Intriga Lasciva - El Instituto [55].

 

Capítulo 55.


La piel que elijo.





La luz matinal entraba a raudales por las cortinas plisadas de lino, bañando de blanco la habitación ordenada con una disciplina casi militar. Los estantes alineados, la cama impecable, la alfombra sin una sola mota. El único indicio de revuelo estaba en el vestidor, cuyas puertas dobles de roble estaban abiertas de par en par, como si el mundo privado de Siara se hubiese rendido ante una fuerza mayor: una decisión irreversible.

Ella estaba ahí, de pie frente al espejo de cuerpo entero, completamente desnuda. Esbelta, de líneas elegantes.

Suspiró, empujándose los lentes por el puente de la nariz con un gesto automático. Pero su reflejo la devolvía una imagen nueva. Le gustó verse desnuda, solo con los anteojos puestos. Esto le daba un equilibrio entre lo intelectual y la potencia contenida de una sensualidad reprimida. Una tibia ola recorrió su cuerpo. No era vulgar excitación. Era algo más sutil, más profundo. Más poderoso.

Seguridad.

Detrás de ella, las filas de perchas estaban cargadas de prendas que jamás había usado. Regalos de cumpleaños de tías adineradas, impulsos de compras que nunca pasaron del papel de seda, tejidos importados con etiqueta aún colgando. Conjuntos que su madre diseñó con la esperanza de que Siara se soltara un poco. Sedas, cueros, encajes, cortes asimétricos. Nunca fueron su prioridad. Hasta ahora.

Hoy cambiaría. De ahora en adelante el mundo vería a una nueva Siara.

Yacía sobre la banqueta de terciopelo un conjunto que parecía pertenecer a otra mujer… pero que ella, en el fondo, sabía que siempre le había pertenecido.

Primero, las medias. De red negra, trama pequeña, firme, cosidas a lo largo con una costura vertical que subía por la parte trasera de sus muslos como una invitación escrita en tinta negra. Su piel pálida brillaba entre la geometría del encaje.

Después, la falda. Tubo, de cuero negro suave, entallada desde la cintura alta hasta justo por encima de las rodillas, marcando la curva de sus caderas y dejando claro que no tenía nada que envidiarle a las musas de pasarela que alguna vez desestimó con sarcasmo. Se la ajustó con precisión, abrochándola de costado, girando un poco para revisar el perfil en el espejo.

El top era lo más atrevido que se había permitido jamás. Una blusa de gasa translúcida, color vino oscuro, de cuello cerrado pero con mangas abullonadas y una espalda completamente abierta. Por delante, la transparencia sugería más que mostraba, y debajo, apenas un sostén sin aros que moldeaba sin ocultar. El contraste entre lo rígido de la falda y la fluidez etérea del torso formaba una silueta magnética, como una ecuación resuelta con erotismo contenido.

Se puso un cinturón angosto con hebilla de latón mate. Luego, un par de botines de tacón cuadrado, negros, brillantes. Por último, se recogió el cabello en un moño francés elegante, dejando caer algunos mechones a los costados del rostro para suavizar sus rasgos ya intensos.

No se maquilló mucho. Apenas base, delineador sutil, y un labial rojo vino que combinaba con la blusa y hacía que sus labios parecieran el secreto mejor guardado de una biblioteca prohibida.

Cuando terminó, dio un paso atrás. El espejo devolvía una imagen poderosa. Dominante. Intimidante en su belleza, pero cerebral. Siara no se había convertido en otra persona. Ya no usaba su cuerpo como un objeto que debía ocultarse para ser respetada. Lo usaba como una afirmación: soy inteligente, soy hermosa, y jamás vas a reducirme a ninguna de las dos cosas por separado.

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El murmullo constante de los estudiantes se cortó apenas Siara apareció cruzando el umbral. Los que la conocían levantaron la vista. Los que no, también. Algo en su forma de caminar, en cómo cada paso parecía medir el espacio y dominarlo, silenciaba las conversaciones. La falda apretada moldeaba sus caderas como un guante de sombra, y la gasa de la blusa vibraba con cada movimiento como una llama sin control. El aire alrededor suyo parecía más denso.

Erika estaba apoyada contra una columna, esperando con una medialuna en una mano y el teléfono en la otra. Cuando vio a Siara, se quedó con la mandíbula medio abierta, el bocado suspendido entre los dientes.

—La puta madre.

Siara la miró por encima de los lentes, una ceja apenas arqueada. El moño alto, la piel translúcida, la boca roja. Todo era una afrenta a la versión anterior. Un reinicio.

—¿Decís eso como halago o como shock?

Erika tardó unos segundos en cerrar la boca y tragar.

—¿Halago? ¡Esto es una epifanía, Siara! —La recorrió de arriba abajo sin vergüenza—. No puedo creerlo. ¿Es legal que una enciclopedia con patas se vea así?

Siara giró ligeramente sobre sí misma. La costura de las medias brilló como un garabato de deseo bajo la falda ajustada.

—Verónica me enseñó algo. No es un crimen ser brillante y verse impactante al mismo tiempo. De hecho... —se acercó un paso, los labios apenas curvados— es una estrategia.

Erika la miró, embobada, luego chasqueó la lengua y soltó una carcajada suave.

—Juro por Dios, hay gente que va a tener accidentes hoy por tu culpa.

—Que miren. —Siara alzó el mentón, cruzando la sala hacia el aula, con Erika siguiéndola como si no pudiera resistirse a ese campo gravitacional súbitamente sensual—. Yo no vine a pasar desapercibida.

Y mientras caminaba, cada paso de sus tacones retumbaba sobre el piso de mármol como una marcha militar. Una advertencia. Un anuncio.

Siara LeClerc no pedía respeto.

Lo exigía.

Con su mente. Y ahora, también, con cada centímetro de su cuerpo.

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La sala olía a barniz viejo, papel sellado, y una pizca de colonia masculina que pretendía autoridad. En las paredes, diplomas enmarcados. Detrás del escritorio, Mario Dalessi. Sentado. Reclinado. Como si ya hubiera ganado.

—¿La señorita LeClerc? —preguntó, quitándose los anteojos y posándolos con delicadeza sobre un portadocumentos de cuero marrón. Su voz grave, impostada—. Qué sorpresa. ¿Qué puedo hacer por usted a esta hora?

Ella cerró la puerta sin responder. Cada paso que dio hacia él fue lento, milimétrico, medido como una melodía disonante. Tac, tac, tac. Tacones sobre el mármol. Su silueta —la falda lápiz negra que se adhería a sus caderas como una segunda piel, la blusa de gasa transparente sin sostén debajo, la sombra de sus pezones— era una distorsión deliciosa en el paisaje burocrático de ese despacho.

Mario se tensó en la silla. La miró como se mira a una fantasía que no debería haberse materializado. Sus ojos atacaron directamente esas tetas. Pelotas firmes, vigorosas, coronadas por el pecado ¿ya consumado? No creía que Siara fuera virgen, ni por asomo.

«Esta putita se la debe pasar con una pija entre las tetas», pensó Mario, sin dejar de mirarla, mientras limpiaba sus anteojos con un paño.

—Decano —dijo ella con voz suave, modulada, casi tímida—. Quería hablarle… sobre mi situación académica.

—¿Hay un problema con sus notas?

Ella negó, acercándose al escritorio, los brazos cruzados bajo el busto, lo que hizo que la tela translúcida se estirara un poco más, revelando el contorno de pezones tensos por el aire frío.

—No, al contrario. Siempre me he esforzado en estar por encima del promedio. Pero pensé… que tal vez usted podría orientarme. —Apoyó ambas manos sobre el escritorio, inclinándose hacia él—. Hay ciertos caminos que no figuran en los programas oficiales.

Dalessi tragó saliva. Su mirada bajó instintivamente. Dejó de verla como una alumna brillante y empezó a verla como un enigma húmedo con piernas. Levantó la vista otra vez, como para no parecer evidente. Pero ya estaba perdido.

—No sé si entiendo a qué se refiere…

Ella sonrió. Dulce, casi sumisa.

—Usted es el decano. Conoce bien a Sofía Levitz —Dalessi se tensó—. Ella es la directora del Centro de Estudiantes. Yo… me esfuerzo tanto como ella. Quizás más —En la boca del decano se formó una tenue sonrisa que intentó ocultar. Si Siara la vio, no dio señales—. ¿Acaso mis padres no colaboran lo suficiente?

—¿Qué quiere LeClerc?

—Lo que merezco.

Dalessi sonrió sin disimulo.

«Una trepadora. Mi plato favorito».

—Hablé con Sofía —soltó Siara, desafiante—. Me contó lo que tuvo que hacer para conseguir el puesto el Centro de Estudiantes.

—¿Cuánto le contó exactamente? —Preguntó Dalessi, sin inmutarse.

—No mucho. Lo suficiente. Lo que hace cuando está de rodillas.

Sensual, como una gata, Siara rodeó el escritorio. Empujó al decano por el pecho, las rueditas de la silla lo llevaron hacia atrás. Ella se arrodilló frente a él, como un súbdito que se inclina ante su rey.

—¿Está segura de lo que quiere hacer, señorita LeClerc?

—¿Acaso tiene miedo, Dalessi? ¿O solo le sorprende que yo quiera hacerlo?

Sus manos descendieron por el pantalón, lentas, midiendo reacciones. Lo abrió con movimientos suaves, como si desabrocharlo fuera una ceremonia. El botón, el cierre. Mario abrió los labios para hablar, pero no pudo. Ella le desabrochó el cinturón, lo bajó sin apuro. El sonido del metal contra la hebilla fue tan íntimo que pareció una respiración. La cremallera bajó. Lo liberó.

Siara mostró media sonrisa. Ni siquiera habían empezado y él ya estaba duro, sin disimulo.

Ella agarró esa verga erecta con una mano, y alzó la vista. Esa mirada... de ojos oscuros detrás de los lentes, la boca apenas abierta, labios húmedos, los dedos moviéndose lentos, firmes. La escena parecía diseñada por una inteligencia superior que había estudiado cada ángulo de sumisión fingida.

—¿Sabe lo que más me gusta de usted, decano? —murmuró, comenzando a mover la mano con ritmo controlado—. Que cree tener el poder.

Lo envolvió con sus labios. Jugó con su lengua alrededor del glande. Aplicó la succión exacta. Presionó con sus labios y movió la lengua en espiral. No se apuró. Lo hizo suyo con una elegancia perversa, sin cerrar los ojos, mirándolo fijo, estudiando cómo su cuerpo cedía. Succión lenta. Luego más profunda. Shhhck... hnnnhh... slk.

Mario gimió. Bajo. Una vibración desde el pecho. Y ella sonrió contra él.

—¿Eso es todo lo que necesita para sentirse en control? —susurró, con la voz rota de saliva y deseo—. ¿Una boca dócil?

Le acarició los testículos con la otra mano mientras la lengua giraba en torno al glande, lenta, como un compás marcando su rendición. Luego se detuvo, justo antes del clímax, y se incorporó, con los labios rojos, el cabello un poco desordenado y las mejillas encendidas.

—Levántese. —ordenó con voz firme.

Mario obedeció, como en trance.

Ella se sentó en su silla. Su trono.

Cruzó las piernas, levantando un poco la falda, dejando ver la ligueta negra de las medias. Abrió los labios con lentitud, sin dejar de mirarlo.

Mario se quedó de pie, jadeando, con la camisa desabotonada hasta el ombligo y el pantalón a medio caer. La bragueta abierta, la piel tensa, el rostro congestionado por una mezcla de lujuria y duda. Sabía que cruzaba una línea irreversible… pero ella lo estaba guiando con una mirada que decía seguí. Como si ese fuera su destino desde el primer momento en que la vio entrar.

Siara se recostó en su silla, ladeando un poco el cuerpo, y levantó una pierna hasta apoyar el talón en el borde del escritorio. La falda se arrugó sobre sus muslos, y debajo, entre los pliegues de encaje negro y piel tersa, la visión era directa, devastadora: húmeda, caliente, dispuesta.

—La Junta Directiva dice que nunca estuviste al mando.

Esa frase fue la chispa. Él se inclinó sobre ella con torpeza ávida, empujando sus caderas contra las de ella, buscando la entrada como un hombre poseído. Ella abrió las piernas con deliberada lentitud, como si le estuviera concediendo una audiencia privada al emperador de un reino en ruinas.

Mario se inclinó hacia ella, la respiración pesada, el cuerpo tironeado por la urgencia. Siara permaneció sentada, con las piernas apenas entreabiertas, como si dudara, como si no estuviera segura de lo que estaba a punto de permitir. Sus manos temblaban, apenas. Una performance sutil, ensayada. La tela de su falda se arrugaba bajo sus muslos mientras él la miraba, buscando en su rostro alguna objeción real. No la encontró.

Ella desvió la mirada con lentitud, como si no pudiera sostener la tensión. Pero no era vergüenza. Era cebo.

—No, carajo. Dije que no… —susurró, con la voz apenas quebrada.

Mario tragó saliva, sus dedos ya en su cintura, tirando apenas. Ella no se resistió. No se entregó tampoco. Simplemente… no se opuso. Y eso fue todo lo que él necesitó.

La hizo girar con torpeza, apoyándola contra el escritorio, bajándole la bombacha con manos temblorosas por la ansiedad. Ella alzó una pierna como si dudara, dejando que su rodilla se apoyara sobre el borde de madera, y abrió las piernas lo justo para que él creyera que estaba ganando.

Él se acomodó detrás y la empaló de un solo empujón, jadeando, gruñendo con los dientes apretados cuando la sintió envolverlo. Su verga entró toda de una, caliente, resbalosa, envuelta en esa humedad apretada como un guante diseñado para estrangularle el juicio.

—Ahhh, la concha de tu madre... —murmuró, los dedos clavados en sus caderas, empezando a cogerla con movimientos rústicos, torpes de tanto deseo—. ¡No, soltame! ¡Hijo de puta!

Cada vez que él empujaba, ella apretaba sutilmente, calculando el ángulo, la fuerza, el momento. Gemía cuando él necesitaba sentirse dominante, y se callaba cuando él buscaba su rendición. Lo manejaba desde adentro, con los músculos de su cuerpo y los silencios de su boca. Lo obligaba a creer que él estaba guiando todo, mientras ella dirigía como una directora de orquesta oculta tras bambalinas.

—Te equivocaste conmigo, putita —Mario le apretó una teta con fuerza. Siara chilló—. Ya tengo experiencia manejando putitas como vos. ¿Creíste que me iba a conformar con una chupada de pija?

—Ay… ay… ¡soltame!

—Te voy a soltar cuando tengas la concha bien llena de leche. ¿Sofía también te contó esa parte? —Siara apoyó la cara contra el escritorio. Rezongó—. Me imaginé. ¿Esto no lo planeaste, zorrita fría y calculadora?

La espalda de Siara se arqueaba con cada penetración. Su respiración se cortaba justo cuando él embestía más fuerte. Cuando él la agarraba del pelo, ella se dejaba caer hacia atrás con un gemido agudo, fingido, puro teatro, para hacerlo sentir el puto rey del mundo.

Y él lo creía.

Le cogía como si estuviera dominando, su verga entrando y saliendo con golpes sordos, húmedos, cada vez más desesperados. Pero era ella la que marcaba el tempo, la que controlaba cada contracción que lo apretaba más justo cuando pensaba que se venía.

Le bastaba un movimiento pélvico imperceptible para cambiarle el ritmo, para guiarlo hacia donde quería. Lo tenía gimiendo, transpirado, embobado. En su cabeza, era él quien estaba cogiendo fuerte a una estudiante que lo deseaba en secreto.

Él la penetró de un solo empujón, grueso, duro, con un gruñido contenido en la garganta. Su verga se hundió en ella con fuerza, húmeda hasta la raíz, recibida con una contracción perfecta, como si Siara lo hubiera estado esperando desde antes de que él siquiera pensara en tocarla.

—Mierda... —jadeó él, moviéndose ya con ritmo, sujetándole la cintura—. No sabés lo que provocás...

Pero ella sí lo sabía.

Cada gemido, cada jadeo, cada golpe de cadera que él creía propio estaba coreografiado. Siara lo guiaba con contracciones internas, con respiraciones que aceleraban justo cuando él creía que estaba llevando el control, con manos que lo tomaban por la nuca solo para empujarlo más profundo. Lo hacía sentir como un toro salvaje mientras lo domaba con un solo arqueo de espalda.

—Te está gustando, puta —dijo, sin detenerse—. Sé que te gusta. Sé cuando se doblega una frígida como vos. ¿Querés más pija?

—Sí... sí... —dijo en un susurro casi inaudible.

—¿Cómo dijiste?

—Dije que te vayas a la mierd… ¡Ahhh… ahhh!

—No te escucho…

Y siguió dándole con toda la furia. Las venas de su cuello estaban tensas. La calva le sudaba. La respiración era un bufido animal. Siara se retorcía.

—¡Ay… sí… mmf… uff… sí!

Lo decía mientras apretaba sus talones contra la parte trasera de sus muslos, controlando el ángulo. Mientras sus uñas se clavaban justo donde él sentía más. Mientras sus músculos vaginales lo atrapaban como una trampa húmeda y pulsante. La verga entraba y salía, sin detenerse, cubierta de flujos y energía viril.

Thlk... thlk... thlk... El sonido del sexo llenaba la oficina. Esa ancha verga invadiendo la húmeda concha de Siara. Piel contra piel, el roce espeso, la humedad entre los gemidos. Mario estaba sudando. Su respiración entrecortada, su pecho pegado al de ella, las embestidas cada vez más erráticas. Se aferraba a ella como si al venirse pudiera absorber algo de su juventud, de su poder.

—¿Querés llegar lejos? Este es el precio a pagar, chiquita.

—Pago lo que haya que pagar.

Y con esa frase, él se derramó dentro de ella, con un gemido ronco, con espasmos que lo sacudieron desde la base de la columna hasta la punta de los dedos. Acabó con fuerza, aferrándose a sus caderas, jadeando como un animal viejo que al fin encuentra calor.

Luego lo empujó con suavidad, lo hizo retroceder. Su sexo seguía palpitando, caliente, cubierto con su semen. Se levantó. Se acomodó la falda, lentamente. Se giró de espaldas mientras él intentaba recuperar el aliento, aún sin comprender del todo qué había pasado.

—Gracias por la audiencia, decano —dijo ella, tomando su bolso del suelo—. Sabía que podía confiar en su guía.

Y mientras él buscaba palabras, perdido en su propia eyaculación y el vacío que vino con ella, Siara caminó hacia la puerta con la espalda recta y las caderas oscilando despacio, la costura de sus medias brillando en la penumbra.

No había dejado su poder en ese despacho.

Lo había firmado, con su cuerpo, en tinta ardiente.

Y ahora era suyo.

Dalessi seguía sentado en su silla, la camisa abierta, los pantalones aún a medio subir, como un rey destronado que no se dio cuenta de que su cetro había sido reemplazado por una cadena invisible.

Siara se ajustaba la blusa frente al espejo de su polvera compacta, sin apuro. Sus labios aún tenían brillo. Su cabello, aunque un poco más revuelto, seguía ordenado en su caos. Acomodó los lentes sobre su nariz con su característico gesto y se giró para mirarlo, la luz anaranjada de la lámpara de escritorio delineando su silueta como la figura de un icono religioso pagano.

—Fue… interesante —dijo con suavidad, como si estuviera comentando un ensayo académico. Tomó su bolso, lo colgó con delicadeza sobre el hombro y cruzó el despacho hacia la puerta.

Dalessi levantó la vista, todavía jadeante, todavía procesando. No dijo nada. Ni siquiera sabía qué decir.

Entonces ella se detuvo. Se giró levemente. Solo lo justo para que su mirada volviera a encontrarlo. Sutil. Precisa. Demasiado elegante para ser intimidante… y, sin embargo, lo fue.

—Sabe, decano… —empezó, dejando que el silencio le sirviera de alfombra roja a lo que vendría después—. Me parece que tiene un gran potencial para conseguir cosas. Conexiones. Recursos. Accesos que no todos tienen.

Se acercó un paso, apenas lo suficiente para que el perfume dulce y seco de su piel llegara hasta él.

—Y yo… soy buena reconociendo el potencial cuando lo veo. Muy buena.

Su tono era neutro, pero cada palabra tenía filo. No pedía. No sugería. Afirmaba, como quien plantea las reglas de un juego cuyos dados ya están cargados.

—No tiene que hacer nada deshonesto. Solo… estar atento. Quizás avisarme si hay movimientos inusuales en la Junta. O sugerir ciertos nombres. O facilitar ciertos espacios.

Sonrió.

—No suena mal, ¿no?

Mario tragó saliva. No sabía si había sido una orden, una invitación o un hechizo. Pero su cabeza asintió, antes de que su cerebro pudiera encontrar una excusa para no hacerlo.

Ella se giró del todo, y ya con la mano en la perilla, remató:

—Usted ya sabe lo que soy capaz de dar. Pero también sabe… que solo lo doy a quien me sirve bien.

La puerta se abrió. El pasillo estaba vacío. Su silueta desapareció con el mismo sigilo con el que había entrado. Y el despacho del decano, por primera vez en años, se sintió ajeno. No era su oficina. Era el primer puesto de avanzada del poder de Siara LeClerc.

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Día 1.

La cámara estaba fija. Un plano medio. Luz rosada, neón en forma de corazón, posters de Prison School y Kill la Kill de fondo. Sobre la repisa: figuras de PVC de chicas con faldas que no cubrían casi nada, piernas abiertas, ojos enormes. Todo el cuarto olía a cereza artificial, delineador y ansiedad.

Erika se acomodó el top de vinilo rojo brillante. Era una imitación barata del uniforme de Ryuko. Le quedaba chico. Demasiado chico. El escote mostraba la mitad de sus tetas y la otra mitad amenazaba con escapar con cada respiración. Abajo, una bombacha diminuta que apenas era una tira entre los muslos. Aún así, sonreía. Miraba la cámara con ese brillo canchero que aprendió a usar.

—Buenas, degeneraditos —dijo, lamiéndose el labio inferior con torpeza. Un gesto que rayaba en la ridiculez—. Hoy les traigo una joyita de mi colección: La tía de mi amigo es una bruja tetona y me hechizó para que me la coja. Una obra maestra.

La pantalla se llenó de comentarios. Risas, “mamita”, “te amo”, “dale más zoom”. Algunos le tiraban elogios, otros le avisaban que se le notaban mucho los pezones. Hubo incluso par que le mandaron dinero. No mucho. Pero ya era algo.

Ella se reía, con ese tono canchero que usaba para tapar nervios, y se inclinaba hacia la cámara, dejando que el top se deslizara apenas, como por descuido. Fingía que no se daba cuenta. Durante la reseña de La bruja tetona hechizó a mi amigo, dejó que su cuerpo se viera entero: piernas cruzadas, espalda arqueada, el escote casi a punto de traicionarla. Estaba sentada en su silla gamer, esa que ocupaba casi medio plano por lo imponente. Erika aún se emocionaba al pensar en el gesto: Kamilexia se la había regalado meses atrás, idéntica a la que ella usaba en sus transmisiones millonarias. Negro mate con bordes rojos de cuero sintético, costuras personalizadas con su nombre bordado en hilo dorado: EriKawaii. Incluso tenía el respaldo alto con forma de alas estilizadas, como si fuera un trono diseñado para reinas virtuales.

«Es porque te quiero, hermana. Quiero que tengas lo mejor.»

Eso le había dicho Kamilexia cuando se la entregó, con una sonrisa fugaz y un beso en la frente. Ahora, cada vez que Erika se sentaba en esa silla, sentía una punzada. Extrañaba esos momentos en los que se llevaban bien. Aunque, claro, por lo general, duraban tan poco como los muffins caseros que ella misma preparaba.

Siempre dulces, siempre calientes… siempre desaparecían en un suspiro.

Día 3

Esta vez llevaba puesto un traje de maid que parecía sacado de una fantasía escrita por adolescentes con exceso de cafeína: blanco brillante, ajustadísimo, con detalles de encaje negro que delineaban el escote y el dobladillo. No tenía nada debajo. Solo unas ligas finas, apenas sosteniendo las medias a medio muslo, y una vincha con orejitas de gato que se le resbalaba hacia la frente cada vez que se movía demasiado.

El maquillaje era más pesado que de costumbre: sombras oscuras, rubor exagerado, delineado grueso que le agrandaba los ojos pero también los hacía parecer más perdidos. La iluminación del cuarto estaba bajada a propósito, con una lámpara led azulada y el brillo justo para que la piel se viera suave, translúcida… pero todo tenía algo de accidental, como si no terminara de entender qué botón había tocado para lograr ese efecto.

Y ahí estaba ella, frente a la cámara. El pecho sobresalía del corset con descaro, sí, pero su postura arruinaba la ilusión: espalda mal apoyada, piernas cruzadas de forma incómoda, manos que no sabían dónde ir. Se reía con la boca abierta, mostraba demasiado sin proponérselo, y cuando intentaba hablar en voz baja para sonar sensual, la voz se le quebraba entre la vergüenza y una risa medio histérica.

Erika no era una dominatrix. Ni una modelo de catálogo erótico.

Era una otaku desordenada, tragándose su timidez a la fuerza, disfrazada de fantasía sexual mientras peleaba internamente por no parecer una pelotuda.

Y sin embargo... algo en eso funcionaba. Porque no actuaba como si fuera inalcanzable. Actuaba como si estuviera improvisando todo. Porque lo estaba.

Y esa imperfección tenía algo peligrosamente real.

—Bueno… hoy tenemos ¡Mi hermana gemela me despierta cada noche porque quiere chuparme el alma!, un hentai lleno de… espíritu fraternal —dijo con una sonrisa ladeada.

Se tocaba el escote mientras hablaba. Jugaba con las tiras del vestido. Se agachaba a propósito para “agarrar algo”, dejando que la cámara tomara la cola en primer plano. El chat ardía. Gente pidiendo más. Unos cuantos emojis de fueguito. Pero los seguidores... apenas subían.

Día 6

La noche había sido larga, y el cansancio se le colaba por las rendijas del maquillaje. Tenía ojeras disimuladas con base, glitter bajo los ojos como si pudiera disfrazar la fatiga de estrella pop. Esta vez llevaba un cosplay de demonio: cuernitos afilados sobre la cabeza, gargantilla negra con una campanita que tintineaba cuando movía el cuello, y un traje de cuerina brillante que se le pegaba al cuerpo como una segunda piel. Las medias de red se estiraban sobre sus muslos tensos, y la cola postiza —de peluche rojo— se bamboleaba de forma obscena cada vez que cambiaba de postura.

Se sentó en el borde de la silla, de lado, una pierna doblada bajo la otra, la espalda arqueada hacia la cámara. El cierre del traje comenzaba justo en el escote y terminaba por debajo del ombligo. Lo subía y bajaba con lentitud mientras hablaba, como si el ritmo de su narración estuviera conectado con la apertura de su piel.

—Hoy les traigo una obra maestra del mal gusto: Monjas poseídas por tentáculos interdimensionales —susurró, lamiéndose los labios, con la lengua apenas asomando entre los dientes.

Mientras hablaba, trazaba una línea imaginaria con el dedo desde la base del cuello hasta el vientre. La uña roja brillaba contra la tela negra, bajando justo por el centro, provocando que el cierre descendiera apenas. Un centímetro más. Y luego otro. El escote se abría como una fruta madura, dejando ver el borde de los senos, la piel húmeda de transpiración, el nacimiento del canal que muchos en el chat parecían venerar como una religión.

La cámara enfocaba justo. Lo suficiente. El ángulo hacía que la luz LED rebotara en su cuerpo como un óleo brillante. La cuerina estiraba sus curvas al punto de parecer que iba a romperse con un movimiento brusco.

Erika jugaba con su lengua, pasándola por la comisura de los labios, luego por la yema del dedo. Una gota de sudor resbaló por su clavícula y ella la siguió con la vista, exagerando el gesto. Se rió, con esa risa medio ronca que salía solo cuando se sentía vulnerable y excitada al mismo tiempo.

Pero sus ojos… no mentían.

Estaban quietos.

Demasiado.

Como si detrás del show, detrás de esa escena pensada para encender fantasías, ella buscara algo que no estaba en el chat. Un nombre. Un comentario. Una validación real. Una conexión.

Porque había calor. Había piel. Había sexo en el aire, casi tangible. Pero no había eco.

Y ese vacío… era lo más intenso de todo

Día 9

Había probado con un corset blanco. Semitransparente. Abierto en la parte de atrás. La bombacha tenía una abertura que no se notaba… hasta que se inclinaba. Mostraba sin mostrar. Lo justo. Lo calculado.

Leyó nombres de usuarios, susurró fetiches en voz baja, rozó su cuello con los dedos como si fuera otra persona la que la tocaba. Hacía todo con perfección. Sabía lo que gustaba. Lo que prendía.

Pero cuando terminó la transmisión, miró los números.

—¿Setenta y ocho mil reproducciones… y quince seguidores nuevos? —murmuró en voz baja, sin mostrar la cara.

Cerró la laptop. Miró su reflejo en la pantalla negra. Ella, despeinada, con el rímel un poco corrido, el corset bajado hasta la cintura.

—¿Qué más tengo que mostrar?

Día 11

Estaba más atrevida. O más rota. Había perdido la vergüenza. Se sentó sobre un almohadón enorme, con un body de encaje violeta que era más sugerencia que prenda. Jugaba con su cabello. Se lo metía en la boca. Se lamía los dedos mientras hablaba del hentai de la profesora que se transforma en gato y hace orgías para salvar la escuela.

—¿Les gusta cuando hablo así? —susurró, con voz quebrada, casi infantil.

El chat se volvió loco. Las donaciones subieron. Pero los seguidores... no.

Día 14

El cuarto estaba más desordenado. Había latas de bebida energética tiradas, envoltorios, ropa usada. Ella tenía puesto un kimono corto, abierto al frente. Abajo, un body rojo que dejaba ver el nacimiento de sus pechos y todo su torso al moverse. Se sentó en el borde de la cama, mirando a la cámara.

Esta vez no habló al principio. Solo miró. Sus pezones sobresalían. Se le marcaba todo. Cuando por fin abrió la boca, no sonaba como antes.

—Hoy no hay reseña. Hoy… solo quiero que me miren.

Hubo lluvia de comentarios. Gente babosa. Deseo digital.

Tomó un dildo en forma de tentáculo violeta. Lo montó con su concha, usando una generosa cantidad de lubricante, para que todo se viera húmedo, viscoso… obsceno. Gimió con la expresión de ahegao en su rostro y fui dando pequeños vistazos a la pantalla. Hasta ahora no era muy distinto a lo que había hecho en noches anteriores (aunque el tentáculo le ponía otra onda); pero hoy le tenía una sorpresa a sus espectadores.

—¿Les gustaría ver cómo me lo meto por la cola? —Los más de mil espectadores se volvieron locos. Recibió varias donaciones, ninguna demasiado grande, eso la alegró. Quizás por fin las cosas estaban mejorando.

Decidida se llenó el culo de lubricante y de rodillas en el suelo fue dejando que ese tentáculo la invadiera por atrás. La punta entró fácil. Lo complicado vino después.

Las reacciones faciales de Erika ya no fueron fingidas ni exageradas. Se le desfiguró la cara de puro gusto cuando las blandas protuberancias del tentáculo comenzaron a acariciar su culo por dentro. Y la parte ancha fue llevándola hasta límites que nunca antes había explorado, ni siquiera con todas las vergas que habían pasado por su culo.

Se movió rítmicamente. Sus tetas se sacudieron como si estuvieran dentro de un anime hentai. Dejó que la cámara viera todo. Y aún así… los números se movieron poco. Como si el algoritmo la castigara por no tener apellido viral. Como si no importara cuánto diera. Cerró la transmisión sin despedirse.

Miró al techo.

Pensó en Kamilexia. En su hermana rica, famosa, con sponsors. Con seguidores por millones. Con una mansión en un country.

Y ella, con el culo en primer plano, dando todo, y recibiendo… likes.

Solo likes.

————————

El olor a azúcar y plástico abierto llegaba desde el pasillo, una fragancia densa, infantil, como una piñata desmembrada bajo el sol. Siara subía las escaleras con paso firme, su silueta aún impecable con la ropa que había usado en la universidad: falda tubo, blusa de gasa cerrada hasta el cuello, medias negras sin una arruga. El cabello recogido, el maquillaje intacto. Orden. Control.

Abrió la puerta del cuarto de Erika sin anunciarse, porque sabía que Erika jamás se molestaba. Y lo que vio no fue solo un caos.

Fue un síntoma.

Erika estaba sentada en el borde de la cama, las piernas cruzadas, una remera vieja de Evangelion colgándole del hombro, sin pantalones. Alrededor, una montaña de envoltorios brillantes: gomitas abiertas, tabletas de chocolate medio comidas, paquetes de galletitas arrugados, latas de soda abiertas, caramelos pegoteados entre las sábanas. Tenía la cara manchada con algo marrón —Nutella o chocolate con almendras— y las manos pringosas de azúcar y sal. En la pantalla, un episodio de anime donde una chica gritaba en japonés mientras un robot explotaba.

—Erika… —murmuró Siara, sin moverse del marco de la puerta.

La otra se giró apenas.

—Ey, che. No sabía que venías. ¿Querés gomitas? Las de osito son mías. Agarrá cualquiera de las otras.

Siara cerró la puerta detrás de sí. Entró al cuarto y se quedó de pie, midiendo con los ojos cada punto del paisaje. El estado de la cama. Las ojeras en el rostro de su amiga. El brillo húmedo en sus párpados. Erika siempre comía golosinas. Pero esto no era hambre. Esto era un grito.

Se sentó a su lado, con esa calma quirúrgica que la hacía parecer mayor, más sabia, o simplemente hecha de otro material. Se quitó los anteojos un momento y limpió el marco con un pañuelo.

—¿Qué te pasa?

—Nada —masticó Erika, sin mirarla—. Solo estoy antojada.

—Mentira. —La mirada de Siara era una hoja afilada—. Siempre estás comiendo porquerías, pero nunca tantas. Esto ya lo vi antes. Cuando cancelaron la AnimeExpo a la que tanto querías ir.

—Trabajé mucho para hacerme un cosplay de…

—Sí, me acuerdo. Me hiciste modelar con eso puesto. Te quedó muy lindo, lo reconozco. ¿Y ahora? ¿Por qué estás tan mal?

—No me pasa nada, Siara. De verdad.

—No podés mentirme —se sentó en la cama, acarició la pierna derecha de Erika, ella siguió mirando la pantalla, engullendo ositos de goma. La mano no tardó en llegar a su vagina—. Al menos no perdiste tu libido —dijo Siara, cuando acarició los labios de su amiga.

—Estoy mojada porque hace un ratito estuve haciendo un stream.

—Sí, lo vi. Fue muy lindo. Me quedé muy caliente, por eso vine a visitarte —la besó en la mejilla—. Por eso y porque sé que estás mal. Ponés excusas para pagar un helado, una bolsa de bizcochitos o boludeces así. Le chupaste la concha a Farah Abdul… y ella te dio plata. No fue solo para humillarte. Sé que hay algo más.

Erika rió con la boca llena. Una risa sin alegría.

—Sos una maldita computadora emocional.

—Y vos sos una pésima mentirosa. —Siara le metió dos dedos en la concha—. ¿Estás teniendo problemas con el dinero?

Erika siguió mirando el capítulo, como si el mundo dependiera de ese mechón de pelo que volaba en cámara lenta durante una escena dramática. Mordió un trozo de chocolate, tragó sin ganas.

—Me da vergüenza contarlo, pero era obvio que no podría esconderlo de vos mucho tiempo.

Erika le contó todo.

Con voz temblorosa, con momentos en los que hacía chistes para no quebrarse. Cómo Kamilexia había dejado de pasarle plata, enojada por una discusión familiar de la que nadie quiso hablar más. Cómo Erika había intentado sobrevivir sola, sin pedir ayuda, convencida de que podía “remarla”. Cómo se le ocurrió usar su cuerpo, sus cosplays, su cuarto lleno de waifus en tanga, para armar una audiencia. Al principio las transmisiones fueron emocionantes. Hasta placenteras. Sentía que tenía el control. Que gustaba. Que podía vender esa versión sexy de sí misma sin romperse.

Pero después… todo se volvió frustrante.

—Hago cosas zarpadas, Siara. Tipo… me expongo mal. Digo cosas, muestro todo. Me meto consoladores por el orto. ¿Entendés? Yo que siempre dije que no iba a caer en lo vulgar durante un stream, ahora les muestro cómo me doy por el culo con un consolador con forma de tentáculo. Hay noches que son increíbles. Comentarios, calor, hasta me hacen sentir linda, ¿entendés? Acabo. La paso bien. Me mato a pajas por puro gusto. Sí, me da vergüenza; pero también tiene esa cuota de morbo que no sé cómo explicar.

—No hace falta que la expliques —dijo Siara, admirando el cuerpo de su amiga—. Lo entiendo perfectamente.

—Pienso que estoy haciendo todo bien. Pero al otro día... nada. Es como si nadie me hubiera visto. —Se pasó la mano por el rostro, dejando una mancha de chocolate en la mejilla sin darse cuenta—. Cero gancho. Pocos seguidores. Gente que no vuelve. Como si... como si todo se reiniciara.

Siara la miraba. Sus ojos eran cálculos silenciosos. No la juzgaba. No la interrumpía. Solo conectaba piezas.

Erika suspiró.

—Pensé que era el algoritmo. O que no usaba bien las etiquetas. Pero me puse a ver otras chicas, nenas que no hacen ni la mitad de lo que yo hago, y les explota el canal. —Se rió sin gracia—. No sé… capaz me metieron algún tipo de shadowban o algo así. Como si la página me estuviera enterrando sin decir nada. O... no sé. Capaz es todo una cagada mía y estoy flasheando.

—No creo que solo sean ideas tuyas —dijo Siara, con voz baja pero firme.

Sus dedos se movieron lentamente dentro de la vagina de Erika. Los había mantenido ahí dentro durante todo el relato de su amiga. La concha estaba empapada, pero todo el cuerpo de Erika no parecía mostrar signos de excitación. Quería despertarla de ese letargo. Se inclinó hacia ella y la besó en la boca. Con pasión. Sin que le importaran los rastros de dulces y chocolate que cubrían esos labios turgentes. Los lamió. Los saboreó. Erika respondió con su lengua. Posó una mano sobre una de las firmes tetas de Siara.

—Me encanta como te queda este conjunto. ¿Me vas a contar por qué te viste tan puta hoy?

—Así es como me quiero vestir ahora. Me cansé de andar escondiendo mis atributos. —Erika sonrió—. Mario Dalessi me garchó.

Soltó, como una bomba. Los ojos de Erika se abrieron como platos.

—¿Te forzó?

—Nah. O sea, él cree que sí. Pero no te preocupes, amiga. Salió todo exactamente como yo lo había planeado.

—¿Y por qué lo hiciste?

—Necesitamos ganar poder dentro del instituto. La Junta Directiva nos presiona fuerte. Aunque ellas controlen todo, técnicamente Dalessi es el tipo con más poder del instituto. Nos conviene tenerlo de nuestro lado.

—Pero… ¿era necesario? Podría haberlo hecho yo… ya me metieron pijas hasta por el orto.

—No, amiga. Vos ya hiciste suficiente. Esta vez me tocaba a mí.

Volvieron a besarse. Siara quitó momentáneamente los dedos de la vagina de Erika, solo para desvestirse. No se quitó todo. El top transparente se quedó ahí, a petición de Erika. De la cintura para abajo quedó completamente desnuda. Volvieron a unirse en un beso y comenzaron a tocarse mutuamente. Siara estaba tan mojada como Erika. Sus conchas eran un mar de flujos.

—Esto no tiene sentido —dijo Sira.

—Ya hablamos de esto, amiga… nos besamos y cogemos porque…

—No, boluda. No hablo de nosotras. Me encanta lo que hay entre nosotras —le dio un beso cortito en la boca—. Me refiero a stream. No tiene sentido que tus seguidores no crezcan. No con vos. Sos hermosa, tenés presencia, el tipo de cuerpo que esa audiencia busca. Y con el tipo de contenido que me describís, deberías estar reventando los números.

Hizo una pausa. No era un silencio vacío. Era una zona de análisis.

—Y si no está pasando... entonces hay algo raro.

—¿Y si el algoritmo me odia? —dijo Erika, encogiéndose de hombros—. ¿O si estoy shadowbaneada por el sindicato de streamers católicos?

Siara soltó una carcajada. Una idea como esa solo se le podría ocurrir a Erika.

—Ridículo. No hay nada más molesto que sacar teorías sin datos. Lo sabés. Ya hablamos de esto. Pero lo que contás... es raro. No podemos descartarlo como simple falta de suerte.

Erika la miró con una sonrisa cansada.

—¿Me vas a ayudar, Sherlock?

Siara se acomodó el flequillo con un gesto lento.

—No quiero que te pongas paranoica todavía. Pero vamos a tratarlo como lo que parece ser.

—¿Un problema técnico?

—Un pequeño misterio.

Se quedaron un momento en silencio. En la pantalla, la protagonista del anime lloraba mientras sostenía a su robot moribundo. El cuarto seguía oliendo a azúcar y resignación. Pero entre las dos, algo había cambiado.

—¿Querés que te limpie la cara? —preguntó Siara. Y comenzó a pasarle la lengua. Erika se dejó hacer.

Y mientras la lengua suave le pasaba por el rostro, pensó que por ahí, sí, podía empezar a creer en los misterios otra vez. Aunque el primero… fuera ella misma.



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