me pareció la más bonita, además parece tener más o menos tu
edad, debe haberte resultado más fácil hablar con ella.
―Sí, lo fue. Poco
tiempo después de que… mmm, discutí con vos, me sentí muy sola; más que nunca.
Sabía que no te volvería a ver entrar a mis aposentos durante varios días.
Antes, cuando no ibas, te esperaba con muchas ansias, pero siempre con la
esperanza de que algún día fueras a aparecer. Pasé varios días sola, pensando
en un montón de cosas; pero me estaba volviendo loca. No sabía qué hacer con mi
tiempo y no podía concentrarme en ninguna actividad. Ni siquiera podía leer un
libro sin acordarme de vos ―mientras narraba me acariciaba el pelo―. Al parecer
se me notaba en la cara que no andaba bien, porque una tarde me crucé con Sor
Melina y ella se quedó preocupada al verme. Me dijo que estaba más pálida y
delgada de lo normal, y que tenía grandes ojeras. Cuando me preguntó qué me
estaba pasando, estuve a punto de salir con alguna evasiva; pero luego recordé
que ella solía tener sexo con Sor Ana. Ella era quien mejor podía comprender mi
problema. Por eso le dije que quería hablar con ella, pero en privado, ya que
se trataba de un asunto muy delicado. Acordamos conversar a la tarde del día
siguiente. No te lo voy a negar, me moría de miedo. No sabía cómo poner en
palabras todo lo que me pasaba, y temía que, por alguna razón, ella le contara
a otra persona. Al día siguiente fui a sus aposentos. Son similares a los míos,
pero en una versión más pequeña.
―Vos una vez
me dijiste que tenés cierto privilegio con tus aposentos, por eso son más
grandes que los del resto de las monjas.
―Sí, pero eso
te lo cuento en otro momento. Cuando Sor Melina me recibió, le hice prometer
que todo lo que le contara quedaría entre ella, yo y Dios. Bueno, ahora vos
también, pero yo elegí contarte a vos. Cuando estuve segura de que ella sería
discreta le confesé que una vez la había visto tener sexo con Sor Ana. La
pobrecita se puso pálida, parecía un fantasma. Me sentí mal por darle semejante
disgusto, por lo que me apresuré a decirle que yo no tenía ninguna intención de
contárselo a nadie, y que si sacaba el tema a colación era porque estaba
relacionado con lo que yo quería hablar. Melina es una chica sumamente amorosa
y simpática; pero esa vez le costó mucho recuperar su sonrisa. Comenzó a
tranquilizarse un poco cuando le conté que a mí me estaba pasando algo muy
extraño con las mujeres. Mejor dicho, con una en particular ―volví a sonreír―.
Ella me miró confundida, como si yo estuviera poseída o algo así. Me dijo que
jamás imaginó que yo pudiera tener esas inclinaciones. Sabía que había una
chica que me visitaba regularmente y que había rumores al respecto; pero ella
nunca los creyó. De a poco le fui contando de vos, al mismo tiempo que ella me
contaba cómo fue que se animó a hacer el amor con Sor Ana. Fue una charla muy
entretenida, en la que logramos establecer un fuerte vínculo entre las dos.
―¿Y ahí te la
cogiste?
―No ―me dio
un golpecito en la cola―. No soy como vos, a mí me cuesta mucho más abrirme
sexualmente.
―¿Me estás
llamando puta?
―No. Sé muy
bien que has tenido sexo con muchas mujeres, más de las que yo llegué a saber.
También sé que alguna ocasión estuviste con más de una a la vez; pero no por
eso te llamaría… de la forma en que vos dijiste.
―¿Puta?
―volvió a golpearme la cola.
―No me gusta
esa palabra. Prefiero: promiscua.
―¿No te molesta
que lo sea?
―Tal vez
antes sí me molestaba, no te lo voy a negar. Pero con Sor Melina aprendí que el
sexo y el amor pueden ir por separado. Eso sí que fue una completa revelación
para mí y eso nunca lo hubiera descubierto con vos ―hizo una pausa―. Porque yo
te amo… y, en el hipotético caso en que tuviéramos sexo, lo haría con amor
―volví a darle un corto beso, se lo merecía, por ser tan dulce; aunque me había
jodido un poco que remarcara tanto lo de “hipotético”―. ¡Qué cariñosa estás
hoy!
―Como para no
estarlo. Me hacés feliz, Anita.
―Y vos a mí,
Lucre. Tanto que ya ni siquiera me molesta que me digas “Anita”.
―A mí me
podés decir Redenta, si querés, que viniendo de vos me lo voy a tomar bien.
―Está bien,
Redenta.
―Tampoco era
para que te lo tomes tan literal.
―¿Por qué no,
Redenta? ―vi una verdadera sonrisa de alegría en su rostro, una que pocas veces
le había visto.
―Porque ni
siquiera a vos te gusta mi segundo nombre.
―No, admito
que es un nombre horrible. Lamento mucho que te haya tocado.
―Me gusta que
seas honesta conmigo, además odio cuando la gente intenta convencerme de que es
un lindo nombre. Es horrible, y punto ―ella se rio―. ¿Ves? Siempre nos pasa lo
mismo. Empezamos hablando de algo y nos vamos a cualquier tema. Mejor seguí
contándome de Sor Marina.
―Melina.
―Eso.
―Bueno, te
había dicho que habíamos logrado establecer un vínculo de confianza. Ella nunca
había podido hablar de su romance con Sor Ana con nadie, y yo estaba en la
misma situación. Nunca le había podido hablar de vos a nadie. Hablarlo con vos
no era lo mismo, necesitaba la opinión de otra persona, otro punto de vista.
―Entiendo.
¿Te puedo volver a interrumpir? Porque hay algo que me está carcomiendo la
cabeza.
―¿Qué es?
―Vos te
enojaste conmigo, cuando te pasé a buscar con el auto. No quiero que volvamos a
pelear por lo mismo, pero… si ya había pasado todo esto con Sor Melina, y
supuestamente lo hiciste por mí. ¿Entonces por qué seguías enojada conmigo?
―No estaba
realmente enojada. Tenía miedo.
―¿De qué?
―De que lo
que sentías por mí fuera algo meramente sexual y superficial. Que solo
intentaras acercarte a mí porque querías tener sexo conmigo. Pero luego me
demostraste, al estar dispuesta a pasar un tiempo como “amigas”, y por otras
cosas que dijiste, que lo que sentís por mí no es superficial. Además porque
lloraste como loca cuando te conté lo de Sor Melina. Si sólo sintieras un deseo
sexual hacia mí, no te hubieras puesto de esa manera. Me puso muy triste verte
llorar, pero por otro lado, me alegró; porque me estabas demostrando que por mí
sentís algo especial.
―Así es
―tenía ganas de volver a llorar otra vez―. A vos te amo como nunca amé a nadie
en mi vida. Sé que a veces puedo ser un poco superficial, es algo que no puedo
evitar ―pensé en mi patología―, pero eso no significa que no sienta algo
profundo por vos.
―Está bien,
me puedo acostumbrar a esas cuestiones superficiales, sabiendo que hay mucho
más que eso en vos.
―Gracias.
Ahora contame, antes de que termine llorando otra vez. ¿Qué más pasó con la
monja?
―Bueno,
seguimos teniendo encuentros, y poco a poco las charlas con Sor Melina se
fueron decantando más hacia el sexo que hacia el “amor entre mujeres”. No me
preguntés por qué pasó eso, porque ni siquiera yo lo sé.
―Tal vez fue
porque nunca pudiste hablar de sexo con alguien que no sea yo, y era un tema
que te carcomía mucho la cabeza.
―Sí, lo
hacía. Me llevó mucho tiempo asumirlo, pero a veces me pasaba días enteros
pensando en sexo.
―¿Con
mujeres?
―Con
Lucrecia.
―Ohhhh, me
vas a hacer llorar, Anita. Vos sacás de mí toda la sensibilidad que yo quiero
reprimir.
―Me alegra
hacerlo, así se te quita un poquito lo superficial ―ella habrá notado la
expresión de dolor en mi rostro, porque inmediatamente dijo:― perdón, no pretendía
decir eso. Quise hacer un chiste y, otra vez, me salió mal. Es que estábamos
hablando de eso y…
―Está bien,
Anita. Sé que muchas veces di motivos para que pensaras que soy una persona
superficial. Aunque me cueste admitirlo, hay algo de cierto en eso. Por eso
quiero seguir demostrándote que lo que me pasa con vos no es una cuestión meramente
superficial. No es ni siquiera porque seas mujer o monja… que me re súper archi
reontra calienta que seas monja; pero esa es sólo la parte superficial de lo
que siento por vos ―ella comenzó a reírse a carcajadas; nunca la había visto
tan contenta.
―Tenés una
forma bastante absurda de explicar las cosas, pero me gusta ¿Así que te
calienta que yo sea monja?
―No te hagás
la boluda, porque ya lo sabías.
―Sospechaba
que eso podría ser parte de tus fantasías.
―¿Te molesta?
―Ahora no.
Antes me molestaba mucho, lo consideraba una falta de respeto a mis hábitos.
Pero los hábitos me han faltado el respeto a mí también, así que ya no me
importa. Si te calienta que yo sea monja, perfecto. A mí… a mí… ―se puso roja―.
Me cuesta mucho decirlo.
―Tengo la
sensación de que vas a decir algo muy lindo, así que tomate tu tiempo ―le
sonreí con calidez.
―Bueno ―dijo
después de unos largos segundos―. A mí me calienta que seas tan calentona. Ya
está, lo dije.
―¿Qué? ―me
senté en la cama y la miré a los ojos―. Siempre creí que eso era lo que más te
molestaba de mí.
―Creíste mal.
También me costó reconocerlo, hasta te critiqué por ello; pero lo hice porque
no quería admitir que me calentaba mucho. Me calentaban esos arrebatos que
tenías conmigo, eran tan… impulsivos, tan intensos. Era demasiado para mí, y no
podía manejarlo.
―¿Y ahora
podrías?
―No sé. Pero
tal vez podría intentarlo. Pero no quiero que hablemos de eso todavía.
―Sí, claro. Sor Melina. Contame ―volví a acostarme con la cabeza en
sus pechos―. Por cierto, también me calientan tus tetas.
―Gracias, eso
me gustó. Me gustó más de lo que imaginás. En el convento siempre recibí
críticas por mi cuerpo, me alegra que alguien que aprecio diga cosas buenas
sobre él.
―¿Puedo?
―dije agarrando una con una mano.
―Lucrecia,
cuando alguien pregunta si puede hacer algo, lo hace antes de hacerlo, no
después ―la miré con carita de cachorro mojado por la lluvia―. Está bien,
podés. Pero no te emociones mucho.
Presioné un
poco esos turgentes pechos y me deleité con su calidez. Hasta podía sentir
levemente su pezón debajo de la ropa. Comencé a sobárselo lentamente. Tuve una
enorme y agradable sorpresa cuando sentí uno de sus dedos recorriendo otra vez
la raya de mi vagina, por encima de mi bombacha.
―Sí, podés
―le dije irónicamente. Ella empezó a reírse.
―Con la
cantidad de veces que me tocaste sin permiso… no tenés derecho a quejarte.
―¿Y quién se
queja? A mí me encanta. Si querés me saco la bombacha.
―Por ahora
dejátela puesta. Vos siempre querés ir de cero a cien en un segundo. Eso me
gusta, lo admito; pero yo también tengo mi forma de hacer las cosas, la cual es
muchísimo más lenta, y si querés que nos llevemos bien, vamos a tener que
encontrar un punto medio.
―Estoy de
acuerdo. Punto medio. Es lo mejor. Somos demasiado opuestas en muchos sentidos.
Quiero que vos me lleves a un punto medio. Necesito empezar a hacer las cosas
de otra manera.
―Yo también,
y esa manera requiere que me acerque un poquito a tu forma de ser. Algo más
impulsiva, sin preocuparme tanto. Por eso se dieron las cosas con Sor Melina.
―¿Fue por un
impulso?
―Sí, un
impulso al mejor estilo Lucrecia.
―Contame, por
favor.
―La cosa fue
así: después de haber pasado tantos días hablando de sexo con Sor Melina, yo
había comenzado a masturbarme con mucha mayor frecuencia y sin sentir culpa. Lo
pasaba de maravilla. Estando en mi cama yo era dueña de mi propio cuerpo, y le
hacía todo lo que quería.
―¿Anal?
―No, eso no.
Me da miedo. Pero sí me penetraba con cosas, por la vagina.
―Me hubiera
encantado verlo.
―No fue tan
sexy como te imaginás.
―Si te
incluía a vos, con la vagina húmeda y las piernas abiertas, ya es demasiado
sexy.
―Gracias.
Bueno, cuestión que andaba muy excitada. La masturbación, en lugar de calmarme,
me mantenía caliente todo el día. Una tarde fui a conversar con Sor Melina y
ella, en un momento, me dijo que quería darse un baño. La esperé y cuando la vi
salir envuelta en una toalla, se me electrificó el cuerpo. Esa sensación sólo
la había tenido con vos. En mi cabeza empezaron a resonar tus palabras,
especialmente todas las veces que me dijiste que yo no me animaba a aceptar mi
sexualidad y que era una cobarde. Me desafié a mí misma. Me quedé mirando a Melina
fijamente, ella me preguntó qué me pasaba. Cuando pasó caminando por delante de
la cama, la empuje para atrás, y ella quedó acostada. Le saqué la toalla y me
mandé, de cabeza, a su entrepierna.
―Oh, my fucking God.
―Algo
parecido pensé yo, al hacer contacto con su sexo. Fue maravilloso, Lucrecia.
Vos ya sabés cómo se siente, me vas a entender bien; pero para mí fue como
abrir una puerta mágica y entrar a… no sé…
―¿Narnia?
―Iba a decir
el paraíso.
―Me gusta más
Narnia.
―Ponele el
nombre que quieras, lo importante es que fue espectacular.
―¿Y Sor Melina?
¿Qué hizo ella? ¿Te sacó a puteadas como me hizo a mí varias veces cierta
monjita que yo conozco, pero no quiero nombrar?
―Esa monjita
habrá tenido sus buenas razones para putearte.
―La boca,
Anabella ―le dije riéndome.
―Cierto,
perdón... pero sos la menos indicada para retarme. Sor Melina no me dijo nada
malo. Al contrario, me incentivó a seguir haciéndolo.
―Quiero
detalles.
―¿Por qué?
―Porque me
calientan los detalles.
―Está bien,
pero cuando me cuentes alguna otra de tus experiencias sexuales, vas a tener
que darme muchos detalles.
―Te doy todos
los que quieras; pero me sorprende que los pidas.
―Sí, a mí
también. Cuando empieces a detallarme lo que hacés pueden pasar dos cosas: o me
excito, o me pongo mal. Esperemos que pase lo primero.
―Sí, yo
también. Hasta ahora no me siento mal porque me cuentes de Sor Melina. Sé que
lloré como una boluda, pero fue algo muy repentino, me lo dijiste de forma muy
directa. Fue como chocar de frente contra un camión. Me costó procesar la
información. Para ser monja, tenés muy poco tacto al decir las cosas.
―Perdón por
eso, sé que a veces puedo ser demasiado franca. Es que estoy acostumbrada a no
mentir.
―Y a meter
suspenso. Hace dos horas que quiero que me cuentes de la monjita, ya me estoy
mojando toda. Pero eso también es por tus tetas, y por lo que me estás haciendo
ahí abajo.
Presionó un
poco más fuerte la división de mi vagina; me costaba creer que ese dedo fuera
de Anabella. Si bien me intrigaba que me contara todo lo que ocurrió con Sor Melina,
por otro lado no quería que este momento terminara jamás. Junto a mi hermosa
monjita, estaba aprendiendo que se puede disfrutar mucho llevando las cosas con
calma.
―Me da mucha
vergüenza darte detalles tan íntimos, pero si le quiero contar esto a alguien,
vos sos la persona indicada. Puedo decirte que el sabor y el aroma de su sexo
me hicieron sentir más pecaminosa que nunca, y que esta sensación, en lugar de
ser un tormento, fue una liberación. Cuando introduje mi lengua en su vagina lo
hice pensando en que allí dentro encontraría todas mis respuestas. Su clítoris
me sedujo, con cada vez que lo succioné di un paso hacia adelante para liberar
toda esa libido que había acumulado durante tantos años. Ante la actitud de
entrega total de Melina, me mostré más confiada en mis actos; por más
prohibidos que estuvieran por la iglesia. Ella quería, yo quería. Quería que
fueras vos, Lucrecia ―al escuchar mi nombre mojé mi ropa interior, Anabella no
dejó de tocarme, tan suavemente como lo había hecho desde el principio―. Todo
el tiempo pensé en vos. Cerré los ojos e imaginé que esos labios vaginales eran
los tuyos, los conozco muy bien, los vi muchas veces, en las fotos. No me costó
hacerme una imagen clara de ellos. También pude imaginar que sus gemidos eran
los tuyos, y que la mano que tocó mi entrepierna, era la tuya.
―¿Y de quién
era en realidad esa mano?
―Mía. Debido
a la excitación que tenía, metí una mano dentro de mis hábitos y comencé a
masturbarme. Mi sexo estaba tan húmedo como el que lamía. Imaginé que vos misma
habrás adorado esa sensación, de tener la boca llena de flujos femeninos. Ese
flujo que tanto simboliza la sexualidad de la mujer ―Anabella introdujo su mano
dentro de mi bombachita, y su dedo me acarició la vagina de forma directa―. El
mismo flujo que estoy tocando ahora ―gemí de placer y presioné con más fuerza
su seno―. Tu vagina es hermosa, Lucrecia.
―Gracias… me
gustaría decir lo mismo de la tuya, pero en realidad nunca la vi.
―Si con ese
comentario estabas esperando que te la muestre, vas mal.
―Odio que me
conozcas tanto.
―Tal vez no
nos conocemos tanto, Lucrecia. Siempre nos llevamos sorpresas al hablar.
―Eso es muy
cierto.
―Pero puede
que aprovechemos estos días para conocernos de forma más… íntima.
―¿Eso quiere
decir que vamos a…?
―Quiere decir
lo que quise decir. No hagas trabajar tanto esa cabecita tuya.
―Imposible no
hacerlo, con ese dedito que me está volviendo loca.
―Esto es un
simple obsequio, por todas las veces que te juzgué y que te traté mal.
―Está bien.
No te voy a pedir que me des más de lo que querés dar.
―Agradezco
eso. Ya nos estamos entendiendo mejor.
―Tocándose,
la gente se entiende ―volví a presionar su teta.
―Y a vos te
encanta “entender” a las mujeres.
―Es una de
mis grandes pasiones. ¿Qué más pasó con Sor Melina?
―No mucho
más. Lo demás es pura repetición de lo que ya te conté. Estuve… no sé, como
veinte o treinta minutos lamiéndole la vagina, sin parar.
―Veo que te
tomaste en serio tu primera vez.
―Bastante. Lo
que pasó fue que no quería soltarla, sentía que al dejar de hacerlo todo
volvería a la normalidad. A la tediosa rutina del convento, a mi culpa, a mis
pecados, a mi deber con Dios. No quería nada eso, en ese momento sólo quería
estar con vos. No tenía los pies en la tierra, y no quería volver a bajar. Esa
no soy yo, yo vivo con los pies en la tierra y mi corazón en el cielo, donde
está Dios; bueno, simbólicamente, porque yo pienso que Dios está en todas
partes.
―¿Incluso
entre las piernas de Sor Melina?
―Posiblemente.
No veo por qué no. La vagina es un símbolo de vida. Es nuestra primera puerta
al mundo terrenal.
―¿Y Sor Melina?
¿Qué hizo con vos?
―¿Conmigo?
Nada. Ella quiso desnudarme, pero le dije que yo no quería. Ni siquiera le
permití que me besara. Que prefería dejar mi cuerpo fuera de todo lo que pasara
con ella.
―¿Eso quiere
decir que… no te tocó?
―No, ella a
mí no me tocó en ningún momento.
―¿De verdad? Me
alegra mucho saber eso ―tenía una sonrisa de oreja a oreja―. Mucho.
―¿Por qué?
―Porque sé
que hay algo que aún te falta explorar, y que puedo ser yo la primera.
―¿Y qué te
hace pensar que podés serlo?
―No sé, ¿será
por esto? ―metí la mano debajo de la remera de Anabella, hasta que llegué a
tocar su teta directamente, su pezón estaba muy duro.
―Esa es una
buena señal. Pero de todas formas no te hagas tantas ilusiones. Aún no sé qué
tan lejos quiero llegar. Me da mucho miedo todo esto. Lo que pasó con Sor Melina
fue hermoso, y fue producto de un acto impulsivo. No me arrepiento de haberlo
hecho, pero eso no quiere decir que volvería a hacerlo.
―Pero tampoco
lo descartás.
―Tampoco lo
descarto.
―Con eso me
basta ―su dedito seguía haciendo maravillas en mi sexo, siempre cuidando de no
meterse en el huequito―. Me encanta cómo me tocás. Tenés las manos más suaves
que conocí en mi vida. Amo tus manos.
―Pensé que
sólo amabas mis tetas.
―También.
Pero si tengo que elegir alguna parte de tu cuerpo, elijo tus manos… y tus
ojos… y tu boca. Al fin y al cabo eso era lo que más veía cuando charlaba con
vos. Digamos que ese hábito no es el mejor atuendo del mundo para relacionarse
íntimamente con alguien.
―Pero a vos
te conquistó.
―Sí, lo
admito. Maldita y sexy monja.
―¿De verdad pensás
que soy sexy?
―¿De verdad
dudás que sos sexy? Anabella, sos la mujer más sexy que vi en mi vida. Todo en
vos irradia sensualidad. Tu mirada, tu voz, tu forma tan suave de hablar, tu
sonrisa. Hasta la forma en que cebás mates me parece sexy. ¿Por qué te creés
que siempre te dejaba cebarlos a vos?
―Pensé que
era porque tus mates son horribles.
―¿Tatiana te
contó eso?
―Sí.
―La voy a
matar. Yo que quería sorprenderte con mis mates.
―No, gracias.
Prefiero seguir luciendo sexy, y cebarlos yo.
Me estaba
riendo cuando ocurrió algo que me quitó la risa súbitamente. Anabella introdujo
su dedo dentro de mi vagina. Mis ojos se entrecerraron y gemí de placer. Lo
sacó y volvió a hundirlo. Volví a gemir. Eso que tanto había esperado, por fin
estaba pasando. Me pasé meses masturbándome con la idea de tener los dedos de
Anabella dentro de mi vagina, y por fin lo estaba experimentando. Era la
sensación más dulce y erótica que había vivido.
―¿Te podés
sacar la…?
No alcanzó a
terminar la frase que yo ya me había despojado de mi bombachita, tirándola
lejos. No quería volver a verla, quería estar desnuda para Anabella.
Al estar
libre de mi ropa interior, ella pudo tocarme con mayor comodidad. Ya no lo
hacía con uno solo de sus dedos, me penetraba con uno y acariciaba mis labios
con otros dos. Notaba cierto titubeo en sus movimientos, pero yo estaba tan
nerviosa como ella, y esta ni siquiera era una de mis primeras veces con una
mujer… pero sí la primera con la monjita.
Comencé a
gemir suavemente, en parte porque me agradaba y también para darle más
confianza a ella. Mi mano derecha seguía masajeando incansablemente esa teta
tibia y blandita, de pezón arrugado y erecto. Poco a poco le fui subiendo la
remera, hasta que todo el seno quedó expuesto. Lo miré atentamente. Su piel era
muy blanca en esa zona. Sonreí al corroborar, científicamente, el dicho:
«Blanco, como teta de monja». Su pezón, en cambio, era de un color marrón
intenso, y presentaba leves arrugas, como si tuviera frío. Hice girar mi dedo
siguiendo el contorno de la areola, una y otra vez. Repetí la acción hasta que
me animé dar un paso más hacia adelante. Saqué la lengua y le di una leve
lamida en la punta del pezón. Ella no se quejó. Lo hice otra vez. No dijo nada.
«Esta teta es tuya, Lucrecia», me dije. Pero en cuanto abrí la boca para
engullirla, Anabella dijo:
―Cuidadito
con lo que vas a hacer ―me quedé petrificada, con la mandíbula abierta al
máximo, como muerto de hambre al que le niegan comer―. No quiero que empieces a
ponerte “salvaje” ―giré la cabeza y la miré, aún con la boca abierta. Arqueé
las cejas en señal de súplica―. No, Lucrecia. No me mires así. Acordamos en que
no me ibas a pedir más de lo que yo pudiera darte. En este momento no me siento
preparada para que empieces a lamer mi cuerpo.
―Pero no es
el cuerpo entero… es sólo una teta.
―Por una teta
se empieza. ¿Después quién te para? Ni Dios, con los cuatro Jinetes del
Apocalipsis, te puede frenar cuando te emocionás con algo.
―Detesto que
me conozcas tanto ―era la segunda vez que se lo decía, pero era necesario―.
Está bien, no te la chupo. Pero quiero que sepas que te hubiera gustado mucho.
―Eso no lo
dudo. Justamente mi miedo está en que me guste demasiado. Vos y yo tenemos una
gran diferencia, Lucrecia.
―¿Una sola?
―Bueno, una
que es más grande que las demás. Vos pensás todos tus actos en base al
presente. Para vos es todo “Ya, ya, ya y ya”. Por eso sos tan errática e
impulsiva. En cambio yo vivo pensando en las consecuencias de mis actos. ¿Sabés
qué estoy pensando ahora mismo?
―En que no
querés que te chupe la teta ―respondí, frunciendo el ceño.
―Aparte.
Estoy pensando que luego tengo que volver a mi vida en el convento. Tengo que
regresar a mis deberes con Dios. Creo que no me equivoco al decir que vos ni
siquiera estás pensando qué va a pasar dentro de una hora, mucho menos dentro
de tres días.
―Eso es
cierto. Para mí este momento es perfecto. No necesito pensar en qué pasará
después. No te lo tomes a mal, Anita, pero la que tiene deberes con Dios, sos
vos. No yo.
―¿Te parece
que vos no los tenés? ¿Acaso no sos creyente? ―eran preguntas retóricas―. Vos
sos tan hija de Dios como yo.
―Y a las dos
nos trató bastante mal. ¿Qué necesidad tenía de hacernos pasar por las cosas
que pasamos? ¿Eh?
―No te puedo
responder eso, yo tampoco le encontré una respuesta, todavía. Pero confío en
Dios y sé que él deberá tener sus razones.
―Así qué
fácil. Confiar por confiar. ¿Sabés una cosa, Anabella? Ya me estoy cansando de
confiar tanto en Él. No le pedí nunca una vida perfecta, pero siempre fui buena
persona, siempre tuve buenas intenciones, y él nunca me demostró que eso
valiera de algo. Lo que me lo demostraron fueron las personas que me quieren.
―¿Y no es lo
mismo? Ellos también son hijos de Dios.
―Ah no, esa
sí que no me la creo, Anita. ¿Acaso no dice la Biblia que el hombre tiene libre
albedrío? Que la gente haya actuado de buena o mala manera conmigo, no tiene
nada que ver con Dios. Los que me ayudaron, lo hicieron porque quisieron. Al
igual que los que me perjudicaron. Dios nunca interviene en nada. Sólo gente.
Gente que te puede ayudar o te puede joder la vida. Hace días que no puedo
dormir bien, y en las noches me aterro pensando en cosas que sé que no están
ahí. ¿Sabés qué otra cosa sé que no está ahí durante esas noches? ―la miré,
enojada. Ella ya sabía la respuesta―. Dios. Nunca sentí a Dios a mi lado
durante esas noches de mierda. Ni por un solo instante. Me sentí más sola que
nunca.
―Me apena
mucho escucharte decir eso, pero Dios…
―No, Anita.
No quiero otro discurso de monja. Ya estoy cansada de eso. No quería admitirlo,
pero a mí cada día me cuesta más creer que Dios existe. Ya está, lo dije. Pero
también voy a decir una cosa más. Este momento, se arruinó. Era perfecto, y se
arruinó, por culpa de Dios. Una vez más es Dios el que me jode la vida, sin
siquiera estar en realidad. Sólo tiene que aparecer en la boca de la gente,
para que a mí se me arruine todo lo lindo que tengo.
Me aparté de
ella y bajé de la cama. Con los ojos llenos de lágrimas, una vez más, me dirigí
al comedor. Necesitaba tomar algo.
Diez minutos
después, Anabella salió del cuarto y se sentó a mi lado, yo estaba tomando una
copa de vino tinto.
―Efectivamente,
vamos a estar peleando todo el tiempo ―me dijo, apenada.
―No me enojé
con vos, Anita ―le dije apretando fuerte su mano―. Me enojé con Dios. Con vos
está todo bien, te lo prometo.
―Está bien,
me alegra que así sea, porque yo tampoco estoy enojada con vos. Lamento que el
momento se haya arruinado. No debí meter a Dios en la conversación, menos en
ese momento. Sin embargo, dedico mi vida a Dios, es uno de los pocos temas
sobre los cuáles puedo hablar. No tengo mucho más para compartir. Me gustaría
que mi vida fuera más interesante, pero, lamentablemente, no lo es.
―No pasa
nada, Anita. No fue tu culpa. La boluda soy yo, por ponerme sensible.
Últimamente ando demasiado sensible. Todo me afecta el doble, cada estupidez
que me dicen, puede hacerme sentir mal. Es por la falta de sueño, y por ese
miedo constante que siento durante las noches.
―Te quiero
hablar sobre dos cosas ―me dijo mostrándome dos de sus dedos―, pero antes
necesito tomar un poco de vino.
Le serví en
una copa y la vació de un trago. Me hizo señas para que volviera a llenarla. A
esta segunda copa la hizo demorar un poco más, pero también se la tomó
completa, sin decir ni una sola palabra.
―¿Tan jodido
es lo que me tenés que decir? ―pregunté.
―No es un
tema del que me guste hablar. Pero bueno, vos necesitás escucharlo ―giró su
silla, para quedar mirando de frente a mí, hice lo mismo para que nos
pudiéramos ver cara a cara. Suspiró―. Cuando aquel hombre abusó de mí, me
pasaba lo mismo que a vos. No podía dormir. Me pasaba horas dando vueltas en la
cama, con miedo a todo: a los ruidos, a las sombras, a las luces, a las voces,
al silencio… a todo. Siempre tenía esa angustiante sensación de que ese hombre
volvería, para seguir torturándome. Al principio creía que este miedo era real,
ya que el hombre seguía haciendo su vida normal, como si nada hubiera ocurrido.
Pero luego… mi papá… ―sus ojos se llenaron de lágrimas.
Sabía que su
padre había provocado un choque automovilístico con el hombre que violó a su
hija, y ambos murieron en el suceso. No quería que Anita tuviera que volver a
narrarme eso, era muy duro para ella.
―Sí, lo sé.
Me contaste lo que hizo ―le dije, tomándola de las manos.
―Bueno…
después de eso pensé que, al menos, dejaría de sentir miedo. Ese hombre ya
estaba muerto y no podía lastimarme. Pero me equivoqué. El miedo se hizo peor,
porque se sumó al dolor por la pérdida de mi padre. Te dije que poco después de
eso decidí unirme al convento ―asentí―. Al hacerlo me enviaron a hablar con una
monja, que también era psicóloga. Sor Juana. Ella me explicó que lo que me
estaba pasando a mí se llamaba “Estrés post-traumático”. El cual era muy común
en personas que habían atravesado por una situación de alto riesgo, como por
ejemplo un accidente o una violación. Sor Juana me ayudó mucho, no sólo se
volvió mi amiga y confidente, sino que además logró llevar a cabo un gran
tratamiento conmigo. De lo contrario, ni siquiera podría estar hablándote de
esto ahora mismo.
―¿Creés que
yo también tengo estrés post-traumático?
―Sí. Por lo
que me contás, es lo mismo que me pasó a mí.
―Pero ¿por
qué no me dio antes? Si lo de mi violación fue hace mucho tiempo.
―Lo empezaste
a sentir cuando fuiste consciente de la violación. Vos me dijiste que lo
recordaste porque el chico volvió a aparecer en tu vida, y por la intervención
de tu hermana.
―Sí, ella me
contó todo. ¿Creés que hizo mal en hacerlo?
―No soy
psicóloga, Lucrecia; pero no creo que haya hecho mal, al fin y al cabo ella
debía protegerte de ese chico. Hubiera sido un error no contarte, ya que
hubieras vuelto a confiar en él.
―Eso es
porque soy una pelotuda.
―No, es
porque habías bloqueado todo. La mente es algo muy poderoso, yo también bloqueé
muchas de las cosas que me hizo ese hombre, y pude hacerlas conscientes gracias
a Sor Juana. Ella me ayudó a considerar todo y a pensarlo, desde otro punto de
vista. Me hizo ver que él era un hombre enfermo, y que yo no tenía la culpa de
nada. Eso es lo que vos tenés que entender, Lucrecia. No es tu culpa. Él se
aprovechó de vos ―mis ojos volvieron a rebalsar por las lágrimas―. ¿Lo
comprendés?
―Creo que sí.
―No me basta
con un “creo” ―presionó más fuerte mis manos―. No fue tu culpa. Entendelo. Vos
no provocaste eso.
―No, no lo
provoqué ―el llanto comenzó a provocarme espasmos respiratorios.
―No, no lo
provocaste. No fue tu culpa.
―No. No fue
mi culpa. No hice nada malo para que eso pasara. No fue mi culpa.
La abracé y
comencé a llorar copiosamente. Ella lloró conmigo. Por primera vez, desde que
fui consciente de mi violación, sentí que estaba dejando salir un poquito de
todo ese mal que vivía dentro de mí. En algún momento, entre llantos y
caricias, nos besamos; pero fue un beso corto. Luego nos quedamos abrazadas otro
rato más, hasta que comenzamos a serenarnos.
Antes de
poder hablar, volvimos a tomar una copa de vino. Lo hicimos lentamente, en
silencio, enjugando nuestras lágrimas con mi remera, la cual me quité con ese
propósito. Quedé completamente desnuda ante Anabella, pero no era una desnudez
erótica. Lo que simbolizaba era la desnudez de mi alma, estaba completamente
abierta y entregada a ella. Ni siquiera pensé en sexo en ese momento.
―Te dije que
te iba a hablar de dos cosas ―comenzó diciendo Anabella―. Ahora que ya te hablé
de la más importante, me resulta mucho más fácil hablar de la otra.
―Te escucho.
―Tiene que
ver con Dios, con tu enojo ―habré puesto cara rara, porque ella se apresuró a
decir―. Esperá… antes de opinar, dejame explicarte. No pretendo darte ningún
sermón. Lo que vos sientas por Dios es cosa tuya, y si decidiste dejar de creer
en él, entonces no voy a interferir. Lo que te quiero contar tiene que ver
conmigo. Te lo cuento para que comprendas que ese enojo que sentís hacia Dios,
también lo puedo sentir yo ―de pronto sentí interés por lo que me estaba
diciendo―. Te conté sobre las paredes pintadas con aerosol ―asentí―, pero no te
dije por qué lo hice.
―No, pero
imagino que tiene que ver con alguna injusticia.
―Así es, una
que me tocó muy de cerca. Pocos días después de que tuve sexo con Sor Melina,
la echaron del convento, junto con Sor Ana ―abrí los ojos todo lo que pude, lo
cual no era mucho, ya que los tenía hinchados de tanto llorar―. Aparentemente
alguien las delató. En un arrebato de ira, Sor Melina vino a decirme de todo.
Por suerte lo hizo dentro de mis aposentos, donde pude calmarla y explicarle
que yo jamás haría una cosa así, ya que, al fin y al cabo, sería comprometerme
a mí misma. Ella lo entendió, me pidió disculpas. Le prometí que haría todo lo
posible por ayudarlas. Ellas tuvieron que dejar el convento, fueron trasladadas
a otros lugares, por separado.
»Comencé a
movilizar medio convento, buscando quién las había delatado; pero nadie parecía
saberlo, o nadie quería decírmelo. En más de una hermana noté cierta mirada de
desprecio hacia mí, imaginé que era por los rumores que había sobre vos y yo.
Como yo estaba tan interesada en saber quién había sido la delatora, esos
rumores se incrementaron. Todas las monjas creían que yo tenía miedo de ser la
próxima en ser delatada. Comencé a sentirme impotente. No podía hacer nada de
nada. Nadie quería darme respuestas y todas parecían estar de acuerdo en que
Sor Ana y Sor Melina debían ser expulsadas del convento. Sé que violaron las
normas y puede que antes de conocerte a vos, yo también hubiera estado de
acuerdo con que las echaran; pero ya no pensaba de la misma manera.
»Le recé a
Dios para que me ayudara, ya que esas dos mujeres sólo habían expresado su
amor. Se amaban demasiado. Incluso sé que cuando Sor Melina le contó a Sor Ana
lo que hizo conmigo, ésta ni siquiera se molestó, al contrario, se acercó a
hablar conmigo. Me dijo que si yo estaba enamorada de una mujer, no tenía por
qué tener miedo, ya que, si ese amor era puro y verdadero, entonces Dios no
podría oponerse.
»Al parecer
se equivocó en esto último, porque las “reglas” dictadas por Dios prohíben las
monjas tener relaciones sexuales, más si es entre ellas. Entonces empecé a
dudar en qué tanto se puede confiar en esas normas. Entiendo que una monja debe
dedicar la mayor parte de su amor a Dios, pero ¿qué problema hay si tiene más
amor para dar, y si ese amor está dirigido hacia una mujer? Es amor, y punto.
»Un día me
crucé con un grupo de monjas, me mantuve apartada para que no se dieran cuenta
que era yo la que andaba cerca. Las escuché hablar de una forma horrible de Sor
Ana y Sor Melina. Incluso llegaron a decir que éstas deberían recibir un
castigo mucho peor que la expulsión del convento y que no tenían derecho al
paraíso, por pecaminosas. Esa fue la gota que rebalsó el vaso.
»Me enojé con
las monjas, me enojé con los curas. Me enojé con todo el mundo y me enojé con
Dios, por permitir que algo como eso ocurriera. No podía concebir que en la
misma casa de Dios se dieran ese tipo de injusticias y que las monjas hablaran
como si fueran jueces y verdugos.
»Harta, junté
la poca plata que tenía y compré las latas de pintura, ya te conté lo que hice
con ellas. Pero la historia no termina ahí. No actué por un arrebato de locura,
lo hice intencionalmente. Sabía perfectamente lo que ocurriría después, y me
había preparado para eso. Habría consecuencias, y estaba lista para
afrontarlas.
»Me citaron a
una junta, con un obispo incluido, y otras autoridades del convento. No te voy
a dar todos los detalles de la junta, porque te aburriría. Basta con decir que
les dije un montón de verdades en la cara. Hasta cité versículos de la Biblia
sobre el amor, como por ejemplo: «Por
encima de todo, vístanse de amor, que es el vínculo perfecto». «Y nosotros hemos llegado a saber y creer que
Dios nos ama. Dios es amor. El que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios
en él». «Siempre humildes y amables, pacientes, tolerantes
unos con otros, en amor». «Ahora,
pues, permanecen estas tres virtudes: la fe, la esperanza y el amor. Pero la
más excelente de ellas es el amor», y mi favorita de todas: «El amor no perjudica al prójimo. Así que el
amor es el cumplimiento de la ley».
―Te encanta
recitar versículos de la Biblia ―le dije con una sonrisa.
―Sí, es que
esa es la palabra de Dios, mi mejor defensa ante las injusticias. Especialmente
aquellas que son cometidas por personas que dicen servir a Dios. Ellos pueden
enojarse todo lo que quieran, pero no pueden contradecir la palabra de Dios.
Con esto logré que el castigo sobre Sor Ana y Sor Melina fuera mucho menor, y
que se les permitiera verse. Poco tiempo después de eso, ellas decidieron
apartarse de los hábitos y llevar una vida normal, juntas.
―Qué lindo.
―Sí, ese
final es muy lindo, al menos para ellas. Porque para mí no lo fue tanto. Me
gané muchos enemigos en el convento. Tantos que ya estoy dudando seriamente
marcharme de ahí. Estuve hablando con gente de otros conventos, puede que pida
el traslado.
―Pero… pero
si lo hacés no te voy a ver nunca más.
―No, sonsa.
No pienso irme a Italia o a Guatemala. Voy a buscar algo por acá cerca. Algo
que me permita visitar a mi mamá, y a vos.
―Ah bueno,
eso me pone más contenta. Entonces te apoyo totalmente. No podés quedarte en
ese lugar, aunque tengas los mejores aposentos de todos.
―Hablando de
eso, ya que te mencioné a Sor Juana, te puedo contar que es gracias a ella que
tengo esos aposentos. Ella era quien los usaba antes que yo, y poco antes de
morir…
―Ay, no sabía
que había muerto…
―Sí, por eso
me cuesta hablar del tema. Pero ya lloré demasiado. En fin, poco antes de morir
ella solicitó que fuera yo la que ocupara esos aposentos. No fue una
“herencia”, propiamente dicha, ya que las monjas no tenemos mucho para heredar.
Fue más bien una sugerencia, que cumplieron por respeto a ella y a la
importancia que tuvo en ese convento.
―Se nota que
te adoraba.
―Sí, para mí
fue como una segunda mamá, o una abuela. Ella me hizo creer en la bondad de
Dios. Ella era la bondad personificada. Lamento haberle dado tantos dolores de
cabeza. Pero bueno, yo era joven y rebelde.
―Seguís
siéndolo ―le aseguré.
―Bueno, lo de
rebelde, sí. Joven, ya no tanto.
―No seas
ridícula, hasta que no tengas el pelo cubierto de canas, y la cara como una
vela derretida, vas a seguir siendo joven y hermosa. Estoy segura que hasta de
viejita vas a ser hermosa.
―Gracias,
Lucrecia.
Sonrió y me
dio un rico beso en la boca. Sus labios me revitalizaron. Volví a sentir el
calor en mi cuerpo, pero no llegaba a ser un calor lujurioso, sino pasional,
amoroso. Estaba enamorada. La abracé e incrementé la pasión en el beso. Duró un
buen rato, y me ayudó a ir dejando el dolor atrás. Lo que me había contado me
ayudaba mucho, a conocerla mejor y a saber que hasta las monjas pueden dudar de
Dios.
―¿Te molesta
si nos vamos a dormir? ―me preguntó cuando el beso terminó―. Hoy fue un día muy
largo, y necesito descansar.
―Yo también,
Anita; pero me da miedo irme a la cama.
―¿Querés que
duerma con vos?
―¿Harías eso
por mí?
―Sólo si
prometés…
―Sí, prometo
no tocarte, ni nada de eso. Sólo quiero dormir a tu lado, y que nos despertemos
juntas.
―Entonces,
vamos a la cama.
Me acosté
desnuda, y ella, con poca ropa. Me abrazó por detrás, y me sentí protegida al
instante. Algo en mi interior me decía que ningún mal del mundo podía
alcanzarme si tenía a mi monjita cerca. Ella era mi talismán de protección. Mi
remedio contra todo dolor del alma. Mi ángel guardián.
Pude dormir
plácidamente, durante toda la noche.
*****
Al despertar
me di la vuelta en la cama y me llevé un gran sobresalto. La monja dormía a mi
lado. Me coso asimilarlo. Nada había sido un sueño, ella realmente estaba ahí.
Casi lloro de la emoción. Fue el despertar más hermoso que tuve en mi vida.
Quería abrazarla y besarla, pero tenía miedo de despertarla. Ella lucía tan
serena, que hubiera sido un crimen apartarla de su calma.
Aproveché el
tiempo para darme una ducha y ponerme algo de ropa limpia. No me molestaba
andar desnuda frente a Anabella, pero no sabía si eso le incomodaría a ella.
Miré mi
celular, eran las once y media de la mañana. Hacía tiempo que no me despertaba
tan tarde. Tenía algunos mensajes, la mayoría eran mails laborales, los cuales
debía ignorar, debido a órdenes directas de mi jefe. Sinceramente no tenía
ganas de ponerme a trabajar, así que lo obedecí.
Luego vi un
mensaje de texto de Lara. Sonreí al leerlo. Hacía tiempo que esperaba
recibirlo. Era cortito, decía: «¿Cuándo puedo ir a visitarte?».
Había pasado
mucho tiempo desde la última vez que Lara me visitó. Admito que yo también anduve
con la cabeza en otros asuntos, por lo que no tenía derecho a reclamarle nada.
Le dije que me estaba tomando unas lindas vacaciones, pero preferí no mencionar
a Anabella, no quería que ella empezara con el típico discurso de: «Lucrecia,
no podés cogerte una monja». Porque, en realidad, no “debía” hacerlo, porque
poder… bueno, tampoco podía. Anabella parecía ser bastante reacia a intimar de
esa manera; sin embargo lo ocurrido durante la noche anterior, aumentaba mis
esperanzas.
No concreté
una fecha de visita con Lara, pero le dije que pronto fijaríamos una.
―Se te ve
feliz.
Volteé y vi a
la mujer más hermosa y despeinada del mundo. Tenía los ojitos entrecerrados y
la cara hinchada y enrojecida. Los pezones se le marcaban en la remera y la
bombachita se le ceñía muy bien al cuerpo. Me atraganté con mi propio corazón
cuando quise responderle.
―¿Pasa algo?
―me preguntó.
―La puta
madre, ¡qué linda que sos!
―La boca,
Lucrecia. Además no exageres. Recién me levanto. Estoy hecha un espantapájaros
―al cambiar el peso de su cuerpo a la otra pierna, su cadera hizo un leve
meneo, que me sacudió el corazón en esa dirección.
―Cuando yo me
levanto de dormir, parezco salida de película de horror japonesa; pero vos,
Anabella, sos demasiado sensual. ¿Por qué no dejás los hábitos y te ponés a
trabajar como actriz de películas eróticas?
Se puso roja
como un tomate.
―Me moriría
de hambre haciendo eso.
―Pfff, sí
claro. No seas tan modesta. Tenés que admitir que sos bella.
―Ya te lo
dije, es un tema que me cuesta mucho. La belleza física siempre me trajo
problemas.
―Está bien,
perdón. No quería tocar una fibra sensible.
―Vos sí sos
hermosa ―me dijo con una amplia sonrisa.
―¡Ay, gracias!
―casi me hago pis encima, por la emoción.
―Me voy a
lavar los dientes. Si querés podés esperarme en la pieza, quiero darte una
sorpresita.
―¿U… una
sorpresita? ―la voz se me desafinó al decirlo.
―Sí.
―¿Te espero
con ropa o sin ropa?
―Con ropa,
Lucrecia. Con ropa.
―Oh, bueno.
Está bien.
―Y cerrá la
puerta. Yo entro cuando está lista.
―Dale.
Aguardé impacientemente
dentro de mi cuarto, caminando hasta por las paredes. No sabía qué tenía en
mente Anabella, pero ya me había demostrado que cometí un error al esperar
algún tipo de sorpresita erótica. Eso me hacía la tarea aún más difícil. ¿Qué
tipo de sorpresa podía darme? Si ni siquiera había traído nada. Tampoco sabía
cocinar, por lo que la comida quedaba descartada. Ella se demoró bastante y yo
tenía ganas de azotarme la cabeza contra la pared, para dejar de pensar
estupideces pseudo-pornográficas.
De pronto la
puerta se abrió. Me quedé pasmada al ver a Anabella, completamente enfundada en
sus hábitos de monja. Sólo podía verle la cara, porque hasta sus manos estaban
cubiertas, por tenerlas tan juntas.
―¿Ésta es la
sorpresa? ―pregunté, algo desilusionada.
―¿No dijiste
que te calentaba que usara mis hábitos?
―¿Eh? Sí.
―Bueno, acá
estoy ―una libidinosa sonrisa se dibujó en su rostro―. Ahora sí podés sacarte
la ropa.
Continuará...
Comentarios
Gracias por compartirlo, no hace falta decir que espero el próximo capítulo :p
Saludos desde Colombia
nokomi, mi mas sinceras felicitaciones, en todo mi tiempo en P! solo hubo una historia que me llevaba a buscarla, la tuya la buscaba aun cuando sabia que no habías escrito en un tiempo, prácticamente entro aquí cada día solo para poder leer mas. me he adentrado tanto en la historia que me gustaría ser lucrecia.
de nuevo, mi mas sincero enhorabuena, lo tuyo es la escritura, deberías escribir un libro, lo compraría al instante.
Beso desde Corrientes,
Miguel Ángel.
Tus personajes son complejos, interesantes y sobre todo, muy humanos; algo que pocos autores de este género logran y que en ti veo que, con la debida dificultad que esto conlleva, logras desarrollar con gracia magistral.
Algo de lo cual pecan muchos relatos eróticos, sobre todo los independientes, es que estan saturados de imagenes sexuales, por desgracia, mal trabajadas, lanzadas al lector de golpe al rostro, haciendolas poco creibles y absurdas; hablan desde las primeras lineas de felaciones, penetraciones, cunnilingus, mamadas y otra tantas prácticas más, tan juntas una de la otra que tienden a saturar al lector y aburrir. Dejame decirte, gran Nokomi que has logrado alejarte de esos pecados del autor y ser algo diferente, lo cual, segun recuerdo en una entrevista que leí, era algo que buscabas, eliminar esos vicios y pecados que tanto como a ti, a muchos nos molesta de la literatura erótica independiente.
Lo que haces es árte, has logrado manejar todos los tópicos necesarios de lo érotico, pero con una naturalidad sorprendente, tu narrativa es extraordinaria y la manera en como echizas con tus palabras escritas al lector para que sea ya no solo un gusto, sino una necesidad leerte es asombrosa. Tus relatos no se sienten saturados, logras transmitir que antes de una felación o una penetración anal existió una historia, existieron miedos, dudas, pasiones, etc.
Como escritor que soy, reconozco tu trabajo, lo admiro y celebro. Como psicoanalista, que también soy, adoro tus personajes ya que no son vacios, son complejos, con bases, con sentido, como cualquier otro humano mas, llenos de dudas y pasiones, de aciertos y errores, son... como la vida misma.
Espero que exista Nokomi para mucho tiempo mas, espero con ansias tus próximas entregas que leere con la misma pasión que hasta ahora tengo, un saludo desde México.
Si escribís un libro no nos torturamos con la espera de nuevos capítulos y ganás dinero ;)
Esto debería ser un libro y no relatos.
Muchas felicidades esta súper bueno, sigue así.
Son bromas Nokomi, felicidades por un muy buen y excelente relato, si has logrado cautivar a tanto público es porque tienes una muy buena narrativa, en serio, ¿No has pensado en hacer un libro de este relato?, Me ofrezco voluntario para hacer un libro electrónico, con la única condición que me envíes a mi los capítulos primero antes que los publiques online, puedes contactarme vía E-Mail si lo deseas hacer....
Saludos desde El Salvador.
En cuanto a la opción de publicar un libro, es algo que sigo evaluando. Requiere mucho trabajo y muchas cuestiones legales y económicas.
Alfredo Quintana, agradezco tu oferta, pero desde ya te digo que la rechazo. Me resulta sumamente sospechosa esa "única condición". ¿Por qué razón debería mandarte los capítulos a vos ANTES de publicarlos online?
De todas formas, si alguna vez voy a publicar un libro electrónico, lo haré por mi cuenta.
Saludos!!!
En respuesta a Alfredo Quintana, sigue pareciéndome sospechoso lo que dijiste. No puedo decir cuál era tu intención, porque no te conozco, pero sí puedo decirte que si tu intención era buena, hiciste que luciera como mala. De todas formas vuelvo a repetirte, si deseo publicar un e-book, lo haré por mi cuenta. Sé que es difícil y que requiere mucho trabajo, pero también sé que no es imposible.
Paso por acá no tan sólo para felicitarte y decirte que me has capturado con tu modo alucinante de escribir, sino también para darte las gracias. Tus letras han inspirado mi reencuentro con las mías. Te dejo un abrazo!
Athenea.
No puedo esperar mas a saber que mas va a pasar es muy muy !! Es increíble me encantó!!