El Fruto del Incesto (Malditas Uvas) [02].


Modelo de la Foto: Stacy Ray 


Capítulo 02.

Desesperación.


Golpeé la puerta del dormitorio de mi hija Luisa. Ella no respondió. Estaba desesperada, no podía quitar las uvas que yo misma, como una estúpida e inmadura, había introducido en mi vagina. Intenté abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave; mi impaciencia se transformó en furia.

—¡Luisa, abrí! —Volví a golpear.


—¿Qué querés? —me respondió ella, empleando el mismo tono de voz que yo.


—Te estoy diciendo que abras la puert...


La puerta se abrió.


Mi hija me miró con el ceño fruncido, estaba prolijamente maquillada, su cabello formaba perfectos bucles y llevaba puesto un corto vestido de noche, color vino tinto.


—¿Qué hacés vestida así? —le pregunté.


—Me tengo que ir. Tengo una fiesta.


—No, pará... primero tenés que ayudarme con algo...


—¡Ah no, mamá! Otra vez no me cagás la noche —la miré boquiabierta—. Siempre es lo mismo con vos, cada vez que yo quiero hacer algo divertido con mis amigas, vos empezás con que te duele algo... con que te sentís sola... con que nadie te quiere. Lo único que lográs es amargarme tanto que me quitás las ganas de salir. Lo único que querés es que yo me quede dando pena con vos. ¡Ya me tenés harta! Si estás deprimida... ¡entonces buscate un macho que te atienda! A mí no me jodas. ¡Me voy!


Diciendo esto me dio un leve empujón y pasó a mi lado hecha una furia. Luisa siempre había tenido carácter fuerte, pero no acostumbraba a ser tan directa conmigo; sólo decía esas cosas cuando estaba realmente enojada. Me avergoncé de mí misma mientras la miraba marcharse. ¿Esa era la imagen que tenía mi hija de mí? ¿Me creía una vieja depresiva y aguafiestas? De pronto invadió mi mente una seguidilla de recuerdos. Sus acusaciones no eran muy disparatadas, más de una vez me había sentido mal, recurrí a Luisa. Por eso ella canceló su salida en más de una ocasión. Siempre creí que lo hacía por amor a mí; pero no se me ocurrió pensar que tal vez yo la estuviera manipulando para que no saliera. Yo no tenía con quién salir.


¿Un macho que me atienda? Esas palabras dolían mucho... si yo tuviera un macho que me atienda seguramente no sería la vieja depresiva en la que me convertí.


Volví abatida a mi dormitorio, me sentía muy triste. Luisa tenía razón en todo lo que dijo... dolía mucho admitirlo, pero tenía razón. No quería ser una mala madre, solo... solo necesitaba a alguien que me hiciera compañía. Una lágrima se desprendió de mi ojo, pero la sequé inmediatamente con mi mano, si lloraba sólo empeoraría las cosas.


Ahora no tenía quién me ayudara a quitar las uvas, sentí un horrible escalofrío de sólo imaginarme la cara que pondría el ginecólogo de turno cuando le contara lo que había hecho. ¿Y si esto quedaba dentro de mi historial médico y luego distintos doctores lo leían? También podría ocurrir que el ginecólogo tuviera alguna asistente y que luego de mi partida se pusieran a comentar lo ocurrido. Se reirían de mí diciendo cosas como: “Esa vieja es más pajera que una pendeja”, “¿Cómo puede ser que a su edad siga haciéndose la paja y que se meta cosas por la vagina?”. Lo que más me aterraba era que dijeran algo como: “Lo peor de todo era el culo... ¿vio lo abierto que lo tenía?. Esta vieja puta seguro se mete muchas cosas por el culo”. No podía tolerar semejante vergüenza.


—¿Qué pasó mamá? —Giré la cabeza y vi que mi hijo Fabián estaba parado en la puerta de mi cuarto, mirándome con preocupación—. Escuché que discutías con Luisa.


—No pasa nada, Fabián. No te preocupes.


—Algo pasa, te veo muy mal. ¿Se pelearon porque vos no querías que ella salga a bailar?


—No, para nada... sólo le pedí que me ayudara con algo... ella malinterpretó las cosas. Se enojó, me gritó de todo y se fue.


—¿Te gritó sólo por eso? ¡Qué pendeja de mierda! La voy a llamar y le voy a decir de todo.


Fabián era algunos años mayor que Luisa y siempre obraba como tal, su personalidad se diferenciaba mucho a la de ella. Él era muy práctico, muy maduro, sumamente centrado y tranquilo. No acostumbraba a salir mucho de la casa y por lo general nunca se metía en problemas.


—No, Fabián. No quiero que se peleen... además, ella tiene razón. Siempre le arruino las salidas.


—No es cierto, ella sale mucho a bailar, tiene dieciocho años, no puede pretender salir todos los fines de semana.


—De todas formas eso no viene al caso... esta vez sí necesitaba que me ayudara con algo... creo que me pasó como al pastorcito mentiroso; tanto gritar que venía el lobo... y cuando el lobo vino de verdad, nadie acudió a ayudarlo.


—¿Y qué lobo vino a amenazarte?


—No puedo contarte —bajé la cabeza, avergonzada.


Pasados unos segundos lo miré a los ojos, él parecía un hombre adulto, hasta su complexión física le aportaba años que no tenía. Su mentón cuadrado, su piel morena y su ceño serio hacían que pareciera de treinta años, o más.


—¿Asunto de mujeres? —Preguntó.


—Sí, exactamente eso... es un asunto muy femenino. Tu hermana era la única que podía ayudarme y ahora no sé qué hacer, no quiero ir al... —me quedé callada porque me di cuenta de que estaba hablando más de la cuenta.


—¿Ir a dónde?


—A ninguna parte —respondí.


—Mamá, no soy un nene idiota. Podés contarme lo que pasa.


Miré a Fabián fijamente. ¿Podría él ayudarme con mi problema? Era sumamente vergonzoso confesarle lo que había hecho y contarle cuál era el problema; sin embargo él sería reservado y nunca le contaría a nadie. Mi secreto moriría con él... y tal vez yo me moriría de la vergüenza. Intenté relajarme, respiré suavemente, mirando mis manos, las cuales reposaban sobre mis rodillas. Sería cuestión de un minuto, sólo necesitaba que alguien introdujera sus dedos y retirase las uvas; problema resuelto. Es decir, el problema físico quedaría resuelto, el psicológico comenzaría a partir de ese momento. Tendría que cargar con la imagen de mi hijo introduciendo los dedos en mi vagina y él tendría que cargar con la noción de que su madre se masturbaba... bueno, tal vez eso ya lo suponía y ni siquiera pensaba en el asunto. Pero sabría que además de hacerme la paja, lo hacía de forma poco convencional.


Definitivamente no quería ir al ginecólogo y debía considerar que si lo hacía, tendría que pedirle a Fabián que me llevara. Yo no sé manejar y él es quien se encarga del el auto. Podría pedirme un taxi; pero Fabián insistiría, me quitaría la información de una u otra forma. No podía hacer otra cosa que contarle lo ocurrido y dejar que me ayude.


—Te voy a contar, pero tal vez no te agrade lo que vas a escuchar —le advertí—. ¿Estás preparado? Después no quiero quejas.


—Sí, mamá. Contame lo que pasa, quiero ayudarte.


Intenté hablar lo más rápido posible, para soltar toda la información de una sola vez.


—Hace un rato estaba... —Mordí mi labio inferior; me sentí extraña al pensar en esa palabra; pero quería ser lo más clara posible—, me estaba masturbando... y usé algunas de esas uvas. —Señalé con un gesto de la cabeza el plato de uvas que estaba sobre mi mesa de luz—. El problema es que se me quedaron adentro y no puedo sacarlas. Quería que tu hermana me ayudara, pero se fue... por eso te quiero pedir a vos que me ayudes —lo miré fijamente, él tenía los ojos muy abiertos.


—Perdón mamá, pero no puedo ayudarte con eso. —Se había puesto incómodo, podía notarlo. Esto era extraño en él porque solía ser un chico capaz de controlar sus emociones—. ¿Por qué mejor no vas a un médico?


—¿A esta hora... un sábado... por unas uvas de mierda? Me van a tener toda la puta noche esperando en la guardia, atendiendo a los que realmente necesitan ayuda. ¿No me vas a ayudar?


—No... perdón... pero no puedo.


—No podés o no querés? —Volví a enfadarme— ¿Para qué carajo una tiene hijos si cuando necesita ayuda la ignoran? Te imaginaba más maduro, Fabián. Al fin y al cabo te estás comportando como un chiquillo. Está bien, no te preocupes, ya voy a encontrar algo con qué sacarlas.


—Te podés lastimar si usás cualquier cosa. La vagina es una zona sensible, si te cortás con algo por dentro podrías tener un gran problema.


—¿Si sos tan experto en conchas, por qué no me ayudás? —Lo que más me molestaba de Fabián era su inoportuna forma de hablar, como si fuera una enciclopedia con todas las respuestas.


—Porque sos mi mamá...


—¿Y eso qué tiene? Te estoy pidiendo ayuda con un problema... nada más. Yo te vi las bolas durante muchos años... inclusive cuando ya tenías edad para que no te las vea...


Sabía que eso era un golpe bajo para él, indirectamente le recordé un suceso que había ocurrido hacía apenas un año y medio. Lo sorprendí en el baño, sentado en el inodoro, con la mano derecha en su verga, sacudiéndosela con la intención de masturbarse. Fue una situación incómoda para ambos, pero hicimos como si nada hubiera ocurrido.


—Está bien... está bien. Te voy a ayudar —dijo, con poca convicción.


—No, Fabián. Si no querés hacerlo, no te puedo obligar.


—¿Otra vez con lo mismo, mamá?


—¿A qué te referís?


—Es que siempre hacés lo mismo... exigís que haga algo y cuando accedo, empezás a decir que ya no tengo que hacerlo. No entiendo por qué.


—¿Pero qué le pasa hoy a mis hijos? —Me pregunté en voz alta—. ¿Hoy todos me van a psicoanalizar? Si querés ayudarme... bien... sino, también.


—Te voy a ayudar porque no quiero que te pase nada malo. Si no podés sacar las uvas se te puede infectar.


—Sí, lo sé. Ya pensé en eso. Gracias por recordármelo, me deja muy tranquila —Fabián se acercó a mí, lo noté decidido—. Quiero que sepas que esto es muy vergonzoso para mí y esta situación me incomoda tanto como a vos.


—Está bien mamá, no te preocupes. Son cosas que pasan...


—¿Cosas que pasan? ¿A quién le pasan estas cosas? —Por la mueca que hizo con su boca supe que no quería responderme a esa pregunta—. No pienses eso de mí, Fabián. Por favor te lo pido.


—No pensé nada malo.


—Sí que lo pensaste... esto le pasa a las pajeras ¿cierto?


—No pensé eso.


—¿Entonces en qué?


—Hace mucho tiempo que no estás con un hombre, al menos eso imagino. Nos contás casi todo a Luisa y a mí... si hubieras salido con alguien, nos hubiéramos enterado.


—Así es.


—Y bueno... el cuerpo tiene necesidades que necesitan ser aplacadas, de lo contrario la tensión emocional podría crecer mucho. —Otra vez con ese tonito de “Wikipedia parlante”.


—No me vengas con sermones, Fabián. Me quiero morir.


—No es tan grave, mamá. Tiene solución. Mientras antes empecemos, antes vamos a terminar.


—Cortala con ese tonito de “Señor maduro”, que me desespera.


—¿Qué tonito?


—¡ESE tonito! ¡La puta madre! ¿No entendés que esto es muy difícil para mí? —Estrujé la tela de mi bata con los dedos.


—Lo entiendo perfectamente, mamá. Por eso dije que estaba dispuesto a ayudarte. Perdón por haberme negado al principio, es que me puse un poco nervioso y no pensé con claridad. —Otra vez ese puto tonito; pero esta vez no se lo recriminé. Quería terminar con todo lo antes posible e irme a dormir... si es que podía hacerlo.


—¡Bueno, basta! —Exclamé—. Ayudame y terminemos con esto. Si le contás algo a alguien lo que pasó hoy... te mato.


—Entiendo...


—No, no entendés. Te mato en serio. —Lo amenacé con mi dedo índice; pero él solamente sonrió—. Y te entierro en el patio.


—Mamá, vos no agarraste nunca una pala en toda tu vida.


—Tampoco nunca me había metido uvas... ¡y ya ves!


—Bien, bien... bien. Capté el mensaje. ¿Cómo las sacamos? —Preguntó acercándose.


—Yo ya probé todo lo que se me ocurrió. Pedirte ayuda es mi último recurso... ya te imaginarás qué tenés que hacer para sacarlas.


—Comprendo. —¿Por qué mierda estaba tan tranquilo? Me exasperaba; pero necesitaba su ayuda y no quería hacerlo enojar—. ¿Te vas a acostar?


—Supongo... creo que sería la forma más fácil —le dije, intranquila.


Miré la cama, no quería hacerlo. Dios sabe que no quería que mi hijo me viera desnuda; pero era eso o ir al hospital, lo cual me avergonzaba aún más. Además ya le había contado, esa vergüenza no podría sacármela nunca más en la vida... ya estaba hecho. Me tendí en la cama y me acomodé en el centro de la misma, apoyé la cabeza en la almohada y una vez más los nervios se apoderaron de mí.


—No sé... no sé... —comencé a decir incoherentemente.


—Tranquila mamá. Lo vamos a poder solucionar rápido —me dijo Fabián, sentándose a mi lado. Agarró firmemente una de mis manos, eso me tranquilizó un poco.


Mordí mis labios hasta que me dolieron y junté todo el coraje que tenía. Abrí la bata de una sola vez, sentí que todo mi cuerpo se calentaba, por pura vergüenza; debía tener las mejillas rojas. Mi hijo podía ver mis pechos caídos, mi vientre con ondas, el cual ya no era ni remotamente parecido al de mi juventud, y mi pubis cubierto de enmarañados pelitos negros.


—Está bien, ahora tenés que separar las piernas. —El muy desgraciado me hablaba como si fuera un médico experimentado, me daban ganas de matarlo.


Abrí lentamente las piernas y flexioné las rodillas, como si estuviera a punto de parir... “Parir un viñedo”, pensé. Intenté abstraer mi mente, pensar en otra cosa; pero no lo conseguí. Me sobresalté cuando sentí una de las cálidas y pesadas manos de Fabián contra mi muslo derecho.


—Tranquila —repetía incesablemente—, voy a intentar sacarlas. ¿Te acordás de cuántas eran?


—No sé... cuatro o cinco... o... diez ¡no sé! —Estaba bloqueada.


Me avergonzaba de mí misma por haber puesto a mi hijo en semejante situación. Para él no debía ser nada agradable verme toda la concha en un detallado primer plano. Para colmo tendría que usar sus dedos para rescatar esas malditas uvas, y todo por culpa de que su madre era una cuarentona depresiva y pajera.


—Bueno, voy por la primera. —Un leve cosquilleo me invadió en los labios de mi vagina.


—¡Ay no! —Grité, apartando rápidamente su mano.


—Mamá, si no te calmás un poco no voy a poder ayudarte.


—Es que...


—“Es que”, nada. Seguramente salen enseguida. —Una leve sonrisa apareció en sus labios.


—¿Y si no salen? —Tenía la sensación de que todo mi cuerpo se entumecería, debido a lo tensionados que tenía los músculos.


—Vos no te preocupes por eso ahora, yo me encargo.


—Está bien... y Fabián...


—¿Qué?


—Cortala con el puto tonito —dije, con los dientes apretados; clavé mis uñas en su muñeca, poniéndole esa parte de la piel blanca y luego ésta tomó color otra vez, cuando lo solté.


Me recosté, tragué saliva y aguardé. Mi corazón latía rápidamente y el sudor cubría mi frente, como si tuviera fiebre. Uno de los dedos de Fabián acarició suavemente mis labios vaginales. Estrujé la sábana con mis manos para evitar apartarlo otra vez. Las caricias continuaron, podía sentir la yema de su dedo moviéndose lentamente de arriba abajo, provocándome un incómodo cosquilleo. Era muy incómodo, viniendo de mi propio hijo; casi parecía que fuera un amante intentando calentarme. Estuve a punto pedirle que se detuviera, cuando me di cuenta por qué hacía eso. Mi vagina comenzó a humedecerse, él recolectó esos jugos con la punta del dedo y lo fue esparciendo por el exterior de mi vagina. Si bien estaba estimulando sexualmente mi concha, lo hacía para lubricarme; tenía sentido... era vergonzoso, pero tenía sentido. Tenía la esperanza de que eso sirviera para rescatar las uvas. Llegó el momento de la verdad: su dedo índice comenzó a entrar lentamente.


—Despacito —le dije.


—Sí, vos quedate tranquila —dijo, con ese puto tonito.


Noté que él estaba muy concentrado mirando mi entrepierna, como si fuera un doctor. Tal vez debería estar estudiado algo relacionado a la medicina, sin embargo prefirió iniciar la carrera de economía, vaya uno a saber por qué.


Su dedo avanzó lentamente, al ritmo que mi incomodidad crecía; hacía mucho tiempo que una mano ajena no me tocaba esa zona. Unos minutos atrás estuve fantaseando con la idea de que un hombre se entretuviera con mi concha, y por las vueltas de la vida, ese deseo se volvió en mi contra. Ahora tenía el dedo de mi propio hijo dentro que de una de las zonas más íntimas de mi anatomía. Él utilizó el dedo como un gancho dentro de mi cavidad, pero no logró capturar nada. Pude darme cuenta que apenas estaba hurgando en la entrada de mi vagina.


—Fabián, si realmente queremos sacar las uvas… vas a tener que meter el dedo más adentro. Ahí, en la entradita, no vas a encontrar nada. Sé que te incomoda tener que hurgarme así… pero yo sola no puedo.


—Está bien, lo voya intentar. —Ahora él también sonaba nervioso, estuve tentada a decirle: “¿Viste que no era tan fácil?”, pero guardé silencio.


Mis nervios no ayudaban en mucho, hacían que mi sexo se contrajera; sin embargo él insistió y entró un poco más. Me moví incómoda, podía sentir cómo se me dilataba la vagina con su invasión. Me dolía un poco pero sabía que si me quejaba por eso, sólo preocuparía más a Fabián... y a mí también. Estaba a punto de decirle que se detuviera, pero él mismo retrocedió, aliviándome por unos instantes. Luego volvió a introducir su dedo, siempre lenta y cuidadosamente; como si realmente supiera lo que hacía.


—Mamá, respirá más lento; si estás tan alterada es peor.


—¿Y cómo querés que esté? —No me había dado cuenta de lo agitada que era mi respiración.


—Pasaste por dos partos, no creo que esto sea peor.


—Sí, pero el médico no era ningún hijo mío.


—Y tampoco estaba sacando uvas, lo cual creo que es más fácil. Intentá respirar con más tranquilidad. —Lo miré a los ojos e intenté hacer lo que él me pedía—. Eso mismo, así. Me voy a ayudar con otro dedo. —Asentí, mientras intentaba controlar mi ritmo cardíaco.


El segundo dedo dilató aún más mi vagina y también me produjo un poco de dolor. Fabián era muy cuidadoso y eso me ayudaba a tranquilizarme, aunque sea un poco.


—Creo que tengo algo, —me dijo por fin.


—Con cuidado...


Podía sentir el movimiento de sus dedos dentro de mí, me entusiasmé cuando sentí algo más moviéndose lentamente hacia afuera. Un poco más... ¡y salió!


—Tengo la primera —me dijo, mostrándome una uva llena de flujos vaginales. A pesar de lo incómodo de la situación, sonreí aliviada.


—¡Ay, gracias a Dios están saliendo!


—¿Gracias a Dios? ¡Gracias a mí!


—Callate... —Sabía que él no opinaba igual que yo en cuanto a creencias religiosas. No era el momento de discutir por eso.


—Al menos te veo más tranquila, hasta estás sonriendo. ¿Dónde dejo tu bebé uvita?


—¡La puta que te parió! —Me hizo reír, muy en contra de mi voluntad. Cubrí mi cara con ambas manos, sonrojándome aún más por la vergüenza—. Tirala al tacho de basura. —Señalé la papelera que tenía dentro de mi cuarto—. No la quiero ver nunca más.


—Pobrecita, ni siquiera la bautizaste.


—Te voy a bautizar por segunda vez si seguís haciendo esos chistes.


—No gracias, me bastó con la primera.


Tenía que admitir que mi estado de ánimo había mejorado considerablemente, el ver que las uvas saldrían me trajo una enorme satisfacción. Ahora era sólo cuestión de buscar las otras.


—Voy por la segunda —dijo él.


—Está bien, pero tené cuidado. —No era necesario advertirle, pero no sabía qué otra cosa decirle.


Al hundir sus dedos fue tan cuidadoso como antes, la dilatación de mi vagina era un poco mejor, lo cual le permitía maniobrar con mayor facilidad; yo intentaba relajarme lo máximo posible. Tal vez esto ayudaría a que mi vagina no estuviera tan tensa y las uvas se aflojaran solas. Giró los dedos dentro de mí, poniendo las yemas hacia arriba, y los dobló dentro, tocando las paredes superiores de mi cavidad vaginal.


—¡Ay! —exclamé aferrándome a las sábanas.


—¿Qué pasó, te hice mal?


—No, sólo me... sorprendiste.


No iba a decirle que una extraña puntada de placer me invadió. Había tocado una fibra sensible en mi sexo. Entiendo que esos dedos pertenecen a mi hijo, pero pasé tanto tiempo sin recibir esa clase de “afecto”, que cualquier roce en la vagina me producía placer. Además sus dedos se movían muy bien dentro de mí. Lo veía concentrado, mirando fijamente mi agujero vaginal. Hasta el detalle más íntimo de mi anatomía ya había quedado expuesto a los ojos de Fabián, y ambos tendríamos que aprender a vivir con eso. Él ya sabía cómo era cada pliegue de mi concha y cómo mi clítoris se asomaba fuera de su capullo, como pidiendo un poco de atención. Además no podía negar que estaba verdaderamente excitada, no habían pasado ni quince minutos desde que estuve masturbándome. Mi cuerpo aún conservaba secuelas de ese acto. Mi concha lubricaba como si los dedos que la penetraban fueran los de un gran amante. Yo intentaba pensar en otra cosa, pero mi vagina me decía que esa sensación era agradable.


Inspiré y exhalé una gran cantidad de aire, luego separé un poco más las piernas, con la esperanza de que esto facilitara la extracción de las uvas. Esto también me expuso aún más como mujer. Fabián estaba con el ceño fruncido y continuaba hurgando en mí, con aparente preocupación. A veces recibía otra puntada, de dolor o de placer; aunque no quisiera admitirlo. Él notaba mis sobresaltos, sin embargo no decía nada al respecto.


—No las encuentro —me anunció.


—Tienen que estar ahí, en algún lado. —Sacó sus dedos y vi que estaban empapados con mis flujos. Se habían formado delgados hilos que colgaban entre un dedo y otro—. Tenés que sacarlas, Fabián. No quiero ir al médico.


Debía hacer algo que ya había pensado, pero quería evitarlo, a no ser que no tuviera más alternativa. Levanté mis piernas y flexioné más las rodillas, dejando mis pies en el aire. Luego crucé mis brazos por la parte posterior de las rodillas y con ellos sostuve mis piernas. Utilicé la punta de mis dedos para abrirme la concha tanto como pude. Ésta era la pose que adoptaba cuando quería que un hombre me metiera su verga. Así dejaba mi concha absolutamente expuesta y abierta, para que me metieran todo lo que tuvieran que meter. Jamás me imaginé que pudiera adoptar esta pose tan sexual frente a mi propio hijo. Pero ya no me quedaban más alternativas. Él necesitaba tanto acceso a mi concha como yo pudiera brindarle.


Estaba totalmente expuesta ante mi hijo pero también estaba decidida a sacar esas malditas uvas de mi interior. Por más que odiara admitirlo, el calor en el interior de mi cuerpo había aumentado considerablemente. Estaba en una posición sumamente vergonzosa y que ésta sería una imagen que mi hijo recordaría durante toda su vida; sin embargo sentía un inquietante morbo, que intentaba alejar de mi cabeza de la forma que sea. Creo que esto se debía a que había pasado mucho tiempo desde la última vez que me abrí la concha de esa manera frente a un hombre.


Él se acomodó en la cama, acercándose más a mí, me miraba confundido; como si no pudiera creer que fuera su madre la mujer que aguardaba completamente abierta, a que él metiera los dedos.


—Fabián, por favor. Apurate, quiero terminar con todo esto de una vez. Sé que es difícil para vos… pero también lo es para mí. —Él asintió con la cabeza.


Me penetró una vez más, con dos de sus dedos; fue sumamente cuidadoso. Esta vez sus dedos buscaron los laterales de mi orificio, palpando las paredes internas de mi vagina. Nunca un hombre me había tocado de esa manera. Si no estuviera buscando las uvas, hubiera pensado que su intención era calentarme; y lo estaba consiguiendo.


Intenté apartar mi vista del rostro de mi hijo, miré puntos aleatorios en el techo; otra vez me llenó esa calidez que produce el morbo. En ese momento supe que había sido un gran error pedirle ayuda a mi hijo con un tema tan delicado. ¿Qué estaría pensando él? Seguramente me veía como una desviada sexual por haber hecho semejante cosa.


—Fabián...


—¿Si? —Preguntó, sin quitar su atención de la labor que estaba realizando.


—Espero que no pienses mal de mí.


—¿Por qué lo decís? —Seguía sonando despreocupado.


—Por haber hecho esto... con las uvas.


—No pienso mal de vos, mamá.


—Está bien, pero igual te lo quería aclarar... es que... llevo mucho tiempo sin estar con un hombre, en eso tenías toda la razón... me siento muy insatisfecha con la vida. Antes no era así, era más alegre, más activa... sexualmente hablando; pero lo que pasó con tu padre me dejó muy dolida.


—Aja, estuviste muchos años sin sexo, lo entiendo.


—Sé que este tema debe ser incómodo para vos, te pido perdón por eso.


—No me incomoda, es parte de la naturaleza humana, mamá. Digamos, no pensaba que te masturbabas, esas son cosas que no se piensan; pero no quiere decir que sea una sorpresa para mí descubrirlo. Es algo que, inconscientemente, se sabe.


—Está bien —le dije sin mucha convicción.


Él comenzó a mover sus dedos formando amplios círculos en la entrada de mi vagina. Los labios interiores se estiraban cada vez que él empujaba hacia algún lado, esto me provocó aún más placer; pero al mismo tiempo aumento mi incomodidad. ¿Estaba mal sentir placer al ser tocada de esa forma por mi hijo? La respuesta era obvia: Sí.


En mi defensa debo decir que mi cuerpo estaba reaccionando de forma instintiva. Para mi vagina no había mucha diferencia entre los dedos de mi hijo, de un doctor o de algún amante. Es parte de la naturaleza humana, como había dicho Fabián.


Sus movimientos se fueron acelerando gradualmente, siempre formando círculos dentro de mi cavidad.


—¿Qué hacés, Fabián? —Le pregunté sin moverme.


—Estoy intentando dilatarte, así las uvas salen más fácil. —La respuesta tenía mucho sentido, no me agradaba el método; pero él tenía razón, podría ayudar.


—Bueno, está bien...


Apoyé la cabeza en la cama, no tenía más alternativa que aguantar las intensas sensaciones que me producía el toqueteo de mi hijo. Podía notar la humedad de mi sexo chorreando fuera y cayendo por mi cola. Esto me producía un molesto cosquilleo, estuve a punto de decirle a Fabián que me secara con algo, pero no me atreví. Los movimientos circulares se mantuvieron, me resultaba cada vez más difícil mantener un ritmo de respiración normal y mis piernas se estaban entumeciendo.


—¡Ay! —Exclamé, cuando repentinamente sentí cosquillas en mi cola; mi hijo había pasado sus dedos por allí.


—Perdón, es que estaba cayendo una gotita, pensé que te molestaba.


—Sí, está bien... sí me molestaba. Te iba a pedir que la quitaras, es sólo que estaba distraída y me sorprendí.


Tenía las nalgas completamente abiertas y el ano tan expuesto como la vagina, era inevitable para mí sentir un poco de morbo por esto; especialmente con mi secreta afición al sexo anal.


Para colmo mi hijo volvió con sus dedos a ese agujerito y lo masajeó con movimientos circulares, como si quisiera quitar de allí todo rastro de flujo vaginal. Ese suave toqueteo me produjo un cosquilleo muy placentero. Fabián me sorprendió con su cambio de postura, dejó los dedos de su mano derecha suavemente apoyados en el agujero de mi culo e introdujo dos dedos de su mano izquierda en mi vagina. Intenté buscar algún argumento lógico que explicara esto y sólo se me ocurrió que los jugos vaginales seguían cayendo en mi ano y él continuaría quitándolos. Mi concha podía lubricar mucho en momentos de extrema excitación, pero al parecer esto no facilitaba la extracción de las uvas. Supuse que eso podía deberse a que seguía estando muy nerviosa y por ello se estaban contrayendo los músculos internos de mi vagina; apretando los pequeños frutos e impidiéndoles salir. Otro de mis temores era que estas pequeñas bolitas estuvieran en un rincón muy profundo, del cual no se las podría extraer con los dedos. No quería pensar de qué forma las sacaría si esto no funcionaba, aparté esa idea de mi cabeza; ya tenía suficientes preocupaciones con el constante cosquilleo que me producían los dedos que masajeaban el culo y los otros, que penetraban mi vagina moviéndose en todas direcciones.


—Mamá...


—¿Qué?


—Nunca te dije esto pero... dada la situación, creo que puedo preguntártelo.


Me puse aún más tensa. Los músculos de mi vagina se contrajeron, esta vez fue evidente. Hasta pude sentir cómo presionaban los dedos de mi hijo. ¿Acaso había notado que mi ano estaba dilatado?


—¿Qué querés preguntarme?


Quitó sus manos de mi intimidad y me miró a los ojos.


—¿Pensás que es normal tener un testículo más grande que el otro? —Noté cierta angustia en su tono de voz.


—¿Q...? ¿Qué decís? —Solté mis piernas y me senté en la cama para mirarlo.


—Eso que escuchaste, no estoy seguro, pero creo que yo tengo ese problema... y nunca me animé a preguntárselo a nadie.


—¿De qué hablas, Fabián? Nunca te vi nada raro ahí abajo.


—Es que no se nota a simple vista, es decir, por fuera parecen iguales... pero por dentro, no. Creo que el testículo izquierdo es más grande que el derecho. Dejá, no importa... sólo te preguntaba porque creí que... por el momento... es decir...


—Está bien, te entiendo. Estábamos hablando de genitales y quisiste preguntar por los tuyos. —De pronto me escuché a mí misma diciendo una frase como si Fabián lo hubiera hecho. Debía admitir que a veces resultaba una forma sencilla de decir algo de forma impersonal.


—Así es.


—¿Querés que me fije? —No sabía qué otra cosa decirle.


—No mamá, no hace falta...


—Es que ahora no sé si te pasa algo. Es cuestión de un segundo. Dejame ver. —No quería parecer preocupada, pero me daba un poco de temor que él estuviera en lo cierto. Aunque en realidad no supiera si podía causar problemas tener un testículo más grande que el otro.


—No hace falta, de verdad.


—Fabián, ¿me viste todo y te avergüenza mostrar los huevos durante un segundo? —Le reproché.


—Es que...


—Es que nada. Mostrame y si es cierto lo que decís, bueno, lo hablaremos con un especialista.


—Ok.


—Parate ahí y bajate el pantalón —le pedí.


Se puso de pie al lado de la cama y yo quedé sentada en el borde, frente a él. Dudó un instante pero luego se quitó el pantalón junto con la ropa interior. Por primera vez en mucho tiempo, tenía frente a mis ojos un miembro masculino, oscuro y peludo, de gran tamaño, colgando como la trompa de un elefante. Me quedé un tanto sorprendida, no recordaba que mi hijo la tuviera tan grande. La última vez que se la había visto la sujetaba con su mano, esto la cubría en parte; además no la vi erecta y fue sólo un instante. Esta vez también estaba en estado de reposo, pero nada la tapaba. Estaba tan cerca de mí que me causaba cierta impresión. Me invadió un extraño revoltijo en el interior de mi pecho. Sus testículos colgaban como dos pesadas bolsas. A simple vista no noté nada extraño, sólo me llamaba la atención el glande asomando por el arrugado prepucio. Acerqué mis manos, pero no sabía dónde ponerlas, no me atrevía a tocar el pene de mi hijo, sin embargo tuve que hacerlo. Con la punta de mis dedos agarré esa salchicha que colgaba y la moví hacia un lado.


—No veo nada raro —le dije por fin-, pero tal vez no se note.


Coloqué mis manos como si fueran pequeños cuencos y las junté para luego depositar en ella los testículos de Fabián. Estaban muy suaves y tibios, casi había olvidado lo bien que se sentía acariciar un par de huevos masculinos; sin embargo no podía dejar de lado un pequeño detalle... éstos eran los huevos de mi hijo.


Esto trajo a mi memoria la primera vez que toqué los huevos de un hombre. Fue con un amigo de mi papá, treinta años mayor que yo. En esa época yo tenía apenas diecinueve años, y era virgen. Él era un tipo en el que mis padres confiaban mucho, incluso lo invitaban a cenar con cierta regularidad. Una vez se quedó a dormir en el sofá. Como me olvidé que estaba, me crucé con él a mitad de la noche. Yo iba a buscar agua para tomar, y estaba en ropa interior. Él me miró, sentado en el sofá. Pude notar un brillo de deseo en sus ojos.


Me avergoncé e intenté cubrir mi casi total desnudez; pero él me tranquilizó, acercándose a mí. Mientras me acariciaba el pelo y me sonreía, empezó a decirme cosas agradables como: “Qué linda estás”; “Con toda la ropa que usás, no me imaginé que me encontraría con un cuerpo de mujer tan bien formado”. Yo era una boluda, y me dejé seducir por sus encantos de hombre maduro.


Recuerdo perfectamente que, sin pedirme permiso, se bajó el pantalón. Me preguntó: “¿Alguna vez tocaste una verga?”. Casi me derrito de la vergüenza.


Quedé hipnotizada por estar viendo eso en vivo, por primera vez en mi vida. Mi mano curiosa tanteó sus velludos testículos. Tocarlos me causó cierta gracia, y a la vez mucho morbo. En mi defensa debo decir que yo, a esa edad, me moría de ganas de estar con un hombre. Fantaseaba con eso todas las noches. Sin embargo, ese gran momento aún no había llegado.


No sé por qué me arrodillé frente a él y le agarré la verga con una mano. Tal vez mi primera intención fue solamente analizarlo de cerca. Quitarme la curiosidad. Me quedé contemplando su largo miembro durante unos segundos. Sin que él me lo pidiera, me metí la verga en la boca, y empecé a chupar. No sé qué fue lo que me llevó a hacer esto, si yo apenas había escuchado algunas anécdotas sobre sexo oral; no sabía nada del tema. Sin embargo en cuanto empecé a chupársela, lo sentí todo muy natural. Lo hice con muchas ganas, sonriéndole como una niña inocente que cayó en la perversión. Él quería una pendeja de diecinueve para que le chupara la pija, y yo le di el gusto.


Esa fue la primera vez, pero no la última. Perdí la cuenta de la cantidad de veces que le chupé la verga a ese tipo. Lo hice cada vez que tuve la oportunidad. Cuando nos quedábamos solos en mi casa, por cualquier motivo, yo me ponía como loca. Desesperada, buscaba su verga como si fuera el mejor regalo de cumpleaños. Me podía pasar largos minutos chupándola sin parar. Allí descubrí los inmensos placeres que me producía tener un miembro erecto dentro la boca, poder recorrerlo todo con mi lengua. Por lo general soy tímida y temerosa con los hombres; pero con él ya había quedado todo más que claro. Yo no necesitaba poner excusas ni pedir permiso. Si tenía la oportunidad para comerme su verga, lo hacía. Además él sí que sabía cómo calentarme, con sus toqueteos. No me penetraba, pero sí me manoseaba toda. Le encantaba meterme mano cada vez que mis padres miraban para otro lado. Cuando cenábamos con mi familia, yo siempre me sentaba a su lado, y él, con mucha maestría y disimulo, me tocaba la concha tanto como le era posible. Me volvía loca que me agarrara de los pelos y me obligara a tragarme su pija.


Con él perdí el miedo a las vergas, aunque no a los hombres. Aprendí a disfrutar de una, cuando tenía la oportunidad. Con mi marido no me atreví nunca a soltarme de esa manera; pero con ese tipo sí. Incluso llegué a recibir muchas descargas de semen en toda la cara, o dentro de la boca. Algo que, en secreto, me fascina. Yo adquirí la costumbre de masturbarme frente al espejo, admirando el semen que él había dejado en mi cara, o sobre mis tetas. Ésto me hacía delirar. Me sumergía en fantasías en las que yo era una verdadera puta. Una mujer libre, que no le importaba el “Qué Dirán”. La mujer que nunca me atreví a ser.


Mis padres nunca se enteraron de ésto, yo le seguí chupando la verga durante dos años completos; él se limitaba a manosearme. Tenía miedo de dejarme embarazada. Pero hubo una noche en la que no aguantó más. Se quedó a dormir en mi casa y yo le confesé, mientras le comía la verga, que ya no era virgen. Eso lo puso como loco. No quedé embarazada de pura casualidad… porque esa noche me cogió tanto que al otro día me ardía la concha. Fue maravilloso.


—¿Estás segura mamá? Porque yo los noto diferentes. —La voz de mi hijo me arrancó de mis ensoñaciones y me hizo volver a la realidad.


Por alguna razón yo tenía la boca abierta. Casi como si estuviera a punto de engullir esa gran verga. La distancia que separaba mis labios de esa larga trompa era mínima, un leve movimiento hacia adelante y se hubieran rozado.

“¿Pero qué te está pasando, Carmen?”, Me pregunté a mí misma. Una cosa era estar caliente y desear la compañía sexual de un hombre; pero esto era muy distinto. Tenía que convencer a mi cerebro de que ese pene no podía ser, ni remotamente, un objeto de deseo. Y para colmo, aún le debía una respuesta a mi hijo.

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