Capítulo 28
Santa Pecadora.
Mi cerebro hizo
cortocircuito. Sor Anabella estaba de pie en el umbral, mirándome fijamente,
con destellos de lujuria en sus ojos. Su precioso rostro estaba enmarcado por
un velo negro, con una guarda blanca en la frente, el cual le brindaba un halo
de misterio y sensualidad. Sus hábitos cubrían por completo su cuerpo, sin
embargo luego de lo que me había dicho, la encontraba incluso más provocativa
que una mujer completamente desnuda.
No podía
creerlo. La monja me había pedido que me quitara la ropa. La misma monja con la
que había fantaseado tantas veces. La mujer que amaba. Sor Anabella. Mí
Anabella.
El motor
dentro de mi pecho comenzó a bombear eléctrica felicidad hacia todo mi cuerpo;
pero a mí me costaba arrancar. No podía reaccionar, seguía mirando, impávida, a
la dulce mujer imbuida dentro de un halo de pureza. Por primera vez ella me
estaba pidiendo que invadiera ese halo. ¿Acaso eso me quería dar a entender?
Estaba confundida, ella me había pedido que no le exigiera más de lo que podía
darme. No sabía cuánto quería darme, ella sólo me pidió que me desvistiera.
No tenía
corpiño, por lo que mi torso quedó desnudo con tan sólo quitarme la blusa.
Luego comencé a desprenderme el pantalón, con dedos nerviosos y sin apartar la
mirada de esos ojos color miel. Temía que si dejaba de mirarla, se desvanecería
y se marcharía de mi vida para siempre.
Me quité el
pantalón, estuve a punto de tropezar y darle un violento beso al piso; pero
logré mantener mi equilibrio sosteniéndome del respaldar de la cama. En los
pies no tenía más que unas ojotas, por lo que no me costó mucho trabajo
mandarlas a volar. Por último, me despojé de mi bombachita, dejando a la
intemperie la abultada mota de pelitos.
―¿No eran más
claritos? ―me preguntó Anabella al verlos.
―Eran, pero
le pedí el sobrante de tintura a la peluquera… quería que combinaran con el
resto del pelo.
―Admito que
tu nuevo look es muy sexy. Te queda muy bien. Aunque al principio me costó
acostumbrarme a verte la cara tan diferente.
―Me corté el
pelo, no la cara.
―Pero el pelo
es el marco de la cara. Si te cambiás el pelo, te cambia la cara.
―¿Vamos a
hablar de pelo o…?
―Perdón,
estoy algo nerviosa. No sé cómo seguir adelante.
―No voy a
hacer nada que vos no me lo pidas, así que espero que encuentres coraje para
seguir. Estoy poniendo de mi parte lo que tanta falta me hace: paciencia. Ahora
pido que vos pongas de tu parte, lo que te falta: impulsividad. No pienses
tanto. Actuá.
―Está bien,
entiendo tu punto y creo que es la mejor forma de llevar esto adelante. Vos
tenés que ser yo, y yo tengo que ser vos… aunque sea un poquito ―inhaló y
exhaló una gran cantidad de aire―. ¿Te puedo preguntar alg0? ¿Cómo hacés para
no pensar en estos momentos?
―No sé,
simplemente se me desconecta la parte racional del cerebro… y actúo.
―Qué envidia,
yo no puedo hacer eso.
―Ya lo
hiciste una vez… con Sor Melina.
―Sí, puede
ser. Pero esta situación no se compara en nada con esa. Esto es mucho más…
intenso.
―Gracias,
Anita, lo aprecio mucho. Pero permitime decirte que esto también es una tortura
para mí, yo no puedo permanecer paciente durante mucho tiempo.
―Nos encanta torturarnos
mutuamente ―sonrió, volvió a suspirar y luego miró hacia el techo―. Bueno,
Dios, después te pediré disculpas por esto; pero ahora mismo necesito que te
quedes afuera de la habitación, esto es algo privado entre Lucrecia y yo.
Gracias.
Se persignó,
dio un paso hacia adelante y cerró la puerta tras de sí.
Se deslizó
con su espectral andar de monja, y a medida que se fue acercando a mí, el
cuerpo comenzó a temblarme más y más.
Cuando me
abrazó, sentí calma total. La tibieza de su cuerpo atravesaba los hábitos y me
serenaba el alma. La tomé de la cintura con ambas manos y cerré los ojos,
aguardando por un beso que llegó con una pasión inusitada. Sus sedosas manos
acariciaron mi espalda, hasta que llegaron a mi cola. Asumí que esto era una
forma de darme permiso para hacer lo mismo. No me entretuve mucho tiempo en su
espalda, fui en busca de sus nalgas y me aferré a ellas con determinación.
Tenían la mezcla exacta entre suavidad y firmeza.
―Te amo,
Lucrecia ―me dijo, derritiéndome con su mirada.
―Y yo te amo
a vos, Anabella.
Volvimos a
unirnos en un beso. Era el momento más feliz de mi vida, ya nada podía
arruinarlo. Si algo lo arruinaba, iría personalmente al paraíso a moler a goles
a Dios, Jesucristo y a todos los santos.
La monja
comenzó a girar lentamente, acompañé el movimiento y pronto supe cuál era su
intención. Juntas caímos en la cama, donde el sol del mediodía nos bañaba. No
me importaba que la ventana estuviera abierta, ya que nadie podía vernos en
aquella remota casaquinta.
Poco a poco
me fui acomodando, hasta dejar mi cabeza sobre la almohada. Anabella quedó
tendida completamente sobre mí. Logramos hacer esto sin apartar nuestras bocas
ni por un segundo.
Los besos de
Anabella descendieron lentamente, hasta llegar a mi cuello. Luego retomaron su
camino de regreso hasta mi boca. Continué acariciándole la espalda y las
nalgas, con la ansiedad desbordándome el cuerpo. Quería arrancar sus hábitos y
verla completamente desnuda, pero había prometido mantener la compostura, y eso
haría, aunque me costara la poca cordura que aún me quedaba.
Mi lengua se
enredó con la de la monja y pude sentir sus dedos deslizándose por mi cadera.
Nunca me había sentido tan amada y protegida. Dentro de esa habitación el
tiempo era nuestro, y nada podía dañarnos. Ella se movió un poco, dando lugar a
su mano, la cual se posó en vello púbico. Lo rascó durante unos segundos y
luego bajó, hasta toparse con mi vagina. El primer contacto con mi clítoris, me
electrificó todo el cuerpo. Si bien la noche anterior ya había experimentado el
contacto con sus dedos, la sensación me seguía pareciendo tan maravillosa como
en la primera vez.
Con un único
dedo recorrió mis labios vaginales, siempre tocándome el clítoris con cada
pasada. Comencé a mojarme rápidamente.
―Espero
hacerlo bien ―me dijo con un susurro―. No tengo mucha experiencia en esto…
―Lo estás
haciendo perfecto, Anabella. No tengas miedo, hacé lo que nazca de vos. Seguí
tus instintos. Ya puedo decir que me hiciste la mujer más feliz del mundo.
―Vos también
me hacés muy feliz. Sos la única persona que consiguió opacar mi soledad. Te
agradezco mucho lo que hiciste por mí, y agradezco el día en que te conocí.
Cuando su
dedo se introdujo en mi sexo, volvimos a besarnos apasionadamente. Por
desgracia el beso se rompió, porque empecé a reírme como una tarada.
―¿Qué pasa?
―preguntó la monja, confundida―. ¿Te hice cosquillas?
―No, perdón.
Es que soy una boluda, me puse a pensar en algo…
―¿En qué?
―Bueno, te cuento, sólo espero que no te ofendas. Hay mucha gente
que fantasea con la idea de acostarse con una monja, incluso llegan a pedirle a
sus parejas que usen disfraces eróticos, para emular la fantasía. Pero yo no
necesito hacer eso. Lo tuyo no es un disfraz, sos una monja de verdad, con
hábitos de verdad. Eso me pone cachonda y, al mismo tiempo, me hace muy feliz.
Imagino que no mucha gente tiene la misma oportunidad que yo. Sos la monja más hot del mundo… pero no te lo tomes a mal, no pretendo faltarle el respeto a tus
hábitos.
―Me los puse
por una razón, Lucrecia. Fue justamente la que mencionaste. Lo hice porque yo
lo decidí, así que no lo considero falta de respeto. Quiero que esta ocasión
sea muy especial, para ambas. Me hace sentir bien que digas que te parezco “hot”, nunca tuve la oportunidad de
sentirme de esa forma, con nadie. Me alegra por fin tener esta oportunidad.
―Voy a hacer
todo lo posible porque te sientas hermosa.
Reanudamos el
beso justo donde lo habíamos dejado, con su lengua entrelazada a la mía. Sus
dedos también volvieron a la acción, brindándome un inmenso placer genital. Mi
cuerpo se estremeció. Pero más lo hizo cuando la monja, repentinamente, bajó su
cabeza hasta apoderarse de uno de mis pezones. Comenzó a lamerlo con la misma
pasión con la que me había besado, su lengua era una completa maravilla. Pensé
que si me había dado todos los detalles de lo que hizo con Sor Melina, ésta
debía ser la primera que chupaba una teta. Al menos algo de mi cuerpo sería su
primera vez.
Separé un
poco las piernas y ella metió un segundo dedo en mi vagina. Comenzó a
penetrarme hábilmente con ellos, me sorprendió que mostrara tanta destreza,
pero luego supuse que debía estar haciendo lo que ella misma hubiera hecho al
masturbarse. Me mojé toda al pensar que Anabella se masturbaba de esa forma.
Todos mis
sentidos estaban alertados al máximo, quería absorber cada instante de esta
magnífica experiencia, para no olvidarla nunca. Quería llevarme conmigo cada
beso, cada caricia, cada suspiro, cada aroma… quería llevarme conmigo a
Anabella, y no devolverla nunca más.
―¿Estás
lista? ―me preguntó la monja.
―Sí. ¿Y vos?
―No, para
nada; pero no importa… allá voy.
Acariciando
mi torso con sus manos y rozándome la piel con su boca, fue descendiendo por mi
cuerpo, hasta que su cabeza quedó justo encima de mi entrepierna. Sus dedos se
deslizaron por mi vello púbico, podía sentir la tibieza de su aliento, ella
respiraba de forma agitada, debía estar muy nerviosa. Aguardé en silencio, con
las piernas abiertas.
Anabella miró
fijamente mi vagina y luego se movió como un felino al ataque. Lo primero que
sentí fue su lengua, recorriéndome la almejita de abajo hacia arriba. Luego sus
labios se posaron en los míos, y comenzaron a luchar con ellos. Solté un fuerte
gemido y arqueé la espalda cuando recibí la primera lamida en el clítoris.
―Sí, Anita…
así… ―le dije con pasión.
Mis palabras
la incentivaron ya que sentí más énfasis en su siguiente lamida. Había
experimentado esa sensación con muchas mujeres, pero saber que se trataba de
Anabella, me hacía delirar de placer. Además, cada vez que la miraba, la veía
con su velo de monja, lo cual me daba un morbo inmenso. No podía dejar de
pensar: «¡Estoy teniendo sexo con una monja!», «¡Una monja me está chupando la
almejita!», «¡Es Anabella, la monjita es Anabella!». Todos esos pensamientos me
servían para recordar que no se trataba de ningún sueño, realmente estaba
ocurriendo.
Volvería a
vivir mil veces cada situación mala de mi vida, si supiera que al final me
esperara este hermoso momento con Anabella.
Ella cobró
confianza, sus lamidas se tornaron más pasionales. Al mirar a mi entrepierna
tan sólo podía ver sus ojos de almendras clavados en los míos, y su boquita
prendida a mi peludo conejito. Las cosquillas me provocaban pequeños espasmos y
sacudidas, la punta de su lengua luchaba por meterse en mi huequito; pero no se
detenía allí por mucho tiempo, de a ratos volvía a mi clítoris, y los
escalofríos del placer se hacían más intensos. Con sus chupones comenzó a
provocar húmedos chasquidos, y mis gemidos los acompañaron.
―No sabés
cuántas veces fantaseé con este momento… ―le dije, con la voz agitada.
Ella no me
respondió, pero comenzó a chuparme con más ímpetu, demostrándome que ella
también estaba disfrutándolo… y que pretendía hacerme gozar al máximo.
Para
tratarse de una monja, tenía que admitir que sabía cómo comerse una vagina, o
tal vez era que yo sentía todo el triple de excitante, al saber que era mi
dulce Anabella quien me la estaba comiendo.
Tenía ganas
de entrar en acción yo también, pero me contuve, no quería presionarla; ella
marcaría el ritmo en todo lo que hiciéramos. Me aferré a las sábanas y arqueé
mi espalda, formando un puente de placer entre mi boca, que suspiraba, y la de
la monjita, que no dejaba de succionarme la rajita.
De pronto
ella se detuvo y comenzó a trepar por mi cuerpo, hasta llegar a besarme en la
boca, pude sentir el sabor de mis propios jugos en ella. Tomó mi mano derecha y
la posicionó sobre su cola. Podía sentir la rigidez de sus nalgas debajo de la
tela de la sotana. La acaricié, ella no dejó de mover su lengua, en busca de la
mía. Supuse que me estaba invitando a tocarla, por lo que bajé la mano tanto
como pude, hasta que llegué al borde de la larga sotana. La fui levantando lentamente,
aprovechando para acariciar sus suaves y cálidas piernas. Cuando llegué a
levantarla lo suficiente, volví a acariciar una de sus nalgas, sólo que esta
vez lo hice por debajo de la vestimenta.
A pesar de su
invitación, no me animé a tocar más; me limité a besarla y acariciar su tersa
piel. Ella volvió a poner su mano en mi vagina y comenzó a masturbarme
lentamente.
―Me gustás
mucho, Lucrecia ―dijo separando apenas su boca de la mía―. Sos muy hermosa.
Sus palabras
me gustaron tanto que me animé a ir en busca de aquel tesoro con el que tanto
tiempo había fantaseado.
Sentí su piel
suave y caliente bajo mis dedos, supe que estaba tocándole uno de sus labios
vaginales. Ella me miró fijamente a los ojos, hipnotizándome con su belleza.
Comencé a acariciarla formando pequeños círculos, me emocioné al palpar su
humedad. Sabía que yo era la primera persona a la que ella le permitía tocar
esa zona, por lo que quise darle el tiempo suficiente para que se acostumbrara.
Mentalmente
fui dibujando cada rincón de su sexo, valiéndome de la información que me
brindaban mis dedos. Al pasar por el agujerito pude sentir un calor más
intenso, los jugos manaban de allí dentro en gran cantidad. Me quedé con un
dedo allí, moviéndolo apenas. Sus ojos continuaban clavados fijamente en los
míos, era como si me estuviera abriendo la ventana a su alma. Ver su velo me
recordaba, constantemente, que estábamos haciendo algo prohibido, y eso me
excitaba aún más.
―Estoy lista
―dijo, adivinando mis pensamientos.
―Te amo,
Anabella ―volvimos a besarnos.
Con
delicadeza fui abriéndome camino por el centro de su flor femenina, la cual se
abría permitiéndome el paso. Introduje el dedo hasta la mitad, luego lo retiré.
Ella me penetró con dos de sus dedos, y esto me sirvió de señal para volver a meter
el mío. Luego de quitarlo dos o tres veces más, lo introduje por completo, al
mismo tiempo que ella metía sus dedos hasta el fondo de mi rajita.
Poco a poco fuimos girando en la cama, hasta
que yo quedé arriba de ella, lo que me obligó a quitar mi mano; pero no me
importó, ya que tenía algo más importante en mente. Me deslicé hacia abajo, su
cuerpo estaba totalmente cubierto con la sotana. Comencé a levantarla, una vez
más, desde abajo. Ella mantuvo las piernas juntas, pero flexionadas, facilitándome
la tarea. No revelé su sexo, pero dejé la tela negra al límite. Besé sus
hermosas piernas y luego la miré a los ojos.
―Sos la monja
más sexy que vi en mi vida, no me voy a cansar de decírtelo ―ella sonrió.
―Perdón si
estoy un poco nerviosa, nunca había llegado tan lejos en el sexo.
―Lo estás
haciendo perfecto, Anita. Me dejaste re caliente.
―Qué bueno,
porque yo también estoy muy excitada… de hecho, nunca en mi vida me había
sentido así. Me encantó chupártela, no me imaginé que fuera a gustarme tanto.
Ahora me gustaría que…
―¿Si? ―me
imaginaba lo que me pediría, pero quería escucharlo de su boca.
Giró su
cabeza y cerró los ojos. Luego volvió a flexionar las piernas y las separó.
Usando dos dedos se abrió la vagina, exponiéndola en toda su belleza. Ésta era
sonrosada, con rugosos labios marrones y un hinchado clítoris que sobresalía.
Finos vellos oscuros la coronaban.
―Chupámela
toda, Lucrecia.
No sólo me
impactó la sensual imagen que tenía ante mis ojos, sino también el hecho de que
hubiera pronunciado mi nombre al pedírmelo; era como si me dijera: «Vos y sólo
vos podés chupármela».
Perdí la
compostura y la delicadeza, había llegado a mi límite; no podía resistirlo más.
Me lancé de boca contra esa inexplorada almejita y me aferré a ella como si mi
vida dependiera de ello. Su fuerte sabor a sexo femenino, me embriagó. La monja
estaba sumamente excitada y mojada. Ante el primer chupón que le di a sus
labios, ella soltó un fuerte gemido que recorrió cada rincón de mi ser, para
instalarse eternamente en lo más profundo de mi memoria. Ella apartó sus dedos,
dejándome el camino completamente libre. Volví a repetir la acción y ella soltó
otro gemido. Me di cuenta que había un leve dejo de desesperación en él, como
si no estuviera preparada para sentir semejante estímulo; sin embargo eso no me
detuvo. La recorrí con toda mi lengua, llenándola con mi saliva y disfrutando
de su sabor. Cuando me prendí a su clítoris y comencé a succionarlo, Anabella
arqueó la espalda y comenzó a gemir intensamente. Mientras más fuerte ella
jadeaba, más intensos se hacían mis chupones.
―¡Ay, ay, ay!
Asi… sí. Me gusta, me gusta. Chupala toda, chupala ―exclamó entre suspiros.
Siempre
imaginé que Anabella sería de esas mujeres silenciosas y tímidas en la cama; me
alegraba mucho haberme equivocado, porque escucharla gemir y pedir por más, no tiene
precio. No me voy a cansar nunca de decir que esta monjita es una caja de
sorpresas, y aún cuando creo que ya nada más podrá sorprenderme; hace algo que
me demuestra que aún guarda sorpresas.
Toda mi
concentración se fijó en su vagina, la recorrí con la mirada, con la lengua y
con los dedos. Ella no dejaba de retorcerse, lo que hacía la tarea aún más
entretenida, ya que cada uno de sus espasmos era ocasionado por alguna de mis
acciones.
No pude resistir
la tentación de llevar las cosas a otro nivel. Bajé con la lengua hasta que me
encontré con el agujerito de su culo; ni en mis más locas fantasías imaginé que
Anabella me permitiría hacer eso, aunque yo me muriera de ganas por probarlo.
Sin embargo, me deslumbró con una nueva sorpresa. Ella levantó un poco las
piernas, permitiéndome lamer con mayor comodidad ese huequito prohibido. Fue
una sensación maravillosa, me subió tanto la temperatura que tuve que comenzar
a masturbarme. Al parecer ella lo estaba disfrutando tanto como yo, porque sus
dedos comenzaron a frotar intensamente su clítoris. Estaba en el mayor paraíso
lésbico que pudiera imaginar. No sólo estaba lamiéndole la colita a mi querida
Anabella sino que también estaba viendo, en primer plano, cómo se masturbaba
para mí.
No me olvidé
de su vagina, ocasionalmente le brindé algunas lamidas, recolectando los flujos
que manaban de esa caverna. También la penetré con un dedo mientras mi lengua
regresaba a su asterisco. No quería ser muy invasiva al introducir algo en su
sexo, por lo que me limité a solo dedo; sin embargo este me bastó para explorar
el tibio y carnoso interior de su cuevita sexual.
Me entretuve
un buen rato con eso, y luego me puse de rodillas en la cama. Ella me miró,
tenía el velo un poco desviado hacia la derecha, algunos mechones de cabello se
asomaban, aplastándose contra su cara transpirada. Estaba roja y respiraba de
forma agitada.
―¿Querés
estar más cómoda? ―le pregunté―. Ya podés sacarte la sotana.
―Ayudame ―me
dijo, sentándose en la cama y levantando los brazos.
Saqué la
sotana por encima de su cabeza, y admiré todo su cuerpo al desnudo. Sus grandes
y redondas tetas brillaban por las gotas de sudor, y sus pezones estaban
erectos.
―Dejate
puesto el velo ―le pedí. Ella sonrió y se lo acomodó lo mejor que pudo.
Volvimos a
besarnos con pasión, y nuestros cuerpos sudados se amalgamaron. Nuestras
piernas quedaron intercaladas, por lo que mi sexo rozaba contra una de las
suyas, y el suyo contra una de las mías. Nos quedamos un buen rato en esa
posición, comiéndonos las bocas y frotándonos la una contra la otra. Besar a
Anabella no se comparaba con nada que hubiera experimentado, y sumarle el hecho
de que ambas estábamos excitadas y completamente desnudas, me ayudaba a creer
que sí existe la verdadera felicidad; y que ésta no se encuentra en un sitio
específico, sino en la compañía de la persona adecuada.
Cuando me
aparté de ella la tomé de las piernas y se las levanté, obligándola a acostarse
otra vez. Me senté sobre su sexo, como si fuera un jinete en un caballo.
―Ahora sí te
voy a coger de verdad, mi amor ―le dije.
Comencé a
menear la cadera con fuerza, provocando el húmedo roce entre mi vagina y la
suya. No pasó mucho tiempo hasta que comencé a sentir un intenso placer localizado
en mi clítoris y expandiéndose a todo mi cuerpo. Ella, a pesar de su posición,
también colaboró todo lo que pudo con los movimientos; pero el mejor aporte que
pudo hacer fueron sus gemidos.
―Me gusta
mucho, Lucrecia. No pares.
No sólo no me
detuve, sino que comencé a moverme con mayor ahínco. El jugo seguía manando de
nuestras rajitas, haciendo más fácil el roce. Poco a poco la posición de
nuestras piernas fue cambiando, hasta que las dos quedamos acostadas de lado en
la cama, en la clásica posición lésbica conocida como “tijereta”. Esto nos
permitió un movimiento más cómodo a las dos, y la fricción se incrementó
considerablemente. Sus gemidos ya no eran los únicos retumbando dentro de la
habitación, los míos comenzaron a hacerle coro. Anabella se aferró con fuerza a
una de mis piernas y yo hice lo mismo con una de las suyas, pegamos aún más
nuestras vaginas y comenzamos a sacudirnos como posesas. Sabíamos que el final
se acercaba, tanto sus jadeos como los míos se estaban volviendo cada vez más
desesperados, anunciando un inminente orgasmo.
Contra toda
expectativa, la primera en acabar fui yo; noté que mi rajita expulsaba más
jugos y que éstos se esparcían sobre la de Anabella. No dejé de moverme, aunque
en realidad tampoco podía hacerlo; todo mi cuerpo temblaba. Poco después noté
que la monja también había llegado al clímax; ya que su cuerpo se estremeció,
los gemidos murieron ahogados en su garganta y, repentinamente, se quedó
quieta.
Permanecimos
inmóviles durante unos segundos, sin separar nuestras húmedas vaginas, mientras
recuperábamos el aliento. Toda la cabeza me daba vueltas, aún no podía creer
que hubiera tenido sexo con Anabella; pero más me sorprendía que éste hubiera
superado, con creces, mis más optimistas expectativas.
Unos minutos
más tarde me moví en la cama hasta quedar junto a ella. Nos dimos un rico beso,
y la envolví con mis brazos. Esta vez fue ella la que usó mis tetas como
almohadas.
―¿Cómo te
sentís? ―le pregunté, sin dejar de abrazarla.
―Rara.
―¿Rara en qué
sentido?
―En el buen sentido.
―¿La pasaste
bien?
―La pasé más
que bien. Todo fue mucho más hermoso de lo que me imaginaba. El saber que
disfruté tanto me va a ayudar mucho a no sentirme tan culpable más adelante.
―Me alegra
que así sea. Además no considero que debas sentirte culpable por nada. El sexo,
cuando hay amor de por medio, es una de las experiencias más hermosas de la
vida. Ni siquiera Dios puede discutir eso.
―Es verdad, y
si lo hiciera, me enojaría mucho con él. No hice esto por simple calentura, lo
hice por amor.
―Me vas a
hacer llorar, Anabella.
―No llores,
porque si lo hacés, yo también me pongo a llorar.
―Voy a hacer
mi mayor esfuerzo ―le aseguré, mientras le retiraba el velo para poder
acariciar su cabello. .
―¿Te puedo
contar una cosa? Se me cruzó algo por la cabeza, pero a vos te va a parecer una
estupidez.
―Te prometo
que no, Anita. Decime, ¿qué pensaste?
―Tengo la
sensación de haber perdido la virginidad.
―¿Qué? ¿De
verdad? ―la miré con una amplia sonrisa―. Me pone muy feliz escuchar eso.
―Sé que
realmente no era virgen antes de acostarme con vos, al menos no en un sentido
físico… tal vez emocional tampoco, luego de lo que pasó con Sor Melina, pero…
―No tenés que
explicarlo, Anabella. Sé perfectamente cómo te sentís. La primera vez que sentí
que mi virginidad se desvanecía, fue cuando me acosté con Lara. Yo tampoco era
virgen, en el sentido físico. Además también había hecho algunas cositas, con
Tatiana por ejemplo; pero no fue el acto sexual completo.
―Claro, así
mismo me sentí yo. Esta vez pude hacerlo de forma voluntaria y completa. Quedé
satisfecha, y mi pareja también. ¿No es cierto?
―Nunca voy a
quedar satisfecha de vos, Anita, siempre voy a querer más ―le di un beso en la
mejilla―; pero sexualmente, sí, puedo afirmar que estoy más que satisfecha. Además
me encanta saber que sentís que ésta fue tu primera vez real. Desde que empecé
a sentir algo por vos, quise que tu primera vez fuera conmigo. Por eso me dolió
tanto escuchar lo de Sor Melina, pero ahora ya veo las cosas desde otra
perspectiva. Al fin y al cabo, lo que vos hiciste con ella es muy parecido a lo
que hice yo con Tatiana.
―¿Y qué fue
lo que hiciste, exactamente, con Tatiana?
―Nos metimos
mano en los vestuarios de la universidad.
―Ustedes
están locas.
―Mucho, pero
fue algo muy lindo, y me sirvió mucho para despertarme sexualmente. Nosotras
sólo usamos los dedos, ella me tocó a mí, y yo a ella. Pero nunca llegamos a
usar nuestras bocas. Vos sí lo hiciste, pero Sor Melina nunca llegó a tocarte a
vos. Por eso es entendible que no lo hayas sentido como tu primera vez.
―Sí, esa
sería la explicación… en un sentido superficial.
―Perdón, sé
que a veces puedo ser algo superficial.
―No pasa
nada. Lo que dijiste es cierto, pero yo agregaría otras cosas.
―¿Cómo
cuáles?
―Como la
predisposición, las emociones, el significado de cada acto. No es lo mismo
hacerlo por curiosidad o a modo de “prueba”, que hacerlo de corazón,
entregándose completamente a la otra persona. Para mí eso es perder la
virginidad, al menos la emocional. Entregarse completamente a otra persona y
compartir un momento sexual muy íntimo. Eso hice con vos, y nunca lo había
hecho con nadie, por eso considero que ésta fue mi primera vez.
―Sos muy
dulce, Anita. Te amo.
―Y yo a vos,
Lucrecia.
Nos quedamos
un rato más en la cama, abrazadas, sin decir nada. Nunca había sentido tanta
paz y felicidad en un mismo momento.
*****
Anabella
propuso que nos demos un baño, y eso fue lo que hicimos, juntas. Fue una ducha
rápida, en la que hubo algunas caricias y besos, pero no llegamos al contacto
sexual. Tampoco tenía ganas de hacerlo, mi ansiedad por acostarme con ella ya
se había disipado. Podía disfrutar de su cuerpo desnudo, sin necesidad de
desearla en un sentido sexual.
Luego nos
cambiamos, le presté algo de ropa interior nueva, sin usar, que había traído.
Ella se sorprendió que, a pesar de mi impulsivo planeamiento del viaje, hubiera
venido tan bien preparada. Le aseguré que siempre dejaba ropa interior sin uso
en un cajón, por cualquier tipo de emergencia. Como por ejemplo: un viaje
exprés, con una monja, a una casaquinta en el medio de la nada.
Nos sentamos
a comer unos sándwiches y reanudamos la conversación que habíamos tenido en la
cama.
―Hay muchas
cosas de tu vida que nunca pudiste contármelas ―dijo Anabella―, como por
ejemplo lo de Tatiana. Sé, por sospechas o por pequeñas cositas que me
contaste, que tuviste muchas otras andanzas. Ahora que me siento más cómoda
hablando de sexo, me gustaría que me las contaras.
―Me da un
poco de miedo hacerlo.
―¿Por qué?
―Porque no
quiero que me juzgues.
―Sabés muy
bien lo que pienso sobre juzgar a la gente. Quedate tranquila, que no lo voy a
hacer con vos. Solamente me gustaría conocerte un poco mejor, y siempre noté
que querías contarme estas cosas, pero no podías hacerlo.
―Sos muy
perceptiva. Siempre quise compartir todo con vos.
―Ahora podés
hacerlo.
―Bueno, a
ver… ¿qué te puedo contar? Tuve sexo con una desconocida, en la discoteca en la
que trabajo. Lo hicimos ahí mismo, en uno de los cubículos ―sus ojos se
abrieron mucho―. Anabella, si esto ya te sorprende… mejor ni te cuento todo lo
que hice después.
―Dios mío. Mejor
hacelo, pero de forma rápida, para que pueda digerir todo. Luego me contarás
los detalles.
―Está bien.
Esa no fue la única desconocida con la que me acosté. Una vez tuvimos sexo, Lara
y yo, con una chica que conocimos en Afrodita; pero eso no fue todo, sino que
además conocimos dos señoras maduras, muy adineradas, que nos invitaron a su
casa. Allí hicimos un intercambio de parejas ―la monja estaba tan estupefacta
que ni siquiera podía masticar―. ¿Después qué más? ¡Ah, sí! Conocí a Lara
Edith, una amiga a la que quiero un montón. Pero cuando la conocí yo no era su
amiga. La invité a mi casa y me acosté con ella. La manipulé un poquito, me
sentí mal por eso, pero por suerte ella se lo tomó muy bien.
―Qué miedo me
das, Lucrecia.
―Esperá,
porque eso no es todo. Poco después conocí a Samantha, a ella ya la habrás
visto en la universidad, es una pelirroja preciosa.
―¿También te
acostaste con ella?
―Sí, y luego
hicimos un trío con Lara.
―¿Trío? ¿O
sea… las tres juntas?
―Sí ―me reí,
la pobre Anabella parecía estar viendo una película de terror―. Tuvimos sexo
las tres juntas, en la misma cama. ¡Pucha! Me olvidé de Tatiana. ¿Cómo pude
olvidarme de ella? Debe ser que al vivir conmigo, ya tengo tan incorporado todo
lo que pasó, que ni siquiera pienso en ella. Un poco después de los toqueteos
en el vestuario, fui a un hotel con Tatiana, la pasé de maravilla. Esa morocha
es excelente en la cama.
―Me imagino
que deben tener mucho sexo, al vivir juntas. Además ella tiene tantas fotos y
videos tuyos, que me lo imaginaba.
―Sí, aunque
te digo la verdad, no siempre tenemos sexo. Intentamos dejar eso para cuando
tenemos muchas ganas. A ella le gusta el sexo sin compromisos.
―Estoy
realmente sorprendida. O sea, sabía que habías tenido sexo con varias mujeres,
pero… ¿Intercambio de parejas? ¿Tríos?
―Orgías.
―¡¿Qué?! ―la
monja dio un salto en la silla―. ¿Estuviste en una orgía? ―asentí con una
sonrisa libidinosa―. Ya me estoy arrepintiendo de haberte pedido que me
cuentes. Por Dios, Lucrecia. Esto es demasiado. Me siento la mujer más pecadora
del mundo, porque tuve sexo con vos una vez… y vos me salís con esto. Me hacés
sentir virgen e inocente, otra vez.
―Si querés
dejo de contarte.
―N… no, ahora
ya empezaste. Prefiero saber todo.
―Bueno, la
primera orgía fue… ―vi que ella volvía a abrir los ojos, y estaban a punto de
saltar fuera de órbita, comencé a reírme.
―¿Qué pasa?
―Era broma,
Anita…
―¿Era broma
que estuviste en orgías?
―No, eso sí
es cierto. Pero estuve en una sola. No en muchas.
―¿Por qué
será que el chiste no me causa gracia?
―Qué mala, yo
sólo quería relajarte un poquito.
―No lo
lograste. Una sola orgía me sigue pareciendo demasiado. ¿Cuándo fue?
―El día de mi
cumpleaños.
―¿Qué? Pero
yo estuve el día de tu cumpleaños…
―Sí, y te
fuiste justo antes de que nos empezáramos a quitar la ropa. Si te quedabas un
ratito más, hubieras terminado en la cama con nosotras ―estaba pálida―. La
hubieras pasado muy bien.
―Hubiera
salido corriendo. No estaba dispuesta a tener sexo con mujeres por aquel
entonces.
―Decíselo a
Jorgelina.
―¿A quién?
―Una de mis
amigas, la tetona… la tetona que es Tatiana. Ella no es lesbiana, ni siquiera
siente atracción por las mujeres, pero esa vez no se pudo resistir. Cayó ante
los poderes de seducción de Samantha… y Edith ayudó bastante también. Se
terminó uniendo a la “fiestita” y la pasó muy bien. ¿Quién sabe? Tal vez vos
también te nos hubieras unido.
―Ni loca. Se
nota que no me conocés.
―Te estoy
tomando el pelo, Anita. Sé que no lo hubieras hecho… pero puedo fantasear con
la idea…
―Tus
fantasías son peligrosas. ¿Qué más hay, después de la orgía?
―No mucho que
sea destacable. Pero sí puedo decirte que una vez fui a un club muy particular,
donde tuve sexo con una rubia muy bonita… lo hicimos delante de un montón de
gente.
―Ahh…
bueeeeno… ―estaba desencajada―. ¿Delante de un montón de gente? ¿Y cuánto es
“un montón”?
―No lo sé, el
club estaba bastante oscuro. Pudo haber treinta, cuarenta personas. Tal vez
más.
―¿Por qué
pregunté? ¿Por qué te pedí que me contaras todo esto? ―dijo agarrándose la
cabeza con ambas manos―. Soy una estúpida… debí imaginarme que había algo así.
―¿Sentís algo
diferente hacia mí? ―esta vez estaba un poco asustada.
―No, no.
Hacia vos sigo sintiendo lo mismo. Después de todo sos la misma Lucrecia de
siempre. Sólo me cuesta asimilar todo esto. Ni siquiera me puedo imaginar en
situaciones parecidas a las que me contaste.
―Tengo la
sensación de que te arrepentiste en serio de haber preguntado.
―No, de
verdad que no. Lo dije sólo porque me cuesta… pero no me arrepiento. Prefiero
saber la verdad. Prefiero saber cómo sos y qué viviste. Aunque no te voy a
negar que, al mismo tiempo, me duele un poquito.
Me conmovió
el brillo de sus ojos, parecía una cachorrita a la que habían regañado,
intentaba lucir adorable y simpática, para recibir un poco de cariño; pero a la
vez estaba apenada por haber sido lastimada.
―¡Ay! Me
parte el alma verte así, Anita. ¿Por qué te duele? Sé sincera.
―Porque
viviste muchas cosas intensas, con muchas mujeres. Imagino que todas esas
experiencias serán muy memorables, y siento que yo no puedo ofrecerte ni la
cuarta parte de lo que ya hiciste; yo no puedo competir contra todo eso.
Me quedé
pasmada. ¿De verdad ella me amaba tanto? No podía sentir otra cosa que
adoración y felicidad.
―Anita, es
cierto que disfruté de todo eso, para mí fueron momentos maravillosos. Pero por
encima de todo eso combinado, te prefiero a vos ―tomé su mano―. Estar con vos
es lo más intenso que experimenté. Vos sos lo mejor que me pasó en la vida.
―¿Lo decís de
sinceramente? ―parecía estar a punto de llorar.
―Muy
sinceramente. Dejaría toda esa vida, si supiera que voy a tenerte siempre a mi
lado.
De pronto
volvió a entristecerse. Analicé lo que había dicho, y la forma en que lo hice,
porque tenía miedo de haber metido la pata otra vez.
―¿Qué pasó?
―le pregunté, cuando no encontré la respuesta.
―Agradezco
que seas honesta conmigo, y que me quieras tanto, Lucrecia. Pero tengo miedo de
que te estés haciendo demasiadas ilusiones. Me da la impresión de que, en tu
cabecita, ya estás pensando que esto va a ser algo definitivo y permanente,
cuando en realidad yo todavía no decidí nada.
―Me
confundís, Anabella. Antes me decías que mi problema era que no pensaba en el
futuro, en las consecuencias; ahora me decís que el problema es que hago planes
a futuro…
―¿Y no los
hacés?
―No, porque
sé que no debería. No quiero presionarte en nada. Todo lo que hicimos fue
hermoso, y me encantaría que se repitiera; pero sólo si vos estás de acuerdo.
Solamente te pido que, mientras estemos acá, vivamos las cosas a mi manera: un
día a la vez, un momento a la vez. Dejá el futuro de lado, por estos días, y
disfrutá del presente… sin compromisos.
―Gracias,
Lucrecia. Me tranquiliza mucho escuchar eso. Por un momento creí que ya estabas
pensando que íbamos a ser pareja, o algo así.
―No, para
nada, Anita. Solamente pensaba que el día en que nos casemos, tenés que usar un
vestido negro, como tus hábitos.
―¡Lucrecia!
―me dio un golpecito en la mano, a la vez que sonreía.
―Vamos a
hacer la fiesta en Afrodita. Yo me encargo de la lista de invitados, y vos andá
pensando en la decoración.
―Sos tremenda
―se abalanzó sobre mí y me besó en la boca.
―Espero que
no me dejes planeando toda la boda a mi sola, eso sí me va a molestar.
―Hablando de
molestias, no me gustaría usar un vestido negro ¿puedo cambiarle el color?
Me di cuenta
de que me estaba siguiendo el juego, y me encantaba.
―¿Qué tiene
de malo el negro? Es un color que a mí me gusta mucho, además… tus hábitos.
Todo negro con detalles en blanco, sería hermoso.
―¿No se
supone que los vestidos de boda deben ser blancos? O al menos de colores
claritos.
―Prefiero
algo más original.
―¿Y de qué
color va a ser tu vestido?
Se la veía
feliz, aparentemente ella nunca había tenido una amiga con la que pudiera jugar
a planificar su boda ideal. Parecía una quinceañera soñadora, me causaba mucha
ternura verla así.
―Cualquiera,
menos blanco. Por culpa de mi madre le agarré cierto asco al blanco. Ella
siempre quería que me vistiera de ese color, y la mayoría de los muebles de mi
casa eran blancos. Según ella, el blanco es un símbolo de pureza, pero el día
en que yo me case no quiero simbolizar la pureza; quiero simbolizar, no sé…
―¿Rebeldía?
¿Cómo con tu drástico cambio de look?
―Tal vez…
Seguimos
planeando nuestra hipotética e imaginaria boda durante un buen rato, luego la
conversación se decantó hacia otros temas triviales. Me encantaba conversar con
ella, tenía la sensación de que no importaba cuánto tiempo pasáramos juntas,
siempre tendríamos algún tema interesante para hablar o, tan solo, compartir un
lindo momento. Sin intenciones de parecer presumida, puedo decir que hacemos la
pareja perfecta.
Luego de haber
comido algo rápido, me encontraba limpiando la mesada de la cocina, Anabella me
abrazó por detrás y me besó el cuello. Aún estábamos completamente desnudas, el
roce tibio de su cuerpo, electrificó el mío. Adoraba sentir sus grandes pechos
contra mi espalda, y la forma en la que sus manos acariciaban mi vientre.
―Me encanta
que seas tan cariñosa ―aseguré―. Por un momento tenía miedo que lo que hicimos
quedara solamente en eso, y nada más.
―Quiero
aprovechar para aclarar una cosa ―su voz suave me endulzaba el oído―. Sé que
tengo obligaciones con Dios, sé que no debería haber hecho lo que hice, y sé
que no debería haber utilizado los hábitos; sin embargo eso no quiere decir que
me arrepienta, al menos no de momento. Tal vez quede como una egoísta o una
presumida que sólo busca justificarse, pero esto es lo que siento: dediqué mi
vida a servir a Dios, y se la voy a seguir dedicando; por eso considero que
merezco un momento para mí, así sean unos pocos días de libertad, para
experimentar algo hermoso ―su mano derecha bajó hasta mi pubis y acarició mi
vello―. Estos días son para nosotras. Tal y como le dije a Dios, esto es algo
entre vos y yo, Lucrecia. Espero que aceptes que, luego de estos días, las
cosas deberán volver a la normalidad.
―¿Y durante
estos días? ―estábamos en la tarde de nuestro segundo día, aún nos quedaban dos
más por delante.
―Vamos a
dedicarlos a hacer lo que queramos, la única regla es que ambas estemos de
acuerdo.
―Entonces, si
quiero hacer algo con vos ¿sólo debo preguntarte?
―No hace falta
que me preguntes siempre, quiero que te sientas libre, confío en vos; sé que
nunca me forzarías a hacer algo que no quiero. Pero me gustaría gozar de la
misma libertad ―sus dedos llegaron a mi clítoris y comenzaron a masajearlo―. Ya
estás mojada otra vez. Me agrada saber que consigo excitarte con tanta
facilidad.
―Me mojé
apenas me apoyaste las tetas en la espalda... y con los besos en el cuello,
terminé de derretirme.
―Se ve que te
gustan mucho mis tetas.
―Todo tu
cuerpo me encanta; pero sí, tal vez tus tetas sean lo que más me gusta ―ella
meneó levemente sus pechos, acariciándome la espalda con ellos―. ¿Y cuál es la
parte que más te gusta de mi cuerpo?
―Tu cola.
―¿De verdad?
A mí no me parece tan buena, he visto mejores ―pensé en Lara, definitivamente ella
tenía el mejor culo que había visto en mi vida.
―No sabría
decírtelo, no acostumbro mirarles la cola a las chicas. Sólo puedo decir que la
tuya me gusta mucho.
Con su mano
izquierda me apretó una nalga, luego, sin previo aviso, se agachó detrás de mí.
Comenzó a darme suaves besos en la cola, me apoyé en la mesada y separé un poco
las piernas. Casi al instante pude sentir la lengua de Anabella recorriendo mi
vagina, aún se me hacía raro saber que era ella quien me la lamía. La mayor
sorpresa llegó cuando su lengua llegó a tocar el agujerito de mi cola, solté un
pequeño suspiro.
―¿De verdad esto
te gusta tanto? ―preguntó.
―Sí, me
vuelve loca.
―A mí me
gustó cuando me chupaste ahí… no imaginaba que se sentía tan rico ―mientras
hablaba sus dedos acariciaban mi vagina―. Quiero brindarte a vos esa misma
sensación.
Volvió a
lamer mi culo, pero esta vez dejó su lengua allí. La movió para todos lados y
suspiré al gozar de ese agradable cosquilleo. Luego comenzó a utilizar toda su
boca, brindándome un inmenso placer. Mientras me lo chupaba, introdujo dos
dedos en mi vagina, y comenzó a masajearla desde adentro. Tuve que apoyarme
mejor en la mesada, para poder sostener mi cuerpo, porque mis piernas se
estaban debilitando.
Luego de
haberme lamido el culo durante un buen rato, se paró a mi lado y posó sus
labios en mi cuello. La busqué con mi boca y comenzamos a besarnos. En ese
momento sentí sus dedos, hurgando entre mis nalgas. Supe lo que iba a hacer, mi
forma de decirle que siguiera adelante fue buscando su almejita, con mi mano
izquierda, y comenzar a masturbarla.
Anabella me
metió un dedo en el culo, lo hizo tan bien que sólo le bastó con sacarlo una
vez y volver a introducirlo, para lograr meterlo completo. También debía tomar
en cuenta que luego de tanto jueguito por detrás, mi culo ya debía estar
acostumbrado a esas cosas.
No dejamos de
besarnos en ningún momento, nuestros gemidos morían dentro de la boca de la
otra. Metí un dedo en la vagina de Anabella y poco después introduje uno más.
Ella tomó esto como una invitación para meterme dos dedos en la cola. El placer
anal se extendió por todo mi cuerpo y se rompió en suspiro. Este proceso se
repitió varias veces, ya que ella comenzó a darme con más fuerza. Debido a
esto, tuve que dejar de besarla, sin embargo nos quedamos mirándonos fijamente
a los ojos, mientras nos dábamos placer mutuamente.
Poco a poco
ella fue reduciendo el ritmo, permitiéndome a mí bajar las pulsaciones. Cuando
mi respiración se normalizó, sacó los dedos.
―Me encanta
esto ―aseguró―, pero no sigo porque me da miedo lastimarte.
―Está bien,
lo entiendo ―dije, luego le di un corto beso en la boca.
―Además…
quiero que te mantengas caliente, para más tarde ―me guiñó un ojo.
―Teniéndote
cerca, totalmente desnuda, es imposible que se me baje la temperatura. Si tuviera
fiebre, vos serías mi perdición.
―Me gusta que
digas esas cosas ―pasó un dedo por mi rajita.
―Y a mí me
encanta que seas tan cachonda. Sinceramente no me lo esperaba.
―Bueno, si
voy a dejar mi lujuria salir; al menos lo voy a hacer bien. ¿Por qué pecar a
medias?
―Me resulta
raro escuchar eso viniendo de vos ―comenzamos a caminar hacia el comedor, me
dolía un poco el culo, pero me sentía muy bien―. ¿No es que la lujuria es uno
de los siete pecados capitales?
―Sí, pero
considero que lo malo es no controlarla. Es como la gula. Comer no es pecado,
hacerlo en exceso, sí lo es.
―¡Uf!
Entonces yo voy mal…
―Estás muy
delgada como para que la gula sea un problema en vos; y por todo lo que me
contaste, me imagino que te referís a la lujuria.
―Sí, desde
que me “desperté” sexualmente, me cuesta horrores controlarme.
―No voy a
juzgarte, Lucrecia. No quiero pasar el resto del fin de semana dándote
sermones. Si vos querés, hablamos de eso en otro momento y prometo ayudarte
todo lo que pueda. Pero mientras estemos acá, me gustaría que no controlaras
demasiado esos impulsos sexuales.
―¡Ay!
Definitivamente amo tu nueva actitud, Anabella ―me abalancé sobre ella y le di
un fuerte beso.
―No te
acostumbres demasiado, es momentánea.
―Sí, lo sé.
No quiero hablar de eso ahora, mejor preocupémonos por aprovechar estas “vacaciones”.
Ella se sentó
en un sillón, y yo me senté sobre ella. Nos pusimos a conversar sobre temas
diversos, sin demasiada importancia; lo importante era estar juntas. Ella dio
varios mordiscos a mis pezones y me acarició la vagina en más de una ocasión;
me fascinaba que me toqueteara tanto, como si yo fuera su muñequita sexual.
*****
Más o menos
una hora más tarde, nos sentamos a tomar mates en el frente de la casa,
completamente desnudas. Me costó un poco convencer a Anabella de que saliéramos
sin ropa. Tuve que mostrarle que nadie podía vernos, ya que Rodrigo había
cercado toda la propiedad con un alto tapial, el cual a su vez poseía una
tupida enredadera. Resultaba evidente que mi amigo había hecho construir ese
sito especialmente para poder andar sin ropa, haciendo lo que quisiera, en
cualquier rincón de la propiedad.
Nos sentamos
en dos cómodos sillones, y ella comenzó a cebar sus ricos mates. Al principio
pareció estar un poco nerviosa, pero de a poco comenzó a relajarse; incluso
llegó a separar considerablemente las piernas, exponiendo su hermosa y peluda
vagina.
―No pretendo
ser impertinente ―le dije a Anabella, eligiendo muy bien las palabras―, pero
tal vez este sea el momento justo para que me ilustres un poco mejor cómo es tu
intimidad sexual. Especialmente después de que yo te conté de la mía. Sé que en
realidad no tenés vida sexual, propiamente dicha; básicamente vivís a paja,
pero igual me gustaría que me contaras.
Inmediatamente
supe que hablé de más. La monja clavó sus severos ojos color miel en mí, sus
angulosas cejas se fruncieron en el centro y su boca se transformó en una
delgada línea; temí por mi vida.
―Anabella, te
recuerdo que el asesinato es pecado.
―Es muy tarde
para que me estés recordando qué es pecado y qué no.
―Perdón, te
juro que intenté decirlo de la mejor forma posible… pero ya sabés que tengo la
lengua más rápida que el cerebro. No pretendí ofenderte.
―Si querés
que te perdone la vida, vas a tener que hacer algo por mí.
―¿Qué cosa?
Separó un
poco más sus piernas y se dio una palmadita en la vagina, sus ojos se llenaron
de lujuria, al igual que su sonrisa. ¿De dónde había salido esa mujer y qué
había hecho con la monja?
―¿Me estás
pidiendo que te la…?
―Menos
charla, y más acción ―me quedé petrificada, nunca la había visto comportarse de
esa manera―. Vamos, ¿qué estás esperando, nena? ¿Me la vas a chupar o no?
―Anabella…
¿tengo que llamar a un exorcista?
―No, me estás
poniendo impaciente. Ya te dije lo que tenés que hacer… y no veo que lo estés
haciendo. Siempre la quisiste, Lucrecia; ahora que te la estoy ofreciendo ¿no
la querés?
―Es que…
―Es que,
nada. Vení.
Con dos dedos
separó los labios de su vagina, exponiendo más su clítoris.
Dejé toda mi
incertidumbre de lado, la oferta era demasiado buena como para rechazarla. Me
puse de rodillas en el piso y gateé hasta ella. Sin muchos preámbulos, comencé
a chuparle toda la rajita. Me bastó con posar los labios para darme cuenta de
que ya la tenía mojada.
―Así me gusta
―dijo, dándome palmaditas en la cabeza.
Miré hacia
arriba, sin dejar de chupar y me encontré con la radiante sonrisa que tan
característica era en Anabella. Al parecer la dulce monja había vuelto.
―¿Qué fue
todo eso? ―pregunté apenas separando la boca de su vagina.
―¿Acaso no lo
entendés? Si querés saber algo nuevo de mi vida sexual, entonces me la tenés
que chupar… o acostarte conmigo. Muchas veces dije que mi vida no gira en torno
a vos, y eso es cierto; pero en lo referente a mi vida sexual, bueno… vos sos
mi vida sexual, Lucrecia.
Sus palabras
me conmovieron tanto que comencé a chuparle la rajita con mayor intensidad,
brindándole todo el placer que me fuera posible.
―¡Ahh! Esto
sí es vida ―exclamó Anabella, soltando un fuerte suspiro. Con una mano removió
mis cabellos―. Tengo que admitir que me está empezando a gustar tu nuevo corte
de pelo… y el negro no te queda tan mal ―soltó un dulce gemido cuando yo le di
un fuerte chupón en el clítoris―. Gracias por todo, Lucrecia; realmente la paso
muy bien con vos.
Me pregunté
si las nuevas experiencias sexuales le ayudarían a recapacitar y a dejar los
hábitos de una vez por todas; pero no quería incomodarla con otra de mis
preguntas. Me concentré en succionarle el clítoris y sorber los jugos sexuales
que manaban de su manantial.
―Ahora que te
estás portando bien conmigo, hay una cosita que sí puedo confesarte ―me dijo,
acariciándome la cabeza―. Por supuesto, tiene que ver con vos. Bueno, en
realidad son dos cositas, que se conectan. ¿Te acordás del día en que me
compraste ropa? ―Asentí con la cabeza, manteniendo toda su vagina aprisionada
entre mis labios―. Esa vez nos abrazamos en tu auto y yo… me excité, por culpa
de los besos que me diste en el cuello. Nunca antes me habían hecho algo así.
Tal vez también recuerdes que esa vez te envié una foto, en ropa interior
―volví a asentir―. No tenía pensado mandártela hasta que vos lo sugeriste; pero
cuando lo hiciste, la calentura volvió. El mostrarte cómo me quedaba la
colaless fue una excusa perfecta; admito que me estaba engañando a mí misma,
porque en realidad yo quería que me vieras. Esa misma noche, me masturbé,
imaginando que vos lo estabas haciendo, mientras mirabas mi foto ―me excité y
me conmoví mucho al saber eso; de no tener su vagina en la boca, ella me
hubiera visto sonreír―. Por supuesto al otro día vino la culpa, y me machacó la
cabeza a golpes. Tuve que empezar a convencerme a mí misma de que vos no me
gustabas, y que no me excitaba al ver tu cuerpo. Sin embargo, tiempo después,
esa absurda satisfacción que me da sentirme deseada, me hizo cometer una
locura. Ahí va mi verdadera confesión: Me saqué una foto de la vagina y te la
envié.
―¿Qué? ―tuve
que dejar de chupar, me quedé mirándola atónita.
―Sí. Nunca
supe si realmente te llegó; pero imagino que sí. ¿Nunca te llegó una foto de
una vagina y no supiste de quién era?
―De hecho…
sí. Una vez, me la mandó Tatiana, diciendo que se trataba de una admiradora
secreta ―Anabella sonrió y levantó las cejas un par de veces. Miré su rajita
velluda e hice memoria, se parecía mucho a la que recibí―. ¡No te lo puedo
creer! ¿Eras vos?
―Te estoy
diciendo que sí, Lucrecia.
―Me quiero
morir ―apoyé la frente en una de sus piernas, con un gesto teatral exagerado―.
Perdí esa foto… no la tengo más. ¡La primera y única foto de tu conejito… y yo
la perdí! ¡Me quiero matar!
―No te
alteres tanto, Lucrecia. Si querés otra, podés sacarla. No me molesta que la
tengas… eso sí, que no se me vea la cara.
―¿De verdad,
Anita?
―Sí… al fin y
al cabo ya hice todo el proceso mental, y todos los rezos a Dios necesarios,
para expiar la culpa por habértela mandado. Hagamos que todo eso no sea en
vano, y sacale una foto. ¡Pero una sola!
―Con una me
basta y me sobra. Pero… ¿cómo hiciste para mandársela a Tatiana sin que sepa
que fuiste vos?
―Porque podré
a veces podré hacer locura; pero soy precavida. Mejor dicho, paranoica. Sí
quería enviarte la foto, pero no podía permitir que alguien la asociara
conmigo. Por eso fui a comprarme un chip para celulares, que salen re baratos.
Mi primera idea fue mandarte la foto directamente a vos; pero soy súper
paranoica. Me imaginé que podrías sospechar de mí, porque yo tengo tu número de
teléfono. Sin embargo no había razón para que vos sospecharas que yo tengo el
número de Tatiana. Preferí que dos personas me vieran la vagina y no supieran
de quién era, antes de que lo hagas vos y pudieras asociarla conmigo.
―Anabella, no
me hubiera dado cuenta nunca en la vida que eras vos, por más que me hubieras
mandado la foto directamente.
―Puede ser,
pero prefería no correr el riesgo. Ya te lo dije, Lucrecia, puedo llegar a ser
muy paranoica. ¿Por qué te creés que me daba tanto miedo que la gente te viera
tan seguido en el convento?
―Sí, recuerdo
que te quejaste de eso más de una vez. ¡Pará! ¿Y vos de dónde sacaste el número
de Tati?
―Eso fue lo
más fácil. Ella está anotada como voluntaria, en los registros del convento. Se
les pide el nombre, el teléfono y la dirección; por si se los necesita para
algún trabajo. Solamente tuve que buscarla por su nombre de pila, es la única
Tatiana. ¿Sabías que no había ninguna Lucrecia en los registros de voluntarios?
―Esteeee…
emm…¿será porque a Lucrecia nunca se le informó que podía anotarse?
―¿O porque
ella nunca lo sugirió? Pero bueno, desde ese día sí figurás en los registros.
―¿De verdad?
―Sí, yo te
agregué. Lo hice porque si alguien llegaba a preguntar por qué pasabas tanto
tiempo dentro del convento, al menos tenía eso como respaldo; podía decir que
estabas haciendo trabajo voluntario.
―Bueno… iba
voluntariamente, eso tiene que contar, de alguna forma. Sinceramente me dejás shockeada, Anabella. Nunca te creí capaz
de hacer algo así.
―Ni yo
tampoco. De verdad la pasé muy mal después de eso, sentí que había fallado a
mis votos, y a mis hábitos. Pero, como te dije, ya tuve tiempo para superarlo.
Ahora pienso de otra manera. Además, yo también tengo fotos de tu vagina.
―Sí, a través
de la red de imágenes sexuales llamada Tatiana. Cuando le cuente, se va a
querer morir.
―¡No le
cuentes! ―exclamó, dando un salto.
Comencé a
reírme. Anabella debió darse cuenta que su reacción fue muy exagerada, por lo
que simuló estar tranquila.
―Quiero
decir… ¿para qué le vas a contar?
―No le voy a
contar, Anita; quedate tranquila. Además ni siquiera debe tener la foto,
seguramente la borró poco después de mandármela a mí.
―Espero que
así sea, porque eso fue justamente lo que le pedí. Bueno, ahora ya sabés la
verdad. Siento que me saqué un peso de encima.
―Me alegra
que me hayas contado. Por más que ya no tenga esa foto, me gusta saber que te
volví tan loca como para que me la enviaras ―trepé por su cuerpo y le di un
cálido beso en la boca.
―Sí, vos me
volvés loca, Lucrecia. A veces te odio por eso; pero luego recuerdo lo
divertido que es hacer locuras por amor, y se me pasa.
―¿Esa fue una
locura por amor? ―le pregunté, mirándola fijamente a los ojo.
―No creo…
porque apenas nos conocíamos. Diría que fue por calentura, pero al menos ahora
puedo decir que, a la larga, esa locura adquirió otro significado ―volvimos a
besarnos y permanecimos así durante unos segundos.
Luego
reanudamos los mates, si bien yo me moría de ganas de seguir chupándole la
almejita, ella me dijo que ya tendríamos tiempo para seguir, y que no era
necesario estar todo el rato “haciendo chanchadas”.
Cuando
comenzó a bajar el sol, regresamos a la casa; porque al estar desnudas ya nos
estaba dando frío. Teníamos los pezones como tapitas de dentífrico.
Al entrar le
chupé un rato las tetas, para calentárselas un poquito; me encantó que ella
después me devolviera el favor.
Fuimos hasta
mi dormitorio, no para tener relaciones sexuales, sino para que yo pudiera
retratar su sexo. Con mucho esfuerzo, pude convencerla de que en lugar de una
sola fotografía, fueran dos. Una de ella con las piernas abiertas, enseñando la
vagina; y la otra en cuatro patas, donde, además de la almejita, se le viera el
culo. Ésta, al instante, se convirtió en mi foto favorita de Anabella.
*****
Para alegrar
un poco el ambiente, decidí poner música, a un volumen suficiente como para que
se escuchara bien; pero que también nos permitiera seguir conversando.
Me fascinó
que nos quedáramos desnudas, y le hice prometer que no nos pondríamos ropa en
todo el fin de semana, a no ser que hiciera mucho frío o que yo le pidiera
vestir la sotana.
Hicimos el
amor una vez más, en esta ocasión hicimos un 69; el primero que experimentó
Anabella. Supe que la posición le agradó, porque se prendió a mi rajita con
ahínco. Me la chupó fuerte, produciendo húmedos chasquidos. De hecho, me la
comió tan bien que en más de una ocasión tuve que dejar de chupársela para
poder gemir. Rotamos varias veces en la cama, para que ella pudiera disfrutar
tanto de estar arriba como de estar abajo; incluso llegamos a hacerlo de lado.
Para ser tan
inexperta, la monja era una verdadera fiera sexual. Cuando le dije que cogía
muy bien, ella aseguró que se esforzaba porque sabía que tal vez nunca más
volvería a experimentar algo así. A mí me puso muy triste pensar que, luego de
que nuestro fin de semana se terminara, ya no podría acostarme con ella. Me
quedé con el corazón en la mano. Sin embargo me esforcé por disimular y disfrutar
al máximo; al fin y al cabo aún teníamos dos días completos por delante.
―Tengo la
sensación de que te estoy saturando con la música, Anita ―le dije, cuando
volvimos al comedor.
―No, para
nada… no me molesta ―de fondo sonaban las vibrantes guitarras de “Toma la
Ruta”, canción de Soda Stereo―. Al menos es música nacional, y no esa banda
inglesa con la que hinchás tanto.
―No te metas
con Radiohead, porque terminamos a
las patadas, acá nomás.
En ese
momento Cerati cantó: «Después de tanto
andar, estás en el mismo lugar».
―¿Elegiste
este tema por algo en particular? ―me preguntó la monja.
―No, sólo
porque me gusta. ¿Por qué?
―Es que me
dio la sensación de que me querías decir que después de tantos años sigo
estancada en el mismo lugar: el convento.
―Lamento
decirte que no tengo nada que ver con eso, Anita. Es tu propia paranoia
interpretativa. Si vos pensaste eso, es porque lo sentís así. Te recuerdo que
vos misma tuviste la idea de pedir un traslado.
―Sí, pero eso
es por los problemas que tengo en el convento; no porque realmente quiera irme.
―¿Estás
segura? Tal vez lo hiciste porque vos misma necesitás lago diferente, necesitás
moverte. No me eches la culpa a mí, ni a Gustavo Cerati, por lo que te está
pasando. Al contrario, deberías alegrarte de haberlo escuchado. A veces la
música nos ayuda a encontrar las respuestas, y si no lo hacen, al menos pueden
acompañarnos en el sentimiento. Te acaba de pasar eso, encontraste una canción
que describe cómo te sentís.
―Puede ser. Hace
poco me pasó con otra canción. También nacional. La estuve escuchando mucho
últimamente. En especial después de lo que pasó con Sor Melina.
―¿Qué
canción?
―Me da un
poco de vergüenza decirlo.
―¿Por qué?
¿Es una canción muy mala?
―No, al
contrario, es hermosa. Me fascina la voz de la cantante… pero igual, tiene
cierto simbolismo, el cual no sé cómo tomarme. La canción me gusta y creo que
me ayudó a sobrellevar todo lo que me estuvo pasando. La escuché tantas veces
que llegué a amigarme con ese simbolismo, y consideré que tal vez pudiera estar
dándome esa respuesta; pero es un tema complejo, aún no quiero tomar decisiones
al respecto. Sin embargo la melodía es hipnótica, me transporta a un mundo de
paz, armonía y amor. Hasta llegué a pensar que…
―¿Qué? ―tuve
que preguntarle porque se quedó muda.
―Nada, es una
sonera.
―Podés
contarme. Digo boludeces todo el tiempo, así que no tengas miedo de decirlas
vos también.
―Pensé que
podría ser romántico usarla… esta noche.
―¿Esta noche?
¿Usarla? ¿Para qué?
Noté ese
adorable brillo lujurioso en sus ojos, y en su pícara sonrisa. Con eso
comprendí a qué se refería.
Esa noche
hicimos el amor al ritmo de la voz de Sandra Mihanovich, interpretando “Puerto
Pollensa”, himno lésbico argentino.
Continuará...
Comentarios
Saludos desde Corrientes.
Miguel Ángel
Esperaré con ansias, el siguiente capítulo.
Un beso, Nathalia
Ya estoy a la espera del siguiente :D
Quizá sea eso, lo que me atrape, me seduzca, su inteligencia, su espontaneidad y su enorme fuerza para consagrarse a la causa del amor, y así vivir.
Como lo mencioné en anteriores comentarios... Completamente enamorado de tu arte. MG
Se te extraña, no tardes tanto en subir capítulo.
http://www.amarantahank.co/
Te extrañamos :(
Necesito de tus relatos. Y te olvidas de tus fans en twitter :( Respondeme.